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sábado, 6 de marzo de 2021

Barbarroja, sin enigmas*

Por Germán Sánchez Otero

                                                        I

Todo ser humano es por definición irrepetible, mas hay hombres como el Comandante Manuel Piñeiro Losada que lo son de modo especial. Quienes tuvimos la suerte de encontrarnos con él en alguna senda de nuestras vidas, tenemos la satisfacción de poder  ofrecer testimonios, informaciones y pareceres,   con el ánimo de develar  facetas y secretos de su legendaria existencia, que tan silenciosamente debió y supo mantener tras el  don de su sonrisa.

Se han exaltado  atributos suyos como  la entrega plena a los deberes revolucionarios desde la guerra de liberación y su capacidad para ejecutar con soltura y eficiencia importantes tareas solidarias de la Revolución, lo que incluye conocer antes que nadie los detalles del acontecer  diario en el campo de sus responsabilidades. 

Coincido además con quienes destacan que Piñeiro era un hombre con un pensamiento de largo alcance. Influía sin dictar cátedra, mediante hechos y anécdotas que narraba con vivacidad y explicando con argumentos  sus   ideas, sustentadas en valores revolucionarios, sin ataduras dogmáticas ni compromisos burocráticos.

Las raíces suyas son auténticamente cubanas y supo injertar en su mente la teoría marxista y la cultura universal,  en armonía con la savia martiana,  fidelista y guevarista. Fue un marxista auténtico y por eso mismo en él no hicieron mella los manuales soviéticos, ni ciertas “verdades” abrumadoras procedentes de aquella fenecida potencia, que algunos dirigentes en Cuba y sobre todo de otros países, entonces aceptaban acríticamente. 

Para Piñeiro, ser leal a la Revolución y por ende a Fidel, resultaba tan natural como respirar. Poseía una especial comprensión de los conceptos, filos y matices del pensamiento de su jefe. Sabía interpretar como pocos las ideas del Comandante y cuando no recibía sus instrucciones, las leía en sus expresiones, estados de ánimo y gestos. Por añadidura, siempre estaba entre los primeros en buscar cómo hacerlas viables y en ofrecerle sus criterios.

                                                       II

 Austero, vivía con lo indispensable aunque manejaba significativos recursos financieros.
Trabajador infatigable, no dejaba de hacerlo incluso mientras dormitaba durante una conversación o reunión sin perder el hilo, lo que ocurría a menudo pues solía trabajar hasta avanzada la madrugada, muchas veces en reuniones suyas con delegaciones o como participante en encuentros de Fidel con estas.

Ejemplo de consagración a los quehaceres de la Revolución, asumía el trabajo con fruición, cual si fuese una diversión  cotidiana. Estar mejor informado que nadie en su sector de responsabilidad y  conocer a fondo otros temas nacionales e internacionales, no era vanidad, afán protagónico o ansia de poder: en ello radicaba una clave para contribuir a la solidaridad con las fuerzas revolucionarias y progresistas, para dirigir mejor a nuestro equipo y, en consecuencia, ser más útil al pueblo y a la dirección del Partido. 

Su complexión ética incluía un formidable sitial para la amistad. Identificaba con rapidez  las cualidades de quienes conocía y también veía con sagacidad las intenciones ocultas, si estas existían. Era comprensivo con los subordinados –a veces incluso en exceso–, y a la vez muy exigente, en especial con los de mayor responsabilidad. Afable y generoso, a la  par no hacía concesiones a quienes  siquiera de modo no deliberado coquetearan con los enemigos de la Revolución.

Tenía cientos de afectos en  muchos lugares del orbe, con gente de  disímiles colores políticos, creencias religiosas y posturas ideológicas. Pero distinguía los signos entre tan variados nexos y no admitía flaquezas éticas o políticas, en quienes teníamos la responsabilidad de mantener la atención directa de esos vínculos.

