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lunes, 26 de julio de 2021

Sí, la URSS fue un éxito económico. Respuesta a Juan R. Rallo

En dos artículos, el profesor Rallo intentó demostrar el fracaso económico de la Unión Soviética. El estudio de los datos, sin embargo, demuestra justo lo contrario.


Foto: Unsplash - Marie Bellando

Profesor de Historia Económica en la Universidad Autónoma de Barcelona y miembro del seminario de Economía Crítica Taifa.

22 JUL 2021 12:10

El profesor Juan Ramón Rallo escribió dos artículos en el año del centenario de la Revolución Rusa de 1917 en los que pretendía demostrar que la Unión Soviética no fue un éxito económico a pesar de que, como él mismo reconocía, el crecimiento anual promedio de la renta per cápita en ese país (2.4%) fue superior al de los Estados Unidos (2%) y al de la media de los países del mundo (1.9%), entre los años 1916 y 19891. Según el profesor Rallo, estos datos serían engañosos, en primer lugar, porque el crecimiento del PIB per cápita en la URSS fue similar al que hubo durante las décadas previas a la Revolución y, por lo tanto, dicho crecimiento no podría atribuirse a la organización económica socialista y/o debería considerarse de una magnitud “normal”. Además, dice, el crecimiento económico de la URSS fue inferior al que experimentaron otros países que partían de los mismos niveles de desarrollo y, incluso asumiendo que la organización económica socialista no hubiese sido un fracaso, tendía a él; de forma que la economía soviética estaba condenada al colapso en el momento en que se agotasen las reservas de recursos que permitían sostener el crecimiento de manera extensiva.

Sorprendidos por una falta de rigor poco habitual en el profesor Rallo, en esta réplica nos proponemos señalar los fallos analíticos que existen en sus artículos para evidenciar que, cuando se corrigen, las conclusiones del economista liberal son equivocadas. Por lo tanto, no vamos a discutir sus cifras, simplemente vamos a estudiarlas detenidamente y a facilitar algunas más. Pensamos que, así, el lector podrá tener una idea más acorde con la realidad de lo que fue la economía soviética, y sacar sus propias conclusiones a partir de información menos tendenciosa de la que nos presenta el profesor liberal.

Como decíamos más arriba, el artículo de Juan Ramón Rallo empieza explicando que “el zarismo (...) logró entre 1890 y 1913 un crecimiento per cápita análogo al conseguido por la 'exquisita' planificación central industrializadora de la URSS” y concluye que “el crecimiento de la URSS durante las últimas décadas previas a la revolución no fue tan distinto del crecimiento experimentado por la propia URSS a lo largo de toda su historia”. Aunque el profesor no explicita de qué manera nos sirven estos datos para demostrar que la URSS no fue un éxito económico, sus afirmaciones nos dan a entender que el crecimiento de la URSS fue moderado y/o que dicho crecimiento habría sido consecuencia, no tanto de la política soviética, sino de elementos independientes de ella, como pueden ser las dotaciones de recursos naturales, la posición geográfica, el desarrollo cultural o incluso las políticas de terceros países o del régimen zarista anterior.

Que el ritmo de crecimiento de la URSS fuese similar al que existió durante las décadas previas a su creación no nos permite concluir que dicho ritmo no fuese la consecuencia de las políticas soviéticas

Lo segundo es claramente falso: que el ritmo de crecimiento de la URSS fuese similar al que existió durante las décadas previas a su creación no nos permite concluir que dicho ritmo no fuese la consecuencia de las políticas soviéticas. Y es que es un hecho bien sabido en la ciencia económica que los elementos naturales y culturales -aquellos que podemos pensar que se mantuvieron inalterados en ambos períodos- tienen una influencia escasa sobre el ritmo de crecimiento de las naciones (véase, por ejemplo, Acemoglu y Robinson, 2012). Además, los otros elementos ajenos a la política soviética que podrían haber influido en el crecimiento económico -las políticas de gobiernos anteriores o de terceros países- acostumbran a cambiar radicalmente en rangos de años relativamente cortos por lo que es difícil pensar que su influencia se mantuviera inalterada a lo largo de los más de 70 años de existencia de la URSS, y los 20 años previos que considera el profesor.

