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jueves, 3 de septiembre de 2020

Predicciones (II)

Este breve examen se dirige a analizar la política real cubana en sus propios términos, a apreciar cuánto se ha recorrido desde la perspectiva de hoy.




Parece obvio que no se puede mirar hacia adelante sin advertir dónde se está, y lo que hay alrededor. En el caso cubano, esta exploración equivale, como diría Rubén Matínez Villena, a un «ejercicio de brava disciplina» para sobreponerse al alud de peroraciones, opiniones y contraopiniones que saturan el entorno, y oscurecen el proceso de cambio político en curso, de por sí complicado.

Ahora que faltan menos de ocho meses para el VIII Congreso del Partido, convendría examinar algunas de las ideas que han animado la política de las reformas, una década después. En vez de emular con el cúmulo de recomendaciones al Gobierno que circulan en las redes, algunas muy razonables, este breve examen se dirige a analizar la política real en sus propios términos, a apreciar cuánto se ha recorrido desde la perspectiva de hoy, para no solo contabilizar los acuerdos pendientes, sino estimar en qué medida ha sido coherente con su lógica, y cómo se explica.

Hace casi 10 años, los temas centrales del VI Congreso, recogidos en los titulares de aquellos Lineamientos de la política económica y social del PCC y la Revolución, se reflejaban en la frecuencia de ciertas palabras clave. Aprobados luego de debate público en su octava versión, entre sus términos más frecuentes estaban «descentralizar» y sus afines («descentralizado», «territorio», «territorial», «local» y «municipal»), recurrentes 50 veces; «no estatal», casi 30; «cooperativa» o «ley» y sus afines, más de 20. Ese vocabulario revelaba una agenda y unos énfasis bastante ajenos a la mera continuidad. 

El VI Congreso (abril, 2011) y luego la Primera Conferencia del PCC (enero, 2012) criticaban «la superficialidad y formalismo con que se desarrolla el trabajo político-ideológico, la utilización de métodos y términos anticuados que no tienen en cuenta el nivel de instrucción de los militantes», el gran escollo que para los cambios iniciados representaba «la mentalidad que, como barrera psicológica, es la que más trabajo nos llevará superar al estar atada a dogmas y criterios obsoletos»; la mala práctica conducente a que «el Partido en diversos momentos se ha involucrado en tareas que no le corresponden», en particular, la «suplantación de funciones y decisiones que corresponden al Gobierno y a las instituciones administrativas»; la tendencia entre muchos dirigentes a «la no utilización de documentos rectores de la organización» y «la falta de rigor en el análisis y la no aplicación consecuente de la política trazada».

A esta lista de males se añadían, entre otros, «la lentitud en la búsqueda de soluciones a los disímiles problemas que cotidianamente deben enfrentarse, así como poca creatividad, pobre vínculo con las masas, falta de exigencia ante las violaciones e indisciplinas, métodos burocráticos de dirección, y la consiguiente pérdida de autoridad y ejemplaridad motivadas por actitudes negativas, en ocasiones corruptas». Se denunciaba la «negligencia, nepotismo y doble moral, así como mentira y acomodamiento» en el comportamiento de algunos dirigentes.

Aquellos eventos de 2011 y 2012 llamaban al «más amplio y sincero intercambio de opiniones, tanto en el seno del Partido como en su relación con los trabajadores y el pueblo» y a «la expresión de ideas y conceptos diversos, de modo que las discrepancias se asuman como algo natural». Reclamaban que la comunicación social, particularmente con las personas jóvenes, fuera «más creativa, sistemática, fundamentada». Promulgaban que se revisaran los conceptos y el estilo de trabajo con las organizaciones de masas (sindicatos, mujeres, estudiantes, vecinos y agricultores), basado en el «respeto a su funcionamiento democrático y autónomo». Subrayaban la responsabilidad del Partido en «exigir y comprobar que en las instituciones y en el propio Partido, se preste oportuna y debida atención a las quejas, denuncias y otros asuntos planteados por la población y que las respuestas se brinden con el rigor y la celeridad requeridos».

En contraste con la densidad de ideas que cuestionaban el funcionamiento de las instituciones políticas, y con la frecuencia de los términos apuntados, algunos otros escaseaban de manera notoria. Por ejemplo, en el borrador de los Lineamientos discutido públicamente, el tema de la pobreza y la referencia específica al papel de los sindicatos brillaban por su ausencia, lo mismo que el de ciencia social. Entre los 313 lineamientos aprobados, solo 11 hablaban de «ciencia» y uno solo de «ciencia social». A pesar de su soledad, el lineamiento 137 caracterizaba, por primera vez, el papel de las ciencias sociales en la comprensión de los problemas del país y en la producción de políticas que los abordaran. 