Conversador versátil y ameno, sabía adecuarse a su contraparte y obtener de ella el máximo, a la vez que ofrecía de sí todo aquello que consideraba de interés y pertinente. Escuchaba con humildad y paciencia a sus interlocutores y le gustaba ejercitar la imaginación, discutir variantes y  sopesar alternativas, haciendo énfasis en identificar las peores opciones para desecharlas –de ser posible– o prepararse para encarar sus consecuencias, en caso de ocurrir.

Fue muy cuidadoso en emitir juicios que lo involucraran en los ámbitos internos de  los partidos y organizaciones. Ofrecía sus criterios sobre temas sensibles cuando se los pedían, siempre con sumo respeto y  tacto para no dañar la unidad y los ánimos de los luchadores e inculcar aliento. Fue un artífice incansable del consenso y de la  concertación entre ellos, en cada país y a escala  supranacional. 

Defendió siempre con creatividad y acorde con el momento y la circunstancia  de uno u otro país, el criterio de que el pueblo, las armas y la unidad resultan indispensables para que triunfe una verdadera revolución.   No aceptó jamás que  las derrotas fuesen insuperables, al contrario, ayudó siempre  a extraer de ellas lecciones para avanzar.  Asimismo, alentó a luchar en todas las situaciones y ámbitos, en la perspectiva estratégica de conquistar el poder íntegro para  el pueblo.

Siendo un sincero practicante  de la unidad revolucionaria en Cuba, nunca consideró que dejaría de serlo por expresar de manera respetuosa sus ideas discrepantes a quien fuere. Actuaba así, persuadido de que solo de tal modo la unión podía ser  sólida y fértil.

Aunque existieron coyunturas adversas  que lo obligaron a introducir adecuaciones, nunca perdió energía en su proceder.  Para él no existían situaciones fáciles. Creía que los auténticos revolucionarios deben encarar con entereza aún las más difíciles y buscar cómo hacerlas fructificar, sin subestimar el poderío del imperio y sus sistemas de dominación.   Enfatizaba en forma reiterada que ello obliga a forjar sólidas vanguardias y diversas organizaciones sociales de lucha,   capaces de generar iniciativas constantes y audaces  para acumular fuerzas hacia objetivos mayores,  con  la mira siempre apuntando hacia la conquista del poder revolucionario.                                             

                                                       III

 Admiraba al pueblo soviético y lo escuché muchas veces enaltecer la grandeza de la Revolución de Octubre y los aportes de los bolcheviques a la cultura revolucionaria; también sobre el  rol decisivo de la URSS en la derrota del fascismo, en la contención relativa del imperialismo  y respecto de su estratégica solidaridad con Cuba. A la vez, hacía reflexiones críticas de las desviaciones que ocurrían en  ese país, en particular aquellas que se reflejaban en la América Latina y el Caribe. Sobre todo en partidos comunistas miméticos, aunque  sostenía con estos una relación fraterna.

Dentro de Cuba se opuso con inteligencia y coraje a la copia  de ciertos esquemas ideológicos y políticos tóxicos,  importados allende el Atlántico. La propia existencia del Departamento América,  una idea original del Comandante en Jefe cuando se crearon los departamentos del CC–PCC en 1974, y  los conceptos de trabajo y el estilo que  Piñeiro le insufló a ese  órgano partidista bajo su orientación y la atención directa de Fidel –como también hiciera en sus anteriores responsabilidades en el Minint–, representan un legado que lo hará pasar a la fecunda historia internacionalista de la Revolución Cubana.

En Piñeiro observo una síntesis de las virtudes de nuestro pueblo,  que   forjaron en él una personalidad  imantadora. Por eso hombres emblemáticos de la Revolución y amigos suyos como Armando Hart,   luego de su inesperada muerte decían que a cada rato necesitaban verlo, para oír sus   novedosas informaciones y opiniones, y  sonreír con su ingenioso y chispeante humor. A todos quienes lo admiramos y queremos, Piñeiro nos dejó un vacío afectivo y de sabiduría irreparable.

