Prosperidad y sostenibilidad: necesidad de encontrar (descubrir) la empresa estatal
Por ILEANA DÍAZ HERNANDEZ
"La edificación de la nueva sociedad en el orden económico es también un trayecto hacia lo ignoto". RCR
Prosperidad y sostenibilidad: necesidad de encontrar (descubrir) la empresa estatal
Por ILEANA DÍAZ HERNANDEZ
Por: Lic. Alejandro Marcó del Pont
Un hipócrita de los negocios creyó la necesidad de decirle al escritor y humorista estadounidense Mark Twain: “Antes de mi muerte pienso hacer una peregrinación a Tierra Santa; quiero subir a lo alto del monte Sinaí para leer en voz alta Los diez mandamientos”. Podría hacer usted una cosa mejor todavía —replicó Mark Twain—: quedarse en su casa de Boston y cumplirlos.
Las buenas intenciones suelen ser solo eso, buenas intenciones. Y más aún, cuando ingresan dentro de inciertos debates teóricos originados por presuntas alternativas económicas producidas de la pandemia. La idea de brindar aportes económicos alternativos a la ortodoxia reinante que generen la “percepción”, aunque mal no sea, de construir un mundo más justo, son precisamente eso, buenas intenciones.
Estamos hablando de contribuciones teóricas que, a conveniencia del establishment, diluyen las políticas económicas neoliberales que llevaron al mundo a un paso de la catástrofe, y el Covid-19 se encargó de mejorar. Su intento es desorientar a la población, librarse de pagar el costo político de la ejecución de medidas como concentración del ingreso, desempleo y pobreza, proponiendo en su lugar extraviar el borrador de la ortodoxia económica que tanto dolor causó con políticas de austeridad, fomentando restaurados debates teóricos que generen alguna esperanza.
Mientras las controversias por la percepción simbólica y la guerra cultural se llevan a cabo en la trinchera de las conjeturas, los indicadores económicos consolidados muestran que el relato de un mundo mejor y más justo no solo no existe, sino que está completamente fracturado, extraviado y empobrecido, con una población que recibió el impacto de lleno de una nueva ola de pobreza, cuya situación actual la muestra mucho más expuesta y frágil y ¿con menores posibilidades?
Antes del advenimiento del Covid-19, oleadas de malestar social se estaban extendiendo por los países de renta media. Con algunas excepciones, en general, los principales impulsores del descontento eran los países de América Latina. Sus reclamos están basados en un crecimiento mediocre de sus economías, la falta de movilidad ascendente, mayor pobreza, concentración del ingreso, limitada o insuficiente salida laboral. Incluso en economías con mejor prensa, como la chilena, su gobierno sobrevivió gracias a militarizar las calles, pero la población volverá a manifestarse cuando la hibernación de la pandemia se diluya.
Si la disputa es entre realidad de indicadores y horizontes de teorías inciertas, deberíamos comenzar a ponerle número al debate para entender hacia donde nos dirigimos. Con cifras teóricas y generadas por organismos internaciones, que son portadores de expectativas positivas, tendríamos una contracción del PBI mundial del orden del 5.5%; el desempleo en el primer semestre dejó sin trabajo a 450 millones de personas en el mundo; en América Latina las especulaciones acerca de la caída del producto son cercanas al 10%, y el desempleo aumentó en 50 millones de personas.
Siguiendo con los términos conservadores, en este caso del Banco Mundial, y dependiendo de sus juegos de ingresos entre 2 dólares por día o 3.20 o 5.50, los vaivenes de pobreza alcanzarían los 177 millones de personas en el mundo, y unos 90 millones aumentarán la pobreza extrema. El comercio mundial, según la OMC, caería entre un 13% y 32%, y la inversión extranjera directa, según la UNCTAD (Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo), que en su Reporte de Inversiones 2020 estima la caída en un 40%, y para el 2021 un 10% más, en América Latina las contracciones estarán por encima del 55%.
