Los economistas David Card, Joshua Angrist y Guido Imbens han obtenido el galardón por hacer más científica la economía, inventando trucos para atacar su pregunta más difícil: qué causa qué.
La medalla de un Premio Nobel de hace unos años.
¡Buenos días! Hoy quiero hablaros de otro premio Nobel, el de economía. Pero sin vídeos de pájaros.
No es fácil explicar qué provoca los resultados que observamos. Por ejemplo, sabemos que los niños de colegios privados tienen mejores trabajos de adultos, ¿pero en qué medida eso es una consecuencia de su educación y en qué medida ambas cosas —trabajo y colegio— son una consecuencia de que sus padres son más ricos? En el mundo real todo está conectado; cuesta observar una causa y sus efectos sin que se crucen variables.
Por desgracia, nuestra intuición ignora eso. Las personas sacamos conclusiones precipitadas con facilidad pasmosa. Si nos dicen que entre los niños que usan mucho el móvil hay el doble de casos de depresión, corremos a pensar que el teléfono los deprime… aunque es perfectamente posible que sea al revés (que la depresión de algunos niños los empuje a abusar del móvil). Este fallo humano lo conocemos desde hace siglos, por eso es una falacia lógica con nombre: “Si ocurre después de esto, por tanto ocurre a causa de esto” (post hoc ergo propter hoc).
La pandemia nos ha dejado otros ejemplos, pero mi favorito es un consejo tradicional que ha envejecido mal. ¿Os acordáis que hasta 2018 la gente te decía que te abrigases para no constiparte? En el imaginario popular el frío causaba infecciones. Ahora ha quedado claro que no debía de ser eso, porque para evitar la covid nadie te dice que te pongas un jersey, sino que evites los interiores, que no tosas encima de la gente y que te laves las manos. Los constipados circulan más en nuestro invierno y la temperatura desempeña aquí algún efecto, pero si asociábamos pasar frio y constiparnos, en parte era porque confundíamos correlación y casualidad.
Los economistas sabían que correlación no implicaba causalidad, pero hacían poco al respecto. Al menos así explica Justin Wolfers, catedrático de la Universidad de Michigan, lo que supuso el trabajo de los tres premiados: “Mirábamos los datos y decíamos ‘correlación no es causalidad’, pero enseguida lo olvidábamos y formulábamos un montón de juicios pseudocausales basados en datos que realmente no sostenían esas afirmaciones. Pero David [Card], Josh [Angrish] y Guido [Imbens] dijeron: 'Espera'. Su respuesta no fue el rollo destructivo habitual de ‘no podemos hacer afirmaciones causales’, sino algo enteramente constructivo: aquí tienes una caja de herramientas que puede ayudarte a hacer afirmaciones causales creíbles”.
No es un logro pequeño. Los premiados inventaron nuevos métodos para enfrentar el problema más profundo de la ciencia social.
El laboratorio del Alfred Nobel, donde hizo sus experimentos, en Karlskoga (Suecia).JONATHAN NACKSTRAND / AFP
La navaja suiza del experimento natural
La idea esencial de los premiados fue el experimento natural. Para entenderla, es útil dar un paso atrás y pensar cómo se resolverían todas las preguntas causales: la solución sería tener universos contrafácticos. ¿Quieres averiguar el efecto de vacunar a una persona? Bastaría generar dos universos idénticos, en uno vacunarla y en el otro no. Como hacer eso es imposible, los científicos usan un plan B, que son los experimentos con grupo de control.
Estos son ensayos que dividen a miles de voluntarios en dos grupos al azar, para que fuesen iguales en todo, salvo en la intervención de recibir (o no) la vacuna. Es un truco estupendo porque evita las interferencias. Con un grupo de control, ya da igual si el virus muta o la incidencia baja: como esos cambios afectarán a los dos grupos, siempre podremos compararlos y atribuir las diferencias al efecto de las vacunas.
¿Pero qué pasa cuándo no hay experimentos, porque son poco éticos, son caros o simplemente no se hacen? Ahí entran en juego Card, Angrist e Imbens. Demostraron que era posible buscarlos en la naturaleza. En el mundo real se producen un montón de experimentos, o casi experimentos, que podemos explotar para responder preguntas.
