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martes, 13 de octubre de 2020

ENTREVISTA A LENIN.

Por HG WELLS 

La finalidad principal de mi viaje a Moscú era ver a Lenin y charlar con él. Una gran curiosidad me empujaba a encontrarle y me hallaba más bien en disposición hostil. Me he encontrado en presencia de una personalidad muy diferente de la que me esperaba.

Los circulares, los amargos opúsculos publicados en Moscú bajo su nombre, que contienen tantas concepciones erróneas sobre la psicología del trabajador occidental y sostienen obstinadamente la absurda tesis de que lo que pasa en Rusia es la revolución social tal como la ha profetizado Marx, dejan apenas entrever la verdadera mentalidad de Lenin tal como pude apreciarla en nuestra entrevista.

Es cierto que se hallan en estas publicaciones algunos rasgos llenos de finura, evidentemente inspirados por él, pero en conjunto se limitan a recoger las ideas y frases estereotipadas del marxismo doctrinario.

Tal vez sea necesario. Tal vez este es el único lenguaje que pueden comprender los comunistas; tal vez la introducción de un nuevo dialecto, despistando a sus adeptos, los desmoralizaría.

El comunismo de izquierda es la espina dorsal de la Rusia de hoy; espina dorsal desgraciadamente desprovista de vértebras flexibles; cosa que no se puede curvar sino con extrema dificultad y solo mediante la adulación y la deferencia…

Moscú, con su bello sol de octubre, entre el vuelo de las hojas amarillentas, nos pareció en su conjunto más alegre y animado que Petrogrado. Hay más vida en las calles, es mayor la actividad comercial, los coches públicos son relativamente numerosos. Los mercados están abiertos. En general, las casas y calles no están en ruinas, como en Petrogrado, aunque se encuentren rastros de combates terribles que ensangrentaron las calles a comienzos de 1918. Una de las cúpulas de ese absurdo arquitéctonico que es la Catedral de San Basilio, a las mismas puertas del Kremlin, reventado por un obús, no ha sido reparada aún. Los tranvías no transportaban viajeros, pero servían al avituallamiento con viveres y combustible. En este sentido, la municipalidad de Petrogrado pretende haber conservado una organización mejor que en Moscú.

Las diez mil cruces de la capital soviética brillan aún al sol. Sobre uno de los pináculos más a la vista del Kremlin, despliegan aún sus alas las águilas imperiales. El gobierno bolchevique, bien sea por falta de tiempo, bien por indiferencia, no las ha abatido.

Las iglesias están abiertas; las genuflexiones, signos de cruz y besos a los iconos se prosiguen con la misma actividad de antaño, y los mendigos bajo los soportales apelan, como antes, a la caridad de los fieles. El famoso santuario milagrosos de la Virgen de Iberia cerca de la Puerta del Redentor es visitado por verdaderas masas. Muchas campesinas, no pudiendo llegar a penetrar en la pequeña capilla, besan, a falta de otra cosa, las piedras del umbral y del camino que allí conduce.

Enfrente, grabada en un panel de yeso adosado a la fachada de una casa se lee la inscripción, hoy famosa, colocada por los primeros revolucionarios de Moscú: “La religión es el opio del pueblo”. El efecto producido por esta inscripción es muy atenuado por el hecho de que en Rusia el pueblo no sabe leer, por regla general. A propósito de esta inscripción tuve una discusión, sin acrimonia, sino más bien divertida, con el señor Vanderlip, financiero americano que se había alojado en la Casa de los huéspedes donde estuvimos albergados durante toda nuestra estancia en Moscú.