Comencemos a darle un toque latino a la ilustración: la región representa solo el 6% de la población mundial, con América del Norte el 13% de la población del planeta y el 53% de los contagios mundiales de Covid-19 y, quizás lo más aterrador, el 55% de la muertes globales, con Estados Unidos incluido, y 35% sin el país del norte. Podríamos agregar a Estados Unidos en nuestro relato, lo que sería toda una licencia, ya que nunca en la historia se pareció tanto a su patio trasero, con olas de desempleados, contagios y muertes descontroladas, pobreza a granel y asesinatos callejeros como en las mejores épocas de los golpes militares. Lo haremos solo parcialmente.
Las medidas de cuarentena y distanciamiento social en América Latina, necesarias para frenar la propagación del coronavirus y salvar vidas, generaron pérdidas de empleo que se estiman para 2020 en 50 millones de desocupados más que en 2019. La merma de ingresos afecta a las personas que trabajan en actividades más expuestas a despidos y reducciones salariales en general, o sea, en condiciones de precariedad laboral. En la región los mercados laborales son frágiles: existe una alta proporción de empleos informales, un 53,1%, según la Organización Internacional del Trabajo (OIT, 2018), por lo que estamos hablando de pérdidas de empleo y mayor pobreza de las personas registradas.
La Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) y otros organismos internacionales elaboran informes conservadores de pérdida de crecimiento, empleo y aumento de pobreza, y consideran que alcanzaría a 250 millones de personas, cifra cercana al 40% en Latinoamérica para el año 2020. Las indulgentes y convenientes proyecciones pasean sus escenarios numéricos en escritos y debates en redes sociales. Entretanto, en algún lugar de ciudad Gótica ocurren hechos concretos, beneficios tangibles, y números esperados pero inapropiados, como lo muestra el cuadro.
Mientras la economía real se descompensa de manera alarmante, el mercado financiero y las ganancias de las grandes corporaciones se pasean por el mundo. No ocurre lo mismo en América Latina, ya que tanto en Brasil como en México, los mayores mercados de capitales de América no tuvieron ganancias anuales. Extrañamente, la bolsa de valores de Caracas (IBC) Venezuela aumentó 745% en el año y el Merval argentino lo hizo en 67.24%. Maduro supero a Tesla y los arreglos de deuda a Facebook. Cuando se generan buenos negocios no importa ni el presidente ni el riego país.
Los números de la pandemia demuestran cómo, por definición, el poder es desigual, ya sea privado o público, la idea es que sea acentuadamente asimétrico, por lo tanto, sería una medida razonable pedirles colaboración a los mayores ganadores de la pandemia donde las desigualdades se han profundizado y acarician lo obsceno. Los dueños de los beneficios han aceptado el convite y participan de la farsa, hasta proponiendo pagar más impuestos, siempre y cuando todo siga igual.
Pondremos unos ejemplos de esta idea, que abarcan al bloque occidental, a la disputa por los beneficios antes del Covid-19 con sus ganancias, sus compulsiva evasión impositiva y la dantesca realidad de lucros actuales. La idea de participar es para tratar de desviar la atención, no sin dar batalla. Antes de que el virus se alojara en el planeta, Europa se debatía por cobrar una tasa a las grandes empresas GAFA (Google, Amazon, Facebook, Apple) y con el arribo de la pandemia, muchas economías entendieron que el estado tendría que estar más presente, y hasta el propio Fondo Monetario Internacional (FMI) recomendó la adopción de medidas fiscales que involucren el aumento de las alícuotas para los tramos más altos de impuesto a las ganancias y bienes personales y colaboraciones de las mayores riquezas.
La idea germinó en Argentina, después de tres meses de espera, y con una cautela inusitada, el gobierno presentó al parlamento un proyecto que llamó Aporte Solidario Extraordinario, para que el establishment no se sintiera agredido con falsas ideas de cargas fiscales. No importa demasiado su falta de coherencia e inclusión con el conjunto de los aportes fiscales, solo tomaremos el relato de los “afectados”. Los damnificados son las empresas o dueños de las mismas que fugaron 90.000 millones de dólares durante el gobierno anterior, y se estiman unos U$S 500.000 millones desde la dictadura militar.
