Por Jean Tirole, Nobel de Economía 2014.
PRÓLOGO
¿Qué ha sido del bien común?
Desde el rotundo fracaso económico, cultural, socia
l y medioambiental de las economías planificadas, desde la caída del muro de Berlín y la metamorfosis económica de China, la economía de mercado ha pasado a ser el modelo dominante, por no decir exclusivo, de organización de nuestras sociedades. Incluso en el «mundo libre», el poder político ha perdido su influencia en favor del mercado y de una serie de nuevos actores. Las privatizaciones, la apertura a la competencia, la globalización, el sistemático uso de las subastas para los contratos públicos restringen el ámbito de la decisión pública. Y el aparato judicial y las autoridades independientes de regulación, órganos no sometidos a la primacía de lo político, se han convertido en actores imprescindibles.
l y medioambiental de las economías planificadas, desde la caída del muro de Berlín y la metamorfosis económica de China, la economía de mercado ha pasado a ser el modelo dominante, por no decir exclusivo, de organización de nuestras sociedades. Incluso en el «mundo libre», el poder político ha perdido su influencia en favor del mercado y de una serie de nuevos actores. Las privatizaciones, la apertura a la competencia, la globalización, el sistemático uso de las subastas para los contratos públicos restringen el ámbito de la decisión pública. Y el aparato judicial y las autoridades independientes de regulación, órganos no sometidos a la primacía de lo político, se han convertido en actores imprescindibles.
Sin embargo, la victoria de la economía de mercado solo ha sido una victoria a medias, pues no se ha ganado a la gente. La supremacía del mercado, que solo cuenta con la confianza de una pequeña minoría de nuestros conciudadanos, se acepta con un fatalismo unido, en algunos casos, a la indignación. Una crítica poco precisa denuncia el triunfo de la economía sobre los valores humanistas, un mundo sin piedad ni compasión entregado al interés privado, la desintegración del vínculo social y de los valores ligados a la dignidad humana, el repliegue de lo político y del servicio público, o la falta de sostenibilidad de nuestro medioambiente. Un eslogan popular que traspasa las fronteras nos recuerda que «el mundo no es una mercancía». Todos estos dilemas resuenan con particular intensidad en el contexto actual marcado por la crisis financiera, el aumento del paro y las desigualdades, la incapacidad de nuestros dirigentes de hacer frente al cambio climático, la fragilidad de la construcción europea, la inestabilidad geopolítica y la crisis de los migrantes que de ella resulta, así como por el auge de los populismos en todo el mundo.
¿Qué ha sido de la búsqueda del bien común? ¿En qué medida la economía puede contribuir a su realización?
Definir el bien común, ese al que aspiramos para nuestra sociedad, requiere, al menos en parte, un juicio de valor. Dicho juicio puede reflejar nuestras preferencias, nuestro grado de información, así como el lugar que ocupamos en la sociedad. Aunque estemos de acuerdo en que esos objetivos son deseables, podemos ponderar de diferente modo la equidad, el poder adquisitivo, el medioambiente, la importancia que concedamos al trabajo o a nuestra vida privada. Por no hablar de otras dimensiones como los valores morales, la religión o la espiritualidad sobre las que puede haber opiniones profundamente divergentes.
Sin embargo, es posible eliminar parte de la arbitrariedad inherente al ejercicio de definir el bien común. La reflexión intelectual nos ofrece una buena introducción en la materia. Suponga que usted aún no ha nacido y que, por lo tanto, no conoce el lugar que le va a ser reservado en la sociedad: ni sus genes, ni su medio familiar, social, ético, religioso, nacional... Y plantéese la pregunta: «¿En qué sociedad me gustaría vivir, sabiendo que podría ser un hombre o una mujer, estar dotado de buena o mala salud, haber nacido en el seno de una familia acomodada o pobre, instruida o poco cultivada, atea o creyente, crecer en el centro de París o en Lozère, querer realizarme a través del trabajo u optar por otro estilo de vida, etcétera?». Ese modo de interrogarse, de hacer abstracción del lugar que se ocupa en la sociedad y de los atributos que se poseen, de situarse «tras el velo de la ignorancia», es producto de una larga tradición intelectual, inaugurada en Inglaterra en el siglo XVII por Thomas Hobbes y John Locke, que prosiguió en la Europa continental en el siglo XVIII con Immanuel Kant y Jean-Jacques Rousseau (y su contrato social) y que se ha renovado recientemente en Estados Unidos con la teoría de la justicia del filósofo John Rawls (1971) y la comparación interpersonal de los bienestares del economista John Harsanyi (1955).