Vanderlip hubiera dado mucho por ver borrar esa inscripción. YO sostenía que, al contrario, se la debería conservar a causa del interés histórico que presenta y también porque, según dije yo, la tolerancia religiosa debe extenderse a las convicciones de los ateos tanto como a las otras convicciones. Pero los sentimientos religiosos de mi amigo americano no le permitían adoptar mi punto de vista en este caso…

La casa de los huéspedes que compartíamos Vanderlip y nosotros, con un artista inglés en busca de aventuras y llegado a Moscú, no se sabía del todo como, para ejecutar los bustos de Lenin y de Trotsky, consistía en un vasto inmueble ricamente amueblado, situado en el número 17 de la Sofiskaya Naberezhnaya, inmediatamente frente al gran muro del Kremlin y del bosque de las cúpulas y pequeños campanarios de aquella ciudad imperial dentro de la ciudad misma. Vanderlip no me dio ninguna explicación de su presencia en Rusia. Se ciñó simplemente a decirme una o dos veces, en términos bastante vagos, que su misión era estrictamente financiera y comercial, y no tenía alcance político. 

Era, según me dijeron, portador de cartas de presentación del senador Harding para Lenin. Pero por temperamento, no soy curioso y no me esforcé en comprobar este aserto ni mezclarme en nada de los asuntos del señor Vanderlip. Tampoco le pregunté como era posible entregarse al menor negocio, a la menor operación financiera en un estado comunista, como no fuese con el mismo Gobierno, ni cómo era posible negociar con un Gobierno sin que las negociaciones pasasen a ser negociaciones políticas. Eran misterios demasiado profundos para mí. Por tanto, nosotros comíamos, bebíamos nuestro café y hablábamos en un atmósfera lleno de reserva…

Las operaciones previas de mi encuentro con Lenin fueron fastidiosas y aburridas. Pero todo acaba, y así, un día me puse en camino hacía el Kremlin acompañado de un tal señor Rothstein, bien conocido antes en los centros comunistas de Londres, y de un camarada americano provisto de un aparato fotográfico de dimensiones imponentes, él también personaje oficial, según me dijeron, agregado al ministerio de Asuntos Extránjeros ruso.

El kremlin, si mi memoria me es fiel, abria fácilmente sus puertas a los viajeros en 1914, por lo que se parecía en esto al castillo de Windsor. Se encontraba incluso la corriente de peregrinos y turistas que lo recorrían, bien en parejas, bien en grupos. Pero hoy día el Kremlin está bien cerrado y es de difícil acceso.

Nuestra entrada se complicó con formalidades sin fin. Tuvimos que exhibir varias veces pases y permisos antes de poder franquear el recinto exterior. Fuimos infiltrados a continuación a través de cinco o seis despachos llenos de escribas y centinelas donde nos inspeccionaron todas las costuras del vestido como quien dice antes de dejarnos penetrar en el despacho del jefe. Todas estas precauciones son quizá necesarias a la seguridad de Lenin; pero impiden a Rusia llegar hasta él, y lo que quizás es más importante, si se admite la necesidad de una dictadura efectiva, impiden también que las decisiones del dictador lleguen, tal cual, adonde sería preciso, y en el momento preciso. En efecto, si los hechos y los acontecimientos deben, para llegar hasta él, pasar por un filtro tan lento, los consejos y órdenes que da son sin duda filtrados en sentido inverso y pueden sufrir alteraciones graves durante la operación…

Llegamos al fin al gabinete de Lenin y le encontramos sentado y menudito, ante un enorme escritorio, en una vasta sala muy clara que daba sobre grandes espacios rodeados de cuerpos de edificio del palacio. Su mesa de trabajo me dio la impresión de ser un montón de hojarasca desordenada.


LENIN ENTREVISTADO POR HG WELLS.Otoño 1920

Yo me senté en un sillón al lado de aquel escritorio, y el pequeño hombre ( es tan pequeño que sus pies llegan apenas al suelo cuando se sienta en el borde de su silla) (1) se volvió hacia mí para hablarme, rodeando con su brazo un montón de papeles sobre los que se apoyaba. Se expresaba en excelente inglés. Pero ( cosa que me parece muy característica de la condiciones actuales de Rusia) el señor Rothstein recortó nuestra conversación, que creía necesario esmaltar con sus comentarios, observaciones y explicaciones personales. Mientras tanto, el amerciano maniobraba su aparato, tomando fotografía tras fotografía, con toda la discreción posible y con inaudita perseverancia. La conversación era, de todos modos, lo bastante interesante para prestar atención mucho tiempo a la lata que nos daba el fotográfico con sus cambios de placas y el clic repetido de su obturador…

