Nobeles de Economía 2019
PRIMERA PARTE
VIDAS PRIVADAS
2. ¿MIL MILLONES DE PERSONAS HAMBRIENTAS?
Dejando a un
lado catástrofes naturales como el tsunami del 26 de diciembre de 2004 o el terremoto de Haití de 2010, ningún suceso relacionado con los más desfavorecidos ha recibido tanta atención pública ni tanta generosidad colectiva como las que provocó la hambruna de Etiopía a principios de los años ochenta, gracias, en parte, al concierto We Are the World en marzo de 1985. Más recientemente, en junio de 2009, el anuncio de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) señalando que más de mil millones de personas padecían hambre[1] alcanzó más titulares de prensa que los que que nunca consiguieron las estimaciones del Banco Mundial sobre el número de personas que viven con menos de un dólar al día.
Esta vinculación entre pobreza y hambre está institucionalizada en el Objetivo de Desarrollo del Milenio (ODM) de la ONU de «reducir la pobreza y el hambre». Es cierto que las líneas de pobreza fueron fijadas inicialmente en muchos países con el objetivo de reflejar la noción de pobreza basada en el hambre —el presupuesto necesario para comprar cierta cantidad de calorías, más alguna otra adquisición indispensable, como la vivienda—. Una persona «pobre» se definía básicamente como alguien que no tiene lo suficiente para comer. Por ello no cabe sorprenderse de que gran parte de los esfuerzos de los gobiernos para ayudar a los pobres se base en la idea de que estos necesitan comida desesperadamente y de que la cantidad es lo que importa. Las subvenciones a los alimentos se han generalizado en Oriente Próximo; durante 2008 y 2009 Egipto gastó 3.800 millones de dólares en subvenciones a alimentos (el 2 por ciento de su PIB)[2]. Indonesia tiene el Programa Rakshin, que distribuye arroz subvencionado. Muchos estados de la India tienen un programa similar; por ejemplo, en Orissa, los pobres tienen derecho a 25 kilos de arroz al mes a un precio de 4 rupias por kilo, un 20 por ciento menos del precio de mercado. En la actualidad el Parlamento de la India está debatiendo la Right to Food Act (Ley de Derecho a la Alimentación), que permitiría a la gente demandar al gobierno si padece hambre.
Suministrar ayuda alimentaria a gran escala es una pesadilla logística. En la India se estima que más de la mitad del trigo y más de dos tercios del arroz «se pierde» por el camino, incluyendo una buena parte que se comen las ratas[3]. Si los gobiernos insisten en esta política, a pesar de las pérdidas, no es solo porque se supone que el hambre camina de la mano de la pobreza; la incapacidad de los pobres para alimentarse adecuadamente también es una de las causas que se citan con más frecuencia como fuente de una trampa de pobreza. La intuición es potente: los pobres no pueden permitirse comer lo suficiente, por lo que son menos productivos y esto, a su vez, les mantiene en la pobreza.
Pak Solhin, que vive en un pueblo pequeño de la provincia de Bandung, en Indonesia, nos explicó una vez cómo funciona exactamente una trampa de la pobreza de este tipo.
Sus padres habían tenido algunas tierras, pero también tuvieron trece hijos y como tuvieron que construir tantas casas para ellos y sus familias, no quedó tierra disponible para el cultivo. Pak Solhin había trabajado como jornalero, lo que le generaba hasta 10.000 rupias al día (dos dólares PPC) por trabajar en el campo. Sin embargo, una subida reciente de los precios del fertilizante y del gasóleo obligó a los agricultores a economizar. Según Pak Solhin, los agricultores locales decidieron que no rebajaban los jornales, sino que dejaban de contratar trabajadores. Pak Solhin pasó a estar desempleado la mayor parte del tiempo: cuando le conocimos, llevaba dos meses sin poder trabajar ni un día. Otros hombres más jóvenes en su misma situación habían encontrado empleo en la construcción pero, como él mismo nos explicó, estaba demasiado débil para hacer un trabajo físicamente más exigente, era demasiado inexperto para hacer las tareas más cualificadas y demasiado viejo, a los cuarenta años, para empezar como aprendiz: nadie le contrataría.
Como consecuencia de todo esto, la familia de Pak Solhin —él, su mujer y sus tres hijos
— tuvo que tomar algunas medidas drásticas para sobrevivir. Su mujer se marchó a Yakarta, a unos 130 kilómetros de distancia, donde encontró trabajo como empleada doméstica gracias a una amiga. Pero no ganaba lo suficiente como para mantener a los niños. El hijo mayor, buen estudiante, dejó la escuela a los doce años y empezó como aprendiz en una obra. A los dos hijos más pequeños los mandaron a vivir con los abuelos. Pak Solhin sobrevivió con aproximadamente cuatro kilos del arroz subvencionado, que obtenía cada semana del gobierno, y con peces que pescaba desde la orilla de un lago, pues no sabía nadar. De vez en cuando, su hermano le daba de comer. La semana anterior a la última vez que hablamos con él, había comido dos veces al día durante cuatro días, y una sola vez los otros tres días.
A Pak Solhin parecía que se le habían acabado las opciones y él achacaba esa situación a la alimentación —más concretamente, a la falta de ella—. En su opinión, los agricultores con tierras habían decidido echar a sus empleados, en lugar de recortar sus salarios, porque pensaban que el recorte salarial empujaría a los trabajadores al hambre, lo que a su vez les haría inútiles para trabajar en el campo. Así es como había llegado al paro, se decía a sí mismo Pak Solhin. Aunque era evidente que quería trabajar, la falta de comida hacía que estuviera débil y decaído, y la depresión estaba minando su voluntad de hacer algo para resolver su problema.
La trampa de pobreza basada en la nutrición, que Pak Solhin nos explicó, es una idea muy vieja. En economía se expuso formalmente por primera vez en 1958[4].
La idea es sencilla. El cuerpo humano necesita cierta cantidad de calorías para sobrevivir, de modo que, cuando uno es pobre, toda la comida que puede pagarse apenas le permite movimientos vitales básicos y, quizá, recuperar los escasos ingresos que utilizó inicialmente para conseguir esa comida. Esta es la situación en que se encontraba Pak Solhin cuando le conocimos: la comida que tenía apenas le daba fuerzas para pescar algunos peces desde la orilla.
Cuando la gente gana más dinero, puede comprar más comida. Una vez que las necesidades metabólicas básicas del cuerpo están cubiertas, toda esa comida extra se convierte en fuerza y permite producir mucho más de lo que se necesita comer simplemente para estar vivo.
Este sencillo mecanismo biológico crea una relación en forma de S entre los ingresos actuales y los ingresos futuros, muy parecida a la que recogíamos en la Figura 1 en el capítulo anterior; las personas que son muy pobres ganan menos de lo que necesitan para poder hacer un trabajo significativo, pero quienes tienen suficiente para comer pueden realizar trabajos agrícolas más serios. Esto genera una trampa de pobreza: los pobres son cada vez más pobres y los ricos cada vez más ricos y comen incluso mejor, haciéndose más fuertes y más ricos todavía, y la desigualdad sigue creciendo.
Aunque la explicación lógica de Pak Solhin sobre cómo uno puede verse atrapado en el hambre resulta impecable, en su relato había algo ligeramente preocupante. No le conocimos en un país en guerra como Sudán, ni en una zona inundada de Bangladesh, sino en un pueblo de la próspera isla de Java donde, incluso tras el incremento del precio de los alimentos en 2007-2008, era obvio que había comida en abundancia y alimentarse una vez al día no costaba mucho. Cuando le conocimos estaba claro que no comía lo suficiente, pero sí lo bastante para sobrevivir. ¿Por qué no le compensaba a nadie ofrecerle la cantidad extra de nutrición que le haría productivo, a cambio del trabajo de una jornada? Expresado en términos más generales: aunque es cierto que una trampa de pobreza constituye una posibilidad lógica, ¿hasta qué punto es relevante en la práctica para la mayor parte de los pobres de hoy?