Para limitar las alternativas e impedir que usted se salga por la tangente mediante una respuesta utópica, reformularé ligeramente la pregunta: «¿En qué organización de la sociedad le gustaría vivir?». Lo pertinente, en efecto, no es saber en qué sociedad ideal nos gustaría vivir (por ejemplo, en una sociedad en la que los ciudadanos, los trabajadores, los dirigentes del mundo económico, los responsables políticos, los países darían espontáneamente preferencia al interés general en detrimento de su interés personal), pues, aunque, como veremos en este libro, el ser humano no busca siempre su interés material, no tener en cuenta los incentivos y una serie de comportamientos muy previsibles, como ocurrió, por ejemplo, con el mito del hombre nuevo, llevó en el pasado a unas formas de organización de la sociedad totalitarias y empobrecedoras.
Este libro parte, pues, del principio siguiente: ya seamos políticos, empresarios, asalariados, parados, trabajadores independientes, altos funcionarios, agricultores, investigadores, sea cual sea el lugar que ocupemos en la sociedad, todos reaccionamos a los incentivos a los que nos enfrentamos. Estos incentivos —materiales o sociales—, unidos a nuestras preferencias, definen nuestro comportamiento. Un comportamiento que puede ir en contra del interés colectivo. Esa es la razón por la que la búsqueda del bien común pasa en gran medida por la creación de instituciones cuyo objetivo sea conciliar en la medida de lo posible el interés individual y el interés general. En este sentido, la economía de mercado no es en absoluto una finalidad. Es, como mucho, un instrumento, y un instrumento muy imperfecto, si se tiene en cuenta la discrepancia que puede haber entre el interés privado de los individuos, los grupos sociales o las naciones y el interés general.
Aunque es difícil situarse tras el velo de la ignorancia, dado lo condicionados que estamos por el lugar específico que ocupamos en la sociedad[1], este ejercicio intelectual nos permitirá encaminarnos con mucha más seguridad hacia un terreno de entendimiento. Puede que yo consuma mucha agua o que contamine mucho, no porque me produzca un placer intrínseco, sino porque satisface mi interés material: produzco más verduras, economizo en gastos de aislamiento o me ahorro el comprar un vehículo menos contaminante. Y usted, que padece mi actitud, lo desaprobará. Pero, si reflexionamos acerca de la organización de la sociedad, podemos ponernos de acuerdo sobre si mi comportamiento es deseable desde el punto de vista de alguien que no sabe si será beneficiario o víctima de él, es decir, si el perjuicio de la segunda supera el beneficio del primero. El interés individual y el interés general divergen cuando mi libre albedrío se enfrenta al interés de usted, pero convergen en parte tras el velo de la ignorancia.
Otro beneficio de ese instrumento de razonamiento que es la abstracción del velo de la ignorancia radica en que los derechos adquieren racionalidad y dejan de ser simples eslóganes: el derecho a la sanidad es una garantía frente a la desgracia de tener malos genes, la igualdad de oportunidades en la educación debe ser una garantía frente a las diferencias que genera el medio en el que nacemos y crecemos, los derechos humanos y la libertad son protecciones frente a la arbitrariedad de los gobernantes, etcétera. Los derechos dejan de ser conceptos absolutos, que la sociedad puede conceder o no, y eso los hace más operativos, pues en la práctica pueden otorgarse a diversos niveles o entrar en conflicto entre sí (por ejemplo, la libertad de uno acaba donde comienza la del otro).
