LA HABANA. La emergencia de salud que ha provocado la pandemia de la COVID-19, con su secuela de muerte y sufrimiento, solo rivaliza con sus efectos económicos y el consecuente impacto negativo sobre el bienestar de millones de personas alrededor del mundo. En Cuba, el recién finalizado 2020 se despide con un desplome del Producto Interno Bruto en el entorno del 11 por ciento, la caída más pronunciada desde 1991. Este resultado se obtiene luego de una ligera contracción del 0,2 por ciento en el ejercicio de 2019. A pesar de que los planes indicaban una expansión muy modesta para 2020, la realidad económica decía otra cosa.
Hasta febrero los arribos de turistas caían un 16 por ciento, mientras que la zafra concluía con un volumen inferior al de la molienda anterior. La producción industrial ha venido cayendo desde 2016, en parte como resultado de la reducción de las importaciones y la austeridad energética. Una situación similar exhibe la agricultura. La pandemia provocada con el SARS-COV-2 determina la magnitud de la crisis, pero su manifestación responde a otras condicionantes.
A partir de 2015 se manifestaron diversos problemas que gravitaron negativamente sobre el crecimiento económico. Por un lado, el entorno externo se ha deteriorado significativamente. El primer factor es el pronunciado declive económico venezolano. Si se incluyen los bienes y datos estimados para el intercambio de servicios, Venezuela llegó a representar alrededor de las dos terceras partes del comercio total cubano, un nivel de concentración que no se alcanzaba desde fines de la década los ochenta.
Asimismo, una combinación de coyunturas externas desfavorables junto a factores vinculados a la competitividad del destino Cuba han determinado una reducción de los ingresos turísticos de un 20 por ciento entre 2017 y 2019. Los servicios médicos también se han visto afectados. Las nuevas condiciones exigidas por el gobierno electo de Jair Bolsonaro en Brasil, motivó la decisión de las autoridades de la Isla de terminar su participación en el programa Mais Médicos, que representaba una entrada de entre 250 y 300 millones de dólares. A ello se sumó la cancelación de los contratos en Bolivia y Ecuador.
Por último, la administración Trump ha continuado aplicando sanciones sobre aquellas actividades que son decisivas para el ingreso de divisas, como las remesas, los viajes, la imposición de multas a entidades financieras enlazadas con la Isla y la reducción de los vuelos.
El deterioro del contexto externo tuvo lugar en medio de una prolongada (y costosa) pausa en el proceso de “actualización” desde 2016. En aspectos tan relevantes como el fomento de las cooperativas y el “trabajo por cuenta propia” la espera se acompañó de un retroceso claro, resultado de la introducción de restricciones adicionales. En el verano de 2016 se adoptó un paquete de medidas de “austeridad” enfocadas en acomodar el descenso apreciable de los envíos de combustible de Venezuela. Ese año, el propio gobierno anunció preliminarmente una caída del PIB, aunque las cifras definitivas dieron cuenta de un magro incremento del 0,5 por ciento. En octubre de 2019 solo se pudo efectuar una parte del pago correspondiente a la deuda renegociada con el grupo de países del Club de París. A ello se suman otros compromisos que no han sido honrados con proveedores y empresas extranjeras que operan en la Isla.
Esta vez, la ralentización económica y el endurecimiento de las condiciones financieras externas se acompañan de un deterioro de indicadores macroeconómicos, como el déficit fiscal y el efectivo en circulación como proporción del PIB corriente. La evolución de estos indicadores permite dar cuenta de las enormes presiones inflacionarias que se expresan en la economía cubana. Lamentablemente, no se cuenta con instrumentos para manejarlas, salvo el control administrativo de los precios, que solo exacerba la escasez y la expansión del mercado negro.
En 2020 se pudo constatar el rezago perturbador del mecanismo de toma de decisiones. Solo en medio de las circunstancias extraordinarias de 2020, se adoptó una nueva iniciativa, la “Estrategia económico-social para el impulso de la economía y el enfrentamiento a la crisis mundial provocada por la COVID-19”, que incluye varias provisiones ya contenidas en los documentos políticos principales. Desde entonces se autorizó al sector privado a realizar operaciones de comercio exterior, se prepararon quince medidas para la empresa estatal, se flexibilizó la comercialización de productos agropecuarios suavizando las restricciones para la incorporación de nuevos actores; y se anunció la reforma monetaria. Todo esto, en un contexto en el que se extendió la dolarización, y se agudizó la escasez.
Aun así, lo que se ha hecho queda por debajo de las expectativas y las necesidades de una economía urgida desde hace décadas de medidas estructurales que la saquen de un prolongado letargo. Otros cambios de mayor calado, como la flexibilización del cuentapropismo, el permiso para la conformación de las PYMES privadas, o la restructuración más profunda de la empresa estatal se mantienen estancados en tecnicismos y dilaciones interminables en la madeja burocrática.
