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domingo, 26 de julio de 2020

Libro "Economía para no dejarse engañar por los Economistas" (X)


Por Juan Torres

¿Quién y cómo financia los gastos del Estado y qué problemas conlleva esa financiación?

Cuando el Estado realiza cualquier tipo de gasto tiene que obtener recursos para financiarlo, y esto lo puede conseguir básicamente por tres vías: estableciendo impuestos, emitiendo deuda pública o recibiendo préstamos directamente del banco central. Cada una de estas vías conlleva ventajas e inconvenientes,  a  veces  de  gran  trascendencia  para  el  conjunto  de  la economía.
La primera vía de financiación del gasto público son los impuestos, en cualquiera de sus variedades. La ventaja de esta vía es que el Estado no se endeuda, puesto que lo que gasta por un sitio lo recauda por otro. Pero tiene el inconveniente de que el efecto impulsor del gasto se anula en gran medida (veremos enseguida que no del todo ni necesariamente).
La financiación del gasto con impuestos permite que el Estado redistribuya los recursos, lo que ocurre cuando gasta en unos determinados sujetos y son otros los que financian ese gasto al pagar sus impuestos; y también establecer incentivos o desincentivos al encarecer o abaratar las diferentes actividades económicas.
Por tanto, se trata de una vía que requiere decisiones políticas. Por un lado, porque cada tipo de gasto tiene un efecto diferente sobre las personas o grupos sociales (no es lo mismo para la gente que se gaste en becas o pensiones que en ayudas a grandes empresas) y también sobre la economía en su conjunto (no es igual gastar en sueldos públicos más elevados que en investigación, por ejemplo). Y, por otro lado, porque hay que decidir qué grupos van a soportar en mayor o en menor medida la obligación de pagarlos. No es correcto afirmar, como hacen muchos economistas, que las decisiones en ese sentido sean cuestiones técnicas u objetivas. En realidad dependen de las preferencias de las personas, y lo correcto, por tanto, es que quien tome tales decisiones las someta al debate público, naturalmente, si lo que se quiere es que la sociedad funcione democráticamente y no bajo una dictadura.
La segunda vía es la emisión de deuda pública; es decir, la venta de títulos de préstamo (letras del Tesoro, bonos u obligaciones del Estado) a particulares, empresas o bancos del propio país o del extranjero. A lo largo de un determinado tiempo, el Estado va pagando intereses, y, al terminar el plazo previsto, o bien se devuelve el principal (en el caso de la llamada deuda amortizable), o bien se reemplaza por nuevos títulos en las mismas o en diferentes condiciones. El Estado también puede emitir la llamada deuda perpetua, que es la que no tiene fijada fecha de vencimiento, de modo que podría no llegar a amortizarse nunca, aunque sus títulos se pueden vender o comprar en cualquier momento en el mercado. Fue una práctica utilizada históricamente en tiempos de guerra y que apenas se llevaba a cabo en los últimos tiempos. Sin embargo, en la reciente etapa de tipos de interés muy bajos han comenzado a tener éxito emisiones de deuda pública (y en algunos casos también privada) a muy largo plazo, de cincuenta o incluso cien años, tal y como ha ocurrido en diversos países europeos desde 2012. La razón es que  este  tipo  de  deuda  se  emite  lógicamente  con  tipos  de  interés  más elevados.
Como veremos más adelante, desde el punto de vista económico es muy importante distinguir entre los diversos compradores de la deuda y tener en cuenta si se emite en moneda cuya emisión se controla o no.
Si la compran los particulares, su efecto sería en realidad prácticamente el mismo que el de los impuestos: lo gastado por un sitio se recauda por otro, aunque  con  unas  consecuencias  redistributivas  importantes  si  quienes disfrutan del gasto no son las mismas personas o grupos que compran la deuda.
Si la deuda pública se vende a los bancos, el efecto sobre la economía dependerá de lo que éstos estén en condiciones de hacer con sus recursos. Puede ocurrir que, al comprar deuda del Estado, disminuya su capacidad para prestar a los demás sujetos económicos, de modo que la economía (al disminuir el crédito) podría resentirse. O puede ser que, teniendo recursos suficientes, puedan comprar deuda pública sin que eso afecte al crédito que proporcionan. En este caso, el efecto expansivo del gasto financiado por esta vía será mayor.