La búsqueda del bien común adopta como criterio nuestro bienestar tras el velo de la ignorancia. No prejuzga soluciones y no tiene más finalidad que el bienestar colectivo. Admite el uso privado para el bienestar de la persona[2], pero no el abusar de él a expensas de los demás. Tomemos el ejemplo de los bienes comunes, esos bienes que, tras el velo de la ignorancia, deben, por equidad, pertenecer a la comunidad: el planeta, el agua, el aire, la biodiversidad, el patrimonio, la belleza del paisaje... Su pertenencia a la comunidad no impide que, al final, esos bienes terminen siendo consumidos por los individuos. Por todos, a condición de que mi consumo no excluya el de usted (es el caso del conocimiento, del alumbrado público, de la defensa nacional o del aire[3]). Por el contrario, si el bien está disponible en cantidad limitada o si la colectividad desea restringir su uso (como en el caso de las emisiones de CO2), este último se privatiza necesariamente de un modo u otro. Así, la tarificación del agua, del carbono o del espectro radioeléctrico privatiza su consumo concediendo a los agentes económicos un uso privativo siempre y cuando paguen a la colectividad el precio exigido. Pero es precisamente la búsqueda del bien común la que motiva ese uso privativo: el poder público quiere evitar que se derroche agua, desea responsabilizar a los agentes económicos de la gravedad de sus emisiones y pretende asignar un recurso escaso —el espectro radioeléctrico— a aquellos operadores que vayan a hacer buen uso de él.
Estas observaciones anticipan en gran medida la respuesta a la segunda pregunta, la contribución de la economía a la búsqueda del bien común. La economía, como las otras ciencias humanas y sociales, no tiene como objetivo sustituir a la sociedad a la hora de definir el bien común. Pero puede contribuir a ello de dos modos. Por una parte, puede orientar el debate hacia los objetivos encarnados en el concepto de bien común diferenciándolos de los instrumentos que pueden contribuir a su realización. Pues, como veremos, con demasiada frecuencia dichos instrumentos, ya se trate de una institución (por ejemplo, el mercado), de un «derecho a» o de una política económica, adquieren vida propia, terminan por perder su objetivo y van en contra del bien común que era lo que los justificaba en un principio. Por otra parte, y sobre todo, la economía, al considerar el bien común como un criterio fundamental, desarrolla los instrumentos para contribuir a él.
La economía no está ni al servicio de la propiedad privada y los intereses individuales, ni al de los que querrían utilizar al Estado para imponer sus valores o hacer que sus intereses prevalezcan. Rechaza tanto la supremacía del mercado como la supremacía del Estado. La economía está al servicio del bien común; su objetivo es lograr un mundo mejor. Para ello, su tarea es identificar las instituciones y las políticas que van a favorecer el interés general. En su búsqueda del bienestar para la comunidad, la economía engloba la dimensión individual y la colectiva del sujeto. Analiza las situaciones en las que el interés individual es compatible con esa búsqueda del bienestar colectivo y aquellas en las que, por el contrario, constituye un obstáculo.
Itinerario
El recorrido que propongo al lector a través de la economía del bien común es exigente, pero, así lo espero, enriquecedor. Este libro no es ni una lección magistral ni una plantilla de respuestas, sino, como la investigación, un instrumento de análisis. Y trasluce una visión personal de lo que es la ciencia económica, el modo en que se elabora y lo que ella implica. La visión que surge de una investigación basada en el enfrentamiento entre la teoría y la práctica y de una organización de la sociedad que reconoce tanto las virtudes del mercado como su necesaria regulación. El lector podrá estar en desacuerdo con determinadas conclusiones, por no decir con la mayoría de ellas; pero me gustaría que, incluso en esta hipótesis, halle en la argumentación de esta obra materia de reflexión. Mi objetivo es que desee comprender mejor el mundo económico que lo rodea, que su curiosidad le lleve a mirar al otro lado del espejo.
La economía del bien común ambiciona también compartir mi pasión por una disciplina, la economía, ventana abierta a nuestro mundo. Hasta que, a los 21 o 22 años, no asistí a mi primer curso de economía, mi único contacto con esa materia era el que me proporcionaban los medios de comunicación. Intentaba comprender la sociedad. Me gustaba el rigor de las matemáticas o de la física y me apasionaban las ciencias humanas y sociales, la filosofía, la historia, la psicología... Enseguida me cautivó la economía, pues combina el enfoque cuantitativo con el estudio de los comportamientos humanos individuales y colectivos. Pronto me di cuenta de que la economía me abría a un mundo que entendía mal y me ofrecía una doble oportunidad: enfrentarme a problemas exigentes y apasionantes desde el punto de vista intelectual y contribuir a la toma de decisiones en el ámbito público y en el privado. La economía no solo documenta y analiza los comportamientos individuales y colectivos, también aspira a mejorar el mundo emitiendo recomendaciones de política económica.
