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domingo, 16 de mayo de 2021

Libro "El CHE MINISTRO. TESTIMONIO DE UN COLABORADOR " 2ª Edición ( CapituIo I)

 Por Tirso W.Saenz

 

MI PRIMER ENCUENTRO CON EL CHE

 El triunfo de la Revolución Cubana, el 1ro de enero de 1959, me llenó de alegría, como a la inmensa mayoría del  pueblo cubano, aunque nunca imaginé que me tocaría tan de cerca.

Inmediatamente, se produjo un extraordinario movimiento de profundas transformaciones y de reorganización de las actividades políticas, gubernamentales, sociales y productivas. Eran momentos muy agitados. Millares de personas salían del país, muchas por sus vínculos con la tiranía de Batista, otras por su oposición radical al nuevo gobierno y otras por desconocimiento y miedo del futuro que se iniciaba. Mientras tanto, la gran mayoría del pueblo, simpatizante de la Revolución, trataba de cooperar, al máximo de sus posibilidades, con las tareas exigidas por ella y retomaban sus actividades y responsabilidades en sus puestos de trabajo, con renovado entusiasmo. Al mismo tiempo, ese pueblo buscaba adaptarse a las nuevas condiciones y dificultades que se presentaban y comprender y asimilar los nuevos enfoques y directivas de la Revolución.

Entre los que salían, se encontraba un gran número de profesionales de elevada formación técnica y científica, representando una fuga de cerebros sin precedentes en el país. Ese hecho tornaría aún más ardua la tarea de reorganización de las actividades administrativas, sociales y productivas, entre otras. Era necesario, encontrar rápidamente personal para asumir cargos y responsabilidades de toda naturaleza, algunos de gran importancia estratégica. Eran necesarios técnicos capacitados y, al mismo tiempo, ideológicamente confiables. Eso no era fácil en aquel contexto.

Yo trabajaba desde 1954 en Sabatés S.A. filial de la Procter & Gamble, una famosa multinacional norteamericana. Antes me gradué como ingeniero químico en Rensselaer Polytechnic Institute en los Estados Unidos, gracias a una beca que obtuve al terminar mis estudios de bachillerato en el colegio De La Salle en La Habana. Mi empresa seguía su ritmo de trabajo, aunque ya comenzaba a ver caras preocupadas en sus altas jerarquías, quienes, cada vez más afirmaban: “esto es comunismo” y que la empresa sería nacionalizada.

A finales de 1959, se produjo un hecho que me pareció muy raro: la Procter&Gamble salió parcialmente de Cuba y dejó al  frente de la compañía a un grupo de cubanos. De los dirigentes norteamericanos sólo quedó Mr. Garber, Vicepresidente a cargo de las finanzas. O sea, se daba la impresión de que la compañía se había “cubanizado”, aunque las marcas principales seguían bajo su control desde la casa matriz. En aquellos momentos, no entendí el  sentido de la jugada. Altos funcionarios de la compañía me hicieron  ofertas para trabajar en los Estados Unidos, dentro de la empresa. Para mí, con mi formación católica que rechazaba la idea de comunismo; con reciente adquirido status de clase media – por cierto, nada alta, más bien baja -, que había sido promovido a cargos técnicos superiores en la empresa, y recibido en pocos años significativos aumentos de salario y que, por otra parte, aunque detestaba los actos criminales de la sangrienta dictadura de Batista, no había tenido ninguna participación, ni contactos con las actividades revolucionarías, pensé que mi futuro estaba en la Procter&Gamble, no en los nuevos y para mí inciertos rumbos de la Revolución.

De esa forma, el vicepresidente de la compañía me entregó una carta para el consulado norteamericano en Cuba pidiéndole que me otorgaran visa para viajar, ya que iría contratado para trabajar en la empresa matriz. Además me entregaron una tarjeta para entrar en la Embajada por la puerta central y no tener que hacer la larga fila de cubanos que acudían al consulado para solicitar su visa. Así, entré a la Embajada; varios funcionarios consulares estaban atendiendo a los numerosos solicitantes, esperé como una hora hasta que me llamaron.