Pero la idea es pedirle una aporte solidaria para que el Estado, que, en general, les paga el 50% de los haberes, salarios que ellos redujeron con el gobierno anterior en un 20% y que ahora acordaron, para no cerrar sus empresas, degradarlo otro 15%, pueda atender las ingentes necesidades. Que se abandona la idea de investigar la legalidad de la deuda, y que quienes más aporten sean el sistema financiero, que ganó U$S 25.000 millones, las empresas energéticas, que alcanzaron U$S 7.000 millones, o el agro, con bajas en la retenciones, que obtuvo unos U$S 5.000 millones. No, solo que colaboren un poco.
Su respuesta a través de los medios concentrados de difusión, de los cuales son dueños o socios, es que resulta contradictorio pedirle colaboración a la inversión privada, que es el motor del crecimiento del PBI, la generadora de empleo y promotora del consumo del país, algo así como matar a la gallina de los huevos de oro. Por lo que ante un alegato tan consistente, uno busca las fluctuaciones de estos indicadores en el gobierno anterior, con el cual las grandes empresas tenían uniformidad de pensamiento en el rumbo económico y lógica política del país. Las tres variables son: una caída del -5% del PBI, un incremento del 60% del desempleo y una disminución del 40% del consumo.
El otro ejemplo es el europeo con las grandes empresas tecnológicas, que, como muestra el cuadro anterior, han tenido ganancias extraordinarias en plena depresión económica, llegando al extremo de incrementar en un solo día la fortuna del evasor Jeff Bezos en U$S 13.000 millones. Antes de la pandemia las empresas tecnológicas tributaban en países de baja fiscalidad, con la posterior remisión de dichas utilidades a paraísos fiscales.
Para evitar este saqueo de sus arcas, muchos países europeos tomaron la iniciativa de gravar estas rentas dentro del Impuesto a las Sociedades, que se enfrentó a la falta de consenso en el seno de la OCDE, tratando de dilatar el impuesto por la oposición de Irlanda, Dinamarca, Suecia y Finlandia. El fracaso de la imposición multilateral solo dejaba el camino de la imposición unilateral, y así lo hizo Francia. Coloquialmente se lo denominó tasa GAFA, porque pretendía gravar los ingresos de Google, Amazon, Apple, y Facebook, aunque están incluidas en su objeto una treintena de empresas multinacionales digitales, siendo las principales de origen norteamericano.
Lo cierto es que, ante la amenaza de aranceles a los productos franceses por parte de Estados Unidos, el Estado galo postergó el tributo para el 2020. Pero la avalancha de beneficios de las grandes empresas tecnológicas dejó al mundo helado y la iniciativa cobró vida nuevamente. Rauda y veloz, y de manera sorprendente, la OCDE informó su intención de retomar en su calendario y en plena pandemia, la definición de un plan de acción común frente al impuesto GAFA. O sea, ante la inminente desvergüenza empresaria y su falta de empatía, la patética Organización para la Cooperación pretende debatir la incorporación del “digital tax” en pleno rebrote del Covid-19.
Como se ve, cuando las desmesurados y abusivos beneficios de las grandes compañías se ven afectados, rápidamente los organismos intervienen y proponen prolongados debates. Cuando necesitan ayuda para mantener sus ganancias, rápidamente los bancos centrales intervienen facilitando liquidez. Cuando hay que afrontar deudas y ayudas sociales, el Estado es un buen deudor. Mientras tanto, la distribución del ingreso se sigue acelerando a su favor. Cuando la pandemia se licúe, la calle será nuevamente el indicador de qué tanto podemos traer para nuestros bolsillos. No nos podemos quedar en casa, porque ellos no van a cumplir los mandamientos.
