LA HABANA. Los graves problemas económicos por los que atraviesa Cuba tienen hondas raíces estructurales, cuyas causas fundamentales no han sido atendidas adecuadamente en el proceso de “actualización”. Salir de este marasmo requiere transformaciones en la empresa estatal, y en el sector privado y cooperativo. Tiene poco sentido plantearse uno desconectado del otro, como parecen sugerir algunas declaraciones recientes.
Cuba es una economía pequeña y necesariamente abierta, con pocos sectores verdaderamente competitivos a nivel mundial, generalmente ubicados en las partes menos lucrativas de la cadena de valor. Piénsese en el turismo de sol y playa dominado por los resorts “todo incluido”; o el hecho de que el níquel que se produce debe ser refinado fuera de nuestras fronteras; o que la distribución mundial de tabacos y ron está en manos de grandes transnacionales. Históricamente, los choques externos han tenido gran incidencia en la actividad económica, junto a la tendencia a concentrar las relaciones económicas en un socio externo que ofrece condiciones “ventajosas” para el país. A ello se añade un régimen de sanciones económicas desde Estados Unidos, de larga duración, que distorsionan severamente el aprovechamiento de las ventajas comparativas del país, incrementan los costos del comercio internacional y limitan al acceso al ahorro externo.
Esta “estructura económica” condiciona un tipo de crecimiento económico bajo, con gran volatilidad y que reproduce varias desproporciones. Tres de ellas son particularmente importantes en la actualidad. A pesar de la enorme inversión en educación y salud pública, el perfil productivo muestra un excesivo dominio de actividades que apenas requieren una fuerza de trabajo con esos niveles de calificación. Se desaprovecha, por así decirlo, una buena parte de ese potencial humano. La generación del excedente externo (clave en un país como Cuba) se concentra en pocas actividades, muchas de ellas sujetas a acuerdos “especiales” (servicios médicos), que son vulnerables a acontecimientos económicos o políticos en esos estados. Véase lo que ha ocurrido en Brasil, Ecuador o Bolivia. Finalmente, los enormes compromisos sociales asumidos, en este contexto productivo, suponen la extracción sistemática de la renta de los pocos sectores excedentarios, a niveles que comprometen su viabilidad a largo plazo.
¿Qué características tiene este modelo productivo después de los noventa?
El declive de la industria azucarera añadió otras complicaciones. En primer lugar, el volumen de divisas que generaba no pudo compensarse rápidamente por otros sectores, lo que solo se logró después de 2004 con los servicios médicos. Asimismo, las actividades que le “sustituyeron” no generan la misma cantidad de empleos directos. Esto acentuó la necesidad de “redistribuir” recursos desde los nuevos sectores superavitarios. En tercer lugar, ni el turismo, los servicios médicos o la industria biofarmacéutica han logrado generar los encadenamientos que proveía el sector azucarero, acentuando el proceso anterior. Estas transferencias no solo van a financiar los servicios sociales (desde educación y salud hasta deportes, cultura, y otros) sino a sostener aquella parte del aparato productivo que es irrentable pero que genera empleos, entrega productos considerados de alta prioridad o simplemente es inviable socialmente su reestructuración.
Una vez que desapareció la protección (insostenible) que ofrecía el esquema de relaciones con la Unión Soviética y el Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME), se hizo evidente la enorme brecha de competitividad externa que padece la Isla. O sea, no logramos venderle al mundo suficiente para pagar las importaciones necesarias, los compromisos que se derivan de las empresas extranjeras que operan en el patio o la deuda externa. Eso se traduce hacia la economía doméstica de muchas formas, pero los consumidores lo detectaron inmediatamente a través de varios fenómenos entrelazados.
Los bienes escasos empiezan a tener unos precios que se ubican inmediatamente por encima del poder adquisitivo de un ciudadano medio. Además, los artículos de consumo importados, que son la mayoría, se ofrecen a precios internacionales con un impuesto muy alto con fines recaudatorios. En ambos casos, esos precios no tienen mucho que ver con los salarios domésticos. Es una diferencia enorme, que tiene que ver con la brecha de productividad y competitividad externa, pero también como parte de un mecanismo para captar recursos en moneda libremente convertible que ahora llegan directamente a los hogares. Ahí se cuentan las remesas, los “derrames” del turismo y las empresas extranjeras que operan en la Isla, y los ingresos de los negocios privados que venden directamente a visitantes.