Al ir a ver a Lenin esperaba tropezarme con las ideas preconcebidas de un marxista doctrinario. NO hubo nada esto. También me habían dicho que Lenin tenía la costumbre de sermonear la gente. Debo decir que en esta ocasión, al menos, se abstuvo. En las descripciones que de él se han hecho, su risa ocupa un gran lugar; seductor al principio, no tarda, se dice, en hacerse cínico. A esto no tengo nada que decir, pues tal risa, en nuestra entrevista, no apareció en absoluto.

Su frente me hace pensar irresistiblemente en la de alguien más que conozco. ¡Donde habré vista una cosa parecida? Me he acordado solo el otro día al ver a Mister Arthur Balfour charlando con sus amigos bajo una luz discreta tamizada por una pantalla. Lenin y Balfour (2) tiene exactamente el mismo cráneo redondeado en cúpula, el mismo cráneo un poco más desarrollado de una lado que del otro.

El rostro de Lenin es moreno. Su fisonomía, agradable y muy cambiante; la sonrisa le da mucha animación. Tiene un hábito debido a probablemente a un defecto visual; guiñar fuertemente un ojo cuando ha acabado de hablar. No se parece mucho a las fotografías que de él se ven, porque es de esas personas cuyos juegos de expresión tiene más importancia que los rasgos del rostro. Al hablarme gesticulaba un poco; sus manos se agitaban sobre los papeles amontonados en su escritorio. Hablaba de prisa, dominando su tema, sin afectación, sin rodeos, sencillamente, así como acostumbran a hablar algunos de nuestros mejores científicos.

Dos temas, a los que llamaré letmotivs, volvían sin cesar sobre el tapete y servían en cierta manera de gozne a nuestra conversación: uno de mí a él: “¿Hacía que destino piensa usted conducir a Rusia?¿Qué clase de Estado trata usted de crear?”. Otro de él a mí: “¿Por qué no estalla la revolución en Inglaterra?¿Por qué no trabajan ustedes en la revolución social?¿Por qué no destruyen ustedes el capitalismo y no establecen también un Estado comunista?”estos leitmotivs, bien entendido, se entremezclaban, reaccionaban uno sobre el otro, se iluminaban el uno al otro. El segundo traía colación el primero: “Pero ustedes que ya tienen su revolución social, ¿qué hacen con ella?¿Consideran ustedes que ha sido un éxito?”. Sobre lo cual, fatalmente, Lenin volvía a su punto de vista: “Para que nuestra revolución dé sus plenos resultados, sería necesario que el mundo occidental hiciese también la revolución, ¿por qué no la hacen?...”.

Antes de 1918 el mundo marxista consideraba la revolución social como un fin en sí misma. Los trabajadores del mundo debían unirse, derribar el capitalismo y vivr para siempre felices. Pero en 1918 los comunistas, con gran sorpresa propia, se vieron dueños de Rusia y puestos repentinamente en situación de dar una forma tangible a su ensueño milenario. Pueden invocar muchas excusas para el retraso en dar al país en que dominan un orden social nuevo y mejor; la prolongación del estado de guerra, el bloqueo, y otras mil cosas aún. Está claro, no obstante, que comienzan a darse cuenta de la falta de preparación absoluta de todo cambio radical implicado en el método del pensamiento marxista. Frente a cien problemas diversos, he señalado ya dos o tres, estos hombres de hoy están en un cruel apuro.

Pero el marxista que más a menudo encontramos, se pone furioso cuando le preguntáis si todo se hace como debiera hacerse y del modo más inteligente posible, en el nuevo régimen. Se parece al ama de casa susceptible que mientras está echando a la calle a la criada se esfuerza en probaros que en la casa reina el mayor orden. Se parece también a las sufragistas, ya olvidadas hoy, que nos prometían el paraíso en la tierra cuando nos hubiéramos desembarazado de la tirania de las leyes fabricadas por el sexo masculino.