Se viven días muy graves para la sociedad estadounidense. Una gran cantidad de problemas internos que han sido ocultados durante mucho tiempo por el así llamado “estado de bienestar” en algunos países capitalistas altamente desarrollados, no han progresado en Estados Unidos (en muchos casos, ni empezado a tratar de mejorarlos), como ha ocurrido en mucha mayor proporción en los países escandinavos, o en Canadá, por ejemplo.
Esto se agrava extraordinariamente con la presencia de Donald Trump en el sillón presidencial, encabezando el más ultraderechista Gobierno que se recuerde en ese país. Con una pobrísima administración pública, además.
El contrato social –siguiendo el concepto de Jean-Jacques Rousseau– actualmente vigente en Estados Unidos, se originó y estableció principalmente en la época presidencial de Franklin D. Roosevelt (1933-45). Ha llegado en la actualidad a formas extremas de obsolescencia y distanciamiento de la práctica generalizada, y en vez de ser mejorado (en lo posible dentro de una sociedad clasista e inherentemente injusta), ha retrocedido con respecto al New Deal de los años treinta. Sin mencionar que este contrato social no incluyó –o lo hizo solo limitadamente– a minorías, mujeres y otros sectores de la población.
La desigualdad actual no solo se expresa en la incongruente distribución económica, sino que en muchos casos incluye el rechazo social, discriminación racial y de género, menores oportunidades de desarrollo personal o de acceso al sistema de salud para las minorías. La desigualdad con respecto al 1% de la población que posee el 36% de la riqueza es, en muchos casos, menos evidente e insultante, porque no hay “contacto visual” frecuente con los miembros del “selecto club” Forbes 500, ni tampoco los menos favorecidos requieren de mansiones o de jets privados. El 20% de la población estadounidense posee aproximadamente el 75% de la riqueza, mientras que el restante 80% posee el 25%. Esa es la medida de la desigualdad, evidente y humillante, en una nación de tan grandes recursos.
El índice de Gini para los Estados Unidos en la ACS de 2019 (0.485) fue significativamente más alto1 que la estimación de la ACS de 2017. EE.UU. ocupa el lugar 109 entre 159 países, siendo más desigual que Turquía, Catar, Costa de Marfil, Filipinas o El Salvador, por poner unos pocos ejemplos cercanos al índice estadounidense. Solo Israel y Hong Kong están reportados como de más desigualdad que Estados Unidos entre los países desarrollados. Cinco estados (California, Connecticut, Florida, Luisana y Nueva York), el Distrito de Columbia (la ciudad de Washington) y Puerto Rico tuvieron índices de Gini más altos que el de todo el país, y 36 estados tuvieron índices más bajos que el promedio.
Está claro que en los sectores que tienen ingresos mucho menores o que poseen significativamente menor riqueza en los Estados Unidos están masivamente representados las minorías étnicas y otros sectores populares mencionados arriba.
Estos datos muestran la desigualdad, pero de una forma engañosa y, de hecho, la reducen en medida considerable. En realidad, la desigualdad en la distribución de la riqueza es mucho mayor. Entre los factores de ese incremento están:
–Un porcentaje muy alto de la población no blanca carece de propiedad sobre sus viviendas (inquilinos) u otras propiedades y no tienen negocios propios. Dedican una parte significativa de sus ingresos, ya de por sí mas bajos, a pagar alquileres de viviendas y arriendos de autos.
–Considerables diferencias intragrupales. Por ejemplo, entre negros e hispanos ricos y pobres. De nuevo no es solo en ingresos, sino en no tener seguros de salud, peor acceso a la educación, etc.
–La desigualdad se refuerza cuando vamos más allá de los factores tangibles o cuantificables, incluyendo el rechazo social, la observación y abuso policial, entre otras manifestaciones “invisibles” o invisibilizadas.