Nueve meses después, la Primera Conferencia del PCC adoptaba 100 objetivos, entre los cuales seis estaban dedicados al rol de las ciencias sociales, notables por su carga conceptual y política. Si el lector no recuerda ninguno, a pesar de que se publicaron, se debe probablemente a que este es el documento más ignorado y relegado de todos los producidos por las reformas.

Sin espacio aquí para transcribirlos, ni qué decir para comentarlos, me limitaré a remitir al texto que recoge los objetivos de trabajo del PCC, publicado el 29 de enero de 2012, y a referir telegráficamente algunos de sus titulares. Entre estos, se identifican las investigaciones sociales como básicas para tomar decisiones, evaluar los impactos sociales y la conceptualización del modelo. Se cuestionan el formalismo, la rutina y el anacronismo que padecen los medios de comunicación y propaganda; el pobre reflejo de la compleja sociedad real, de sus diferencias sociales y económicas, de género, color, religiosidad, orientación sexual y origen regional; la lentitud, la falta de transparencia y el desbalance en la información sobre los problemas del país, el «secretismo» y la relegación de las necesidades de la población. Orientan a esos medios que se apoyen en estudios científicos, se abran más a la cultura y el debate, al análisis y a la opinión pública, y se encaminen hacia un periodismo noticioso, objetivo y de investigación. A las escuelas, que actualicen sus teorías con los problemas del presente y con el debate de ideas.

Si se hubiera caminado lo suficiente en la dirección de esos objetivos, su efecto en el funcionamiento del sistema político y la esfera pública habría implicado un vuelco en esas otras áreas de la política que inciden en la economía y el desarrollo social. El celo por evitar que se leyeran las reformas como renuncia al socialismo ha nublado la comprensión de los cambios políticos e ideológicos que caracterizan la transición. Paradójicamente, mientras más se ha enfatizado que los cambios emprendidos desde 2011 son «solamente» económicos y sociales, mayor ha sido el peso de los nuevos códigos políticos, ideológicos y culturales en su dinámica de fondo. Mientras más se ha hablado del “nuevo modelo económico y social”, mayor fue el espacio dedicado por Raúl entre 2006 y 2018 a criticar las malas maneras de dirigir y los problemas en el funcionamiento del sistema político, a la necesidad imperiosa de descentralizar, para que las reformas económicas avanzaran, a superar formulaciones ideológicas anacrónicas y combatir la «vieja mentalidad», que no es sino la inercia burocrática.

Puesto que los cambios no atañen solo a la instauración de una economía mixta, la conceptualización del nuevo modelo se tornó más urgente. La palpitación de esta demanda se ha venido sintiendo no solo en los debates públicos en torno a los principales documentos de la reforma, incluida la nueva Constitución, o en los intercambios a menudo estentóreos que desbordan las redes, sino en los zigzagueos e inestabilidades de las políticas.

Algunos comentaristas no entendieron la utilidad de la Conceptualización del modelo para la práctica política y económica. La vieron como «más de lo mismo» en términos ideológicos, cuando no un «salto atrás», ya que no abrazó “el camino chino y vietnamita” o el del “buen capitalismo socialdemócrata”. Sin embargo, este ha sido el documento más cercano a un proyecto de nuevo socialismo demandado por muchos. Comentar sus ideas centrales y también sus carencias llevaría más espacio del que dispongo aquí, pero volveré sobre estas más adelante.

Una mirada a vuelo de pájaro sobre el VII Congreso (abril, 2016) permitiría identificar algunos hitos sobresalientes. De los 313 artículos o tareas de los Lineamientos aprobados en 2011, apenas se había cumplido, cinco años después, la quinta parte. Sin embargo, el Congreso no solo reafirmó el proyecto de un socialismo con economía mixta, sino que legitimó, por primera vez, el concepto de pequeñas y medianas empresas, llamadas PYMES por los expertos. Inadvertido para la mayoría de los comentaristas internacionales, y en línea con las propuestas de numerosos investigadores de las ciencias sociales cubanas desde hacía dos décadas, este acuerdo preconizaba una legislación que distinguiera entre actividades de pequeña escala, propias de la microempresa familiar (un vendedor de maní) y aquellas del que contrata fuerza de trabajo (el dueño de uno o varios negocios con decenas de empleados), de hecho, un emprendedor pequeño o mediano, que funcionaba legalmente con registro de “cuentapropista”.

