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lunes, 29 de junio de 2020

Libro "Economía para no dejarse engañar por los Economistas" (IX)

Por Juan Torres

¿Por qué se dice que el gasto público ayuda a mejorar en los malos momentos de la economía y evita que esta empeore cuando va bien?


Una de las virtudes que tiene el gasto público es que ayuda a estabilizar la economía. Como veremos, la actividad económica suele avanzar a lo largo del tiempo a base de subidas y bajadas que van conformando un ciclo económico, es decir, una sucesión de etapas buenas con otras malas (algo tan antiguo que ya en la Biblia se hablaba de siete años de vacas gordas y otros siete de vacas flacas).
Pues bien, el gasto público tiene la virtud de que, en las etapas malas de la economía (las llamadas recesiones), permite que ésta mejore, y en las etapas buenas, al revés.
Cuando la economía se encuentra en una de estas fases de mal funcionamiento, en una fase recesiva, los empresarios perciben malas expectativas de ventas y beneficios, y la inversión se reduce, con el subsiguiente efecto multiplicador negativo sobre la renta global de la economía.  Además,  los  hogares  perciben  que  las  cosas  no  van  bien,  y también suelen disminuir su consumo para así disponer de recursos en un futuro que ven con temor. Y ambas circunstancias harán que caigan no sólo las ventas y el empleo, sino también las rentas, de modo que los hogares y las familias entran en una espiral negativa, en una especie de círculo vicioso que se autoalimenta para ir a peor. Pero en esos momentos, el gasto público actúa incluso   automáticamente,   sin   necesidad   de   que   los   gobiernos   tomen decisiones al respecto.
Así, en cuanto las expectativas empeoran y comienzan a producirse despidos, automáticamente se conceden subsidios a las personas desempleadas, o ayudas a los hogares en donde haya personas sin ingresos; asimismo, al disminuir la renta, bajarán también algunas obligaciones tributarias de las personas o empresas en peores condiciones. Se produce de ese modo un incremento automático del gasto público que permite poner renta en manos de esas personas, lo que se convierte automáticamente en ingreso  de  las  empresas  que  van  a  poder  seguir  vendiéndoles  bienes  servicios. Esos gastos que se toman sin ni siquiera necesidad de que los decidan expresamente las administraciones o el gobierno se llaman estabilizadores  automáticos,  porque  estabilizan  la  economía automáticamente, sin que sea necesario adoptar decisiones discrecionales.
E igualmente ocurre cuando la economía se encuentra en expansión. En ese caso, las buenas expectativas pueden dar lugar a un efecto contrario: que los empresarios sobrevaloren las posibilidades de realizar beneficios y que aumenten excesivamente sus inversiones, o bien que los consumidores eleven en exceso su demanda de consumo en perjuicio del ahorro, generando así una presión demasiado grande sobre la oferta que provoque subidas indeseables y negativas en los precios.
En esta situación, al igual que en la recesión pero con un sentido claramente contrario, también aparecen estabilizadores automáticos: sin que nadie tenga que tomar la decisión, disminuyen las ayudas y aumentan los impuestos a medida que aumenta la renta de los sujetos.
Y, naturalmente, junto a estas acciones automáticas, el sector público puede tomar las discrecionales que considere oportunas para mejorar la situación económica.
En  definitiva,  los  economistas  decimos  que  el  gasto  y  el  ingreso públicos tiene un efecto «contra el ciclo» (contracíclico), aumenta (incluso automáticamente) cuando la economía va mal, proporcionándole impulso, y disminuye (también incluso automáticamente) cuando va bien, para que no se «recaliente».
Ésa es la utilidad estabilizadora del gasto público, que es tanto más efectiva cuanto mejor funcionen los estabilizadores, porque entonces no será necesario que tengan que intervenir decisores que puedan equivocarse o aprovechar la situación para generar rentas a los grupos de presión.
