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martes, 7 de julio de 2020

Museos azucareros

SINE DIE  130

SD2
juan m ferran oliva                                           Julio 6 de 2020


Qué bueno es no hacer nada y luego echarse a descansar.

Estoy saliendo de mi crisis de pereza senil. Es una nueva categoría médica que acabo de inventar en flagrante intrusismo profesional. Quizás exista la dolencia y algún geriatra le haya dado su nombre al síndrome. No importa. Simplemente me ataca de vez en cuando. Dicha holganza no es completamente responsable de la dilación en la salida de SINE DIE; alterno su elaboración con el ensayo Cuba y las Españas,  otro proyecto al que dedico intermitentemente mis parcas energías. Intento una interpretación realista de algunas patrañas tejidas alrededor de los 400 años de vida común entre Cuba y su metrópoli hispana. Trato de poner al derecho la historia, sin hacerla.No soy historiador de carrera, sino a la carrera.

En mi época de asesor insistí en numerosas ocasiones en la necesidad de crear un museo azucarero inexistente en aquellos tiempos. Finalmente se hizo realidad y no creo que en ello incidieran mis catilinarias. Recuerdo que incluso disponía de una relación de equipos museables. El más notable era una máquina de vapor Fawcet de la primera mitad del siglo XIX que aun molió  su última zafra en 1970: la de los diez millones. Funcionaba en el central Elena, rebautizado Juan M. Quijano en Arcos de Canasí[1], y posteriormente demolido.

A fin de cuentas, lo importante es que actualmente hay varios de esos  templos dedicados a la que durante más de dos siglos fue nuestra locomotora económica.

Hubo una suerte de espontaneidad en la conservación de piezas.Hasta hace algunos años aún era frecuente el empleo de las pailas de concentración como  bebederos para el ganado. Fueron los antecesores de los equipos al vacío de la casa de calderas. La engorrosa casa de purgas era la sección que le seguía y no fue eliminada hasta la introducción de las centrifugas que en minutos separaban el grano de la meladura. El último cuello de botella fue el  transporte. Resultó superado con la aplicación del ferrocarril cañero en el último cuarto del siglo XIX. No debe confundirse con el de uso general tendido desde La Habana hasta Bejucal y luego a Güines en 1837. Aquél fue el primero cubano pero también en las posesiones hispanas, incluida la metrópoli. Acarreaba los pesados cajones de azúcar primitivo hacia el puerto habanero, los abastecimientos para las zafras y el no menos importante pasaje.
  
Además de su intención patriótica, la circulada imagen del ingenio La Demajagua, resulta también una estampa tecnológica. Situado a unos 13 kilómetros de Manzanillo, fue en el año 1843 un trapiche cercano al mar por el que embarcaba sus azucares primitivos. En esa fecha Céspedes terminaba sus estudios de Derecho en Cataluña a donde había llegado en 1840 con 21 años de edad.Tras varios cambios de dueño la instalación se modernizó y en 1860 fue dotada de una máquina de vapor que movía los molinos. El resto se mantuvo tradicional con 3 trenes jamaiquinos, cada uno con 5 calderas abiertas, de mayor a menor, a las que se transfería la meladura a medida que el calor la concentraba. La última era denominada tacho, también abierta, y en ella se efectuaba la cristalización. En 1866 Carlos Manuel de Céspedes, a sus 46 años de edad, adquirió la instalación mediante créditos hipotecarios. Como es conocido, el ingenio, casi central, fue escenario del levantamiento independentista del 10 de octubre de 1868. A los pocos días las autoridades españolas lo destruyeron como represalia. Es notoria la imagen del árbol creciendo entre los radios de la gran catalina que perteneció a la máquina de vapor. Quizás era una Fawcet.

En Europa muchas localidades tienen su origen en un castillo feudal. En Cuba en un ingenio generalmente desaparecido. Mi difunta esposa María Begoña fue maestra en San Pedro, un insignificante poblado en el linde de las entonces provincias de Matanzas y Las Villas. Un fin de semana fui a buscarla. Llegué hasta el entronque de La Paloma en la Carretera Central después de Los Arabos y tome el terraplén que me conduciría hacia el norte hasta  San Pedro.Una vez allí, visité la escuela y me asombró conocer el listado de los alumnos. ¡Casi todos se apellidaban Ferran[2] y eran pardos y morenos! La explicación es simple. El poblado era el antiguo batey de  un ingenio llamado San Pedro Ferrán, propiedad de una familia en nada emparentada conmigo[3]. Con  la abolición, los antiguos esclavos adoptaron el apellido de sus ex amos.

En el último cuarto del siglo XIX se produjo la transformación tecnológica de la industria azucarera cubana. Los  1850 ingenios primitivos se concentraron en 168 centralesoperados a vapor[4]. Desaparecieron los ingenios pero quedaron los poblados.Ahora, según me cuenta alborozado Aurelio Alonso, hay un proyecto para convertir en museo al batey del esfumado central Camilo Cienfuegos, antes Hershey. Pero esa es otra historia de la que hablaré en un próximo SINE DIE.
Fin


[1] Arcos de Canasí pertenecía a la antigua provincia de Matanzas, ahora a  la  de Mayabeque.
[2] Ferran es un apellido de origen catalán. Significa Fernando en castellano, y no se acentúa. Respeto el origen y tampoco empelo la  tilde, pero es palabra aguda.
[3] Los Ferran Rivero, que entre otras propiedades lo eran del Diario de La Marina. Acérrimos españolistas, por supuesto.
[4] Pedrosa Puertas, Rafael. Cinco Siglos de Industria Azucarera Cubana. Minaz 1966


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