Finalmente, el gobierno puede vender los títulos de la deuda al banco central, o bien recibir préstamos directamente de éste para financiar el gasto. En este caso, el gasto se traduce en una inyección directa de recursos a la economía prácticamente sin contrapartida porque los sujetos no «devuelven» al Estado por vía de impuestos o compra de títulos nada de lo recibido a través del gasto. Todo él fluye a la economía generando un evidente efecto expansivo. Naturalmente, esto es así siempre que se den las condiciones que analizamos anteriormente, que permiten que se produzca efecto multiplicador y, más concretamente, que haya recursos ociosos, porque, si no se dan, lo que ocurrirá cuando aumente el gasto sin paralela detracción de recursos será que subirán los precios.
También es determinante de lo que pueda ocurrir con la deuda pública el que se emita en moneda propia o ajena. Si lo hace con su propia moneda, el Estado nunca tendrá problemas para pagarla, porque podrá emitir nueva moneda para hacerlo. Es por eso que se dice que el Estado no quiebra nunca (hay que insistir, siempre que se endeude con títulos emitidos en su propia moneda). Aunque, lógicamente, eso no quiere decir que no puedan aparecer otros problemas: si emite dinero para pagar deuda que vence y ese dinero se destina a gasto frente a una oferta insuficiente, los precios se dispararían.
Por todo ello, el problema principal que plantea la financiación de los gastos públicos es que todo tiene un límite. Si se financian a través de impuestos,  porque,  de  crecer  indefinidamente  el  gasto,  será  necesario imponer cargas progresivas que limitarán sin duda la inversión y el consumo, produciendo antes o después la parálisis de la actividad económica. Si se financian a través de deuda, se debe tener en cuenta que las deudas que se contraen hoy hay que pagarlas en el futuro, porque, como decía Tirso de Molina, «no hay plazo que no llegue ni deuda que no se pague». Y para amortizarlas en el futuro, o bien se van obteniendo superávits a lo largo del tiempo, o bien se va generando más deuda para ir haciendo frente a la deuda, lo que a veces produce una especie de bola de nieve peligrosísima, salvo, claro está, que se pueda garantizar que la oferta crezca indefinidamente para absorber la cantidad creciente de medios de pago (lo cual no siempre es posible).
Es verdad que la ventaja del Estado es que tiene toda la vida por delante, que el período en el que puede amortizar su deuda es infinito (a diferencia de lo que le pasa a una familia o a una persona), pero incluso así puede ocurrir, si no se hace frente adecuadamente a su crecimiento, que llegue a tener un volumen tan elevado que no se le pueda ir pagando con los ingresos y la producción disponibles. En cierta forma, a la deuda le pasa algo parecido a lo que  Galeno  decía  sobre  las  drogas:  la  diferencia  entre  un  fármaco  y  un veneno es la dosis.
Por eso se dice que los gobiernos deben tratar de mantener un volumen de deuda que sea sostenible, es decir, que se le pueda ir haciendo frente sin provocar una paralización de las actividades que crean ingresos para el resto de la economía.
Para valorar el grado de sostenibilidad de la deuda pública se toma como referencia la proporción que representa sobre el PIB, que depende de varios factores. En primer lugar, depende del volumen de intereses que se ha de pagar, ya que pudiera ocurrir que la deuda pendiente no sea muy cuantiosa, pero que haya sido emitida a intereses muy elevados a los que resulte difícil o incluso imposible hacerles frente con los ingresos que se van generando. En segundo lugar, si la deuda está emitida en moneda de otros países, también puede suceder que se haga más insostenible si cambia el valor de dichas monedas  (si  tenemos  una  deuda  que  hemos  de  pagar  en  dólares  y  esta moneda sube de precio respecto al euro, nuestra deuda se encarece). Y, finalmente, la deuda puede ser más sostenible si aumenta el PIB, ya que entonces el porcentaje que representa la deuda sobre esta magnitud se reduce, aunque su volumen se mantenga.
Más concretamente, se considera que si el PIB crece menos que los intereses no habrá más remedio (si no se quiere que la deuda aumente haciéndose  más  y  más  insostenible)  que  evitar  que  los  gastos  públicos superen a los ingresos. Por el contrario, mientras el crecimiento del PIB sea mayor que el de los intereses, habrá la posibilidad de incurrir en déficit sin incrementar excesivamente la deuda. Más adelante veremos cuándo puede ser peligroso que la deuda se dispare, qué factores pueden provocar que eso ocurra y qué hay de razón, de mito o incluso de engaño en las políticas que tratan de hacerle frente.

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