También supe que en los días posteriores a  su siembra en la historia,  estando en su despacho del Consejo de Estado –a donde  Barbarroja solía acceder a verlo a menudo–  Fidel comentó más de una vez que le parecía que en cualquier momento Piñeiro iba a entrar por la puerta…    

                                                      IV

 Maestro de la conspiración, lo hacía  a toda hora,  sin poses ni alardes, ni abusos de poder. Conspiró mucho, muchísimo. Nadie sabrá nunca con cuántas personas u organizaciones, ni con quiénes en conjunto lo hizo. Se movía entre los secretos como un felino en la selva. Con sumo cuidado  solía compartimentar  en todo lo necesario a cada uno de sus subordinados o dirigentes de Cuba y otros países. Él lo sabía todo, los demás sólo lo necesario y conveniente.

Nos educó en que la fuerza y seguridad de nuestro quehacer solidario, dependía de esa rigurosa disciplina. Inventaba con cada subordinado un específico sistema convencional de palabras, un metalenguaje para disfrazar los diálogos telefónicos y evitar que el enemigo al grabarlos pudiera entender los verdaderos significados. Lo increíble es que él memorizaba  cientos de sobrenombres de personas e instituciones (no exagero…), casi siempre inventados por su feraz y simpática imaginación.  

  

Algún día será útil que puedan sistematizarse sus aportes a las técnicas y procedimientos de la  Inteligencia y a los métodos conspirativos. Por ahora, rememoro esta máxima suya, que le escuché más de una vez en su sabio lenguaje   criollo: “Vista larga, paso corto, mucho olfato y no quemar la fuente.  ¿Está claro?”. Con Piñeiro aprendí el significado  cabal del  apotegma martiano: “En la política, lo real es lo que no se ve”…                                           

                                                          V

 Algo consustancial a él era su destreza para abrir, conducir y cerrar los debates entre sus subordinados. No le temía a la polémica. Al revés, la estimulaba. Creaba una atmósfera de seguridad y respeto mutuo entre los miembros del colectivo. Oportuno en el chiste o el comentario relajante, despejaba a tiempo las tensiones que se iban acumulando, exaltaba al final las mejores ideas, ofrecía orientaciones precisas, responsabilizaba a los ejecutores de las tareas y trataba de no herir la susceptibilidad de quienes quedaban en minoría o no tenían razón.

Las reuniones,  en muchas ocasiones  extensas y complejas, no disminuían en él la atención por lo que cada quien decía. Mientras firmaba y leía documentos e impartía por escrito breves instrucciones en ellos, se levantaba para hablar por teléfono o realizaba fugaces encuentros con otras personas en  una oficina suya contigua, e incluso a veces en la de su secretaria. ¡Una especie de simultánea de ajedrez!

Algo muy loable, era el respeto de Piñeiro a los criterios del   responsable  directo de la atención de un país, organización, dirigente, personalidad o asunto determinado. No se dejaba atrapar por formalismos jerárquicos burocráticos e interactuaba con los subordinados de la base, sin restarle autoridad a los del nivel medio y siempre lo hacía sin liturgia.

Era reacio al autoritarismo y a la falta de sensibilidad de cualquier jefe. Todo empleado o funcionario podía dirigirse a él y plantearle sus opiniones sobre temas laborales o problemas familiares y personales. Cuando esto ocurría, sentíamos palpitar al amigo íntimo, a un hermano o un padre… Jamás actuó de modo unilateral ante conflictos personales o divergencias en el trabajo, y tenía la paciencia de  escuchar antes, de manera colectiva o individual, el parecer de los involucrados. Cuando consideraba que algún dirigente o cualquier compañero estaba equivocado, se lo expresaba en tono fraterno y sin ambages.

Siempre fue alérgico a los planes  sin sentido práctico. Recuerdo su burla y rechazo cuando a principios de los 1980 se nos orientó elaborar un plan de trabajo directriz hasta el año 2000, que debía anticiparse y descifrar qué estaría sucediendo en cada país de la región  –¡y del mundo!– veinte años después.

No desdeñaba el plan por objetivos concretos, en períodos máximos de un año y desglosados cada mes,  aunque se inclinaba más por entender la coyuntura para tratar de influir en el curso de los acontecimientos. Y era increíblemente minucioso en cualquier análisis situacional de un país o circunstancia continental.

