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miércoles, 23 de septiembre de 2020

Lo que la OEA le hizo a Bolivia

 

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Una versión de este artículo en inglés fue publicada por The Guardian el 18 de septiembre de 2020. Si el texto a continuación aparece distorsionado, por favor pulse aquí para una versión sin errores de formato. Si desea publicar este artículo, por favor infórmele a CEPR respondiendo a este mensaje. Si este correo electrónico fue enviado a usted por un tercero, suscríbase a las listas de correo electrónico de CEPR.

Bolivia vive una pesadilla de represión política y violencia estatal racista desde que el gobierno democráticamente electo de Evo Morales fue derrocado por los militares el 10 de noviembre. Ese mes fue “el segundo mes más mortífero, en términos de muertes de civiles cometidas por fuerzas estatales, desde que Bolivia se convirtió en una democracia hace casi 40 años”, según un estudio de la Clínica Internacional de Derechos Humanos de la Facultad de Derecho de Harvard (HLS, por sus siglas en inglés) y la Red Universitaria por los Derechos Humanos (UNHR, por sus siglas en inglés) publicado hace un mes.

Morales fue el primer presidente indígena de Bolivia, el país que tiene el mayor porcentaje de población indígena de las Américas. Su gobierno logró reducir la pobreza en un 42% y la pobreza extrema en un 60%, lo que benefició de manera desproporcionada a los indígenas bolivianos. El golpe de noviembre fue liderado por una élite blanca y mestiza con antecedentes racistas, que buscaba devolver el poder estatal a las personas que lo habían monopolizado antes de la elección de Morales en 2005. La naturaleza racista de la violencia estatal se subraya en el informe de HLS & UNHR, incluyendo testimonios de testigos presenciales que relataron cómo las fuerzas de seguridad utilizaron “lenguaje racista y anti-indígena” cuando atacaron a los manifestantes; y también deja claro que el total de víctimas de las dos mayores masacres cometidas por las fuerzas estatales después del golpe fueron indígenas.

Lo que ha recibido aún menos atención, pero es igualmente importante para comprender cómo la democracia de Bolivia fue destruida el pasado noviembre, es el papel de la Organización de los Estados Americanos en este terrible crimen.

Como informó finalmente el New York Times el 7 de junio, el análisis “defectuoso” de la OEA inmediatamente después de las elecciones del 20 de octubre “alimentó una serie de eventos que cambió la historia de la nación sudamericana”. Como señaló el Times, el análisis de la organización “planteó dudas sobre fraude electoral — y ayudó a derrocar a un presidente…”.

De hecho, las acusaciones de la OEA fueron el principal fundamento político del golpe de Estado acontecido tres semanas después de las elecciones del 20 de octubre. Y las acusaciones continuaron durante muchos meses después del golpe. En Bolivia, las autoridades electorales reportan un conteo preliminar, que no es oficial y no determina el resultado, mientras los votos son contabilizados. Cuando se contó el 84% de los votos en este conteo preliminar, Morales tenía el 45,7 por ciento de los votos y tenía una ventaja en votos de 7,9 puntos porcentuales por sobre el candidato en el segundo lugar. Luego, la información en este conteo no oficial y no vinculante se interrumpió durante 23 horas, y cuando se retomó, la ventaja de Morales había aumentado a 10,2 puntos porcentuales. Al final del recuento oficial fue del 10,5 por ciento. Según las reglas electorales de Bolivia, un candidato con más del 40 por ciento de los votos y al menos una ventaja de 10 puntos gana en la primera vuelta, sin la necesidad de una segunda vuelta.

La oposición alegó que hubo fraude y salió a la calle. La Misión de Observación Electoral (MOE) de la OEA emitió un comunicado de prensa al día siguiente de las elecciones expresando su “profunda preocupación y sorpresa por el cambio drástico y difícil de explicar en la tendencia de los resultados preliminares luego del cierre de las urnas”. Pero no proporcionó evidencias para respaldar estas acusaciones, pues no había ninguna.

Esto ha sido comprobado y verificado desde entonces, y en repetidas ocasiones, por una gran cantidad de estudios estadísticos especializados, incluido el que le dio los fundamentos al artículo del New York Times del 7 de junio. Como sucede a veces cuando las cifras se convierten en un tema de controversia política, los estudios estadísticos fueron necesarios principalmente para refutar otros — a menudo falsos— análisis estadísticos. Pero la verdad fue bastante clara y fácil de ver a través de los datos disponibles en línea inmediatamente después de las elecciones. Y, de hecho, el Centro de Investigación en Economía y Política (CEPR, por sus siglas en inglés), del que soy codirector, hizo uso de esos datos para refutar las alegaciones iniciales de la OEA un día después de que fueran vertidas; y continuó elaborando una serie de análisis estadísticos y documentos en los meses siguientes, incluyendo un amplio documento rebatiendo el informe final de auditoría de la OEA. 

No hubo un cambio inexplicable de tendencia. Todo lo que sucedió fue que las áreas que reportaron más tarde sus votos eran más pro-Morales que las que reportaron antes, y esto debido a varias razones geográficas y demográficas. Es por eso que la ventaja de Morales aumentó cuando llegó el último 16% de los votos, tal y como había ido aumentando durante el conteo preliminar. Este es un fenómeno bastante común en las elecciones en todo el mundo.