¿DE VERDAD HAY MIL MILLONES DE POBRES?
Un supuesto oculto tras nuestra descripción de la trampa de pobreza es que los pobres comen tanto como pueden comer. Y ciertamente sería la consecuencia obvia de una curva en forma de S basada en un mecanismo psicológico básico; si comiendo un poco más los pobres pudieran empezar a trabajar de forma significativa y salir de la zona de la trampa de pobreza, deberían comer tanto como fuese posible.
Pero eso no es lo que observamos. La mayoría de las personas que viven con menos de 99 centavos al día no parecen comportarse como si tuvieran hambre. Si así fuera, seguramente dedicarían todo el dinero que pudiesen a comprar más calorías. Pero no lo hacen. En nuestra base de datos sobre la vida de los pobres en dieciocho países, la comida supone entre el 36 y el 79 por ciento del gasto en consumo de las personas muy pobres que viven en zonas rurales, y entre el 53 y el 74 por ciento de sus homólogos en las ciudades[5].
La razón no es que dediquen todo lo demás a otras necesidades. Por ejemplo, en Udaipur vimos que un hogar pobre representativo que suprimiese totalmente el gasto en alcohol, tabaco y fiestas podría aumentar su gasto en comida hasta en un 30 por ciento. Los pobres tienen muchas alternativas y deciden no gastar en comida todo lo que pueden.
Esto se pone de manifiesto al observar en qué gastan las personas pobres cualquier cantidad de dinero extra de la que puedan disponer. Aunque está claro que tienen que ocuparse primero de ciertos gastos inevitables —como ropa o medicinas—, si su vida dependiese de conseguir más calorías sería lógico suponer que, al disponer de algún dinero adicional, lo dedicarían íntegramente a la comida. De ser así, el gasto en alimentación debería crecer más rápido, en términos proporcionales, que el gasto total (dado que ambos crecen en la misma cantidad y que la comida es solo una parte del presupuesto total, el aumento proporcional es mayor). Sin embargo, esto no parece cumplirse. En el estado indio de Maharashtra, en 1983 (mucho antes de los éxitos recientes de la India, cuando la mayoría de los hogares vivía con 99 centavos por persona y día, o con menos), incluso para la gente más pobre, un aumento del 1 por ciento en el gasto global se tradujo en un aumento cercano al 0,67 por ciento en el gasto total en comida[6]. Llama la atención que esta relación no sea muy distinta para los individuos más pobres de la muestra (los que ganaban cerca de 50 céntimos por persona y día) en comparación con los más ricos (quienes ganaban cerca de 3 dólares por persona y día). El caso de Maharashtra es bastante representativo de la relación que existe en todo el mundo entre los ingresos y el gasto en comida; incluso entre las personas muy pobres, el gasto en alimentos no aumenta a la par, ni mucho menos, que el crecimiento del gasto total.
También es llamativo que el dinero que se gasta en alimentos no sea para maximizar la cantidad de calorías o micronutrientes. Cuando las personas muy pobres tienen la posibilidad de gastar algo más de dinero en comida, no lo usan para conseguir más calorías, sino para comprar alimentos más ricos, para obtener calorías más caras. Para el grupo más pobre de Maharashtra en 1983, de cada rupia adicional gastada en comida al incrementarse los ingresos, cerca de la mitad se dedicó a la compra de más calorías, mientras el resto se dedicó a calorías más caras. En términos de calorías por rupia, la mejor compra eran los mijos (jowar y bajra). Pero solamente cerca de dos tercios del gasto total en cereales se dedicó a ellos, mientras que otro 30 por ciento se gastó en arroz y trigo, cuyo coste en promedio de calorías por rupia es cerca del doble. Además, los pobres gastan casi el 5 por ciento de su presupuesto total en azúcar, que es a su vez más caro que el cereal en cuanto a fuente de calorías y carece de otro valor nutritivo. Robert Jensen y Nolan Miller encontraron un ejemplo especialmente llamativo de esta «huida hacia la calidad» en el consumo de alimentos[7]. En dos regiones de China ofrecieron a hogares pobres, elegidos al azar, una subvención importante en el precio de los productos que forman la base de su alimentación: fideos de trigo en una de las regiones y arroz en la otra. Normalmente se espera que cuando desciende el precio de un producto la gente lo compre en mayores cantidades. Pues bien, en este caso ocurrió lo contrario. Los hogares que recibieron las subvenciones al arroz o a los fideos consumieron una menor cantidad de esos dos productos y gastaron más en carne, a pesar de que los alimentos básicos ahora costaban menos. Es sorprendente que la ingesta calórica global de quienes recibieron la subvención no aumentó (y pudo incluso disminuir), a pesar del hecho de que su poder adquisitivo había crecido. El contenido nutricional tampoco mejoró de ninguna otra forma. Probablemente la explicación se encuentra en que, dentro del presupuesto de estos hogares, el alimento básico supone un porcentaje tan grande que las subvenciones recibidas les hicieron más ricos; si el consumo del sustento básico se asocia con ser pobre (por ser barato y no especialmente sabroso), entonces sentirse más rico puede llevar, de hecho, a consumir menos cantidad. Este caso vuelve a insinuar que consumir más calorías no era una prioridad, al menos para estos hogares urbanos muy pobres, mientras que sí lo era el comer alimentos más sabrosos[8].
Otro rompecabezas es lo que está ocurriendo actualmente con la alimentación en la India. El relato típico que aparece en la prensa describe el rápido aumento de la obesidad y de la diabetes, a medida que las clases medias-altas se van haciendo más ricas. Sin embargo, Angus Deaton y Jean Dreze han demostrado que lo que realmente viene ocurriendo durante los últimos veinticinco años en la India en lo referente a la nutrición no es que la gente esté engordando, sino que, de hecho, están comiendo cada vez menos [9]. A pesar del rápido crecimiento económico, ha habido una caída sostenida del consumo calórico per cápita. Es más, también parece que ha disminuido el consumo de todos los demás nutrientes, excepto la grasa, en todos los grupos de población, incluso entre los más pobres. Actualmente, más de las tres cuartas partes de la población vive en hogares cuyo consumo calórico per cápita es menor de 2.100 calorías en zonas urbanas y de 2.400 en zonas rurales —cifras que se ofrecen a menudo como «requisitos mínimos» para individuos que trabajen en ocupaciones manuales—. Es cierto que los más ricos todavía comen más que la gente más pobre, pero la proporción del gasto dedicado a comida ha disminuido en todos los niveles de ingresos. Es más, ha cambiado la composición de la cesta de la compra alimentaria, de forma que ahora se gasta el mismo dinero en comestibles más caros.
El cambio no está causado por una disminución de los ingresos, dado que todas las fuentes indican un crecimiento de estos en términos reales. Sin embargo, aunque la población de la India sea más rica, en todos los niveles de ingresos se come menos, hasta el punto de que la población come hoy, en promedio, menos que en el pasado. La razón tampoco es que haya subido el precio de la comida, pues desde principios de los años ochenta hasta 2005 los precios de los alimentos bajaron, tanto en las zonas urbanas como en la India rural, en comparación con los precios de otros bienes. Aunque desde 2005 los precios de los alimentos han vuelto a subir, la caída del consumo de calorías tuvo lugar precisamente cuando aquellos disminuían.
Por tanto, no parece que los pobres, incluso aquellos que la FAO clasificaría como población hambrienta en función de lo que comen, quieran comer mucho más incluso cuando pueden hacerlo. En realidad, ahora comen menos. ¿Qué es lo que está pasando?
