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sábado, 21 de diciembre de 2019

Los demócratas todavía pueden salvarnos

Quienes definen Estados Unidos por sus ideales, no por el dominio de un grupo étnico concreto, no se rendirán con facilidad



Nancy Pelosi, durante una conferencia de prensa en el Capitolio. ERIN SCOTT REUTERS

La votación del pasado miércoles a favor de la destitución de Donald Trump no fue ni una sorpresa ni un punto de inflexión. Sabíamos desde hacía semanas que la Cámara de Representantes votaría a favor del impeachment. Sabemos también, con la certeza con que se puede saber algo en política, que el Senado controlado por los republicanos no condenará a Trump ni le expulsará del cargo; es posible que ni siquiera pretenda que mirará las pruebas. De modo que sería fácil mostrarse escéptico respecto a todo esto.

Pero no es esa la sensación que ha dado. Para mí, y sin duda para millones de compatriotas, el miércoles fue un día muy emotivo, un día de desesperación y de esperanza al mismo tiempo. Las razones para la desesperación son evidentes. Podríamos fácilmente perder todo lo que supuestamente Estados Unidos representa. El lugar donde nació la libertad bien podría estar a pocos meses de abandonar todos sus ideales.

Pero también había razones para la esperanza. Resulta que los enemigos de la libertad son tan desvergonzados y corruptos en Estados Unidos como en otros países, desde Hungría hasta Turquía, en los que la democracia se ha derrumbado de hecho. Pero los defensores de la democracia estadounidense parecen más unidos y decididos que sus homólogos de otros países. La gran incógnita es si esa diferencia –esa verdadera excepcionalidad estadounidense– bastará para salvarnos.

Los republicanos, en otras palabras, son irredimibles; se han convertido en otro partido autoritario, consagrado al principio del líder. Y al igual que otros partidos similares de otros países, el Partido Republicano estadounidense intenta amañar las futuras elecciones mediante la manipulación de distritos electorales y la supresión de votantes, creando un control permanente del poder.Retrocedamos un poco y preguntémonos qué hemos aprendido sobre Estados Unidos en los últimos tres años. Nunca ha cabido duda de que Trump abusaría de su poder; desde el principio, telegrafió su desprecio por el sistema de derecho, su ansia de explotar el cargo para su beneficio personal. Sin embargo, durante un tiempo, fue posible imaginar que al menos parte de su partido defendería los principios democráticos. Pero no fue así. Lo que hemos visto desde el miércoles es un desfile de sicofantes que comparaban a su líder con Jesucristo al tiempo que escupían desacreditadas teorías de conspiración salidas directamente del Kremlin. Y mientras lo hacían, el objeto de su adoración pronunciaba un discurso interminable e inconexo, propio de un dictador tercermundista y lleno de mentiras, que oscilaba entre la grandiosidad y la autocompasión, con quejas intercaladas sobre la cantidad de veces que tiene que pulsar el botón de la cisterna.

Pero aunque los partidarios de Trump se asemejen a sus homólogos de las democracias fallidas, los miembros de la oposición no se parecen en nada. Uno de los aspectos deprimentes del auge de partidos autoritarios como el húngaro Fidesz y el polaco Ley y Justicia ha sido la ineficacia de la oposición, desunida, desorganizada e incapaz de presentar un desafío real ni siquiera contra autócratas impopulares que consolidaban su poder. Sin embargo, el trumpismo ha tenido enfrente desde el comienzo una oposición decidida, unidad y eficaz, lo cual se ha reflejado tanto en las manifestaciones masivas como en las victorias electorales de los demócratas. En 2017 había solo 15 gobernadores demócratas, frente a 35 republicanos; hoy, la diferencia es de 24 a 26. Y el año pasado, por supuesto, los demócratas obtuvieron una victoria arrasadora en las elecciones a la Cámara de Representantes, que es lo que ha hecho posible la vista y la votación a favor del impeachment.

Muchos de los nuevos congresistas demócratas representan a distritos de tendencia republicana, y algunos observadores esperaban que un número significativo de ellos desertara el miércoles. Por el contrario, el partido se mantuvo casi completamente unido. Cierto que también lo hicieron sus rivales; pero mientras que los republicanos sonaban, bueno, desquiciados en su defensa de Trump, los demócratas parecían sobrios y serios, decididos a cumplir con su deber constitucional aunque ello comportase riesgos políticos.

Ahora bien, nada de esto significa necesariamente que la democracia vaya a sobrevivir. Aunque hayan perdido elecciones, los republicanos han ido consolidando su control sobre los tribunales y otras instituciones nacionales. Los líderes demócratas del Congreso han estado inesperadamente, incluso asombrosamente, impresionantes; el campo presidencial demócrata, no tanto.

Y puede que la unidad de propósito que vimos el miércoles no se sostenga el próximo noviembre. Si los demócratas eligen a un candidato o candidata progresista, como Elizabeth Warren o Bernie Sanders, ¿decidirán los demócratas ricos que defender la democracia es menos importante que unos impuestos bajos para ellos? Si el partido nombra a un moderado como Joe Biden, ¿expresarán algunos defensores de Sanders su frustración como hicieron en 2016, quedándose en casa o votando al candidato de un tercer partido? Teniendo en cuenta lo que nos jugamos, me gustaría descartar estas preocupaciones, pero no lo consigo.

Si a eso le añadimos el grado en que las elecciones del próximo año estarán amañadas a favor de Trump, tanto mediante la supresión de votantes como por el sesgo introducido por el Colegio Electoral, y el sesgo aún mayor creado por un mapa del Senado que da a los estados pequeños, principalmente conservadores, tanta representación como a estados progresistas con mucha más población, es perfectamente posible que el trumpismo triunfe a pesar de todo.

Sin embargo, lo que aprendimos el miércoles es que quienes definen Estados Unidos por sus ideales, no por el dominio de un grupo étnico, no se rendirán con facilidad. La mala noticia es que nuestros villanos son tan villanos como los de todos los demás. La buena es que nuestros buenos parecen inusualmente decididos a hacer lo correcto.

Paul Krugman es premio Nobel de Economía.

© The New York Times 2019

Traducción de News Clips

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