La crítica que siempre hacen los economistas y políticos liberales a la política fiscal (que precisa de un buen número de empleados públicos para tomar decisiones, así como de análisis complejos que no siempre es fácil ni barato llevar a cabo) tiene bastante de razón a la luz de los hechos históricos. Pero, siendo así, quizá se podría argumentar también que posiblemente no haya otra política con su capacidad para actuar tan eficazmente y con tanta transparencia, y que los problemas de «secuestro» que puede sufrir por parte de grupos de interés no son exclusivos de la política fiscal, sino que igualmente pueden aparecer, y de hecho es fácil comprobar que aparecen, en las demás formas de intervención, o incluso de no intervención, cuando lo que buscan esos grupos de interés es precisamente que les dejen actuar sin ningún tipo de cortapisas.
Así pues, es cierto que esta función estabilizadora de la política fiscal es delicada y no está exenta de riesgos e incluso de peligros. Debe llevarse a cabo en su justa medida, con ponderación, en el momento adecuado y con la fuerza precisa, y no más ni menos, porque, de no hacerse bien, se pueden generar  efectos  perversos  o  de  rebote,  es  decir,  que  pueden  aparecer problemas  mayores  que  los  que  se  quiere  resolver.  Tanto  es  así  que determinar  la  utilidad  de  las  intervenciones  a  través  de  la  política  fiscal (frente a otras medidas, como las de la política monetaria, que analizaremos enseguida) es otro de los grandes debates del análisis económico.
Finalmente, a la hora de analizar el papel que la política fiscal puede desempeñar sobre la economía, hay que referirse a otra crítica que suelen hacerle las corrientes liberales: si aumenta el gasto público se va a producir una disminución del ahorro y la «expulsión» de la inversión privada.
Ésta es una cuestión controvertida, ya que el resultado final depende, como casi siempre ocurre en economía, de bastantes variables y de las complejas condiciones en las que se desenvuelven los sujetos económicos, y, más concretamente, del tipo de gasto que se haga y de cómo se financie.
Si el gasto público se financia a través de impuestos, resulta evidente que los sujetos que hayan de cargar con estos últimos verán reducida su renta, y, por tanto, es posible que baje su nivel de ahorro (en la proporción que indique su propensión marginal al consumo, cuyo significado ya conocemos). Además, en este caso se produce un efecto redistributivo que puede ser muy acusado si produce una pérdida de renta concentrada en las rentas más altas, que son las que ahorran una mayor proporción de su renta. Sin embargo, el ahorro general de la economía no tiene por qué bajar, o, al menos, no en la misma magnitud que suben los impuestos. Esto es así porque la bajada que se pueda producir en el ahorro como consecuencia de la pérdida de renta que suponen los impuestos sobre la parte de la población que los soporte se puede compensar (no totalmente, pero en alguna medida, según las respectivas propensiones marginales a consumir) con el incremento de renta ocasionado por el efecto multiplicador del gasto, que, como veremos enseguida, es algo mayor que el de los impuestos.
Cuando  se  financia  con  deuda  es  cuando  las  críticas  del intervencionismo fiscal son más fuertes, pero se puede argumentar, por el contrario, que en este caso no tiene por qué producirse disminución en el ahorro de la economía. Al aumentar el gasto, aumenta la renta con efecto multiplicador incluido (en mayor o menor medida, según el grado en que se cumplan  las  condiciones  que  ya  analizamos  anteriormente);  y  cuando  la deuda es comprada por particulares, el ahorro no disminuye, sino que cambia de destino. Si la deuda es atractiva como para que los sujetos reduzcan su consumo, lo que hace es aumentar; y si la compran con el ahorro anterior, éste no disminuye, sino que pasa de estar en unos activos a estar en otros (bonos o letras del Tesoro, obligaciones del Estado, etc.). Es más, el incremento del gasto público puede aumentar el ahorro, ya que, lógicamente, el incremento de renta que produce va al consumo en una determinada proporción (marcada por la propensión marginal al consumo), pero no en su totalidad.