El punto de partida natural para empezar a desvelar este misterio es asumir que los pobres saben lo que hacen. Después de todo, son ellos quienes comen y quienes trabajan. Si, por el hecho de comer más, pudiesen ser de verdad mucho más productivos y ganar más dinero, probablemente lo harían cuando se les ofrece la posibilidad. ¿Es posible, entonces, que comer más en realidad no nos haga más productivos y, por tanto, que la nutrición no cause una trampa de la pobreza?
Cabe detenerse en una posible razón que explicaría que no haya trampa de pobreza: que la mayoría de la gente tenga comida suficiente.
Actualmente vivimos en un mundo que es capaz de alimentar a cada una de las personas que habitan el planeta, al menos en lo que respecta a disponibilidad de comida. Con motivo de la Cumbre Mundial sobre la Alimentación de 1996, la FAO estimó que la producción de alimentos en ese año era suficiente para proporcionar al menos 2.700 calorías por persona y día[10]. Esto es consecuencia de la innovación en la oferta de alimentos a lo largo de varios siglos, lo que se debe sin duda a los grandes avances en las ciencias agrarias, pero también a factores más mundanos, como la incorporación de la patata a la dieta alimenticia, después de que los españoles la descubrieran en Perú en el siglo XVI y la importasen a Europa. Hay un estudio que afirma que la patata es responsable del 12 por ciento del incremento global de la población entre 1700 y 1900[11]. En el mundo actual existe la inanición, pero solamente como resultado de la forma en que se reparte la comida. No hay escasez absoluta. Es cierto que si se come mucho más de lo que se necesita o, lo que es más probable, si se dedica una mayor cantidad del maíz disponible a biocombustible para calentar piscinas, habrá menos para todos los demás[12]. No obstante, a pesar de ello, la mayor parte de la gente —incluso la mayoría de los más pobres— gana el dinero suficiente para permitirse pagar una dieta alimenticia adecuada, ya que las calorías suelen ser bastante baratas, salvo en situaciones extremas. Por ejemplo, hemos utilizado datos de Filipinas para calcular el coste de la dieta más económica que permita proporcionar 2.400 calorías, incluyendo un 10 por ciento de calorías de proteínas y un 15 por ciento de calorías de grasa. El resultado es que costaría solamente 21 centavos en PPC, lo que es muy asequible incluso para quienes viven con 99 centavos al día. La pega es que supondría comer solamente plátanos y huevos… pero si la gente estuviera dispuesta a comer plátanos y huevos cuando lo necesitara, debería haber muy pocas personas atrapadas en la parte izquierda de la curva en forma de S, donde no pueden ganar suficiente como para ser funcionales.
Esto está en consonancia con la evidencia procedente de encuestas hechas en la India, en las que se pregunta a la gente si han comido lo suficiente (es decir, si «todos los del hogar comieron dos veces al día» o si todos comen «alimentos suficientes cada día»). El porcentaje de la población que considera que no tiene suficiente comida ha caído drásticamente con el paso del tiempo, pasando del 17 por ciento en 1983 al 2 por ciento en 2004. Por tanto, quizá la gente come menos porque tiene menos hambre.
Y quizá tiene menos hambre a pesar incluso de que ingiere menos calorías. Una explicación podría ser que, gracias a las mejoras experimentadas por los sistemas de agua y de saneamiento, la gente pierde menos calorías por ataques de diarrea y otras enfermedades. O puede que tengan menos hambre por la reducción del trabajo físicamente exigente; al disponer de agua potable en el pueblo, las mujeres no necesitan acarrear grandes pesos a grandes distancias; las mejoras del transporte hacen que sea menos necesario viajar a pie; incluso en el pueblo más pobre, las mujeres ya no necesitan moler a mano la harina, lo hace el molinero local, que utiliza un molino a motor. Deaton y Dreze han utilizado el promedio de calorías necesarias para llevar a cabo actividades pesadas, moderadas y ligeras, elaborado por el Consejo Indio de Investigación Médica, y han señalado que la reducción del consumo de calorías durante los últimos veinticinco años se puede explicar en su totalidad gracias a una moderada reducción del número de personas ocupadas en trabajos físicamente exigentes durante gran parte de la jornada.
Si la mayoría de la población no padece hambre, es posible que las mejoras de productividad derivadas de consumir más calorías sean relativamente pequeñas. Por eso es comprensible que la gente elija invertir su dinero en otras cosas, o dejar a un lado los huevos y los plátanos para tener una alimentación más atractiva. Hace muchos años, John Strauss estaba buscando una demostración del papel que juegan las calorías en la productividad. Se fijó en agricultores autónomos de Sierra Leona porque tenían un trabajo realmente duro y llegó a la conclusión de que, al mejorar la ingesta calórica en un 10 por ciento, la productividad de un trabajador agrícola aumentaba, como mucho, un 4 por ciento[13]. Por consiguiente, incluso si se duplicase el consumo de alimentos, la renta de la gente crecería solamente en un 40 por ciento. Es más, la relación existente entre calorías y productividad no tendría forma de S, sino de L invertida, como en la Figura 2 del capítulo anterior, de modo que las mayores ventajas se obtienen a niveles bajos de consumo de alimentos. El hecho de que no haya un salto brusco de los ingresos una vez que la gente empieza a comer lo suficiente sugiere que las ventajas de adquirir calorías extra son mayores para los muy pobres que para los menos pobres. Precisamente este es el tipo de situación donde no encontramos una trampa de pobreza, de modo que la razón por la que la gente sigue siendo pobre no es porque no coman lo suficiente.
Esto no quiere decir que falle la lógica de la trampa de pobreza basada en el hambre. Seguramente la idea de que una mejor nutrición sitúe a alguien en el camino de la prosperidad fue muy importante en algún momento de la historia, y puede seguir importando hoy en día, en algunas circunstancias. Robert Fogel, historiador económico y premio Nobel de Economía, calculó que la producción de alimentos en la Europa del Renacimiento y de la Edad Media no suministró calorías suficientes como para permitir trabajar a la totalidad de la población. Eso podría explicar por qué había tantos mendigos, puesto que, literalmente, eran incapaces de desarrollar ningún tipo de trabajo[14]. La presión de conseguir el alimento necesario para la supervivencia ha llevado a algunos a tomar decisiones bastante extremas; en Europa hubo una campaña de caza de «brujas» durante la Pequeña Edad del Hielo (desde mediados del siglo XVI hasta 1800), cuando las malas cosechas eran frecuentes y el pescado escaseaba. Lo más habitual era que las brujas fuesen mujeres sin pareja y, sobre todo, viudas. La lógica de la curva en forma de S sugiere que, cuando los recursos escasean, tiene sentido económico sacrificar a algunas personas, de manera que los demás tengan suficiente alimento para poder trabajar y ganar bastante para sobrevivir[15].
No es difícil encontrar pruebas, incluso en periodos más recientes, que demuestren que las familias pobres pueden verse forzadas a tomar decisiones realmente terribles. Durante las sequías que hubo en la India en los años sesenta, la probabilidad de morir de las niñas pequeñas era mucho mayor que la de los niños, mientras que las tasas de mortalidad de niños y niñas no eran muy diferentes cuando se producían precipitaciones normales[16]. Igual que en la caza de «brujas» de la Pequeña Edad de Hielo, en Tanzania se produce un brote de caza de «brujas» cada vez que hay una situación de sequía —una manera práctica de deshacerse de una boca improductiva a la que alimentar en momentos en los que los recursos son muy escasos[17]—. Parece que las familias descubren de pronto que una mujer mayor que vive con ellos (una abuela, normalmente) es una bruja, lo que conduce a que sea ahuyentada o asesinada por otra gente del pueblo.