Las capas de la población más afectadas por la desigualdad son relegadas a una posición marginal en la sociedad estadounidense, a un bajo nivel educativo y a un estándar de salud más bajo; su poder de contribución al conjunto de la sociedad queda limitado y, por lo tanto, sus posibilidades de crecimiento en etapas subsiguientes permanecen cada vez más restringidas. Todo un círculo vicioso que les coloca en una situación de desventaja cada vez mayor.
Economistas han argumentado que el origen de este problema podría radicar en que una parte creciente del beneficio captado por rentas extremadamente altas es utilizada para operaciones financieras improductivas (comúnmente especulativas) y, por lo tanto, no es reinvertida en la economía productiva o en sectores estratégicos como educación, sanidad e infraestructuras, fundamentales para la mejora de la renta real.
Esta especialización de la economía hacia las finanzas ha sido relacionada por esos autores con una mayor desigualdad, reducción de rentas de trabajo y un menor crecimiento económico. En parte tienen razón, aunque la causa esencial de la desigualdad es obviamente la sociedad clasista en sí misma.
Las desigualdades se han incrementado desde el inicio del Gobierno ultraderechista de Donald Trump en 2016, sobre todo en los elementos invisibilizados o poco visibles antes mencionados, y han tenido un reflejo en las estadísticas durante la pandemia de COVID-19.
La vulnerabilidad de los sectores humildes de la población en muchos países, incluso los muy desarrollados económicamente, ha sido evidenciada dramáticamente por la pandemia de COVID-19.
El contagio y los fallecimientos han sido significativamente más altos entre los pobres y las minorías. El índice de desempleo ha explotado entre los trabajos menos remunerados, y las quiebras masivas de cadenas de tiendas, restaurantes, bares y otros centros del sector de los servicios han hecho que estos índices de desempleo estén pasando de temporales a permanentes. Esto ha sido particularmente evidente en Estados Unidos, que sufre dos pandemias: la generada por el SARS-CoV-2 y la que representa la Administración Trump en el poder.
Enjuiciar la desigualdad, en definitiva, nos permite discurrir en qué medida los modelos económicos adoptados por la sociedad estadounidense en las últimas décadas responden a progresos sociales, aunque sean limitados, o a retrocesos destinados a incrementar la desigualdad y a perpetuar los privilegios de los pudientes, lo que resume de una manera simple toda la “doctrina” económica de Trump. Cuando él dice “Hagamos a América grande de nuevo”, se refiere a quienes tienen más de lo que necesitan y no a quienes carecen de ello.
No hay una forma racional para negar la necesidad de hacer cambios que reduzcan la desigualdad en Estados Unidos, desde el punto de vista económico, político, social, ético o incluso religioso. Por ello, el Gobierno de Donald Trump y quienes le apoyan acuden a un arma terrible: el miedo, muchas veces apoyados en fake news y rumores, afirmaciones o teorías sin sustento que echan a volar en discursos, declaraciones y redes sociales sin la más mínima responsabilidad política y con total desparpajo.
Por ejemplo, Trump y sus seguidores pretenden inculcar a los granjeros blancos de menor educación que los miembros de las minorías y masivas olas de inmigrantes van a afectar su status, o hacer creer que los profesionales anglosajones que tuvieron que pagar en las universidades estadounidenses enormes sumas en educación se van a ver suplantados por médicos hindúes o ingenieros latinos; que la fuerza de trabajo hispana o negra va a estar bien retribuida y con seguros de salud, mejores pensiones y otros beneficios que harían que los pequeños negocios se vuelvan inviables. Buscan que los policías teman que no van a recibir suficiente presupuesto para su trabajo, y que, por consiguiente, la población suburbana tema que no tendrá protección frente a minorías “violentas y vengativas”.
Para el complejo militar-industrial el mensaje es claro: el presupuesto militar tendrá que ser amputado en 20% o más para poder pagar mejoras sociales. Y es indiscutible el peso de esa industria en la economía y la política estadounidenses. En otras palabras, se busca inculcar miedo a cualquier acción que tenga como fin reducir la desigualdad social. Como se busca hacer creer que con Biden y los demócratas entrará en crisis la ley y el orden, o que llegará a EE.UU. el socialismo, un término que acumula décadas de propaganda contraria y manipulación política y mediática en ese país.