Lenin, en cambio, Lenin, cuya franqueza debe dejar a menudo sin aliento a sus discípulos, ha dejado de pretender recientemente que la revolución rusa sea otra cosa que el comienzo de una era de experiencias ilimitadas.

“Los que han emprendió la tarea formidable de vencer al capitalismo deben estar dispuestos a ensayar método tras método hasta que hayan al fin descubierto el que debe guiarlos mejor a sus fines.”.

Nuestra conversación comenzó por una discusión sobre el porvenir de las grandes ciudades bajo el ´régimen comunista. Yo quería saber hasta qué punto concebía Lenin la desaparición gradual, pero rápida, de las ciudades en Rusia. La desolación de Petrogrado me había hecho comprender, mucho mejor que antes de verla, hasta qué punto la configuración y el plan de una ciudad moderna dependen de los almacenes y de los mercados. Abolid el comercio y las nueve décimas partes de los edificios de una ciudad correinte dejan de tener el menor sentido o la menor utilidad.

“Las ciudades se harán mucho más pequeñas”. Reconoce Lenin. “¿También serán enteramente diferentes de lo que son hoy? Digo yo. “Evidentemente, del todo diferentes”.

Le hice observar la enormidad de la tarea que esto implicaba. Esto significaba la muerte de las ciudades actuales y su sustitución. Las iglesias y grandes edificios de Petrogrado seríoan pronto como los de Novgorod la Grande, como los templos de Paestum o de Ankor. El admitió, sin tristeza ninguna, que la mayor parte de las ciudades se disgregarían y acabarían por desaparecer. Me pareció que aquello le alegraba el corazón, encontrar a alguien que comprendiese una de las consecuencias necesarias del colectivismo, consecuencia que muchos, incluso sus discípulos, no pueden concebir.

“Rusia”, me dijo, “tiene la necesidad de ser reconstruida del todo… Rusia necesita hacer algo enteramente nuevo…”. “¿Y la industria?, le pregunte, “¿no será también preciso reconstruirla de arriba abajo también?”. Me preguntó si me daba cuenta de lo que había comenzado a hacerse en este sentido en el país. ¿Acaso no había oído hablar de la electrificación total de Rusia?. Pues Lenin, que como todo buen marxista ortodoxo, se burla y denuncia de buena gana a los utopistas, ha acabado él también por ser víctima de una utopía, la utopía de los electricistas. Apoya con todo su poder un proyecto grandioso que comporta el establecimiento de grandes centrales eléctricas en Rusia, capaces de distribuir a provincias enteras luz, medios de transporte y fuerza motriz para la industria.


EL VII CONGRESO DE LOS SOVIETS APRUEBA EN 1920 EL PLAN DE ELECTRIFICACACIÓN DE LENIN

“A título de experimento”, dijo, “se han electrificado ya dos distritos.”. ¿Puede imaginarse un proyecto más atrevido, en aquel país llano, cubierto de bosques, poblado de campesinos analfabetos, en aquel país sin hulla blanca, sin técnicos, y cuya industria y comercio están en la agonía? Es preciso decir que en Holanda están en curso planes de electrificación del mismo género. Otros han dado y dan lugar a discusiones técnicas y financieras en Inglaterra. En estos países de población densa, de industria desarrollada, se comprende muy bien que este sistema pueda dar excelentes resultados, que pueda ser económico y llamado a rendir inmensos servicios. Pero aplicar este sistema del porvenir a la Rusia del presente, es cosa que pide un gran esfuerzo a la imaginación más resueltamente más creadora.