Pero después de su comunicado de prensa inicial, la OEA elaboró tres informes más, incluida su auditoría preliminar de los resultados electorales, sin considerar nunca la posibilidad obvia de que las áreas que reportaron posteriormente sus votos tuvieran una tendencia política distinta que aquellas cuyos votos llegaron antes. Esto en sí mismo es una evidencia abrumadora de que los funcionarios de la OEA no simplemente cometieron un error en sus repetidas denuncias de fraude, sino que de hecho sabían que sus acusaciones eran falsas. No nos cabe en la cabeza que esta simple explicación, que es lo primero que se le ocurriría a la mayoría de la gente y resultó ser cierta, ni siquiera se le ocurriese a los expertos electorales en los meses que duró la investigación.

El 2 de diciembre, 133 economistas y estadísticos publicaron una carta a la OEA, señalando que “el resultado final era bastante predecible sobre la base del primer 84% de los votos reportados” y pidiendo a la OEA “que se retracte de sus declaraciones engañosas sobre las elecciones”.

Cuatro miembros del Congreso de Estados Unidos, encabezados por la congresista Jan Schakowsky, también intervinieron con una carta a la OEA en la que formularon 11 preguntas elementales sobre el análisis de la OEA. Una se refería a si habían considerado la posibilidad de que las áreas que informaron sus votos al final fueran “diferentes de alguna manera que las hiciera más propensas a votar por Evo Morales — por un margen más amplio — en comparación con los votantes en los recintos típicos del primer 84% de los votos reportados?” Más de nueve meses después, la OEA aún no ha respondido.

En julio el Congreso de Estados Unidos celebró sesiones informativas con altos funcionarios de la OEA y los confrontó a algunas de las mismas preguntas; y no hubo ninguna respuesta sustantiva.

Con las alegaciones originales — y políticamente decisivas — de fraude cada vez más desacreditadas, la OEA recurrió a las “irregularidades” en la elección para mantener su asalto a la legitimidad del proceso electoral. Pero resultó que estas acusaciones, como las basadas en afirmaciones estadísticas, se desmoronaron ante el escrutinio. La OEA parece empeñada en justificar sus acusaciones iniciales — y claramente falsas — de irregularidades que impulsaron el golpe.

Mientras tanto, Bolivia tiene a una presidenta de facto, Jeanine Áñez, que ha calificado de “satánicas” las prácticas religiosas indígenas. En enero advirtió a los votantes en contra de “permitir el regreso de los ‘salvajes’ al poder, en aparente referencia a la herencia indígena de Morales y de muchos de sus partidarios”, según el Washington Post. Se suponía que el suyo era un gobierno “interino”, pero las nuevas elecciones, ahora programadas para el 18 de octubre, ya se han pospuesto tres veces.

Las ruedas de la justicia avanzan demasiado despacio tras los golpes de Estado respaldados por Estados Unidos. Y el apoyo del gobierno de Trump ha sido abierto: la Casa Blanca promovió la narrativa de “fraude”, y su declaración orwelliana después del derrocamiento de Morales elogió el golpe: “La salida de Morales preserva la democracia y allana el camino para que se escuche la voz del pueblo boliviano”.

El senador Marco Rubio es uno de los personajes más influyentes en la política del gobierno de Trump hacia América Latina. En este caso se involucró en el asunto antes del primer comunicado de prensa de la OEA: “En #Bolivia todos los indicios creíbles señalan que Evo Morales no logró asegurar el margen necesario para evitar la segunda vuelta en las elecciones presidenciales”, escribió al día siguiente de la votación, y había “cierta preocupación de que alteraría los resultados o el proceso para evitar esto”.

Según Los Angeles Times, “Carlos Trujillo, el embajador de Estados Unidos ante la OEA, había dirigido al equipo de monitoreo de las elecciones para que reporte un fraude generalizado, y presionó al gobierno de Trump para que apoye la expulsión de Morales”.

Esta semana, los representantes estadounidenses Jan Schakowsky y Jesús “Chuy” García pidieron al Congreso de EEUU que “investigue el papel de la OEA en Bolivia durante el año pasado y se asegure de que los dólares de los contribuyentes no contribuyan al derrocamiento de gobiernos elegidos democráticamente, conflictos civiles o violaciones de derechos”.

Este sería un buen comienzo.

Traducción de Francesca Emanuele.


Mark Weisbrot es codirector del Centro de Investigación en Economía y Política (Center for Economic and Policy Research, CEPR) en Washington, D.C. Obtuvo su doctorado en economía de la Universidad de Michigan. Es autor del libro nuevo Fracaso. Lo que los “expertos” no entendieron de la economía global (Oxford University Press, 2015), y co-autor junto a Dean Baker, del libro titulado, La seguridad social: Una crisis falsa (Social Security: The Phony Crisis) (University of Chicago Press, 2000). También ha escrito numerosos trabajos de investigación sobre temas de política económica.


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