Me llegó mi turno. El funcionario que me tocó era del tipo de norteamericano arrogante y prepotente; en forma muy irrespetuosa me preguntó si yo era graduado universitario.; sin embargo, en aquella desagradable conversación le mostré primero mi anillo de graduado en Rensselaer; me dijo que eso no era prueba suficiente y en gesto descompuesto me amenazó: “Si no me presenta una prueba, no le doy la visa”. Yo podía en aquellos momentos presentarle la carta que me habían entregado, pero me sentí tan profundamente ofendido en mi dignidad, que no la mostré; lo mandé a la mierda y me fui. Quemé las naves, no por revolucionario, ni tan siquiera antinorteamericano sino por propio respeto a mi persona. Me dije voy a quedarme, vamos a ver qué pasa.

Para tratar de entender mi posible futuro en Cuba, leí, con mi falta de cultura política el Manifiesto Comunista y la Encíclica papal Rerum Novarum. No entendí nada. Decidí entonces que la vida me mostraría el camino.

Mi empresa fue nacionalizada, el éxodo de sus técnicos fue enorme y unos pocos quedamos para cubrir todas las responsabilidades, El joven interventor, nos pidió nuestro apoyo, yo sentí que responsablemente tenía que dárselo. El bloqueo norteamericano había comenzado; mi misión consistía en lograr que, ante la falta de materias primas,  no le faltaran a la población los esenciales productos para la higiene que manufacturábamos. La tarea fue ardua, pero en general, los problemas se fueron resolviendo, de una u otra forma, con alguna o poca calidad, pero en general, los productos llegaban a la población. En poco tiempo y sin darme cuenta, me había incorporado al trabajo de la Revolución. Ya me consideraban un ingeniero revolucionario.

Algunos meses más tarde, fui indicado para ser Vicedirector de Refinación del Instituto Cubano del Petróleo (ICP), subordinado al recién creado Ministerio de Industrias; su ministro era el Comandante Ernesto Che Guevara.

Considerando la importancia del cargo al cual había sido promovido, en el cual tendría responsabilidades en un área altamente estratégica para la reconstrucción del país, juzgué necesario explicar mi situación profesional anterior y, sobre todo, las circunstancias de mi decisión de permanecer en el país. Ese era un acto de seriedad y lealtad frente a la confianza que estaban depositando en mí. Con ese objetivo, le solicité al Director de la Empresa Consolidada de la  Química[1], Mario Zorrilla, que me consiguiese una entrevista con el Che.

Días después, Manresa, el Jefe de Despacho del Che, me avisó que el Comandante me recibiría al día siguiente a las dos horas. Yo respondí que estaría sin falta a las dos de la tarde. Manresa me sacó del error: la entrevista sería a las dos de la madrugada. Ya me acostumbraría después a esos horarios “normales” del Che.

Yo no había visto nunca al  Che de cerca. Lo que me impactó inicialmente fue su mirada firme y serena. Fumaba un tabaco. Cuando le expliqué el motivo de mi entrevista, en particular la alta responsabilidad que se me asignaba a pesar de mi reciente intención de abandonar el país, él me dijo:

-     ¿Pero tú te vas del  país?

-      No.

-     ¿Tú estás dispuesto a trabajar con nosotros?

-     Sí.

- Chico, me parece que tú eres una gente honesta, Así que, ¡a trabajar!

Nos dimos un apretón de manos y terminó la entrevista. Debo decir que nunca más, en cerca de 5 años de trabajo con él, se volvió a tocar el tema de mi posible salida del  país. Esa confianza depositada en mí  ahora por el propio  Che, comenzó a hacerme sentir que me estaba convirtiendo en un revolucionario.

A partir de ese momento, pasé a llamarlo de “Che”, como era la costumbre entre sus colaboradores más cercanos.

 

[1] La Empresa Consolidada de la Química estaba subordinada al Departamento de Industrialización. Agrupaba todas las industrias de perfil químico: fertilizantes, productos farmacéuticos, pinturas, jabones y perfumería, entre otras. Además de Sabatés, donde yo trabajaba, estaba Crusellas (filial de la Colgate-Palmolive), Gravi, Max Factor, Shulton y otras.


Continuará

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