Por tanto, no hay que descartar que la falta de comida pueda ser un problema, o que lo sea de vez en cuando, pero el mundo en el que vivimos hoy en día es, en su mayor parte, demasiado rico para que la comida tenga un papel protagonista en la explicación de la persistencia de la pobreza. Obviamente, la cosa cambia cuando se producen desastres naturales o provocados por el hombre, o cuando las hambrunas matan y debilitan a millones de personas. Sin embargo, como ha demostrado Amartya Sen, la mayor parte de las hambrunas recientes no han sido causadas por un problema de disponibilidad de alimentos, sino por fallos institucionales que llevaron a una mala distribución de los alimentos disponibles, o incluso por acaparamiento y almacenamiento como reacción al hambre de otros lugares[18].
Entonces, ¿deberíamos dejar aquí el debate? ¿Podemos suponer que los pobres, aunque puedan estar comiendo poco, comen tanto como necesitan?
¿LOS POBRES COMEN BIEN Y EN CANTIDAD SUFICIENTE?
Es difícil evitar la sensación de que algo no encaja en esta historia. ¿Puede ser cierto que los individuos más pobres de la India están ahorrando en comida porque no necesitan las calorías, dado que viven en familias que consumen cerca de 1.400 calorías por persona y día? Después de todo, una famosa dieta de ayuno recomendada a quienes quieren perder peso con rapidez es de 1.200 calorías; no parece que 1.400 calorías sea una cifra muy distante. De acuerdo con datos de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades, el varón estadounidense medio consumió 2.475 calorías al día durante el año 2000[19].
Es cierto que los más pobres de la India son más bajos, y que cuanto menor es la estatura, menos calorías se necesitan. Pero esto nos lleva a retroceder en la cuestión que nos ocupa. ¿Por qué son tan bajas las personas más pobres de la India? De hecho, ¿por qué toda la gente del sureste asiático es tan escuálida? La medición estándar del estatus nutricional se basa en el Índice de Masa Corporal (IMC), que básicamente compara peso con altura —es decir, se tiene en cuenta el hecho de que la gente más alta pesará más—. La referencia internacional para calificar a alguien como desnutrido está en un IMC de 18,5, considerando como la franja normal valores entre 18,5 y 25, y obesos a quienes superan el 25. Según este patrón, en 2004-2005 el 33 por ciento de los varones y el 36 por ciento de las mujeres de la India estaban desnutridos, aunque se apreciaba una reducción desde el 49 por ciento de ambos sexos que había en 1989. Entre los ochenta y tres países para los que se dispone de datos de encuestas demográficas y de salud, solamente hay más mujeres adultas desnutridas en Eritrea[20]. Las mujeres indias, junto con las de Nepal y las de Bangladesh, también se encuentran entre las más bajas del mundo[21].
¿Debe ser esto un motivo de preocupación o no es más que un rasgo puramente genético de las personas del sureste asiático, irrelevante para el éxito en la vida, similar a tener los ojos oscuros o el pelo negro? Después de todo, incluso los hijos de inmigrantes de esa zona que viven en Estados Unidos o en Reino Unido son más bajos que los niños negros o caucásicos. Sin embargo, al cabo de dos generaciones viviendo en Occidente, sin matrimonios con miembros de otras comunidades, los nietos de inmigrantes del sureste asiático tienen aproximadamente la misma estatura que las personas de otras etnias. Por tanto, aunque la estructura genética es verdaderamente importante a nivel individual, se cree que las diferencias genéticas de altura entre los distintos pueblos son mínimas. Si los hijos de madres inmigrantes de primera generación todavía son de baja estatura, se debe, en parte, a que las mujeres que estuvieron desnutridas de niñas tienden a tener hijos más bajos.
Por tanto, si las personas del sureste asiático son bajas, probablemente se deba a que no recibieron, ni ellas ni sus padres, la misma nutrición que sus semejantes de otros países. Y es cierto que todo apunta a que los niños indios están muy mal nutridos. La estatura infantil relativa al promedio internacional de cada edad es la medida habitual de la nutrición para los niños a lo largo de su infancia. De acuerdo con esta medida, las cifras de la Encuesta Nacional de Salud Familiar (NFHS 3) son demoledoras en el caso de la India. Aproximadamente la mitad de los niños menores de cinco años son raquíticos, lo que significa que su talla está muy por debajo de la norma. Una cuarta parte sufre raquitismo severo, es decir, carencias nutricionales extremas. Los niños también están muy por debajo de su peso en relación con su estatura; aproximadamente, uno de cada cinco niños menores de tres años está poco desarrollado, lo que quiere decir que se encuentra por debajo de la definición internacional de desnutrición severa. Lo que hace que estas cifras de la India sean más sorprendentes es que vienen a duplicar las tasas de raquitismo y desnutrición del África subsahariana, que sin duda es la zona más pobre del mundo.
Pero volvamos a plantearnos la pregunta: ¿nos debe preocupar? ¿Es un problema en sí mismo el ser bajo? Tenemos los juegos olímpicos, en los que la India, que tiene mil millones de habitantes, ha ganado una media de 0,92 medallas por olimpiada a lo largo de veintidós juegos olímpicos, situándose justo tras Trinidad y Tobago, que tiene un promedio de 0,93. Para poner en perspectiva estas cifras cabe señalar que China ha ganado 386 medallas en ocho olimpiadas, con una media de 48,3, y que la India tiene por delante a setenta y nueve países con promedios superiores, si bien la población de este país es diez veces mayor que la de todos esos países, salvo seis. Está claro que la India es pobre, pero no tanto como antes y otros países que lo son mucho más, como Camerún, Etiopía, Ghana, Haití, Kenia, Mozambique, Nigeria, Tanzania y Uganda, han multiplicado por diez, en términos per cápita, el número de medallas ganadas por la India. De hecho, ninguno de los países que tiene menos medallas que la India alcanza siquiera una décima parte de su tamaño, salvo dos excepciones notorias: Pakistán y Bangladesh.
En el caso de Bangladesh, se trata del único país con más de cien millones de habitantes que nunca ha ganado una medalla olímpica. El siguiente país de mayor tamaño es Nepal. Está claro que existe una pauta. Se podría echar la culpa a la obsesión del sureste asiático por el críquet, ese primo colonial del béisbol que desconcierta a la mayoría de los estadounidenses. Pero si fuese así y el críquet estuviera absorbiendo todo el talento deportivo de una cuarta parte de la población mundial, no parece que esté ofreciendo grandes resultados. El sureste asiático nunca ha tenido el dominio del críquet que tuvieron en sus buenos tiempos Australia, Inglaterra e incluso la pequeña Federación de las Indias Occidentales, a pesar de ser muy leal a este deporte y de su gran ventaja en tamaño —por ejemplo, Bangladesh es mayor que la suma de Inglaterra, Suráfrica, Australia, Nueva Zelanda y la Federación de las Indias Occidentales—. Dado que la desnutrición infantil es otra de las cuestiones en las que destaca el sureste asiático, parece factible que exista alguna relación entre estos dos hechos —niños desnutridos y fracaso olímpico—.
Las olimpiadas no son el único terreno en que la estatura importa. Tanto en los países pobres como en los ricos, las personas más altas ganan más dinero. Se ha discutido desde hace tiempo si esto se debe a que la estatura afecta realmente a la productividad, pues también podría ocurrir, por ejemplo, que los bajos estén siendo discriminados. Pero Anne Case y Chris Paxson, en una investigación reciente, ayudan a establecer con certeza las causas de esta relación. Para ellos, en el Reino Unido y Estados Unidos, el efecto de la estatura sobre los ingresos queda explicado en su totalidad por diferencias en el cociente de inteligencia (CI), de forma que si se comparan personas con el mismo CI, no se aprecia ninguna relación entre estatura e ingresos[22]. La interpretación que hacen de estos resultados es que demuestran que lo realmente importante es la buena nutrición durante la primera infancia, pues los adultos que han sido bien alimentados de pequeños son, en promedio, más altos y más listos. Y el hecho de que sean más listos es lo que hace que ganen más. Por supuesto que también hay mucha gente que no es tan alta y sí es muy brillante (porque han alcanzado la estatura que tenían que alcanzar) pero, en general, a los más altos les va mejor en la vida porque es visiblemente más probable que hayan alcanzado su potencial genético, tanto en estatura como en inteligencia.