Si la deuda se vende a los bancos, ¿podría ser que éstos dedicaran entonces sus recursos a comprarla y redujeran la financiación al resto de la economía? Podría ser, pero en general es más realista pensar que su oferta no depende de los recursos que tengan en realidad, porque los bancos —como veremos más adelante— no prestan lo que tienen, sino que tienen lo que prestan. Los bancos dejan de prestar si no encuentran demanda de crédito solvente, y eso no depende de que haya más o menos gasto público, sino de la situación general de la economía (naturalmente, puede influir el hecho de que el gasto que se esté realizando se haga ya con una deuda muy elevada e insostenible, o bien de modo ineficiente e irresponsable). En general, como hemos dicho ya reiteradamente, lo cierto es que el gasto público (cuando se realiza bien) proporciona ingresos a los sujetos privados y, por tanto, oportunidades de negocio a las empresas. Y, por tanto, más ingreso y más ahorro.
Por último, si quien financia el gasto público es el banco central, lo que ocurre es que hay un incremento neto de medios de pago, de ingresos en manos de los sujetos a quienes se destina el gasto. Mientras no suban los precios —algo que, como veremos en otro momento, no tiene por qué ocurrir —, lo que se producirá al aumentar la renta es que subirá también el ahorro (en la proporción que indica la propensión marginal al consumo).
Además de decir que el aumento del gasto público disminuye el ahorro (lo que, en realidad, no tiene por qué ocurrir, como acabamos de ver), los economistas liberales críticos con el intervencionismo fiscal afirman que al aumentar el gasto público aumentará el tipo de interés, porque el Estado aumenta la demanda de dinero, de medios de pago, al poner a la venta sus títulos de deuda. Y esa subida en los tipos de interés afecta a la inversión, expulsándola, bien porque se hace más cara su financiación, bien porque resulta más atractivo comprar deuda que llevar a cabo negocios productivos. Y también dicen que afecta negativamente al consumo, que se hace más caro cuando se realiza a crédito. Aunque en este último supuesto, en todo caso, el efecto sería el contrario al que se critica: el aumento en el gasto público ha aumentado  el  ahorro  que  permite  financiar,  por  ejemplo,  inversiones públicas, las cuales no hacen sino poner medios de pago en manos del sector privado.
Respecto al posible efecto negativo del incremento del gasto público financiado con deuda sobre la inversión también se puede argumentar que, como ya señalamos más atrás, no está ni mucho menos claro que la respuesta de la inversión respecto a los cambios en el tipo de interés sea muy potente. Más bien parece que no lo es, porque la inversión depende sobre todo, como ya hemos señalado, de otros factores que inciden directamente en los beneficios empresariales.
Además, la experiencia (por ejemplo, la reciente en diversos países de Europa, y en España en particular) demuestra claramente que los incrementos en el gasto público y, en concreto, en los tipos de interés a los que se coloca la deuda pública no van parejos con los de los tipos de interés que efectivamente se aplican en la financiación de la actividad económica. Lo que en todo caso hay que determinar, porque parece mucho más realista, es cómo afecta un aumento del gasto del Estado financiado con deuda (es decir, el déficit público) a los beneficios empresariales, que determinan en mucha mayor medida la inversión de las empresas. Y en ese aspecto se puede llegar a conclusiones bien distintas a las que defienden los economistas liberales.
Ya a finales de la primera mitad del siglo XX, economistas poskeynesianos como Michał Kalecki y Jerome Levy, y luego otros de su misma corriente de pensamiento, como Wynne Godley o Hyman Minsky, han demostrado, por diferentes vías y al tratar de analizar las causas de los grandes problemas económicos de nuestra época, que los déficits públicos no tienen el efecto negativo sobre la inversión que los liberales le achacan, sino que, por el contrario, pueden impulsarla.
