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miércoles, 29 de julio de 2020

AMÉRICA LATINA. ALIMENTOS PARA EL DESARROLLO

Por Jorge Gómez Barata

Con el 23 por ciento de las tierras cultivables, el 30% del agua dulce y el 25 por ciento de los bosques del planeta, América Latina aporta el 13 por ciento de la producción agrícola global y el 16% de las exportaciones de alimentos, incluidos 259 millones de toneladas de cereales y casi 15 millones de toneladas de pescado y mariscos. La mayoría de los países cubren razonablemente sus necesidades y no pocos exportan comida. Según la FAO sólo Haití afronta una inseguridad severa y requiere asistencia alimentaria.

De Latinoamérica sale el 75 por ciento de los bananos y de las frutas tropicales, 30 de la carne, y el 59 por ciento del café y más del 30 por ciento del azúcar consumidos en el mundo.

No obstante, todos los países importan alimentos destacándose las millonarias adquisiciones de maíz y soja de México. Ciertas importaciones agrícolas se relacionan con productos que por razones climáticas no producen, especies de pescados y mariscos y condimentos. En algunos casos se asocian a productos selectos (delicatesen), relacionados con las marcas, gustos y hábitos de consumo.

Aunque carecen de tierras, semillas, aperos, insumos y agua y su productividad es baja, la mayor parte de estas producciones son realizadas por pequeños agricultores, muchos de ellos empobrecidos, así como huertos familiares que aportan entre el 30 y el 40% del PIB agrícola regional para cuya formación se explota, entre otras cosas el trabajo de más de cinco millones de niños.

Estadísticamente, la más desigual de las regiones del planeta y donde la justicia social brilla por ausencia, cubre holgadamente las necesidades de alimentos de sus 700 millones de habitantes, lo cual no significa que todos coman. Los alimentos son mercancías, producidas para el mercado y su adquisición depende del dinero de que se disponga. En este orden de cosas el capitalismo vuelve a fallar porque es capaz de producir con eficiencia aquello que no logra distribuir con equidad.

En el ámbito alimentario, Cuba cubierta por políticas sociales, legislaciones laborales y prestaciones de seguridad social avanzadas, aporta dos excepciones, brillante una, lamentable la otra.

Con 6 millones de hectáreas dedicadas a la agricultura, más de 61 mil tractores y dos mil cosechadoras, 7,5 millones de metros cúbicos de agua embalsada, la agricultura cubana que emplea más de un millón de personas, 10,000 de ellas con nivel medio y universitario, opera unos 20 institutos y centros de investigación científica, produce menos del 50 por ciento de los alimentos que consume y su aporte PIB no supera el 5 por ciento.

No obstante, aunque soporta enormes carencias alimentarias, la población cubana no padece hambre. Los niños y jóvenes, sanos, escolarizados y legalmente protegidos, están aceptablemente nutridos, los enfermos, embarazadas, adultos mayores y otras personas vulnerables reciben modestos apoyos alimentarios y el estado subsidia una canasta básica para todos que, aunque con déficits, constituye una ayuda decisiva.

Para mantener niveles de subsistencia, el gobierno cubano importa alimentos por unos dos mil millones de dólares anuales, muchos de los cuales pudieran ser producido en el país. La respuesta a por qué la agricultura cubana no logra una mejor cobertura de alimentos, la dio Fidel Castro que, sin omitir las consecuencias del bloqueo de los Estados Unidos estableció una verdad tan sencilla como categórica: “El modelo no funciona…”

El modelo económico cubano y su expresión agrícola no funciona, no porque sea socialista, sino porque el diseño socialista importado por la Isla hace 60 años presenta fallas estructurales que arrastra desde que hace más de un siglo. El Comandate en Jefe no vivió lo suficiente para reformar ese estado de cosas, pero dejó un legado: “Revolución es cambiar todo lo que deba ser cambiado…”

Durante alrededor de 10 años, desde los cargos más altos, Raúl Castro lo intentó, bajo su orientación, los congresos VI y VII del Partido diseñaron el modo de hacerlo y el actual presidente Miguel Díaz-Canel se esfuerza hasta el agotamiento por lograrlo; sin embargo, el ritmo de los cambios es angustiosamente lento y, como en un trabajo de Sísifo, se realiza sin desprenderse de taras incompatibles con la eficiencia y la racionalidad.

Por qué ocurre así es una pregunta cuya repuesta pudiera ser el “Ábrete Sésamo” de la economía cubana. Allá nos vemos.

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