De hecho, precisamente porque existen y cambian de dirección las fuerzas ajenas a la política nacional que influyen sobre el ritmo de crecimiento de los países, es importante que las comparaciones entre períodos se hagan analizando lapsos temporales lo más largos posible y de similar magnitud2. De esta manera, los impactos positivos y negativos de dichas fuerzas se compensan entre ellos y podemos captar con mayor claridad el impacto de las políticas nacionales sobre el crecimiento de cada país. En este sentido, el profesor Rallo hace bien de tomar en consideración los más de 70 años de existencia de la URSS para analizar el impacto de las políticas socialistas sobre la economía de ese país. Sin embargo, este período lo compara con un período de 20 años que, además, coincide históricamente con una época de bonanza para la economía zarista.

La economía soviética creció a un ritmo (2.4% anual) claramente superior al que crecía la economía del régimen zarista anterior (1.5% anual)

Esto último se reconoce en uno de los estudios a los que el propio profesor Rallo hace referencia en su primer artículo, en el que, además, se ofrecen datos del crecimiento económico de los territorios de la (futura) URSS desde 1861-1863 hasta 1911-1913. El profesor Rallo podría haber usado estos datos para extender el período presoviético bajo consideración y ofrecer una comparación un poco más aceptable entre lapsos temporales de similar longitud. Pero no lo hizo, posiblemente, porque se habría visto obligado a reconocer que la economía soviética creció a un ritmo (2.4% anual) claramente superior al que crecía la economía del régimen zarista anterior (1.5% anual).

Así, dado que la comparación histórica -cuando se hace con criterios científicos- no permite demostrar su tesis y que, de hecho, la contradice, el profesor Rallo explica que “comparar los logros económicos del zarismo con los de la URSS no resulta del todo adecuado” y nos propone comparar el crecimiento económico soviético con el de otros países durante el mismo lapso temporal. Así, Juan Ramón Rallo nos informa sobre el crecimiento económico anual medio, entre 1916 y 1989, de Singapur (3%), Hong-Kong (3.4%), Grecia (2.8%), Portugal (2.8%) y Japón (3.4%). La selección de la muestra, sin embargo, es sesgada una vez más. En primer lugar, porque todos estos países tienen un volumen de población varias veces inferior al de la URSS y por eso, como reconoce el profesor liberal, son de difícil comparación3. Pero, además, también es sesgada porque todos ellos disfrutaron de condiciones especialmente favorables durante el siglo XX que permiten explicar en buena medida el gran crecimiento experimentado en sus economías.

Singapur, Hong-Kong y Portugal, se vieron nada o poco afectados por la Segunda Guerra Mundial, y aunque Grecia y Japón tuvieron pérdidas económicas notables, recibieron cantidades ingentes de recursos por parte de los Estados Unidos en el marco del Plan Marshall, en el primer caso, y de la lucha contra Corea del Norte (y la influencia china) en el segundo. La URSS, en cambio, fue uno de los países más castigados económicamente durante la Segunda Guerra Mundial pero no recibió ninguna ayuda de los Estados Unidos para su reconstrucción.

Además de esto, ninguno de los países con los que el profesor compara a la URSS padeció un conflicto de la magnitud de la Guerra Civil Rusa de 1920, que supuso una caída de la riqueza per cápita del país de alrededor de un 60%. Juan Ramón Rallo conoce la crudeza de la Guerra y él mismo expone los datos que acabamos de dar4. Sin embargo, sorprendentemente (o ya no tanto), decide ignorar estos hechos a la hora de comparar la evolución del PIB soviético con la de los otros países. Si, en cambio, los tomamos en consideración y analizamos la evolución del PIB per cápita soviético después de 1923 hasta 1991 (año de la disolución de la URSS) podemos comprobar que el crecimiento anual medio fue del 3.5% (y del 3.8% si analizamos hasta 1989, cuando empieza la desintegración de la URSS).