Cuando la agencia Reuters difundió este estudio, bajo el poco elegante titular de «Los altos son más listos, según un estudio», se desató una fuerte protesta. Case y Paxson recibieron un aluvión de correos electrónicos hostiles. Un hombre de 1,45 metros de estatura les recriminó: «Debería darles vergüenza»; otro de 1,67 metros les dijo: «Encuentro su hipótesis insultante, prejuiciosa, incendiaria e intolerante»; uno más, sin desvelar su altura, escribió: «Ustedes han cargado una pistola y la han apuntado a la cabeza de todos los bajos»[23].
De hecho, existen muchas pruebas que sostienen la opinión generalizada de que la mala nutrición en la infancia afecta directamente a la capacidad de los adultos para desenvolverse con éxito en el mundo. En Kenia, los niños que recibieron tratamiento antiparasitario durante dos años permanecieron más tiempo en la escuela y, de adultos, llegaron a ganar un 20 por ciento más que los niños de escuelas semejantes que recibieron el tratamiento antiparasitario solo durante un año. Los parásitos favorecen la aparición de anemia y la desnutrición general, básicamente porque compiten con el niño por los nutrientes[24]. Una revisión del tema hecha por algunos de los mejores expertos en nutrición deja pocas dudas sobre las consecuencias a largo plazo de recibir una nutrición adecuada en la infancia: «Los niños desnutridos son más propensos a convertirse en adultos de baja estatura, a alcanzar niveles de estudios más bajos y a dar a luz a criaturas más pequeñas. La desnutrición también se asocia con un estatus económico más bajo en la edad adulta»[25].
El impacto de la desnutrición sobre las oportunidades vitales futuras empieza antes de haber nacido. En 1995, el British Medical Journal acuñó el término «Hipótesis de Barker» para referirse a la teoría del doctor David Barker, según la cual las condiciones en el útero tienen consecuencias a largo plazo sobre las oportunidades en la vida[26]. La Hipótesis de Barker está ampliamente fundada. Por citar solo un ejemplo, en Tanzania se estudió a niños nacidos de madres que habían recibido yodo durante el embarazo (gracias a un programa intermitente del gobierno que ofrecía pastillas de yodo a las futuras madres) y se advirtió que esos niños permanecieron en la escuela entre una tercera parte y la mitad de un año escolar adicional, si se les comparaba con sus hermanos, tanto mayores como más pequeños, que habían estado en el útero materno cuando la madre no tenía acceso a esas pastillas[27]. Aunque medio año más pueda parecer un rendimiento pequeño, la verdad es que es un incremento significativo, ya que la mayoría de estos niños solamente completarán cuatro o cinco años de estudios. De hecho, a partir de las estimaciones realizadas, este estudio concluye que si todas las madres tomasen pastillas de yodo, se produciría un incremento del 7,5 por ciento en el nivel educativo global de los niños del centro y del sur de África. Esto, por su parte, podría influir sobre la productividad del niño a lo largo de toda su vida.
Aunque hemos visto que el impacto sobre la productividad derivado únicamente de aumentar las calorías puede no ser muy importante por sí solo, hay algunas vías para mejorar la nutrición, incluso en adultos, que resultan tremendamente rentables. La más conocida es el tratamiento de la anemia mediante hierro. En muchos países de Asia, incluyendo la India e Indonesia, la anemia supone un grave problema para la salud. En Indonesia tienen anemia el 6 por ciento de los hombres y el 38 por ciento de las mujeres. Las cifras en la India son, respectivamente, del 24 y del 56 por ciento. La anemia se asocia con una baja capacidad aeróbica, con debilidad general y con somnolencia y, en algunos casos, puede poner en peligro la vida de las personas —especialmente la de las mujeres embarazadas—.
Un estudio realizado en Indonesia, el «Work and Iron Status Evaluation» (WISE [Evaluación del Estatus de Hierro y Trabajo]), ofreció un complemento vitamínico de hierro durante varios meses a un grupo de hombres y mujeres elegidos al azar en la zona rural, mientras un grupo de comparación recibía un placebo[28]. El estudio concluyó que el complemento de hierro permitió a los hombres trabajar más y que el consiguiente aumento de sus ingresos fue varias veces superior a lo que costaba la vitamina incorporada a una cantidad anual de salsa de pescado enriquecida con hierro. El suministro anual de la salsa de pescado costaba 7 dólares PPC, mientras el incremento anual de ingresos para un trabajador autónomo se elevaba a 46 dólares PPC: una excelente inversión.
El rompecabezas consiste en que la gente no parece querer más comida, aunque es probable que tener más comida, y especialmente comida adquirida con más criterio, haría que la vida les fuera mejor, tanto a ellos como —casi con toda seguridad— a sus hijos. Los recursos fundamentales para lograrlo no son caros. Probablemente la mayoría de las madres se podrían permitir sal yodada, que ahora está generalizada en muchas partes del mundo, o bien una dosis de yodo cada dos años (a 51 centavos la dosis). En Kenia, cuando la ONG que estaba encargada del programa de desparasitación, International Child Support, pidió a los padres, en algunas escuelas, que contribuyesen a la desparasitación de sus hijos pagando una pequeña cantidad, casi todos se negaron a ello, lo que privó a los niños de cientos de dólares de ingresos extra a lo largo de su vida[29]. En lo que respecta a la comida, los hogares podrían consumir fácilmente muchas más calorías y otras sustancias nutritivas si gastasen menos en cereales caros (como arroz y trigo), azúcar y comida preparada y más en verduras de hoja y cereales secundarios.
¿POR QUÉ LOS POBRES COMEN TAN POCO?
¿Quién lo hubiera pensado?
¿Por qué los trabajadores de Indonesia no compraban por su cuenta salsa de pescado enriquecida con hierro? Una respuesta es que no está claro que la productividad adicional se traduzca en mayores ingresos si los empresarios no saben que un trabajador mejor alimentado es más productivo. Puede que los empresarios no se den cuenta de que sus empleados han pasado a ser más productivos porque han comido más o mejor. El estudio de Indonesia encontró una mejora significativa de los ingresos solo entre trabajadores autónomos. Si los empresarios pagan un mismo salario fijo a todos los trabajadores, estos no tendrían razón alguna para comer más a fin de estar más fuertes. En Filipinas, un estudio hecho a los empleados que trabajaban tanto por un sueldo fijo como por una retribución variable en función de las unidades producidas, advirtió que comían un 25 por ciento más los días que trabajaban cobrando por unidad producida (cuando el esfuerzo importaba, puesto que cuanto más trabajasen, más cobrarían).
Esto no aclara por qué todas las mujeres embarazadas de la India no están tomando sal yodada, que ahora se puede comprar en todos los pueblos. Una posible explicación es que la gente no es consciente de la importancia de una mejor alimentación, tanto para ellos como para sus hijos. Hasta hace relativamente poco tiempo no se había comprendido totalmente, ni siquiera por parte de los científicos, la importancia de los micronutrientes. Aunque los micronutrientes son baratos y a veces pueden conducir a mejoras importantes de los ingresos a lo largo de la vida, es necesario saber exactamente qué se debe comer o qué pastillas se deben tomar. No todo el mundo dispone de esa información, ni siquiera en Estados Unidos.