                                                        VI

 Sus orientaciones escritas iban al grano, pero no era un jefe “de ordeno y mando” y mucho menos complaciente. Por lo general las  anotaba en el propio documento que le enviábamos,  y las terminaba con preguntas al destinatario: “¿Qué opinas?”. “¿Qué propones?”. “¿Qué debemos hacer?”. Buscaba así incentivar nuestra participación creadora en la toma de decisiones y que asumiéramos la responsabilidad correspondiente. Esas notas suyas con letra  ilegible,  muchas veces debían ser reescritas a máquina por su eficiente  jefa de Despacho Vidalina Valledor, mujer revolucionaria ejemplar que siempre estuvo a  la altura de Piñeiro.


Tales escritos, aunque breves, encierran un tesoro de reflexiones en caliente, que estoy seguro contribuirán a que en el futuro los historiadores puedan explicar con objetividad facetas y segmentos de muchos  acontecimientos relevantes  de América, entre los años 1960 y fines del siglo pasado.  Verbigracia la odisea del Che y sus compañeros en Bolivia, los numerosos movimientos de lucha armada y popular en  toda nuestra América,  los procesos nacionalistas cívico–militares de Panamá y Perú,   encabezados por Omar Torrijos y Velasco Alvarado, el gobierno de Allende y las luchas posteriores contra Pinochet y otras dictaduras, la Revolución Sandinista y el ascenso revolucionario en Centroamérica, los movimientos cristianos de base y la Teología de la Liberación, nuestros nexos con partidos y figuras políticas socialdemócratas y demócrata cristianas, las relaciones multifacéticas con el Caribe, la atención a disímiles   agrupaciones y figuras progresistas estadounidenses amigas de Cuba,  el Chávez embrionario….

En fin: Más de 35 años de historia contemporánea nuestra americana y de los Estados Unidos y Canadá.

Esos “jeroglíficos” y los informes donde Piñeiro los escribía, son  evidencias inequívocas de una manera de hacer política y de practicar el más puro internacionalismo revolucionario que nos inculcara Fidel, sin excluir  insuficiencias y desatinos nuestros,  inherentes a  todo quehacer humano. 

Siembras, muchas siembras, cuyas cosechas hasta marzo de 1998 él pudo conocer y disfrutar –o aprender, las veces que se malograron–, y que en los años siguientes a su deceso los frutos se hicieron más evidentes, con el  inicio de la Revolución Bolivariana y el avance de fuerzas revolucionarias, antiimperialistas y progresistas en la mayor parte del continente.

Y también aprendimos de Piñeiro que las siembras en política se parecen a las plantaciones: hay que renovarlas y darle atención integral con los métodos que ya han dado resultados. Y si se adecuan algunos instrumentos y métodos a las nuevas realidades, o incluso se crean otros, es  necesario también mantener la continuidad y hacer solo las rupturas indispensables, pues las condiciones y prácticas de la dominación imperial son esencialmente iguales, e incluso exigen mucho más –y mejor– de lo mismo que movió a los revolucionarios y los pueblos de esos tiempos.

                                                         VII

 Al morir el 11 de marzo de 1998 –luego de estrellarse su auto Lada  cuando perdió el control por un impasse diabético–, desde hacía siete años no tenía un cargo formal. Sin embargo,  en ese lapso no cambió su estilo de vida, ni lo vimos nunca desocupado, ni desanimado. Al contrario.  Se movía como nunca antes en nichos habaneros, nos visitaba en las oficinas, y a su casa iban a verlo muchos   líderes revolucionarios y otros dirigentes políticos y sociales, al igual que  periodistas, teólogos, pensadores, científicos sociales,  artistas y diferentes personas.  Era referencia imprescindible si queríamos saber qué estaba sucediendo en cualquier rincón de nuestra América, también sobre  asuntos cubanos, más allá de la noticia y de las interpretaciones comunes.

Hasta el Papa Juan Pablo II lo recibió de modo personal en la sede de la Nunciatura, cuando visitara Cuba en 1998, porque Piñeiro jugó un papel  sui géneris en la articulación de esa presencia.