El miedo al “socialismo” es otra de las fobias en que se insiste a diario, para crear pavor entre personas que han oído por décadas que el socialismo es “lo peor”, aunque no sepan absolutamente nada del socialismo.
Franklin D. Roosevelt, el presidente (1932-1945) más progresista de Estados Unidos desde la época de Abraham Lincoln (1860-1865), dijo el 4 de marzo de 1933, en medio de la Gran Depresión (una crisis que con frecuencia comparamos con la pandemia), que “a lo único que hay que temer es al miedo”. Lo repitió en su famosa alocución de enero de 1941, conocida como el “discurso de las cuatro libertades”. Los fascistas odian patológicamente a FDR.
Es un hecho que los líderes progresistas (o simplemente responsables) trabajan contra el miedo, lo exorcizan. En cambio, la ultraderecha y el fascismo lo alimentan hasta niveles irracionales y criminales. Así lo hace Donald Trump, por supuesto.
La brutalidad policial está destinada a provocar miedo, tanto a los discriminados como a los que los discriminan, diciéndoles que si la policía no fuera brutal, entonces no se podría vivir por la violencia de quienes los “envidian y odian”, quienes quieren quitarles lo que poseen y hasta violar a sus hijas. A cualquier exageración y desfachatez puede llegar esa propaganda.
Es otro caso de intento de invertir la relación causa-efecto: decir que la brutalidad policial es consecuencia de la violencia popular (sobre todo, la de los negros). Sin embargo, históricamente, y durante la ola de protestas contra el racismo y la brutalidad policial, ha quedado demostrado con hechos y números que la violencia en las calles –y en manifestaciones que comenzaron siendo pacíficas– ha sido consecuencia, y no causa, de la brutalidad y la agresividad de los cuerpos policiales. Una tendencia estimulada y justificada en numerosas ocasiones por Donald Trump.
Es todo un círculo vicioso del miedo y la violencia, dirigido a entronizar aún más la desigualdad.
Las caravanas de partidarios de Trump (armados muchos de ellos), ensalzados, incitados y protegidos por la policía y nada menos que por el propio presidente, constituyen un factor de una importancia profunda, que no se debe omitir de ninguna manera.
Utilizar el arma del miedo –a la par de la división– es consecuencia del entendimiento por parte de Trump y el fascismo estadounidense de cuán grandes son sus posibilidades de perder las elecciones el 3 de noviembre y ver surgir un Gobierno con una cierta responsabilidad social, que tomaría medidas en campos como la salud, educación y el acceso a oportunidades, entre otros, prácticamente imposibles de retrotraer en el futuro. También en el campo de la política internacional o incluso en temas medioambientales.
Toda la propaganda, las fake news y los rumores infundados que propagan a diario Trump y quienes lo apoyan parecen fácilmente refutables, son endebles –muchas veces al nivel del absurdo– y cualquiera pensaría que basta una negación. Pero es más complejo en medio de la polarización política, en un escenario en que se mezclan el pensamiento de derecha y sus expresiones extremas con la confusión, la desinformación, los prejuicios políticos y sociales y hasta el más rampante egoísmo. A pesar de todos sus desmanes, ilegalidades y mentiras, Donald Trump dispone aún de decenas de millones de partidarios.
Una de las características del miedo es que limita nuestra capacidad de pensar y analizar. Y eso es lo que busca Trump, como lo quiso Hitler.
El 3 de noviembre es el momento de la verdad. Hasta ahora todo indica que Joe Biden aventaja a Trump. Todas las acciones contra las minorías harán mayor esa brecha. Es muy probable que, aun siendo derrotado, Trump se niegue a entregar el poder o descalifique el resultado. En ese caso, la “fractura social” en Estados Unidos puede acarrear consecuencias imprevisibles.
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