Me es imposible, en cuento a mí respecta, concebir la realización de nada semejante en este Rusia sombria y inescrutable. Pero el hombrecillo del Kremlin está lleno de confianza. Ve los ferrocarriles, hoy destrozados, sustituidos por un modo de locomoción eléctrico nuevo. Ve nuevos caminos desplegándose en largas cintas a través de todo el país. Ve un industrialismo comunista, enteramente nuevo y más feliz del que conocemos nosotros, instalándose pronto sobre las ruinas del antiguo. Y mientras yo dialogaba con él había casi logrado hacerme compartir su entusiasmo y su confianza con su visión…

“Pero”, le objeté yo, “en la puesta en práctica de vuestros proyectos ¿no le será a usted preciso contar en adelante con los campesinos enraizados en el suelo que les ha sido repartido?”. “Pues no se trata solamente de reconstruir las ciudades. Los últimos vestigios de la antigua organización agrícola y de la organización agrícola presente, deben desaparecer también.”.

“Ni siquiera hoy”, respondió Lenin, “no se debe creer que toda la producción agrícola de Rusia sea debida a los esfuerzos de los campesinos. Tenemos a trechos explotaciones que funcionan según los procedimientos modernos de gran cultivo. En aquellos lugares de condiciones favorables, el Gobierno Soviético pone valor vastos dominios en que los obreros sustituyen a los campesinos. Los resultados que obtenemos dan motivo a las mayores esperanzas. Se pueden desarrollar estas explotaciones. Las extenderemos primero a toda una provincia; después a otra. Los campesinos de las otras provincias, hoy propietarios, egoístas e ignorantes, no sabrán nada, probablemente, de la transformación que está en curso hasta que llegue su turno de expropiación… tal vez sea difícil vencer al campesino ruso en bloque, pero en detalle, la cosa no presentará la menor dificultad.”.

Al hablarme así de los campesinos, Lenin se me acercó en actitud confidencial, como si fuese posible que algún campesino estuviese junto a la puerta para sorprender la conversación… “No es solamente la organización material de una sociedad lo que ha de emprender usted”, le objeté yo, “Es todo un pueblo, al que se precisa dar una mentalidad nueva. Los rusos son por hábito traficantes e individualistas; es su alma misma y sus instintos lo que necesitará reformar enteramente si este mundo nuevo ha de sobrevivir.”. A esto Lenin me preguntó si yo había estudiado la obra de reorganización que los soviets han emprendido para la educación popular. Le hice el elogio de algunas cosas que había visto. Él se inclinó y sonrió complacido. Tiene una confianza ilimitada en todo lo que hace. “Pero esto no son más que cosas en embrión”, le dije. “Entendido. Vuelva usted dentro de diez años a ver lo que habremos realizado, para entonces.” Me respondió.

En Lenin comencé a darme cuenta de que el comunismo podía a pesar de todo, ya despecho del mismo Marx, tomar un poderío constructivo enorme. Después de los fatigosos fanáticos de la lucha de clases que yo había encontrado entre los comunistas, después de aquellos hombres de estériles fórmulas pétreas, después de darme cuenta varias veces su suficiencia uniformada y vacua, común a los discípulos de Marx, aquel hombrecillo extraordinario que reconocía con tanta franqueza la inmensidad y complejidad de su proyecto de comunismo, aquella concentración sencilla y sin afectación de todos los esfuerzos que aporta para hacerla triunfar, tenían, a fe mía, algo de carácter nuevo y refrescante.

Él posee al menos una visión clara del mundo nuevo, estudiado, reconstruido sobre planos inéditos. No le oculté mis impresiones. Por ejemplo, que ellos habían roto el espinazo al tráfico comercial antes de tomar las disposiciones necesarias para establecer un racionamiento. Incluso habían roto la organización cooperativa en vez de desarrollarla y servirse de ella. Y así muchas otras cosas. Esto nos condujo rápidamente a las divergencias esenciales de nuestras concepciones; la diferencia en suma, que existe entre el colectivista y el marxista, a saber: “¿Es necesario llevar a fondo la revolución social?¿Es verdaderamente necesario derribar completamente un sistema social y económico existente antes de que un nuevo sistema pueda comenzar a funcionar?”.