En mi percepción,  si algo distinguía a Piñeiro  era su alegría de vivir y el gusto placentero y cotidiano de  palpitar con la Revolución Cubana y sus múltiples peleas y laureles,  de contribuir al triunfo de otras y al avance de  los movimientos emancipadores. De esas fuentes incitadoras, sacó sus inefables energías y devino leyenda.

Murió sin cargo, pero con los mismos amigos y amigas de siempre y con  nuevos afectos que se sumaron de varias partes del mundo. Siguió siendo nuestro principal consejero e inspirador, apoyándonos a todos en el trabajo con la humildad del sabio y la delectación de un artista.

Fue quizás en ese período final de su vida en el que mejor mostró su entereza y lealtad a la Revolución y a Fidel, y su  formidable necesidad de ser útil.  ¿Acaso ello no despeja el enigma de verlo dirigirse casi todas las tardes al edificio del Consejo de Estado, donde se encontraba el Despacho de Fidel?  ¿Cuántas veces su jefe entrañable observó a Piñeiro abrir esa puerta, en aquellos años de supuesto desempleado?

“Hay hombres que hasta después de muertos dan luz de aurora”, dijo el Maestro. Con cualquier nombre que  lo recordemos, Piñeiro, Barbarroja, Comandante, el Mago, Manuel, XII, Gallego u otro del versátil repertorio soterrado, él  es –sí, en presente–,  destello inagotable de solidaridad,  entereza revolucionaria, lucidez, optimismo y de genuina amistad. 

Duro como un diamante, no perdió la ternura jamás. Combatiente de innúmeras causas justas,  era usual verlo  recoger caramelos en una piñata infantil, compartir momentos festivos o difíciles con familiares y amigos, entregar amor y educar a sus hijos Manolo y Camila, y amar en dos momentos hermosos de su vida a  Lorna y Marta. 

Así pues,  no es extraño que sigamos recordándolo íntegro y sin enigmas –como he intentado hoy–, pues las raíces rojas de sus barbas  continúan incandescentes y su pregunta inevitable cuando nos veía, “¿qué hay de nuevo?”, seguiremos respondiéndola a gusto, para después escuchar sus consejos y seguir con él tras  nuevas victorias,  atraídos por el imán de su optimismo.

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 * La versión inicial de este texto la escribí una noche de diciembre de 1998 en Caracas,  al cabo de ver solo en mi hogar un video familiar sobre Piñeiro, que Marta Harnecker mostraría al siguiente día en la mañana a varios amigos venezolanos,  vinculados a él desde los aguerridos años 1960.

Quiso Marta que yo dijera algunas palabras, por ser la Embajada sede del encuentro. Observar a Piñeiro en esas imágenes tan humanas me estremeció. De tal modo, que temí no poder decir lo que deseaba a nuestros invitados venezolanos,  quienes sentían que él no pudiese  disfrutar con ellos la reciente victoria electoral de Chávez y el pueblo bolivariano el 6 de diciembre,  pues consideraban que también era un  triunfo  de Piñeiro. Por eso, de repente, aquella noche me senté a  escribir  las ideas que fluían una tras otra y apenas dos horas después terminó la erupción.

En 2004 incluí esas palabras en el libro “Cuba desde Venezuela”, y ahora las he actualizado. Piñeiro es y seguirá siendo el mismo que recordé entonces, aunque en verdad he sentido que hoy es más inmenso y nos hace aún más falta. En esta evocación y en varias otras de  sus compañeros de diferentes jornadas, de conjunto se han ido despejando los enigmas de Barbarroja y las razones  por las que sigue latiente en nosotros y perdura en las nuevas  generaciones.

Más que leyenda o mito,  su vida es un legado pedagógico de ideas, experiencias, estilo de trabajo  y emociones para todo el que pretenda hoy o mañana en  la América nuestra, plantearse y hacer en serio emboscadas y ataques revolucionarios por todos los flancos al capitalismo y al imperio.

La Habana, 5 de marzo de 2021

 

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