Para terminar este artículo con un tema por entonces en boga, y del que ahora se habla cada vez menos, me referiré al relevo del liderazgo. Cuando se alude a este tema, se le suele datar en la elección de un nuevo Gobierno, en 2018, al amparo de la nueva Constitución. Se subestiman así las complejidades que ese relevo entraña en un sistema institucional como el cubano, y se olvidan los cambios precedentes en la dirección del Partido a todos los niveles.

El VII Congreso fue un paso fundamental en el proceso. Los cinco nuevos ingresos al Buró Político no solo rebajaron la edad promedio de 70 a 63, sino que elevaron la presencia de mujeres de una a cuatro. Dos de ellas no eran cuadros del PCC, ni estaban allí representando a las mujeres, sino a áreas clave de las ciencias: la informatización de la sociedad y la producción de medicamentos.

En ese Buró Político había por primera vez un ministro de Salud y un canciller, junto a un ministro de Economía, todos menores de 60 años, elegidos por su condición profesional, así como tres de los cuatro militares que se sientan en este órgano, todos en posiciones de mando de las Fuerzas Armadas. También por primera vez, el número de miembros por su condición profesional rebasó al de dirigentes políticos profesionales a este nivel.

La mayoría de cuadros políticos profesionales elegidos para el Buró Político venían de dirigir en provincias durante los anteriores 15 años. En el nivel provincial, tanto los dirigentes del Partido como del Poder Popular tenían menos de 50 años. La edad promedio del Comité Central elegido se rebajó de 59 a 54 años; aumentó la presencia ya alta de mujeres y personas negras y mulatas, así como la composición de profesionales de la economía y la ciencia. En cambio, se redujeron los representantes de la educación superior y la cultura; así como del MINFAR y MININT, de 14 % a 9 %.

Estas cifras miden el reemplazo de personas que ocupan cargos dentro de las instituciones estatales y políticas existentes, seguramente muy superior al que caracteriza a esos mismos aparatos cuando se producen elecciones y cambios de gobierno en otros países. Sin embargo, la transición en el socialismo cubano abarca mucho más que el relevo. 

En otros países, el cambio, si es que lo hay, consiste en elegir un nuevo gobierno, que debe adoptar medidas inspiradas en cierta plataforma, sobre todo de políticas económicas y sociales, según una determinada constitución vigente. Visto por algunos comentaristas con esos mismos espejuelos, el nuevo gobierno cubano parece haber dedicado sus energías a algo simple llamado “la transición del poder” y ha “descuidado su principal bandera, el programa político, social y económico”. Ese enfoque no advierte que la eficacia política de un programa de gobierno, cualquiera que sea, no depende nada más de enunciarlo y formularlo, sino de implementarlo y finalmente aplicarlo. En ese proceso, la política “baja” de los centros de decisión a los espacios locales, donde se ejecuta y realiza, experimentando una cierta degradación, sufre tropiezos llamados interpretaciones, o directamente se traba. 

Ahora bien, reducir la transición en Cuba al relevo del liderazgo, y ese relevo a los cambios de personas en la cúspide de los aparatos de poder estatal y político, no permite entender la envergadura de la transformación en curso, incluida la de la clase política, su naturaleza, mentalidad y estilo de liderazgo.

No se trata, por supuesto, de buscarle justificaciones a lo que se ha ido posponiendo una y otra vez, ni de racionalizar la inercia de las instituciones, sino de identificar y comprender la índole del cambio en curso. Ese cambio requiere que instituciones renovadas total o parcialmente, en términos de las personas que las integran, transformen lo que los psicólogos llaman su “cultura organizacional”, su manera de funcionar, su estilo de gobierno. O para decirlo como el Apóstol, sus “hábitos de mando”.

¿Hasta qué punto la crisis acelerada y profundizada por la COVID-19, más que los resultados en las próximas elecciones norteamericanas, fuerzan la transformación de esos “hábitos de mando”, o los refuerzan? En la respuesta, o más bien, el asedio a esta pregunta podrían ilustrarse las contradicciones estructurales que atraviesan la transición cubana y su futuro.

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