Además, la gente tiende a sospechar de un extraño que llega diciendo que deberían cambiar su dieta alimenticia, probablemente porque les gusta lo que comen. Cuando el precio del arroz creció bruscamente en 1966-1967, el jefe de gobierno de Bengala Occidental sugirió que comer menos arroz y más verduras sería bueno tanto para la salud de las personas como para sus bolsillos, lo que generó una oleada de protestas y, dondequiera que se desplazase, empezó a ser recibido por manifestantes con guirnaldas de hortalizas; aunque probablemente tenía razón. Dándose cuenta de la importancia que tiene el apoyo popular, un farmacéutico francés del siglo XVIII y temprano defensor de la patata, Antoine Parmentier, previendo su rechazo, ofreció al público un conjunto de recetas creadas por él mismo que incorporaban la patata. Una de ellas se convirtió en un plato clásico, el Hachis Parmentier, que básicamente es lo que los ingleses llaman shepherd’s pie, un pastel gratinado de carne picada con patatas y verdura. Así empezó una trayectoria que acabó, tras numerosos contratiempos y vicisitudes, con la invención de las patatas fritas.
Tampoco es fácil conocer el valor de muchos de estos nutrientes a partir de la experiencia personal. El yodo puede hacer que los niños sean más listos, pero la diferencia no es enorme (aunque muchas pequeñas diferencias puedan llegar a convertirse en algo grande), y en la mayoría de los casos no es apreciable hasta pasados muchos años. Aunque el hierro hace a la gente más fuerte, no los convierte de pronto en superhéroes; puede que el trabajador autónomo que gana al año 40 dólares más ni siquiera se dé cuenta de ello, porque sus ingresos semanales sufren muchos altibajos. Por tanto, no debe sorprender que los pobres elijan sus alimentos preferentemente por su sabor y no por su precio o por su valor nutritivo. George Orwell, en su magistral descripción de la vida de los trabajadores pobres ingleses en El camino de Wigan Pier, señala:
La base de su dieta alimenticia es, por lo tanto, el pan blanco y la margarina, la carne enlatada, el té con azúcar y la patata —una dieta terrible—. ¿No sería mejor que gastaran más dinero en cosas sanas como naranjas y pan integral, o incluso que hicieran como el lector de la revista New Statesman, ahorrar en combustible y comer zanahorias crudas? Sería mejor, pero la clave está en que ningún ser humano haría nunca algo así. Una persona normal moriría de hambre antes que vivir alimentándose de pan integral y zanahorias crudas. Y el problema fundamental es precisamente que cuanto menos dinero tienen, menos se inclinan a gastar en comida sana. Un millonario puede permitirse desayunar zumo de naranja y galletas Ryvita; un hombre desempleado no puede… Cuando usted está desempleado, no quiere comer alimentos sanos y aburridos, prefiere algo un poco más sabroso. Siempre hay alguna tentación barata y agradable[30].
Más importante que la comida
A menudo los pobres se resisten a los planes estupendos que ideamos para ellos porque no comparten nuestra fe en que estos funcionen, o en que funcionen tan bien como pretendemos.
Este es uno de los temas recurrentes de este libro. Otra explicación de sus hábitos alimenticios es que en sus vidas hay otras cosas más importantes que la comida.
Se ha documentado ampliamente que las personas pobres del mundo en desarrollo se gastan mucho dinero en bodas, bautizos y dotes. Es probable que se deba, al menos en parte, a la necesidad de no quedar mal con los vecinos. El coste de las bodas en la India es bien conocido, pero hay otras ocasiones, no tan alegres, en las que la familia también se ve en la obligación de organizar fiestas rimbombantes. En Suráfrica, hay normas sociales sobre cuánto se debe gastar en un funeral que proceden del tiempo en que la mayoría de las muertes se producían, o bien en la vejez, o en la infancia[31]. La tradición aconsejaba enterrar a los niños de forma muy sencilla, mientras que los viejos debían tener un funeral sofisticado, pagado con el dinero acumulado por los difuntos a lo largo de sus vidas. Como consecuencia de la epidemia de sida/VIH aumentaron las muertes en adultos jóvenes, personas que murieron sin haber ahorrado para los gastos de su funeral, pero cuyas familias se sentían obligadas a honrar como a los adultos. Esto significa que una familia, nada más perder a uno de sus miembros potencialmente más productivos, puede tener que gastarse en el funeral una cantidad cercana a los 3.400 rands (aproximadamente 825 dólares PPC), lo que equivale al 40 por ciento de los ingresos anuales per cápita. Tras un funeral de este tipo, la familia tiene menos dinero y más de sus miembros tienden a quejarse por la «falta de comida» —incluso si el difunto no trabajaba antes de morir, lo que indica que la causa está en los costes del funeral—. Cuanto más caro resulta el funeral, más deprimidos están los adultos un año más tarde y es más probable que los niños hayan abandonado la escuela.
No es raro que tanto el rey de Suazilandia como el Consejo Surafricano de Iglesias (SACC) hayan intentado regular los gastos funerarios. En 2002 el rey prohibió los funerales pomposos[32] y anunció que, si se demostraba que una familia había matado una vaca para un funeral, tendrían que entregar una vaca para el rebaño del jefe. El SACC, algo más serio, pidió que se regulase la industria funeraria que, según ellos, presionaba a las familias para que gastasen más de lo que se podían permitir.
La decisión de gastar dinero en otras cosas, aparte de la comida, puede no deberse exclusivamente a la presión social. A Oucha Mbarbk, un hombre al que conocimos en un pueblo remoto de Marruecos, le preguntamos qué haría si tuviese más dinero y nos respondió que compraría más comida. Entonces le preguntamos qué haría si tuviese todavía más y nos dijo que compraría alimentos más sabrosos. Estábamos empezando a sentirnos mal, apenados por él y por su familia, cuando nos fijamos en que la habitación donde estábamos sentados tenía una televisión, una antena parabólica y un reproductor de DVD. Le preguntamos por qué había comprado todas estas cosas si no tenían suficiente para comer y entonces, riéndose, nos dijo: «Oh, ¡la televisión es más importante que la comida!». Tras pasar algún tiempo en ese pueblo marroquí fuimos conscientes de por qué pensaba así. La vida en un pueblo es aburrida: no hay salas de cine, no hay salas de conciertos, no hay donde sentarse y ver pasar a extranjeros interesantes. Tampoco abunda el trabajo: Oucha y dos de sus vecinos, que le acompañaban durante la entrevista, habían trabajado a lo largo del último año cerca de setenta días en la agricultura y cerca de treinta en la construcción. El resto del año lo habían pasado cuidando su ganado y esperando a que surgieran empleos, así que les quedaba bastante tiempo libre para ver la televisión. Los tres hombres vivían en casas pequeñas sin agua corriente ni sanitarios. Tenían problemas para encontrar trabajo y para dar una buena educación a sus hijos, pero todos ellos tenían televisión, antena parabólica, reproductor de DVD y teléfono móvil.
En términos generales, las cosas que hacen la vida menos aburrida son una prioridad para los pobres. Puede tratarse de una televisión, de un poquito de alguna cosa rica para comer o de una taza de té azucarado. Incluso Pak Solhin tenía una televisión, aunque no funcionaba cuando le visitamos. Las fiestas pueden verse también desde esta perspectiva. Cuando no se dispone de televisión o de radio, es fácil ver por qué las personas pobres buscan a menudo la distracción en algún tipo de fiesta familiar especial, una práctica religiosa o la boda de una hija. En nuestra base de datos de dieciocho países se ve claramente que los pobres gastan más en fiestas cuando tienen menos probabilidades de tener radio o televisión. En Udaipur, en la India, donde casi nadie tiene televisión, los más pobres se gastan el 14 por ciento de su presupuesto en fiestas (tanto en celebraciones religiosas como laicas). Por el contrario, en Nicaragua, donde el 56 por ciento de los hogares pobres tienen radio y el 21 por ciento, televisión, son muy pocos los que afirman gastar dinero en fiestas[33].