Es probable que los países con los que comparamos la economía soviética también padecieran impactos negativos de elementos que escapaban al control directo de sus gobernantes y no los estemos teniendo en cuenta en nuestra corrección. Precisamente por eso, la comparación de las economías de cinco países no nos sirven para determinar si uno de ellos tuvo un crecimiento económico elevado o no. De hecho, aunque Singapur, Grecia y Portugal se encuentren entre los 4 países con un menor crecimiento de los que el profesor analiza, no tendría sentido decir que el crecimiento económico de estos países no fue de una gran magnitud. Y esto es porque los estamos comparando con los países del mundo que tuvieron un mayor crecimiento, cuando la inmensa mayoría de ellos (unos 150 países) experimentaron un crecimiento inferior.

Si en lugar de seleccionar a los mejores países del mundo, comparamos el crecimiento de la economía soviética con el crecimiento de las economías del resto de países del mundo, podemos comprobar que la URSS se encuentra en el top 5 de países del mundo, muy por encima de la media mundial y, según los años que analicemos, como hemos visto, podría incluso ser el campeón mundial. Por todo esto, la experiencia soviética fue un éxito económico que no se puede discutir con los datos que tenemos actualmente a nuestra disposición.

En el segundo de sus artículos, el profesor Rallo no discute si el crecimiento económico soviético fue elevado o reducido, sino, en primer lugar, si fue a costa del bienestar de su población y, en segundo lugar, si estaba condenado al fracaso. Para demostrar el primero de sus puntos, el profesor Rallo aporta algunos datos sobre el peso del consumo en el PIB5. Más concretamente, el economista liberal explica que “antes de la revolución socialista (...) entre el 60-70% de toda la producción industrial se orientaba al consumo, a partir del stalinismo ese porcentaje llegó a descender incluso por debajo del 30%”. Aunque el profesor lo expone como un ejemplo de la maldad bolchevique, es consciente de que esta evolución responde a la Ley de Engel, establecida en 1857 y bien conocida por cualquier economista, y por eso se ve obligado a reconocer que “algo parecido a esto, claro, también sucede en las economías capitalistas”; pero entonces agrega que en las últimas, esto sucede “en mucha menor medida” ya que “el peso de la inversión en el PIB suele ubicarse entre el 15-20%, mientras que en la URSS llegó a copar casi el 35%”.

Más allá de lo inaceptable que resulta comparar un rango de datos medios y sesgados a la baja (el peso medio de la inversión en el PIB en los países de la UE-28 y en los EUA desde los años 50 es del 20%, aproximadamente) con valores extremos (“llegó a copar”), es importante reconocer que estos datos nos dicen bien poco sobre el nivel de vida de la población. Y es que, como es bien sabido, que la inversión tenga un peso elevado en el PIB, y que éste aumente drásticamente, no necesariamente se tiene que traducir en un progreso inferior de las condiciones de vida de la población porque el crecimiento de la riqueza que se consigue con dicha inversión puede permitir que el monto absoluto dedicado a bienes de consumo incremente indefinidamente y a gran velocidad. Quizá por eso, la única referencia con la que el profesor defiende su argumento es una investigación de una fundación norteamericana del año 84 en la que no se citan las fuentes que utilizan y prácticamente no se dan datos concretos que vayan más allá de las observaciones y las apreciaciones subjetivas de los autores.