El uso de ese excedente debería contemplar por igual criterios de tipo económico y social. El desarrollo económico requiere dedicar necesariamente una proporción significativa de recursos a la inversión productiva. Sin embargo, existe una tendencia nociva e insostenible que responsabiliza al Estado con la provisión de todo tipo de bienes y servicios denominados “sociales” o de “interés público”. Se habla mucho menos de las fuentes para financiar todas esas responsabilidades.
Lo “social” o “público” se ha ensanchado tanto que ha terminado por desbordar las posibilidades económicas reales o la capacidad de administración del ente público. Por ejemplo, ¿debería el Estado cubano financiar todo el deporte de alto rendimiento? Dado que la desigualdad de ingresos es una realidad que se deriva directamente de la estructura económica, es hora de repensar los subsidios que se ofrecen sin distinguir entre ciudadanos. La hipertrofia del aparato administrativo que agobia tanto al gobierno central como a las empresas es otro problema. Por último, ¿cuánto más se debe sostener empresas y sectores enteros que son claramente inviables?
Sin embargo, recabar más recursos de inversión no sería suficiente si estos no se aprovechan adecuadamente. Desde el mecanismo de toma de decisiones hasta las señales de precios que enfrentan las empresas cubanas determinan una asignación y aprovechamiento muy ineficiente de esos recursos. Son bien conocidas las historias de inversiones que luego no “rinden” lo esperado debido a un sinnúmero de razones.
Las distorsiones son tan variadas y de tal magnitud que no podrían ser corregidas rápidamente, al menos no sin causar un cisma social y político. El desempleo masivo y el empobrecimiento de amplias capas de la población no está en el interés de nadie, pero la corrección de esos desequilibrios tiene que acelerarse. Ese camino ya ha comenzado. Los gastos sociales del presupuesto central pasaron del 27 al 21 por ciento del PIB. En una tendencia opuesta, las inversiones más que se duplicaron desde 2014, una tendencia bienvenida dado que la inversión solía ser una variable de ajuste.
La corrección de estas distorsiones pasa necesariamente por el sector público en general. Por ello, tiene poco sentido desvincular la transformación de la empresa estatal, de la dinámica del sector privado. Son dos partes de un todo, aunque una de ellas ha sido declarada subsidiaria de la otra. La restructuración (preferible a dinamizar) de la empresa estatal llevará inevitablemente (si se hace con seriedad) a que algunas no puedan continuar funcionando, y otras deberán ajustar sus capacidades. En cualquier caso, uno de los resultados previsibles es la pérdida de miles de puestos de trabajo. ¿Dónde se crearán esos empleos? Hay que tener en cuenta que la escasez de capital condiciona necesariamente su creación en actividades donde los requerimientos de capital por trabajador sean relativamente bajos. Sin dudas, la inversión extranjera (que también enfrenta obstáculos de todo tipo) hará una contribución, pero no parece sea suficiente. La respuesta obvia es que la mayoría de esos empleos deberán crearse en el sector privado y cooperativo.
Las graves contradicciones de la política económica han traído como consecuencia que una buena parte de los trabajadores que abandonaron el sector público desde 2009 fueron a parar al sector informal, emigraran a otros países, o están desempeñando actividades donde no aprovechan plenamente su calificación. Sí, el sector no estatal fue el que más empleos creó en la última década, a pesar de todas las limitaciones. Solo el “cuentapropismo” creó más de 470 mil empleos desde 2009.
Para evitar estas desproporciones, que no se puede permitir un país donde ha comenzado a decrecer el número de personas en edad laboral desde 2015, las autoridades deberían considerar que cualquier restructuración económica y socialmente exitosa de la empresa estatal debería incluir la ampliación de la nomenclatura de actividades que se pueden desempeñar en el sector privado y cooperativo, mejorar el estatus jurídico de esos negocios, favorecer su integración con las empresas de cualquier denominación, ampliar su acceso al comercio exterior y al financiamiento formal. Este último asunto también debería considerar instrumentos que permitan movilizar más efectivamente el ahorro doméstico.
Todo ello pondría en mejores condiciones a las autoridades para corregir las distorsiones existentes, preservar el consenso social alrededor de cambios ineludibles y garantizar una “mudanza” más suave hacia un nuevo modelo económico. Un cambio manejable no significa que estará exento de fricciones o contradicciones. Una estrategia integral y coherente es lo que está faltando…
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