El libro se articula en torno a cinco grandes temas. El primero trata de la relación de la sociedad con la economía en su calidad de disciplina y paradigma. El segundo está dedicado a la profesión de economista, desde su labor cotidiana como investigador hasta su implicación en la sociedad. Nuestras instituciones, Estado y mercado, centran el tercer tema situándolas en su dimensión económica. El cuarto tema ofrece elementos de reflexión sobre cuatro grandes desafíos macroeconómicos que constituyen el núcleo de las preocupaciones actuales: el clima, el paro, el euro y las finanzas. El quinto trata de un conjunto de cuestiones microeconómicas que tienen, sin duda, menos eco en el debate público, pero que son esenciales para nuestra vida cotidiana y para el futuro de nuestra sociedad. Reagrupadas bajo el título de desafío industrial, incluyen la política de la competencia y la política industrial, la revolución digital —sus nuevos modelos económicos y sus desafíos para la sociedad—, la innovación y la regulación sectorial.
La relación de la sociedad con la economía
Las dos primeras partes del libro están dedicadas al papel de la disciplina económica en nuestra sociedad, a la situación del economista, al trabajo cotidiano de un investigador en esta materia, a su relación con otras ciencias sociales y al cuestionamiento de los fundamentos morales del mercado.
Durante mucho tiempo dudé en incluir estos capítulos por temor a contribuir a la tendencia actual a hacer de los economistas unas «estrellas mediáticas», algo que les suele gustar mucho a los periodistas, y a desviar la atención del auténtico objetivo económico del libro. Finalmente decidí arriesgarme. Mis debates en los institutos, en las universidades o en otros lugares alejados de esos centros de saber han hecho que tome conciencia de los interrogantes que plantea mi disciplina. Las preguntas son siempre las mismas. ¿Qué es lo que hace un investigador en economía? ¿La economía es una ciencia? ¿Puede haber una disciplina económica basada en el «individualismo metodológico», según el cual los fenómenos colectivos son resultado de los comportamientos individuales y, a su vez, influyen en estos?
¿Se puede postular una forma de racionalidad de los comportamientos y, en caso afirmativo, cuál? ¿Los mercados son morales? ¿Para qué sirven los economistas si no han sabido predecir la crisis de 2008?
La economía es tan exigente como accesible. Exigente porque, como veremos en el capítulo 1, nuestras intuiciones nos juegan con frecuencia malas pasadas. Todos somos vulnerables y susceptibles de ceder a ciertas heurísticas y a ciertas creencias. La primera respuesta que nos viene a la mente cuando reflexionamos sobre un problema económico no siempre es la correcta. Nuestro razonamiento se queda con frecuencia en la apariencia, en las creencias que nos gustaría tener, en las emociones que sentimos. La economía tiene como objeto ir más allá de las apariencias. Es una lentilla que modela nuestra mirada sobre el mundo y nos permite mirar más allá del espejo. La buena noticia es que, una vez que se desenmascaran las trampas, la economía es accesible. Su comprensión no exige una instrucción extraordinaria o un cociente intelectual superior a la media. Puede nacer de la conjunción de una curiosidad intelectual y de una cartografía de las trampas naturales que nos tiende nuestra intuición. Ilustraré cada capítulo con ejemplos concretos para esclarecer la teoría y reforzar la intuición.
Hay muchas obras que, haciéndose eco del difuso malestar evocado más arriba, se interrogan sobre la moralidad del mercado e insisten en la necesidad de establecer una frontera clara entre la esfera mercantil y la no mercantil. El capítulo 2 demuestra que algunas de las críticas al mercado desde el punto de vista moral no son sino reformulaciones de la idea de «fallo de mercado», que apela a una acción pública, pero en la que no intervienen particularmente problemas éticos. Otras críticas son más profundas. Trataré de entender por qué nos molestan las transacciones de mercado que implican venta de órganos, madres de alquiler o la prostitución. Insistiré en la idea de que la indignación, si bien es susceptible de señalar desviaciones en los comportamientos individuales o en la organización de nuestra sociedad, puede ser también una mala consejera. Con demasiada frecuencia, ha llevado en el pasado a afirmar preferencias individuales en detrimento de la libertad de los demás; y, con demasiada frecuencia también, evita una reflexión en profundidad. Finalmente, el capítulo analiza nuestras inquietudes respecto a la pérdida del vínculo social y el desarrollo de la desigualdad en la economía de mercado.