Cierto es que la medición de los “estándares de vida” es tarea difícil. Sin embargo, distintos investigadores han intentado estimarlos mediante el análisis de archivos médicos en los que constan las tasas de mortalidad, la altura de la población o la ingesta de calorías; variables que expresan, más allá de las particularidades culturales del consumo de cada sociedad, la capacidad de la población de vivir con comodidad. En ellos se confirma sistemáticamente el éxito de la experiencia soviética en términos de calidad de vida (véanse, por ejemplo, Wheatcroft y Brainerd, y las referencias que constan allí). Y, aunque es verdad que las decisiones políticas que llevaron a esas mejoras no se dieron en un sistema político plenamente democrático, no podemos pensar, como hace el profesor Rallo, que dichas decisiones no serían las escogidas por la ciudadanía -y que, por lo tanto, la misma experiencia no podría darse bajo un modelo de socialismo democrático-, ni tampoco que las decisiones económicas que tomamos las personas en el sistema capitalista sí son completamente libres y voluntarias, ya que las desigualdades económicas condicionan la capacidad de informarse, decidir, influir y actuar de cada cual en el sistema actual.

En cualquier caso, toda la discusión precedente carecería de sentido si pudiésemos demostrar que el desarrollo económico socialista estaba condenado irremediablemente al fracaso. Esto es lo que afirma el profesor Rallo argumentando que “invertir continuamente en bienes de capital [como se hizo en la URSS] no permite conseguir un crecimiento ilimitado” porque “si el número de bienes de capital aumenta pero el número de trabajadores no lo hace, la productividad de los nuevos bienes de capital tenderá a caer. Por ejemplo, si un empleado a duras penas puede manejar diez máquinas distintas, proporcionarle más maquinaria no logrará incrementar sustancialmente la producción nacional”.

Sin embargo, aunque el profesor Rallo no lo explicita, el razonamiento anterior sólo tiene sentido si ignoramos la existencia de progreso técnico; ya que, en caso contrario, deberíamos considerar que los bienes de capital puedan cambiar su forma y su naturaleza para adaptarse al número de trabajadores que los han de manejar, ampliando sin límites las posibilidades de crecer. Esto último es, de hecho, lo que ocurre normalmente y por eso los países con las mayores rentas per cápita del mundo son también los que tienen un mayor stock de capital por trabajador y por unidad de output; es decir, que son aquellos que han acumulado más capital, con independencia de la fuerza laboral de la que disponga el país.

Es difícil imaginar que en la URSS se destinaran recursos a la producción de bienes inútiles que los trabajadores no podían utilizar, en lugar de usar esos recursos para adaptar y mejorar los bienes existentes a las condiciones de uso imperantes en cada momento y lugar. Pero supongamos, como hace el profesor sin aportar ningún dato, que el progreso técnico soviético hubiese sido escaso. Entonces todavía sería necesario explicar de qué manera fue posible un crecimiento económico, si no milagroso, sí relevante, durante, por lo menos, 50 años -cuando, de acuerdo con su tesis, la tendencia al estancamiento debería haber aparecido desde el primer momento en que desapareciese la mejora técnica junto a la implantación de la planificación-.

Preveyendo esta crítica, el profesor Rallo explica que “la URSS consiguió evitar la aparición de rendimientos decrecientes del capital gracias a la existencia de un “ejército industrial de reserva” que podía movilizar a discreción para incrementar la fuerza laboral en la industria (especialmente, a través del traslado de trabajadores desde el campo a la ciudad y logrando la incorporación de la mujer al mercado laboral), pero a comienzos de los 70 esa bolsa de trabajadores desapareció y, por tanto, seguir aumentando la dotación de bienes de capital dejó de impulsar tanto el crecimiento”. Sin embargo, una vez más, no aporta ni un solo dato y no lo hace, probablemente, porque no puede.