En el peor contexto imaginable, se decidió proceder con el “ordenamiento monetario”, que es sin dudas la medida de mayor complejidad hasta el momento. La visión dominante en las autoridades es que es un paso imprescindible para destrabar otras transformaciones. Contrario a lo que han sugerido la mayoría de los expertos, va a anteceder a otras reformas estructurales ya mencionadas que hubiesen permitido a la economía llegar con más holgura y contar con mayor flexibilidad para sortear un entorno tan adverso.
La flexibilización de la actividad privada y cooperativa no es la solución mágica para todos los problemas económicos, ni su defensa un capricho ideológico de los que identifican su necesidad o peor, un alineamiento con “agendas foráneas” diseñadas para destruir el modelo cubano. En las condiciones actuales, este sector podría ofrecer dos servicios a la “actualización” que el sector estatal está inhabilitado para brindar. En primer lugar, el cuentapropismo ha demostrado que puede crear empleo productivo a un ritmo muy superior al resto de la economía, lo que es especialmente importante en un momento de crisis económica y ante la restructuración a la que están abocadas la empresa estatal y el resto del sector público. Y puede hacerlo por tres razones principales: los requerimientos de capital por trabajador son generalmente inferiores a sus contrapartes más grandes y burocratizadas; moviliza ahorro interno y externo de fuentes no convencionales inaccesibles para las unidades públicas, y que quedan por fuera de los planes del gobierno; operan en sectores tradicionalmente mal servidos por las empresas estatales, particularmente los servicios personales y al hogar, donde existe una gran demanda reprimida; y porque pueden beneficiarse de redes de aprovisionamiento informales, muy flexibles, con acceso a los mercados externos a través del contrabando y la importación individual. Por si fuera poco, su reducido tamaño es un elemento que permite, por un lado, que sean más ágiles para reaccionar a los cambios en el entorno, y por el otro que su desaparición no represente una amenaza sistémica. Este último aspecto es frecuentemente invocado para mantener apoyo ilimitado a empresas estatales que son claramente inviables.
El segundo servicio que el sector privado podría ofrecer al proceso de “actualización” es que puede constituirse en un instrumento clave para la mejoría de indicadores macroeconómicos como el déficit fiscal o la inflación. Veamos cómo funciona. La creación de empleo y el aumento del nivel de actividad permite el pago de un mayor volumen de impuestos, lo que contribuye a aumentar los ingresos fiscales. Si estos puestos de trabajo permiten mayor flexibilidad a las autoridades en la restructuración de empresas estatales inviables, ello reduce los subsidios que estas reciben, reduciendo los gastos del Presupuesto. Esto es especialmente cierto si se crean puestos de trabajo en un volumen tal que también permite la reducción de la informalidad y el aumento de la tasa de actividad económica. La movilización del ahorro interno que queda por fuera del sector bancario permite un uso productivo de esos recursos. Esto posibilita en muchos casos reducir la demanda de bienes y servicios finales, traspasa consumo hacia el futuro y crea una oferta vinculada a ingresos en el presente. Además, la mayor competencia en los circuitos donde opera contribuye a modular los precios, por lo que sirven al combate de la inflación.
Lo anterior hubiese requerido unas transformaciones que se dejaron de lado. De haberse implementado aquellas, y considerado que habrían tenido tiempo de madurar, las condiciones macroeconómicas serían mucho más favorables para afrontar la reforma monetaria. A pesar de que se trabajó durante varios años en la conformación de la propuesta que está siendo implementada, algunos aspectos que pueden socavar los principales objetivos declarados, todos ellos muy válidos, llaman la atención. Entre estos elementos se encuentran: el mantenimiento de la inconvertibilidad del CUP cuando se expanden los bienes y servicios que se transan en divisas; la escasa atención prestada a la existencia del mercado informal de divisas y sus efectos sobre la formación de precios y la inflación; la pobre ponderación del sector privado en los ejes fundamentales de la propuesta incluyendo el cálculo de la Canasta de Bienes y Servicios de Referencia (CBSR), la propia CBSR se estima tomando junio de 2019 como período de referencia, mientras que las condiciones económicas han cambiado notablemente hasta la fecha de implementación, incluyendo variaciones significativas en los precios, el período otorgado a las empresas estatales para su reajuste al nuevo escenario, que siendo un año no es realista, máxime cuando escasean recursos de inversión y la economía se recupera de una severa contracción.
Dado que los efectos positivos más importantes tardarán algún tiempo en materializarse y dependen de otras medidas acompañantes, el volumen de riqueza en los momentos iniciales no varía. Por ello, cualquier ganancia en el poder adquisitivo de un grupo de la población será marginal, y ocurrirá a expensas de otro. No se puede esperar que un cambio en la esfera nominal (monetaria) por sí solo e instantáneamente resuelva problemas estructurales como la “pirámide invertida” o el desinterés por el trabajo.
Este año 2021 será sin dudas un período de definiciones para la reforma económica cubana. Quizá incluso más allá.
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