La profesión de economista
La segunda parte del libro trata de la profesión de economista, empezando, en el capítulo 3, por el compromiso del economista con la sociedad. La disciplina económica ocupa un lugar aparte en las ciencias humanas y sociales; es la que más interroga, fascina e inquieta. Los economistas, cuyo papel no es tomar decisiones, sino identificar las regularidades que estructuran la economía y compartir con los demás lo que nos dicen los conocimientos actuales de la ciencia económica, se enfrentan a dos críticas un tanto contradictorias. Para unos, los economistas no sirven para nada; para otros, por el contrario, son influyentes, pero sus investigaciones legitiman unas políticas que van en contra del bien común. Me concentraré en esta segunda, dejando al conjunto del libro la tarea de responder a la primera.
Reflexionar sobre el papel social de los economistas es legítimo. Los investigadores en economía, así como sus homólogos de las otras disciplinas científicas, están generalmente financiados por el Estado; influyen en sectores enteros de nuestras regulaciones y de nuestro sistema económico, bien directamente a través de su participación en la vida social, bien indirectamente a través de su investigación y su enseñanza. Su falibilidad, como la de cualquier científico, no debe diluir su responsabilidad de rendir cuentas. Por apasionante que sea la vida de los economistas universitarios, deben ser útiles, como colectivo, a la sociedad.
La implicación del investigador en la sociedad se expresa de múltiples modos: interacción con el sector público y con el privado, participación en el debate público, mediático o político. Cada una de estas interacciones, bien estructuradas, es útil a la sociedad, pero lleva en sí gérmenes contaminantes. Tomando como ejemplo la economía (aunque, desde una perspectiva más amplia, es aplicable a la investigación universitaria en general), el capítulo 3 pasa revista a aquello que puede alterar la investigación y su transmisión y propone algunas reflexiones personales sobre cómo las instituciones pueden limitar el riesgo de que el dinero, las amistades, el deseo de reconocimiento o de celebridad alteren el comportamiento del investigador dentro y fuera del laboratorio.
El capítulo 4 describe el trabajo cotidiano de un investigador en economía. Explico por qué esta «ciencia lúgubre», como la calificó el historiador Thomas Carlyle en 1849 en un panfleto en el que proponía restablecer la esclavitud, es, por el contrario, cautivadora; por qué un estudiante que piensa en su futura carrera puede plantearse ser economista.
Evoco la complementariedad y el vaivén entre la teoría y el trabajo empírico; el papel de las matemáticas; la validación de los conocimientos; el consenso y los desacuerdos entre economistas o su tipo de razonamiento cognitivo. Por último, presento de modo intuitivo los dos avances teóricos: la teoría de juegos y la de la información, que han revolucionado nuestra comprensión de las instituciones económicas en las últimas cuatro décadas.
Los antropólogos, los economistas, los historiadores, los juristas, los politólogos, los psicólogos y los sociólogos se interesan por los mismos individuos, por los mismos grupos y por las mismas sociedades. El capítulo 5 vuelve a situar la economía en el seno de las ciencias humanas y sociales, en las que estaba integrada hasta el siglo XIX. En el siglo XX, la economía se desarrolló autónomamente a través de la ficción del Homo œconomicus, es decir, de la simplificadora hipótesis de que los que toman decisiones (consumidores, políticos, empresas...) son racionales porque actúan en favor de sus intereses dada la información de que disponen (sin embargo, la economía insiste en la idea de que esa información puede ser insuficiente o estar manipulada). En la práctica, evidentemente, cuando reflexionamos y tomamos decisiones, todos sufrimos sesgos y tenemos objetivos que van más allá de nuestro interés material, que no buscamos sistemáticamente. Desde hace veinte años, y de forma creciente, la investigación en economía incorpora aportaciones del resto de las ciencias sociales y humanas para entender mejor los comportamientos de los individuos y de los grupos, las decisiones políticas o el modo en que se forjan las leyes. El capítulo muestra hasta qué punto tener en cuenta la procrastinación, los errores en la formación de nuestras creencias o los efectos contextuales enriquece la descripción de los comportamientos y de la ciencia económica. Trata de nuestra moralidad y su fragilidad; evoca el lazo entre motivación intrínseca y motivación extrínseca y la influencia de las normas sociales en nuestros comportamientos.
