Todos son coherentes con las observaciones que muestran que, efectivamente, está cambiando el clima y está siendo influido por acción de los humanos
Vista del pabellón de España en la 25ª Conferencia de las Partes del Convenio Marco de Naciones Unidas sobre Cambio Climático (COP) bajo el lema 'Tiempo de actuar'. ZIPI EFE
El cambio climático y sus efectos en el medio ambiente y en la sociedad son de los asuntos más importantes y controvertidos del momento actual, como se puede comprobar durante estos días en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático. Pero para poder entablar un debate profundo sobre el cambio climático es importante saber cómo se construyen los modelos en los que se basan las predicciones y recomendaciones planteadas, cómo se comprueba su funcionamiento, qué tipo de predicciones producen y cómo de fiables son.
Partimos de un hecho claro: es muy difícil predecir el clima. Por un lado, la atmósfera es un sistema complejo, en el que afectan numerosos factores y en el que aparecen comportamientos caóticos. Básicamente, el clima es una interacción de la energía emitida por el sol, con la atmósfera, los océanos, el hielo y la vegetación, cuya evolución describimos mediante las leyes de la física validadas a lo largo de los siglos. La mayoría de los modelos del clima parten de modelos meteorológicos que ofrecen una predicción del tiempo a cinco días. Estos usan las ecuaciones de Navier-Stokes en una esfera en rotación –un conjunto de ecuaciones en derivadas parciales que determinan el movimiento de la atmósfera, incluyendo información del momento y la energía del aire y los océanos–, y las leyes de la termodinámica –que describen la evolución de la temperatura y el efecto del calor del sol en el aire, el agua y la evaporación–.
El sistema de ecuaciones resultante se resuelve cada seis horas para obtener soluciones aproximadas, con ayuda de un ordenador. Para ello, se divide la Tierra y su atmósfera en pequeños cubos en los que se estiman las soluciones: este método recibe el nombre de discretización. Para hacer un pronóstico del tiempo se resuelven unas mil millones de ecuaciones discretas. Este proceso implica invertir matrices muy grandes, lo que lleva aproximadamente una hora de cálculo en una supercomputadora. Los resultados obtenidos hoy en día son bastante acertados, y además, podemos compararlos con la realidad diariamente para determinar los errores cometidos.
Además de estos algoritmos de predicción meteorológica, los modelos de la evolución del clima añaden información física, química e incluso biológica. El resultado son sistemas de ecuaciones tremendamente no lineales y que pueden tener soluciones caóticas. Además interesa obtener pronósticos no a cinco días, sino a miles o millones de años. También es necesario en cuenta el impacto actual y futuro de la humanidad (el incremento de dióxido de carbono en la atmósfera por la quema de combustibles fósiles, las modificaciones en las prácticas agrícolas, o por talas de selvas tropicales…). Esto es quizás lo que más incertidumbre añade al modelo.
El tamaño y la complejidad de los sistemas resultantes hace tremendamente difícil verificarlos, modificarlos y ejecutarlos. También es complicado interpretar los resultados, ya que producen una gigantesca cantidad de datos, complicada analizar e incluso de almacenar. Por suerte en las últimas décadas los modelos climáticos han evolucionado considerablemente, tanto en precisión como en complejidad. Y en paralelo, mejoran también los ordenadores –cada vez son más rápidos– y el software que permite obtener buenas aproximaciones de las soluciones.
Para valorar las predicciones también es fundamental controlar los errores cometidos, que provienen tanto de la forma en que se representa la física, como de los algoritmos utilizados para resolver las ecuaciones, la codificación de los algoritmos, los datos que se introducen en el cálculo y las condiciones iniciales utilizadas para iniciar todo el sistema. Para evaluar la magnitud del error final es necesario comparar las soluciones estimadas con la solución real.
Un primer paso es testear el modelo meteorológico sobre el que se basa el modelo climático, lo que expondría, por ejemplo, cualquier error sistemático del código. También, mediante argumentos matemáticos –de una rama llamada análisis numérico– es posible constatar la convergencia de los algoritmos empleados; y se emplean herramientas de estadística y probabilidad para cuantificar la incertidumbre de los datos con los que se trabaja, tanto como condiciones iniciales como de posibles escenarios. Por otro lado, como es imposible contrastar los modelos climáticos directamente con datos futuros (a no ser que estemos dispuestos a esperar décadas), se comparan con datos del pasado, usando un método llamado hindcasting, que básicamente afirma que si un modelo puede predecir el pasado, tenemos argumentos para creer que también podrá anticipar el futuro.
Pero, incluso aunque somos capaces de anticipar ciertos sucesos y estimar cómo de certero es nuestro pronóstico, sigue siendo muy complicado explicar por qué obtenemos los resultados finales. Para entenderlo se trabaja con una jerarquía de diferentes modelos, que van incrementando su complejidad, de manera que partimos de ladrillos simples, que somos capaces de entender, y a partir de ellos, se configuran la siguientes piezas, cuyo funcionamiento se deduce más o menos de lo anterior, y así sucesivamente: modelos de equilibrio de energía, modelos de caja, modelos de complejidad intermedia de la Tierra o los modelos del clima reducidos, modelos globales del clima para atmósferas y océanos, y modelos del sistema Tierra. En conjunto, todos los modelos se basan en afirmaciones científicas sólidas y nos ofrecen la mejor manera de explicar los cambios del clima del pasado, y de predecir lo que pasará en el futuro.
Las preguntas finales son: ¿coinciden en sus predicciones los diferentes modelos? ¿Qué indican? Por mucho que quieran negar algunos políticos, todos son coherentes con las observaciones que muestran que, efectivamente, está cambiando el clima y está siendo influido por acción de los humanos. Sabemos, además, con qué grado de error se hacen estas afirmaciones. Las conclusiones, son matemáticas.
Chris Budd es gresham professor of Geometry en la Universidad de Bath (Reino Unido) y fue uno de los ponentes de la sesión “Climate crisis: facts and actions” del 7º Heidelberg Laureate Forum
Traducción: Ágata A. Timón G-Longoria (ICMAT