Una mirada a la distribución de la población soviética indica que en el año 1970 un 38% de la población residía en zonas rurales, en 1979 lo hacía un 31% y en 1989 un 27%. En esos mismos años, en los Estados Unidos, vivían en zonas rurales un 26.4%, un 26.3% y un 22%, respectivamente. En la actualidad, en los Estados Unidos y en Europa, esta cifra se encuentra alrededor del 20%, por lo que hay que convenir que en la URSS existía un margen importante para el traslado de población rural a las áreas urbanas y que el estancamiento económico no fue por la falta de un “ejército rural de reserva”. Respecto a la incorporación de la mujer al mercado laboral, el análisis de los datos nos lleva a las mismas conclusiones: la alta participación laboral de las mujeres era una característica de la economía soviética desde, por lo menos, los años 50, en la que esta tasa era del 80% y se mantuvo estable alrededor de ese valor hasta la disolución de la URSS, por lo que tampoco es posible explicar el estancamiento económico como resultado de la falta de mano de obra femenina.

Por lo tanto, el estancamiento económico de la URSS no era una consecuencia inevitable de su modelo de crecimiento sino que fue, como han explicado perfectamente Roger Keeran y Thomas Keeny (2010), el resultado de las reformas económicas capitalistas que, junto a la corrupción inherente al totalitarismo, impidieron una planificación económica solvente. En consecuencia, el modelo económico socialista fue una experiencia de éxito que permitió el progreso económico de la URSS en un tiempo y magnitud récord. Lo único que hay que rechazar, entonces, es la falta de democracia en el ámbito político; pero la intervención del mercado y el control de la inversión se mostraron, durante esos años, como mecanismos efectivos para el crecimiento de la riqueza de la nación y, por lo tanto, nos da pistas sobre cómo regular la economía para que sirva realmente para la mejora de las condiciones de vida de la mayoría de la población.


*Este artículo ha sido publicado originalmente en Catarsi Magazin en catalán.


1 Las fuentes que usa Juan Ramón Rallo (Maddison Project) pueden encontrarse actualizadas para el año 2020 (sin cambios relevantes respecto a los ofrecidos por el profesor Rallo) aquí, donde, además de visualizarlos online, es posible descargarlos en formato csv.

2 Un ejemplo actual de los problemas de hacer comparativas de corto plazo lo encontraríamos si afirmásemos que las políticas económicas de Zapatero (crecimiento anual medio del PIB per cápita del 0.7%) fueron mejores que las de Rajoy (crecimiento anual medio del PIB per cápita del -0.05%), sin tener en cuenta que el segundo se enfrentó a una situación económica internacional mucho más complicada que el primero.

3 El profesor reconoce que esto puede ser problemático en los casos de Singapur, Hong-Kong, Grecia y Portugal pero nos dice que este problema no aplica a Japón a pesar de que en 1913 tenía una población equivalente a un tercio, aproximadamente, de la que vivía en la URSS.

4 Él lo hace para “demostrar” la maldad de la Revolución Bolchevique, sin pensar que el coste económico de las guerras no puede ser un criterio suficiente para determinar su conveniencia o la falta de ella. Y es que, de hecho, para Europa también habría sido más económico dejar que Alemania e Italia invadieran los demás países europeos en lugar de declararles la guerra a estos estados, pero nadie en su sano juicio defenderá que por este motivo debamos considerar equivocada la decisión de los aliados.

5 También ofrece un par de ejemplos que no van más allá de la anécdota y la caricatura. Concretamente, el profesor intenta que una crisis alimentaria de dos años en una región concreta de la URSS sea representativa de la capacidad económica de un país 4 veces más grande y que mantuvo políticas socialistas durante más de 50 años; y también intenta que los hábitos de vida de la población urbana soviética, que habitaba viviendas compartidas, represente la falta de acceso a la vivienda, sin tener en cuenta los metros cuadrados que se compartían, el número de miembros de las familias o la jerarquización entre bienes de consumo que podría provocar, como sucedería si estudiásemos la falta de camas en los países asiáticos, que se prefiriera el consumo de otros bienes antes que una vivienda individual.

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