Nuestras instituciones
Los dos capítulos siguientes estudian a los actores principales de nuestra vida económica: el Estado y la empresa. El bien común me lleva, en el capítulo 6, a considerar una nueva concepción del Estado. Cuando pensamos en la sociedad, no tenemos que elegir entre Estado y mercado, como nos quieren hacer creer los partidarios del intervencionismo y los del laissez- faire. El Estado y el mercado son complementarios y no excluyentes. El mercado necesita regulación y el Estado, competencia e incentivos.
De creador de empleos a través de la función pública y de productor de bienes y servicios a través de las empresas públicas, el Estado se transforma en regulador. Su nuevo papel es el de fijar las reglas del juego e intervenir para paliar los fallos del mercado, no el de sustituirlo. Asume todas sus responsabilidades allí donde los mercados son deficientes, para garantizar una competencia sana, regular los monopolios, supervisar el sistema financiero, responsabilizarnos frente al medioambiente, protegernos frente a los avatares de la salud y de nuestra trayectoria vital, crear una auténtica igualdad de oportunidades y redistribuir mediante los impuestos. El capítulo analiza el papel y la pertinencia de las autoridades independientes y la supremacía de lo político. Aborda el espinoso tema de la reforma del Estado, insiste en su necesidad frente a la amenaza que las finanzas públicas suponen para la supervivencia de nuestro sistema social y da pistas sobre esa reforma.
El capítulo 7 trata de la empresa y comienza con un enigma: ¿por qué un modo de gestión muy particular, la gestión capitalista, está presente en la mayor parte del mundo? Es un modo que otorga el poder de decisión a los accionistas y, en caso de impago de las deudas, a los acreedores. Ahora bien, la empresa tiene muchos otros participantes: los asalariados, los subcontratistas, los clientes, las corporaciones locales, los países en los que está implantada, los Estados vecinos a los que su actividad podría causar daños. Se puede, pues, concebir una multitud de organizaciones en las que las partes implicadas se repartirían el poder en configuraciones de geometría variable. Tenemos tendencia a olvidar que, en un mundo de libre empresa, existen otros modos posibles, como la empresa autogestionada o la cooperativa. El análisis de la viabilidad de esas alternativas me lleva a disertar sobre los puntos fuertes y los puntos débiles de la gobernanza de las empresas. Analizaré, entonces, los conceptos de responsabilidad social de la empresa y de inversión social responsable: ¿qué engloban estos conceptos?
¿Son incompatibles con una economía de mercado o, por el contrario, constituyen su expresión natural?
Una ventana a nuestro mundo
Los capítulos que versan sobre grandes asuntos económicos (capítulos del 8 al 17) exigen mucha menos explicación, dado lo familiares que nos son sus materias. Esta parte del libro ofrece, pues, un viaje a través de una serie de temas que afectan a nuestra cotidianidad y que, sin embargo, no controlamos: el calentamiento global, el paro, Europa, las finanzas, la competencia y la política industrial, nuestra relación con lo digital, la innovación y la regulación sectorial. En cada uno de ellos, analizaré el papel de los actores públicos y privados y reflexionaré sobre las instituciones que podrían contribuir a una convergencia del interés individual y el interés general, es decir, al bien común.
Mi mensaje es optimista. Explica las razones por las que los males que sufren nuestras sociedades no son producto de la fatalidad: existen soluciones para el paro, el calentamiento global, el deterioro de la construcción europea. Explica igualmente cómo enfrentarse al reto industrial y cómo hacer para que los bienes y servicios tengan como primer objetivo el bien público y no los ingresos de los accionistas o de los empleados de las empresas. Muestra cómo regular las finanzas, los grandes monopolios, los mercados y el propio Estado sin que descarrile la máquina económica ni negar el papel del Estado en la organización de la sociedad.
La elección de los temas tratados es obligatoriamente selectiva. He optado por aquellos sobre los que he publicado trabajos en revistas científicas y he dejado de lado otros temas sobre los que otros economistas se expresan con mucho más conocimiento que yo o, como en el caso de la globalización o de la desigualdad, he optado por tratarlos parcialmente en el marco de otros capítulos, donde contribuyen a un intercambio de puntos de vista.