“Por mí”, expliqué yo, “creo que mediante una campaña de educación cívica, campaña sostenida y de gran envergadura, el sistema capitalista actual podría civilizarse y transformarse en un sistema de colectivismo universal.”

Lenin en contra, ha adoptado hace muchos años el dogma marxista de que la lucha de clases es inevitable y que conviene la supresión total del capitalismo como preludio esencial a toda tentativa de reconstrucción; el dogma de la dictadura del proletariado, etc.…

Necesitaba, pues, sostener, y lo sostuvo de nuevo, que el capitalismo moderno es incurablemente rapaz, derrochador, refractario a todo perfeccionamiento. Necesitaba sostener, y lo sostuvo, que el capitalismo moderno continuará explotando la herencia de la humanidad estúpidamente y sin ningún fin determinado; que combatirá e impedirá toda administración de los recursos naturales con vista al interés general, y que periódicamente, inevitablemente, traerá de nuevo la guerra al mundo.

Al pleitear contra estas afirmaciones, yo pleiteaba, es preciso reconocerlo, una causa difícil. Lenin sacó de un cajón de su escritorio el último libro de Chiozza Money titulado El triunfo de la nacionalización. Había leído sin duda la obra con la mayor atención. “Pero ya lo ve usted”, me dijo enseñándome el volumen, “En seguida que comienzan ustedes a tener una buena organización colectiva que podría trabajar para el interés general, los capitalistas la destrozan. Ellos han destruido vuestros astilleros nacionales de construcción naval. No quieren dejaros explotar vuestras minas de carbón económicamente, ni vuestros caminos de hierro ¡Todo esto está aquí!”, dijo golpeando el libro con la mano. Y cuando en otro momento del diálogo, yo quise hacer prevalecer el argumento de que las guerras eran debidas a un imperialismo nacionalista, y no a la organización capitalista de la sociedad, me interrumpió de súbito: “Y entonces, ¿qué piensa usted de este nuevo imperialismo republicano que nos llega hoy de América?”.

A estas palabras, el señor Rothstein quiso interponerse y pronunció en ruso una protesta que Lenin apartó con un gesto. A pesar, pues, de Rothstein, que le rogaba evidentemente que se apartase de la reserva diplomática, Lenin se puso a explicarme los proyectos mediante los cuales América se esforzaba en aquel momento de deslumbrar la imaginación de Moscú. Estos proyectos eran: Ayuda económica a Rusia, Reconocimiento del gobierno bolchevique, una alianza defensiva contra toda agresión del Japón en Siberia, creación de una base naval americana en la costa asiática, concesión a los americanos, a largo plazo (cincuenta o sesenta años), la explotación de los recursos naturales de Kamtchaka y probablemente otras regiones más de Rusia.

“¿Qué significan estos proyectos”, preguntó Lenin, “sino el comienzo de una nueva lucha entre naciones por los mejores trozos del planeta?¿Acaso el imperialismo británico y el imperialismo francés encontrarían de su gusto estos proyectos americanos?”

Al regresar, comimos juntos otra vez en la fonda Vanderlip, el escultor y yo. El viejo criado de la casa nos sirvió, triste y avergonzado de la frugalidad de nuestros víveres, acordándose de los grandes días del pasado. Este valiente servidor se acordaba de los tiempos en que Carusso estaba entre los invitados de la casa, y en un salón del piso alto había cantado en presencia de la más brillante sociedad de Moscú. Me decidí  partir para Petrogrado aquella misma tarde y llegar a Reval con tiempo necesario para tomar el primer vapor para Estocolmo.


Comentario HHC: 1920 primera revolución proclamada socialista en el mundo, me pareció interesante los detalles y opiniones de Lenin. 

(1) La estatura de Lenin era de 165 cm 
 
(2) Arthur James Balfourprimer conde de BalfourKGOMPC (25 de julio de 1848 - 19 de marzo de 1930) fue un político y estadista británico que se convirtió en el trigésimo tercer primer ministro de ese país.

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