La necesidad humana básica de tener una vida agradable puede explicar por qué en la India se ha reducido el gasto en alimentación. Hoy en día la señal de televisión llega a zonas remotas y se pueden comprar más cosas, incluso en pueblos aislados. Los teléfonos móviles funcionan en casi todos los sitios y el tiempo de conversación es muy barato, de acuerdo con estándares globales. Esto también explicaría por qué países con una economía nacional fuerte, donde muchos bienes de consumo son asequibles a bajo precio, como la India y México, tienden a ser los países donde menos se gasta en alimentos. En cada pueblo de la India hay al menos una pequeña tienda —normalmente más de una—, donde se puede adquirir champú en sobres individuales, cigarros sueltos, peines muy baratos, bolígrafos, juguetes o caramelos, mientras que en Papúa Nueva Guinea, donde la parte del presupuesto dedicado a comida supera el 70 por ciento (en la India es del 50 por ciento), los pobres tienen acceso a menos cosas. Orwell también captó este fenómeno en El camino de Wigan Pier cuando describió el modo en que las familias conseguían sobrevivir a la depresión:
En vez de enfurecerse contra su destino, han hecho las cosas soportables mediante la reducción de sus niveles de vida. Pero no necesariamente reducen su nivel de vida eliminando los lujos y concentrándose en las necesidades básicas; es más frecuente que ocurra al revés —es la forma más natural, si uno se pone a pensarlo—, y de ahí el hecho de que el consumo de todos los lujos baratos haya aumentado durante una década de depresión sin precedentes[34].
Estos «placeres» no son compras impulsivas por parte de gente que no piensa seriamente lo que hace. Son decisiones tomadas cuidadosamente y muestran exigencias importantes, provocadas tanto por impulsos internos como por exigencias externas. Oucha Mbarbk no compró su televisión a crédito, sino que ahorró a lo largo de muchos meses para reunir el dinero suficiente, como hace una madre en la India cuando empieza a ahorrar a diez años vista para la boda de su hija de ocho años, comprando una pequeña joya aquí y un caldero de acero inoxidable allá.
Con frecuencia nos sentimos empujados a ver el mundo de los pobres como la tierra de las oportunidades perdidas y nos preguntamos por qué no posponen estas compras e invierten en lo que realmente podría mejorar sus vidas. Los pobres, por otra parte, pueden ser más escépticos en relación con supuestas oportunidades y con la posibilidad de que haya cambios radicales en sus vidas. Se comportan como si cualquier cambio lo suficientemente significativo como para que merezca la pena sacrificarse por él sencillamente llevara demasiado tiempo. Esto explicaría por qué se centran en el aquí y el ahora, en vivir la vida de la forma más placentera posible, celebrando las ocasiones que lo merecen.
¿EXISTE EN REALIDAD UNA TRAMPA DE LA POBREZA BASADA EN LA NUTRICIÓN?
Este capítulo arrancó con Pak Solhin y con su sensación de estar atrapado en una trampa de pobreza basada en la nutrición. En sentido estricto, su principal problema seguramente no sea la falta de calorías. El Programa Rakshin le suministraba algo de arroz gratis y, entre eso y la ayuda de su hermano, es probable que hubiera sido físicamente capaz de trabajar en el campo o en una obra. Nuestra interpretación de los datos sugiere que la mayoría de los adultos, incluso los más pobres, se encuentran fuera de la zona de la trampa de la pobreza: fácilmente podrían comer todo lo que necesitan para ser físicamente productivos.
Probablemente ese sea el caso de Pak Solhin, aunque eso no significa que no esté atrapado. Pero el problema puede tener su origen en la desaparición de su empleo y en que es demasiado mayor para convertirse en aprendiz de la construcción. Seguramente su situación empeoró al estar deprimido, porque le resultaba difícil cualquier actividad.
El hecho de que en este caso no aparezcan los mecanismos básicos de una trampa de pobreza basada en la nutrición no quiere decir que esta no sea un problema para los pobres. Pero es posible que el problema no sea tanto la cantidad como la calidad de los alimentos y especialmente la escasez de micronutrientes. Las ventajas de una buena nutrición pueden ser especialmente importantes para dos grupos de personas que no deciden lo que comen: los bebés que aún no han nacido y los niños pequeños. De hecho, puede producirse una relación en forma de S entre los ingresos de sus padres y los ingresos futuros de estos niños, causada por la nutrición durante la infancia. Esto se debe a que un niño que haya tenido los nutrientes adecuados en el útero o durante sus primeros años acabará ganando más dinero cada año de su vida, lo que se convierte en un rendimiento importante a lo largo de toda una vida. Por ejemplo, el estudio citado anteriormente sobre los efectos a largo plazo de la desparasitación de niños en Kenia concluyó que la desparasitación durante dos años, en vez de uno solo —y, por tanto, estar mejor nutrido durante dos años, en lugar de uno—, conduciría a una mejora en los ingresos a lo largo de la vida estimados en 3.269 dólares PPC. Pueden generarse diferencias inmensas en el futuro como resultado de pequeñas diferencias en inversiones nutricionales hechas durante la niñez: en Kenia, la desparasitación cuesta 1,36 dólares PPC al año; en la India, un paquete de sal yodada se vende por 0,62 dólares PPC; en Indonesia, la salsa de pescado enriquecida cuesta 7 dólares PPC al año. Esto sugiere que los gobiernos y las instituciones internacionales deban replantearse totalmente la política alimentaria. Aunque pueda perjudicar a los agricultores estadounidenses, la solución no se encuentra simplemente en suministrar más cereales alimenticios, que es para lo que están diseñados actualmente la mayoría de los programas de seguridad alimentaria. A los pobres les gustan los cereales subvencionados pero, como se ha visto anteriormente, darles más no causa mucho efecto a la hora de persuadirlos para que coman mejor, especialmente desde que el problema principal no son las calorías, sino otros nutrientes. Es probable que tampoco sea suficiente con darles más dinero, e incluso que el incremento de sus ingresos no conduzca a una mejor nutrición a corto plazo. Como se ha visto en la India, los pobres no comen ni más ni mejor cuando crecen sus ingresos; hay demasiadas presiones y deseos que compiten con la alimentación.
En contraste con lo anterior, el rendimiento social derivado de invertir directamente en los niños y en las mujeres embarazadas es notable. Es posible hacerlo facilitando alimentos enriquecidos a las mujeres embarazadas y a los padres de niños pequeños, dando tratamientos antiparasitarios a los niños de preescolar o en las escuelas, proporcionándoles comida rica en micronutrientes, o incluso incentivando a los padres si consumen suplementos nutritivos. Todo esto se está haciendo ya en algunos países. Actualmente el gobierno de Kenia está desparasitando de forma sistemática a los niños en las escuelas. En Colombia, las comidas que reciben los niños de preescolar se aderezan con paquetes de micronutrientes. En México, los subsidios sociales van acompañados de complementos nutricionales gratuitos para la familia. Es preciso que la tecnología alimentaria asuma como prioridad, en igualdad de condiciones con el incremento de la productividad, el desarrollo de mecanismos que incorporen nutrientes adicionales a los alimentos que le gusta comer a la gente, así como la creación de nuevas cepas de cultivos nutritivos y sabrosos que puedan crecer en entornos medioambientales más diversos. En el mundo ya hay algunos ejemplos de este tipo impulsados por organizaciones como, por ejemplo, Micronutrient Initiative y HarvestPlus; recientemente se ha introducido en Uganda y Mozambique una variedad de patatas dulces y anaranjadas, más ricas en betacaroteno que el ñame autóctono[35]. En varios países, la India entre ellos, se ha aprobado el uso de un nuevo tipo de sal, enriquecida a la vez con yodo y con hierro. Pero hay demasiados ejemplos en los que la política alimentaria sigue obsesionada con la idea de que todo lo que necesitan los pobres es cereal barato.