Uno de los primeros ejemplos fue el trabajo de David Card de 1990 en el que usó la llegada masiva de cubanos a Miami para estudiar los efectos de la inmigración sobre el empleo. En pocos meses, los trabajadores sin cualificación habían aumentado un 20% en la región. ¿Causó eso una bajada de los salarios? Card comparó la evolución de los sueldos en Miami con la de los de otras ciudades y observó que no. Era solo un estudio circunscrito a un lugar y un tiempo, pero empujó a los economistas a repensar sus modelos teóricos.
Otro clásico fue el trabajo de Angrist sobre servir en el ejército. ¿Qué efecto tiene alistarse sobre la vida de una persona? No es algo fácil de observar sin más: si vemos que los veteranos ganan poco dinero, no podemos saber si es consecuencia de la guerra o si hubiese sido así en cualquier caso (¡Porque correlación no implica causalidad!). Pero Angrist encontró un experimento natural: comparó a los jóvenes que fueron llamados a filas por sorteo durante la guerra de Vietnam, con otros jóvenes que se quedaron a punto de ser elegidos. Lo que vio es que, diez años después de acabar la guerra, los veteranos tenían unos ingresos un 15% inferiores que los de personas parecidas.
Buscar estos atajos fue una revolución metodológica. En palabras del economista Alex Tabarrok: “Los últimos treinta años de economía empírica han sido el resultado de economistas que abrían sus ojos a los experimentos naturales que había a su alrededor, por todas partes”.
El caso del salario mínimo
De los primeros experimentos naturales, el más comentado estos días es el que publicaron Card y Alan Krueger en 1993, sobre una cuestión todavía actual: ¿Subir el salario mínimo destruye empleos?
Para averiguarlo, los dos economistas aprovecharon una ley de 1992 que lo elevó en Nueva Jersey de 4,25 a 5,05 dólares. Lo que hicieron fue recoger datos de 400 restaurantes de comida rápida en ese Estado y en la vecina Pensilvania, donde el salario mínimo se mantuvo constante, razonando que cualquier otro factor que afectase a una región influiría también en la otra. ¿Creció menos el empleo en Nueva Jersey que en Pensilvania al aprobarse la ley? Descubrieron que no, contradiciendo a muchos economistas.
Nada de casual tuvo que este resultado fuera polémico. Era normal que un método nuevo arrojara resultados en llamativo contraste con las creencias de grandes economistas de la tradición anterior, más teórica. Eso demostraba la virtud del nuevo enfoque. Inventar técnicas creíbles para responder preguntas con datos debía llevar la discusión al terreno factual. Si el empleo no tuvo peor evolución en Nueva Jersey que en Pensilvania, eso es un hecho que los teóricos debían incorporar.
Después de 30 años de estudios, hay economistas empíricos que todavía piensan que el salario mínimo destruye empleo, y otros —quizás la mayoría— que piensan que sus efectos son mínimos. Pero lo importante es fijarse en lo que han acordado unos y otros: están de acuerdo en que se trata de una pregunta empírica que se responde mirando la realidad.
Esa transformación es la historia de este Nobel.
Card, Krueger, Angrist e Imbens hicieron de la economía una disciplina “más científica”, como dice Noah Smith. “Si incluso la teoría más consensuada, básica y querida de la disciplina podía refutarse mediante datos empíricos, eso significa que la economía consiste en un conjunto de afirmaciones falsables sobre el mundo en el que vivimos”. En un campo dominado por aproximaciones casi filosóficas para grandes preguntas, los premiados decidieron indagar la realidad poco a poco, haciendo preguntas pequeñas, pero obteniendo respuestas firmes. Abrazaron la mirada curiosa de la rutina científica.
Fue una revolución que se sintió más allá de la economía. Desde los noventa, los experimentos naturales han cambiado la ciencia política, la sociología, la demografía y la salud pública. Los premiados, y la generación de científicos que les siguieron, han empujado esas disciplinas para ser menos teóricas y más empíricas. La ciencia social ha dejado de ser una ciencia sin experimentos. Negarlo, hoy por hoy, es poner excusas.
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