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jueves, 15 de octubre de 2020

La desconexión entre las bolsas y la economía real


CAMBRIDGE – ¿Por qué las cotizaciones bursátiles vuelan, cuando la economía real sigue estando tan frágil? Un factor es cada vez más evidente: la crisis afectó sobre todo a pequeñas empresas y trabajadores de servicios con bajos ingresos, que son esenciales para la economía real, pero no tanto para las bolsas. Y aunque el buen desempeño bursátil actual admite otras explicaciones, todas tienen sus limitaciones.

Por ejemplo, como las bolsas se anticipan al futuro, las cotizaciones actuales pueden deberse a optimismo por la inminente aparición de vacunas eficaces contra la COVID‑19 y mejores opciones de testeo y tratamiento, que permitirán un modelo de confinamiento más limitado y selectivo. Es posible que esta previsión esté justificada; pero también puede ser que los mercados estén subestimando la probabilidad de que en los próximos meses se produzca una segunda ola de contagios importante y exagerando la eficacia y el impacto de la primera generación de vacunas.

Una segunda explicación, tal vez más convincente, del desempeño actual de las bolsas es que los bancos centrales bajaron los tipos de interés hasta casi cero. Como los mercados están convencidos de que es poco probable una suba de tasas en un futuro cercano, los precios de activos duraderos (casas, arte, oro, hasta el bitcoin) recibieron un impulso generalizado al alza. Y como los flujos de ingresos de las empresas tecnológicas se extienden a gran distancia en el futuro, fueron las más beneficiadas por los bajos tipos de interés.

Pero tampoco está claro que los mercados tengan razón al anticipar que este contexto de tasas bajas durará para siempre. Al fin y al cabo, incluso cuando la demanda global se haya recuperado, puede ocurrir que las restricciones del lado de la oferta persistan por mucho tiempo (sobre todo las derivadas de la desglobalización).

Una tercera explicación es que además de ofrecer tipos de interés superbajos, los bancos centrales han dado respaldo directo a los mercados de bonos privados (una intervención que en el caso de la Reserva Federal de los Estados Unidos es inédita). Las compras de bonos privados no deben considerarse política monetaria en el sentido convencional; más bien, parecen una política cuasifiscal, donde el banco central actúa como agente del Tesoro en una situación de emergencia.

Como tal, es probable que esta intervención particular sea transitoria, aunque los bancos centrales todavía no han logrado transmitir este hecho a los mercados. Pese al pronunciado aumento de la volatilidad macroeconómica y a una oferta creciente de deuda corporativa, lo cierto es que en muchos mercados, los diferenciales de tipos de interés con la deuda pública se redujeron, y hasta ahora, la cantidad de grandes quiebras corporativas se mantiene considerablemente baja si se tiene en cuenta la magnitud de la recesión.

Tarde o temprano, los mercados tendrán que darse cuenta de que el respaldo ilimitado con dinero público no durará para siempre. En última instancia, la cantidad de riesgo que tienen permitido asumir los bancos centrales es limitada, y la creencia en que aún tienen apetito de seguir haciéndolo puede resultar errónea, si en los próximos meses se produce una segunda ola de contagios importante.

Aunque estas tres explicaciones ofrecen algunas pistas respecto de la contradicción entre las bolsas y la economía real, todas tienden a omitir una pieza importante del rompecabezas: el hecho de que el perjuicio económico de la COVID‑19 no recae en compañías que cotizan en bolsa, sino en pequeñas empresas y cuentapropistas de servicios (tintorerías, restoranes, proveedores de entretenimiento, etc.) que no están presentes en los mercados bursátiles (más afines a la producción industrial). Esos actores de menor tamaño no tienen capital suficiente para sobrevivir un golpe de semejante duración y magnitud. Y los programas estatales que por algún tiempo ayudaron a mantenerlos a flote ya empiezan a ser insuficientes, lo que aumenta el riesgo de que una segunda ola de contagios provoque un efecto «bola de nieve».

La quiebra de algunos pequeños emprendimientos puede verse como un hecho natural, parte de una reestructuración económica a gran escala activada por la pandemia. Pero también quebrarán muchas otras empresas que normalmente serían viables; y eso reforzará todavía más el poder de mercado de las grandes corporaciones, lo cual también explica la euforia de las bolsas. (Es verdad que algunas empresas grandes iniciaron procedimientos de quiebra, pero la mayoría, y en particular las tiendas minoristas físicas, ya estaban en problemas antes de la pandemia).

Algo que pone de manifiesto cómo la pandemia no afectó a todos por igual es el hecho de que la recaudación fiscal no se redujo tanto como podía preverse en vista de la magnitud de la recesión y del nivel histórico de desempleo (a lo que podemos sumar, en el caso de Europa, los enormes programas para el mantenimiento de trabajadores suspendidos). La razón es obvia: la pérdida de empleo afectó sobre todo a trabajadores de bajos ingresos que pagan menos impuestos.

Pero frente a la euforia actual de las bolsas, hay una serie de riesgos que trascienden la economía, entre ellos una posibilidad considerable de que la elección presidencial estadounidense de noviembre termine en una crisis política inédita. La debacle de 2008 generó amplio rechazo a una formulación de políticas aparentemente más favorable al sector financiero que a la gente de a pie. Ahora Wall Street volverá a ser el malo de la película, pero la ira populista también apuntará a Silicon Valley.

Un resultado probable (sobre todo si el proceso de desglobalización en curso hace más difícil el traslado de operaciones empresariales a países de baja tributación) será una inversión de la tendencia a la reducción de impuestos corporativos. Eso afectará a las cotizaciones (y sería un error pensar que la reacción populista se detendrá allí).

Mientras las altas cotizaciones bursátiles no se sustenten en una recuperación (sanitaria y económica) generalizada, los inversores no deberían fiarse mucho de las ganancias exageradas que están obteniendo durante la pandemia. Al fin y al cabo, todo lo que sube puede bajar.

Traducción: Esteban Flamini


KENNETH ROGOFF, Professor of Economics and Public Policy at Harvard University and recipient of the 2011 Deutsche Bank Prize in Financial Economics, was the chief economist of the International Monetary Fund from 2001 to 2003. He is co-author of This Time is Different: Eight Centuries of Financial Folly and author of The Curse of Cash.

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