Por MICHAEL SPENCE
MILÁN – El economista británico del siglo XVIII Adam Smith ha sido largamente aclamado como el fundador de la economía moderna, un pensador que en sus grandes obras La riqueza de las naciones y la Teoría de los sentimientos morales dilucidó aspectos cruciales del funcionamiento de las economías de mercado. Pero las ideas que valieron a Smith su gran reputación ya no son tan indiscutibles como parecían.
Tal vez la más conocida de esas ideas sea que en el contexto de mercados funcionales debidamente regulados, la búsqueda del interés propio por parte de los individuos produce un resultado general bueno. Por “bueno”, en este contexto, se entiende lo que los economistas en la actualidad llaman “óptimo de Pareto”: un estado de asignación de recursos en el que es imposible mejorar la situación de una persona sin empeorar la de otra.
La tesis de Smith es problemática, porque depende del supuesto insostenible de que no haya fallos del mercado importantes; no debe haber externalidades (efectos no expresados en los precios de mercado, por ejemplo la contaminación); ni grandes diferencias o asimetrías en el acceso a la información; ni actores con poder suficiente para inclinar los resultados a su favor. Además, la tesis descarta totalmente las cuestiones distributivas (que el concepto de eficiencia de Pareto no abarca).
Otra de las ideas clave de Smith es que una creciente división del trabajo puede mejorar la productividad y el crecimiento de los ingresos, cuando cada trabajador o empresa se especializan en una única área de la producción general. Esta es en esencia la lógica de la globalización: que la expansión e integración de mercados permite a empresas y países aprovechar ventajas comparativas y economías de escala, lo que aumenta enormemente la eficiencia y productividad generales.
Pero una vez más, Smith está promocionando la capacidad de la economía de mercado para crear riqueza, sin prestar atención a su distribución. En la práctica, un aumento de la especialización dentro de mercados más grandes puede tener importantes efectos distributivos, con pérdidas enormes para algunos actores. Y la historia de que las ganancias son suficientes para compensar a los perdedores no es creíble, porque no hay un modo práctico de efectivizar esa compensación.
Los mercados son mecanismos de elección social, donde el dinero es el equivalente del voto; los poseedores de mayor poder adquisitivo tienen más influencia sobre los resultados del mercado. Los gobiernos también son mecanismos de elección social, pero aquí el poder de votación se distribuye en forma igualitaria (o al menos se supone que así sea), sin importar la riqueza. La igualdad política debería actuar como contrapeso al poder de “votación” desigual que se ejerce en el mercado.
A tal fin, los gobiernos deben cumplir al menos tres funciones clave. En primer lugar, deben usar la regulación para mitigar los fallos del mercado causados por externalidades, diferencias o asimetrías en el acceso a información, o monopolios. En segundo lugar, deben invertir en bienes tangibles e intangibles cuyo rendimiento privado sea menor al beneficio social. Y en tercer lugar, deben corregir resultados distributivos inaceptables.
Pero en todo el mundo, los gobiernos no están cumpliendo estas responsabilidades, sobre todo porque en algunas democracias representativas, el poder adquisitivo avanzó sobre la política. El ejemplo más notorio es Estados Unidos, donde la probabilidad de ser elegido para un cargo muestra una fuerte correlación con la posesión previa de riqueza o la capacidad de recaudar fondos. Esto plantea a los políticos un fuerte incentivo a alinear sus políticas con los intereses de quienes tienen poder de mercado.
Es verdad que Internet ayudó hasta cierto punto a contrarrestar esta tendencia. Algunos políticos (incluidos precandidatos presidenciales demócratas como Bernie Sanders y Elizabeth Warren) apelan a pequeñas donaciones individuales para no quedar atados a grandes donantes. Pero los intereses de los económicamente poderosos todavía están muy sobrerrepresentados en la política estadounidense, y esto disminuyó la capacidad del gobierno para mitigar los resultados del mercado. Los fallos resultantes, entre ellos un aumento de la desigualdad, generaron malestar popular, lo que llevó a muchos a rechazar a las voces del establishment en beneficio de oportunistas como el presidente Donald Trump. El resultado es una creciente disfunción política y social.
Habrá quien diga que tendencias sociales y políticas similares también se aprecian en países desarrollados (por ejemplo, Italia y el Reino Unido) que tienen restricciones bastante estrictas a la influencia del dinero en las elecciones. Pero esas normas no impiden a personas poderosas ejercer una influencia desproporcionada en los resultados políticos a través de las redes exclusivas a las que tienen acceso. El ingreso al grupo de los “iniciados” demanda conexiones, aportes y lealtad; pero una vez dentro, las recompensas pueden ser sustanciales, conforme algunos miembros alcanzan el liderazgo político y actúan al servicio de los intereses del resto.
Algunos creen que en una democracia representativa, siempre hay grupos que terminan teniendo una influencia desproporcionada. Otros dirán que formas de democracia más directas (donde los votantes pueden decidir respecto de políticas importantes a través de referendos, como sucede en Suiza) pueden ayudar a mitigar esta dinámica. Pero aunque esta idea puede ser digna de consideración, hay muchas áreas (por ejemplo la política de defensa de la competencia) donde la toma de decisiones eficaz demanda conocimiento y experiencia pertinentes; y de todos modos, la implementación de las políticas seguirá siendo responsabilidad de los gobiernos.
Estos desafíos contribuyeron a despertar el interés en un modelo muy diferente. En un sistema de “capitalismo de Estado” como el de China, un gobierno relativamente autocrático actúa como firme contrapeso del sistema de mercado.
En teoría, esta modalidad permite a la dirigencia (no supeditada a elecciones democráticas) promover el interés general. Pero nada garantiza que así sea, dada la poca supervisión de lo actuado por las autoridades (por ejemplo, porque los medios están bajo estricto control del gobierno). Además, la falta de rendición de cuentas puede alentar la corrupción, otro mecanismo que aleja al gobierno del interés público.
En gran parte de Occidente, donde la falta de rendición pública de cuentas se ve como un defecto fatal, el modelo de gobernanza de China se considera peligroso. Pero muchos países en desarrollo están pensando en él como una alternativa a la democracia liberal, que también tiene abundantes defectos propios.
Las democracias representativas actuales deben priorizar al máximo la solución de esos defectos; los países deben limitar, en la medida de lo posible, el estrechamiento de los intereses representados por el gobierno. No será fácil. Pero en tiempos en que los resultados del mercado están fracasando en casi todos los criterios de igualdad distributiva, es esencial. ( todas las negritas HHC)
Traducción: Esteban Flamini
MICHAEL SPENCE, a Nobel laureate in economics, is Professor of Economics at New York University’s Stern School of Business and Senior Fellow at the Hoover Institution. He was the chairman of the independent Commission on Growth and Development, an international body that from 2006-2010 analyzed opportunities for global economic growth, and is the author of The Next Convergence – The Future of Economic Growth in a Multispeed World.
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