Recurriendo a la identidad más básica del análisis económico y que nosotros ya conocemos (que el PIB medido por la vía del gasto o la demanda tiene que ser igual al medido por la vía de la renta), Kalecki mostró que los beneficios empresariales aumentan cuando aumenta la inversión, el endeudamiento de los hogares y el del sector público, el consumo de los propietarios del capital y el saldo entre exportaciones e importaciones.57
Es evidente, según esta proposición que acabamos de hacer, que si aumenta el déficit público no tienen por qué aumentar los beneficios empresariales mecánicamente, porque pudiera ser que, al mismo tiempo, disminuyese el consumo de los propietarios del capital, el endeudamiento de los hogares, la inversión o el saldo exterior. Pero lo que indica la proposición de Kalecki es que el resultado de estas interrelaciones es complejo, y que no es correcto establecer a priori conclusiones totalmente ciertas (como hacen los liberales) sobre el efecto positivo que va a tener la evolución de cada una de las variables y, en este caso, del gasto público. No se puede decir que sea inevitable que el gasto público expulse a la inversión y disminuya el ahorro, ni tampoco desechar de entrada la posibilidad de que el gasto público, e incluso el que es financiado a través de deuda, genere más actividad por la vía de favorecer los beneficios empresariales tras el incremento de renta que lleva consigo. Es más, es mucho más probable que ocurra esto que lo contrario.

Citas
57. Aunque antes anunciamos que en este libro no vamos a recurrir a demostraciones analíticas que puedan suponer dificultades ni siquiera a los lectores  con  menor  formación  económica  o  algebraica,  haremos  una excepción para no dejar sin demostrar la afirmación sobre los determinantes de los beneficios, ya que ésta no es asumible de forma intuitiva. La demostración, bastante fácil, es la siguiente:
La identidad macroeconómica elemental nos indica que el producto medido a través de la renta debe ser idéntico al medido a través del gasto (una identidad simplemente refleja aquello que ha de ser igual por definición).
 Entonces:
PIB a través de la renta ≡ Retribución del trabajo después de impuestos (RTdT) + Beneficios de las empresas después de impuestos (BEdT) + Impuestos (T)
PIB a través del gasto ≡ Consumo de los trabajadores (CT) + Consumo de los propietarios de las empresas (Ce) + Inversión + Gasto público (G)
+ Exportaciones netas (X – M)
Como ambas expresiones son idénticas, resulta que:
Retribución del trabajo después de impuestos (RTdT) + Beneficios de las empresas después de impuestos (BEdT) + Impuestos (T) ≡ Consumo de los trabajadores (CT) + Consumo de los propietarios de las empresas (Ce) + Inversión (I) + Gasto público (G) + Exportaciones netas (X – M)
Despejando:
BEdT ≡ [Ch – RTdT] + Ce + I + [G – T] + XM
En donde: [Ch RTdT] es el saldo (ahorro o endeudamiento) de los trabajadores y [G – T] el saldo (déficit o superávit) del Estado.
Por tanto, cuanto mayor sea [Ch – RTdT] y [G – T], es decir, el endeudamiento de los trabajadores o el déficit del gobierno, mayor será el beneficio de las empresas.
Una vía alternativa parte de otra identidad macroeconómica elemental entre el ahorro y la inversión: (I ≡ A).
Como el ahorro total es la suma del ahorro de los hogares (Sh), de las empresas (Se) y del gobierno (Sg) menos el saldo exterior (X M), resulta
que:
I ≡ Sh + Se + Sg – (X – M) (1)
Puesto que el ahorro de las empresas es el beneficio después de impuestos menos los dividendos (es decir, Se = Bdt D), podemos sustituir en (1) y será:
I – Sh – Sg + (X – M) + D ≡ BdT
Es decir, los beneficios empresariales son mayores cuanto mayor es el desahorro (Sh y Sg negativos) de los hogares y del gobierno, siempre que el saldo exterior permanezca constante.

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