El hilo conductor
Aunque este libro se articula en torno a unos temas que nos son a todos familiares, su hilo conductor es un concepto al que, sin duda, muchos lectores están menos acostumbrados: la teoría de la información, innovación fundamental de la economía en las cuatro últimas décadas. Esta teoría se basa en una evidencia: las decisiones de los actores económicos (los hogares, las empresas, el Estado) están coaccionadas por la limitada información de que disponen. Las consecuencias de esas limitaciones informativas se pueden ver en todas partes: en la dificultad de los administrados para comprender y evaluar las políticas de sus gobernantes; en la del Estado para regular bancos y empresas dominantes, para proteger el medioambiente o para gestionar la innovación; en la de los inversores para controlar el uso que hacen de su dinero las empresas que ellos financian; en los modos de organización de nuestras empresas; en nuestras relaciones interpersonales, e incluso en nuestra relación con nosotros mismos, como cuando nos construimos una identidad o creemos lo que queremos creer.
Como demostraré, la necesaria compatibilidad de las políticas públicas con la información disponible tiene implicaciones cruciales a la hora de concebir la política de empleo, la protección del medioambiente, la política industrial o la regulación sectorial y bancaria. En el sector privado, las asimetrías de información subyacen en las instituciones de gobernanza y los modos de financiación. El tema de la información está en todas partes, en el núcleo mismo de la elaboración de nuestras instituciones y de nuestras decisiones en el ámbito de la política económica. En el núcleo de la economía del bien común.
Guía de lectura: los diecisiete capítulos están escritos de modo que se pueden leer independientemente los unos de los otros. Un lector que no disponga de tiempo o tenga intereses específicos puede, pues, concentrarse en los temas de su elección. Sin embargo, se aconseja leer el capítulo 11 (sobre las finanzas) antes del 12 (sobre la crisis de 2008).
Espero que la lectura de este libro le sea útil.
Citas
[1] Limitándonos al ejemplo de los franceses, hay que imaginarse que nos encarnamos en cada uno de nuestros conciudadanos con una probabilidad de 1 entre 66 millones... Las críticas que nos hacen las otras personas, que tienen ideas diferentes, puede ayudarnos a situarnos mejor tras el velo de la ignorancia. E idealmente, sería conveniente no partir del prejuicio de que es mejor ser francés que ciudadano de otro país. El ejercicio se vuelve aún más complejo cuando se incluyen diferentes generaciones, algo, sin embargo, indispensable para reflexionar sobre cuestiones prácticas como la deuda pública o nuestras políticas sobre el cambio climático.
[2] Lo que nos remite a la crítica aristotélica del concepto de bien común desarrollado por Platón. Aristóteles subraya que la comunidad de bienes en la sociedad ideal imaginada por Platón puede plantear tantos problemas como los que resuelve.
[3] Evidentemente, en la medida en que yo no contamine ese aire. Los bienes cuyo uso por mi parte no rivaliza con el uso que hace usted se denominan en economía «bienes públicos» (en la definición de «bien público» se añade a veces la imposibilidad de excluir a algunos usuarios: un acontecimiento deportivo en la televisión, un espacio público, un curso en internet o una invención patentada no son bienes rivales, pero —a diferencia del aire— el acceso a ellos puede ser limitado).
Continuará
Comentario HHC: Como ha ocurrido en los ultimos diez años, he comprado libros de los ganadores del Nobel de Economía cada año, sobre todo el mas representantivo. La realidad es que no he terminado de leer ninguno, en este caso , lo he intentando tres veces, y siempre se me quedan en mi portafolio que llevo al trabajo todos los dias, con la esperanza de tener algún tiempo para leerlo, hasta que un dia lo sustituyo por otros papeles, y el libro se queda ahi, con otros, en el librero. Un despilfarro de dinero, siempre pienso.
Sin embargo, este Nóbel aborda aspectos, que creo pueden ser pertinentes para nuestra praxis, como seguramente notó el que leyo este prólogo.
El Blog me lleva algo de tiempo, que unido al trabajo, me queda poco para la familia. Por ello, como he hecho en otras ocasiones, voy a publicar el libro por capítulos, y de paso socializo el mismo como un post, y así me obligo a leerlo, y en vez de marcar el libro, " pongo las negritas" digitalmente. Asi voy cumpliendo los objetivos de este año.
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