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martes, 24 de septiembre de 2019

Las consecuencias económicas de la automatización

Por Robert Skidelsky, Project Syndicate

Mientras el Brexit se apodera de los titulares del Reino Unido y el extranjero, prosigue la marcha silenciosa de la automatización. La mayoría de los economistas ven esta tendencia como algo positivo: puede que la tecnología destruya empleos en el corto plazo, pero crea trabajos nuevos y mejores en el largo plazo.

La destrucción de empleos es clara y directa: una empresa automatiza una cinta transportadora, la salida de pago de un supermercado o un sistema de entregas, mantiene un décimo de la fuerza de trabajo como supervisores y despide al resto. Es mucho menos obvio lo que sucede después de eso.

El argumento económico estándar es que los trabajadores afectados por la automatización perderán inicialmente sus puestos, pero que la población como un todo se beneficiará después. Por ejemplo, el Nobel de economía Christopher Pissarides y Jacques Bughin del Instituto Global McKinsey plantean que la mayor productividad resultante de la automatización “implica un crecimiento económico más veloz, más consumo, mayor demanda laboral y, en consecuencia, una mayor creación de empleo”.

Pero esta teoría de la compensación es demasiado abstracta. Para comenzar, debemos distinguir entre innovaciones que “ahorran empleos” y las que “aumentan los empleos”. La innovación de productos, como la introducción de los coches o los teléfonos móviles, aumenta el nivel de empleo. En contraste, la innovación en los procesos o la introducción de mejores métodos de producción, ahorran empleos, ya que permiten que las firmas produzcan la misma cantidad de un bien o servicio actual con menos trabajadores.

Es verdad que los nuevos empleos que se crean mediante la innovación de productos puede verse afectada por un “efecto de sustitución”, a medida que el éxito del nuevo producto haga que la fuerza laboral empleada en producir el antiguo se vuelva superflua. Pero el mayor reto de todos lo representa la innovación de procesos, ya que su único efecto es desplazar trabajos, no crear otros nuevos. Donde la innovación de procesos predomina, solamente cabe recurrir a mecanismos compensatorios para ayudar a prevenir el alza del desempleo, o lo que el economista británico David Ricardo llama la “redundancia” de la población.

Existen varios mecanismos de este tipo. Primero, el aumento de las utilidades lleva a invertir más en nuevas tecnologías, y por eso salen nuevos productos al mercado. Además, la competencia entre firmas producirá una reducción general de los precios, elevando la demanda de productos y, en consecuencia, el empleo. Finalmente, la reducción de los salarios causada por el desempleo tecnológico inicial aumentará la demanda de empleo e inducirá a adoptar métodos de producción que utilicen más trabajo, con lo que se absorberán los trabajadores en el paro.

La rapidez con que funcionen estos mecanismos de compensación dependerá de la fluidez con que el capital y el trabajo se muevan entre ocupaciones y regiones. La introducción de tecnologías que ahorran trabajo causará una caída en los precios, pero también reducirá el consumo de los trabajadores que estén en el paro. Se trata entonces de qué efecto es más veloz. Los economistas keynesianos argumentan que la baja de la demanda de productos a causa del desempleo ocurrirá antes y, por ende, prevalecerá sobre la reducción de los precios causada por la automatización. Esto causará un mayor aumento del desempleo, al menos en el corto plazo.

Es más, incluso si esas pérdidas laborales fueran solo un fenómeno de corto plazo, el efecto acumulativo de una serie de innovaciones de ahorro de trabajo creará con el tiempo desempleo de largo plazo. Para agravar las cosas, se supone que en un ambiente general de prevalencia de la competencia se da un mecanismo eficaz de ajuste de los precios, pero en un mercado oligopólico una firma puede usar sus ahorros de costes para elevar sus utilidades más que para reducir los precios.

Consideraciones como estas sustentan la visión contemporánea de que los beneficios de la automatización son de largo plazo, con un aumento de la “redundancia” durante un “periodo de transición”. Pero cuando esta transición puede durar décadas, como reconoce un informe reciente del Instituto Global McKinsey, difícilmente sorprenda en que los trabajadores se sientan escépticos de todos estos argumentos compensatorios.

Karl Marx planteaba que no existían estos procesos compensatorios, fuesen de corto o largo plazo. La historia que predijo no tenía un final feliz para los trabajadores, al menos no en el sistema capitalista.

Marx señaló que las fuerzas de la competencia obligan a las firmas individuales a invertir la mayor parte posible de sus beneficios en equipos que ahorren trabajo y, por ende, reduzcan costes. Pero la mayor automatización no beneficia a los capitalistas como clase. Es cierto que el primero en actuar disfruta de una ventaja temporal al “apresurarse a aprovechar las curvas a la baja de los costes promedio”, como lo expresa Joseph Schumpeter en su Historia del Análisis Económico, aniquilando de paso a las empresas más débiles. Pero la competencia también propaga la nueva tecnología y elimina con rapidez cualesquiera “súper utilidades” temporales haya creado.

Para recuperar la tasa de utilidades, argumenta Marx, se requiere un creciente “ejército de reserva de desempleados”. Así, en sus palabras, la mecanización “lanzó a los trabajadores a la calle”. Para Marx, la naturaleza del desempleo es esencialmente tecnológica. Y aunque el ejército de reserva pueda ser absorbido de manera temporal por arranques de alta prosperidad, su persistencia lleva a una creciente pauperización en el largo plazo.

En consecuencia, para Marx la secuencia de eventos en el largo plazo era exactamente la opuesta a la opinión ortodoxa: la mecanización da origen a una prosperidad febril en el corto plazo, pero al coste de una degradación en el largo plazo.

Desde hace mucho, los efectos distribucionales del cambio tecnológico han tenido protagonismo en los debates entre economistas. En su libro de 1932 La Teoría de los salarios, John Hicks desarrolló la idea de la innovación inducida. Planteó que los salarios más altos, al amenazar las tasas de utilidades, impulsarían a las empresas a economizar en el uso del trabajo, debido a que este factor era ahora más costoso. En consecuencia, la automatización de la economía no es sencillamente el resultado de un creciente poder de computación, como diría la Ley de Moore, sino que depende de los cambios en los costes relativos entre el trabajo y el capital.

Son argumentos técnicamente complejos, pero es evidente que la teoría económica no ofrece una respuesta clara acerca del efecto de largo plazo de los efectos del progreso tecnológico sobre el empleo. La mejor conclusión a la que podemos llegar es que el impacto dependerá del equilibrio entre la innovación de procesos y la de productos, y de factores como el estado de la demanda, el grado de competencia en el mercado y el equilibrio de poder entre capital y trabajo.

Todas estas son áreas importantes en que los gobiernos pueden intervenir. Incluso si tradicionalmente la automatización ha sido beneficiosa en el largo plazo, las autoridades no deberían hacer oídos sordos a sus efectos perturbadores en el corto plazo. Después de todo, es allí donde ocurren los grandes horrores de la historia.
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Traducido del inglés por David Meléndez Tormen

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