Continuará
Continuará
[1]
Organización de las Naciones Unidas
para la Alimentación y la Agricultura, «The State of Food Insecurity in the
World, 2009: Economic Crises, Impact and Lessons Learned», disponible en http://www.fao.org/docrep/012/i0876e/i0876e00.htm.
[2] Banco
Mundial, «Egypt”s Food Subsidies: Benefit Incidence and Leakages», informe núm.
57446 (septiembre de 2010).
[3]
A. Ganesh-Kumar, Ashok Gulati y
Ralph Cummings Jr., «Foodgrains Policy and Management in India: Responding to
Today”s Challenges and Opportunities», Instituto Indira Gandhi de Investigación
para el Desarrollo, Mumbai, e IFPRI, Washington DC, PP-056 (2007).
[4]
Era parte de la tesis doctoral de
Dipak Mazumdar en la London School of Economics. En 1986 Partha Dasgupta y
Debraj Ray, siendo ambos catedráticos en Stanford, ofrecieron una explicación
refinada. Véase Partha Dasgupta y Debraj Ray, «Inequality as a Determinant of
Malnutrition and Unemployment: Theory», Economic Journal, 96 (384)
(1986), pp. 1011– 1034.
[5]
Estas y otras estadísticas
procedentes de la base de datos de 18 países, junto con más detalles sobre los
datos, se encuentran disponibles en la página web del libro, en
http://www.pooreconomics.com.
[6]
Shankar Subramanian y Angus Deaton,
«The Demand for Food and Calories», Journal of Political Economy, 104
(1) (1996), pp. 133-162.
[7]
Robert Jensen y Nolan Miller,
«Giffen Behavior and Subsistence Consumption», American Economic Review,
98 (4) (2008), pp. 1553-1577.
[8]
Alfred Marshall, uno de los
fundadores de la economía moderna, discute esta idea en sus Principios de
Economía (publicados por primera vez por McMillan, Londres, 1890), usando
el ejemplo de que cuando sube el precio del pan la gente «se ve forzada a
recortar el consumo de carne y de los alimentos farináceos más caros; y el pan,
al ser todavía el producto más barato que pueden conseguir y que comprarán,
consumirán más cantidad, y no menos». Marshall atribuyó esta observación a un
tal señor Giffen, y los bienes cuyo consumo disminuye cuando se abaratan se
llaman «bienes Giffen». Sin embargo, con anterioridad al experimento de
Jensen-Miller, la mayoría de los economistas tenían muchas dudas de que los
bienes Giffen existieran en el mundo real. Véase Alfred Marshall, Principles
of Economics, Amherst, NY, Prometheus Books, edición revisada, mayo de
1997. [Principios de economía, trad. de Emilio de Figueroa, Madrid,
Síntesis, 2006].
[9] Angus Deaton
y Jean Dreze, «Food and Nutrition in India: Facts and Interpretations», Economics
and Political Weekly,
44
(7) (2009), pp. 42-65.
[10]
«Alimentos para Todos», Cumbre
Mundial sobre la Alimentación, noviembre de 1996, Organización de las Naciones
Unidas para la Alimentación y la Agricultura.
[11]
Nathan Nunn y Nancy Qian, «The
Potato”s Contribution to Population and Urbanization: Evidence from an
Historical Experiment», documento de trabajo del NBER W15157 (2009).
[12]
Esta es la situación que presentan
Roger Thurow y Scott Kilman, dos periodistas del Wall Street Journal, en
su libro, titulado acertadamente Enough: Why the World”s Poorest Starve in
an Age of Plenty, Nueva York, Public Affairs, 2009.
[13] John
Strauss, «Does Better Nutrition Raise Farm Productivity?», Journal of
Political Economy, 94 (1986), pp. 297-320.
[14]
Robert Fogel, The Escape from
Hunger and Premature Death, 1700–2100: Europe, America and the Third World,
Cambridge, Cambridge University Press, 2004. [Escapar del hambre y la muerte
prematura, 1700-2100. Europa, América y el Tercer Mundo, trad. de
Sandra Chaparro, Madrid, Alianza, 2009].
[15]
Emily Oster, «Witchcraft, Weather
and Economic Growth in Renaissance Europe», Journal of Economic
Perspectives, 18 (1) (invierno de 2004), pp. 215-228.
[16]
Elaina Rose, «Consumption Smoothing
and Excess Female Mortality in Rural India», Review of Economics and Statistics,
81 (1) (1999), pp. 41-49.
[17] Edward
Miguel, «Poverty and Witch Killing», Review of Economic Studies, 72 (4)
(2005), pp. 1153-1172.
[18]
Amartya Sen, «The Ingredients of
Famine Analysis: Availability and Entitlements», Quarterly Journal of
Economics, 96 (3) (1981), pp. 433-464.
[19]
«Intake of Calories and Selected Nutrients for the United
States Population, 1999-2000», Centros para el Control y la Prevención
de Enfermedades, resultados de la encuesta NHANES.
[20]
Medida DHS Statcompiler, disponible
en http://statcompiler.com, también citada en Angus Deaton y Jean Dreze, «Food
and Nutrition in India: Facts and Interpretations», Economics and Political
Weekly, 44 (7) (2009), pp. 42-65.
[21] Ibíd.
[22]
Anne Case y Christina Paxson,
«Stature and Status: Height, Ability and Labor Market Outcomes», Journal of
Political Economy, 166 (3) (2008), pp. 499–532.
[23]
Véase el reportaje de Mark Borden
sobre la reacción al artículo de Case-Paxson, disponible en http://www.newyorker.com/archive/2006/10/02/
061002ta_talk_borden.
[24]
Sarah Baird, Joan Hamory Hicks,
Michael Kremer y Edward Miguel, «Worm at Work: Long-Run Impacts of Child Health
Gainsh, Universidad de California Berkeley (2010), manuscrito no publicado.
[25]
Cesar G. Victora, Linda Adair,
Caroline Fall, Pedro C. Hallal, Reynaldo Martorell, Linda Richter y Harshpal
Singh Sachdev, «Maternal and Child Undernutrition: Consequences for Adult
Health and Human Capital», Lancet, 371 (9609) (2008), pp. 340-357.
[26] David
Barker, «Maternal Nutrition, Female Nutrition, and Disease in Later Life», Nutrition,
13 (1997), p. 807.
[27]
Erica Field, Omar Robles y Maximo
Torero, «Iodine Deficiency and Schooling Attainment in Tanzania», American
Economic Journal: Applied Economics, 1 (4) (octubre de 2009), pp.
140-169.
[28]
Duncan Thomas, Elizabeth
Frankenberg, Jed Friedman, et al., «Causal Effect of Health on Labor
Market Outcomes: Evidence from a Random Assignment Iron Supplementation
Intervention» (2004), mimeo.
[29]
Michael Kremer y Edward Miguel, «The
Illusion of Sustainability», Quarterly Journal of Economics, 122 (3)
(2007), pp. 1007-1065.
[30]
George Orwell, The Road to Wigan
Pier, Nueva York, Penguin, Modern Classic Edition, 2001, p. 88. [El
Camino de Wigan Pier, trad. de Ester Donato, Barcelona, Destino,
1982].
[31]
Anne Case y Alicia Menendez,
«Requiescat in Pace? The Consequences of High Priced Funerals in South Africa»,
documento de trabajo del NBER W14998 (2009).
[32] «Funeral
Feasts of the Swasi Menu», BBC News, 2002, disponible en
http://news.bbc.co.uk/2/hi/africa/2082281.stm.
[33]
Estas estadísticas proceden de
nuestra base de datos de dieciocho países y se encuentran disponibles en
http://www.pooreconomics.com.
[34] Orwell, The
Road to Wigan Pier, op. cit., p. 81.
[35] Disponible
en http://www.harvestplus.org/.
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