FORT LAUDERDALE – Con el avance de la edad, tendemos a señalar cada año que pasa reflexionando sobre los grandes acontecimientos que se desarrollaron en paralelo con la propia vida. Por mi parte, suelo centrarme en las sorpresas (positivas y negativas): aquello que hubiera considerado improbable o incluso inimaginable en mis años mozos.
Nací durante la Segunda Guerra Mundial y crecí en Canadá, con una conciencia general de al menos algunos aspectos del mundo que me rodeaba, en particular la Guerra Fría. La televisión en blanco y negro nos permitió presenciar desde nuestras salas de estar el poder destructivo de las armas nucleares. Yo y muchos otros niños habíamos visto “Nuestro amigo el átomo” en la serie de televisión Walt Disney’s Disneyland, pero nos quedábamos despiertos de noche escuchando los aviones que pasaban, esperando que no portaran los instrumentos de nuestra aniquilación.
Al final las bombas se quedaron en los silos, gracias al efecto disuasivo de la “destrucción mutua asegurada” y al liderazgo eficaz demostrado en momentos de máximo riesgo como la Crisis de los Misiles Cubanos. La Guerra Fría terminó, y los que hoy tienen menos de treinta años jamás la conocieron. Para la mayoría de esos jóvenes, la primacía económica y militar de los Estados Unidos puede parecer algo tan ordinario y permanente como la Guerra Fría fue para los baby boomers. Pero ahora estamos al borde de otro cambio estresante en las relaciones de poder.
En los primeros años de la posguerra, los países en desarrollo (muchos de ellos recién independizados tras la desintegración de los imperios coloniales) comenzaron un largo y complejo viaje que transformaría el mundo y las vidas de miles de millones de personas en las décadas siguientes. Ese viaje todavía no terminó, pero muchos de esos países ya lograron niveles de prosperidad que pocos esperaban. La terminología que se usaba en aquel tiempo (“atraso”, “Tercer Mundo”) revela una creencia en que el subdesarrollo era una condición semipermanente.
Por eso considero que el ascenso de los países en desarrollo ha sido el hecho imprevisto más significativo ocurrido durante mi vida. La lenta pero persistente convergencia de esas naciones hacia el mundo desarrollado alteró radicalmente el orden internacional. Hace siete décadas, los países desarrollados poseían la mayor parte de la renta mundial pero sólo el 15% de la población. Hoy, miles de millones de personas salieron de la pobreza y tienen más riqueza, salud y oportunidades. Es posible que los historiadores futuros recuerden este período como el mayor ejercicio de inclusividad de la humanidad hasta el día de hoy. Pero hasta hace poco, nadie lo vio venir.
Esta megatendencia que nadie anticipó tiene corolarios imprevistos. Para empezar, es probable que hoy la economía mundial sea cuatro o cinco veces más grande que los pronósticos de los que anticipaban un desarrollo escaso o nulo para el 85% menos rico. De modo que países en desarrollo cuyo poder económico antes era insignificante ahora tendrán un papel más importante en la gobernanza global, y esa transición del equilibrio de poder no será fácil.
Pero este gran crecimiento es una de las principales razones de la importancia existencial que hoy tiene la sostenibilidad. Pese a los compromisos de reducir nuestra huella medioambiental, estamos perdiendo la batalla contra el cambio climático. En el nivel mundial, tendríamos que estar reduciendo la emisión de gases de efecto invernadero más o menos un 7,5% al año. Pero las emisiones no paran de crecer, y hoy se encuentran en un nivel 2,5 veces superior al necesario para evitar una crisis climática. Nos estamos acercando a posibles puntos de inflexión en los que la dinámica climática y las condiciones de vida podrían empezar a cambiar en forma veloz e irreversible.
El Siglo XX, igual que el XIX, fue una era de cambio tecnológico asombroso. Avances espectaculares llegaron a parecer ordinarios y predecibles. Pero para los que crecimos con libros impresos y bibliotecas, y para los muchos millones que no tuvieron ese privilegio, es asombroso pensar que ahora es posible acceder a casi todo el conocimiento, los servicios, los mercados, etcétera, desde casi cualquier lugar de la Tierra. Esta capacidad de anular la distancia y el tiempo es una de las razones principales por las que la tecnología digital (bien empleada) puede mejorar enormemente la inclusividad y el funcionamiento de todas las sociedades.
Pero mi yo anterior tampoco hubiera anticipado que andando por las calles de cualquier ciudad uno se chocaría con gente que va mirando una pantallita, o vería a parejas que cenan juntas en un restorán haciendo lo mismo. Me pregunto si el don de poder conectarnos con personas e información a grandes distancias nos será dado al precio de tener menos contacto con el entorno inmediato.
Finalmente, la otra gran sorpresa de mi vida es algo que, vistos los descubrimientos de las ciencias sociales en años recientes, tal vez tendría que haber previsto. Como sea, muchos en mi generación no supimos prever el aumento de desigualdad de ingresos, riqueza y oportunidades en una amplia variedad de países desarrollados e incluso en algunas economías emergentes. Durante los treinta o cuarenta años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, la tendencia iba en la otra dirección: la participación de los trabajadores en el ingreso total estaba en aumento, las mediciones de desigualdad de ingresos disminuían, y se estaba formando una amplia clase media. Al ver estos avances, muchos se durmieron en los laureles, creyendo que las economías avanzadas modernas pueden funcionar en piloto automático.
Y sin embargo los economistas sabían que el capitalismo de mercado no corrige automáticamente las tendencias distributivas perjudiciales (sean seculares o transicionales), especialmente las extremas. La política pública y los servicios del Estado son esenciales, pero en muchos lugares, han sido inexistentes o insuficientes. El resultado fue una pauta duradera de desigualdad de oportunidades que está contribuyendo a la polarización de muchas sociedades. Esta divisoria en aumento tiene un efecto derrame negativo sobre la política, la gobernanza y las decisiones de gobierno, y ahora parece que nos está quitando capacidad de respuesta ante temas importantes como el desafío de la sostenibilidad.
Hay otros hechos que pocos hubieran predicho: me vienen a la mente los tipos de interés negativos y el descubrimiento del ADN (al menos, para los que no somos científicos). En cuanto al futuro, no creo que sea menos sorprendente que el pasado. Lo impensable seguirá ocurriendo, y nos seguiremos maravillando ante algunas cosas nuevas mientras nos adaptamos lo mejor que podemos a las otras.
Traducción: Esteban Flamini
MICHAEL SPENCE, a Nobel laureate in economics, is Professor of Economics at New York University’s Stern School of Business and Senior Fellow at the Hoover Institution. He was the chairman of the independent Commission on Growth and Development, an international body that from 2006-2010 analyzed opportunities for global economic growth, and is the author of The Next Convergence: The Future of Economic Growth in a Multispeed World.
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