Fuentes: El diario/The Guardian [Imagen: John Lee, nuevo jefe ejecutivo en Hong Kong, saluda el presidente chino Xi Jinping. EFE/EPA/FELIX WONG]
El gigante asiático sigue estrategias que buscan acabar con el liderazgo del dólar y prepararse para un “desacople” de los mercados occidentales
Algo se mueve en el corazón financiero y político de Pekín. Los jerarcas del Partido Comunista de China (PCCh) modelan desde hace meses, especialmente desde el estallido bélico en Ucrania y el reforzamiento de los lazos geoestratégicos con Rusia, transformaciones de calado, tanto en el ámbito económico-monetario como en el terreno de la diplomacia y de la defensa. Una especie de cambio de paradigma con el que Xi Jinping pretende acelerar el salto económico, tecnológico y militar que certifique la hegemonía mundial del gigante asiático. La palanca motriz se plasmó en el decimocuarto plan quinquenal chino (2021-25) −tras la extensión previa de su poder temporal como jefe del Estado y del Ejército−, aprovechando la convulsión geopolítica generada por el Kremlin con la invasión de Ucrania.
Este proceso de reconversión estructural presenta varias señas de la nueva identidad china. Por ejemplo, la puesta en liza de nuevas emisiones de deuda especial, una herramienta monetaria a la que ha acudido, con éxito financiero palpable, en varias ocasiones. La más reciente, durante el año 2020, para hacer frente a las dificultades derivadas de los primeros confinamientos por la COVID-19. Y antes, a finales de los noventa, para aislar al yuan de las carreras competitivas entre divisas de los tigres asiáticos que culminaron en una crisis financiera regional.
Ahora, su banco central restaura una herramienta con la que busca salir de la trampa de liquidez por las secuelas de los confinamientos en grandes capitales por los rebrotes de contagios y la aplicación de la política COVID-cero, las rebajas de impuestos para espolear una economía de baja intensidad y por los daños colaterales persistentes de la crisis de Evergrande y el aterrizaje brusco de su sector inmobiliario. La deuda especial, a diferencia de las emisiones de bonos soberanos tradicionales, no forma parte de los presupuestos oficiales, lo que les permite eludir su contabilización como déficit. Esta idea ya ha obtenido el visto bueno del Consejo de Estado, el gabinete chino, y el plácet previo del Congreso Nacional Popular.
Con estos bonos, el propio Jinping pretende espolear una economía que está empleando recursos milmillonarios en proyectos de infraestructuras con menores niveles de recaudación y que, en el ecuador del ejercicio, tiene complicado alcanzar el objetivo ahora ya oficioso del 5,5% de crecimiento anual. Una de las novedades del plan quinquenal es que no estipula meta específica de dinamismo por primera vez en la historia reciente del país.
La intención declarada por Pekín es que una parte de estos desembolsos para modernizar redes de transporte, energía, comercio y logística los sufraguen sus instituciones de desarrollo, como el China Development Bank o el que se creó de forma concreta para iniciativas en el ámbito rural y agrícola y a la que acaban de dotar con una línea de préstamos adicional de 120.000 millones de dólares.
En 2020, se colocaron más de un billón de yuanes −1,4 billones de dólares− con un indudable éxito de ventas, de los que unos 700.000 millones se transfirieron a los gobiernos locales como ayuda para atender servicios sociales durante la COVID-19 e iniciar durante las desescaladas iniciativas de inversión en infraestructuras.
Jia Kang, antiguo analista en el instituto de investigación del Ministerio de Finanzas, augura que la emisión global de 2020 “servirá de referencia” en esta ocasión, mientras que Larry Hu, analista de Macquarie Group en China, resalta la dimensión de esta alternativa financiera: evitará que el agujero presupuestario sea de entre 1 y 2 billones de yuanes y su puesta en el mercado aportará entre 1 y 2 puntos porcentuales al PIB debido a la liquidez adicional de la que gozarán los municipios, con un “impacto limitado” en los mercados de capitales.
La táctica del Tesoro chino no es la única tecla que ha tocado Pekín, dentro de un creciente intervencionismo económico que critican analistas e inversores y que se ha instalado a lo largo del último año. Desde la Comisión Reguladora de Valores de China (CSRC, por sus siglas en inglés) se ha prohibido a las empresas e inversores chinos compartir datos confidenciales e información financiera con reguladores extranjeros desde el pasado 25 de julio, con un periodo de un año de gracia. Medida que, a los ojos del mercado, trata de evitar que entidades supervisoras estadounidenses accedan a datos financieros y de auditoría y puedan ser expulsadas por ello de Wall Street alguna de las más de dos centenares de compañías chinas que operan en el Nasdaq y el S&P 500.
El giro normativo de la CSRC deja abierta la puerta a una “solución a largo plazo” de las disputas entre las autoridades de regulación chinas y estadounidenses, admite en una nota a inversores Ken Cheung Kin Tai, estratega jefe de Divisas para Asia en Mizuho Bank. El viraje se produce un año y medio después de que la promulgación de la Ley de Responsabilidad de las Empresas Extranjeras de EEUU, que otorga a la SEC el poder de expulsar a firmas extranjeras de Wall Street si no permiten a sus reguladores revisar informes de auditoría durante tres años consecutivos.
Yi Huiman, presidente de la CSRC, afirma que con esta medida pretende evitar información falsa. La nueva norma afecta a 1,7 millones de inversores que desde 2014 y 2016, respectivamente, pueden operar en Hong Kong a través de una red de conexión bursátil desde plazas como Shanghái o Shenzhen, de los que unos 39.000 han sido muy activos en los últimos tres años, según datos de la propia CSRC. Yi Huiman también pretende con esta maniobra cumplir con la orden de Xi Jinping de impedir fugas de capitales al exterior, dominar los riesgos financieros y frenar disrupciones financieras entre los fondos de propiedad inmobiliaria.
El dominio de los mercados monetarios
China ha enfocado sus resortes de poder global en los últimos años al desafío de liderar el orden económico y geopolítico mundial. No es ninguna carta oculta. El presidente chino lo proclama a sus conciudadanos desde la asunción de sus poderes casi plenipotenciarios con el beneplácito de las grandes instituciones del Estado. También lo pregona en el escenario internacional junto a la reciente alianza geoestratégica sin precedentes con Rusia.
Pekín ha labrado un consenso sólido entre los BRICS, los más poderosos mercados emergentes. El club que integran Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica −acuñado por Jim O’Neill en 2001, año de ingreso del gigante asiático en la OMC, como máximo responsable de Goldman Sachs Asset Management− ha asumido como prioridad desplazar al dólar de su dominio monetario. El yuan −o su versión mercantilista global, el renminbi− afrontará el pulso con el billete verde americano tras las cada vez mayores sospechas de que tanto Washington como Pekín parecen convenir el final del ensamblaje de la globalización de los mercados e incitar al decoupling de dos bloques comerciales, el dominado por EEUU y sus potencias afines y el liderado por China, secundado por Rusia y al que podrían encaramarse el resto de los BRICS y un número incierto de países en desarrollo asiáticos, latinoamericanos y africanos.
China ha elevado el peso del yuan como moneda de reserva desde que, en 2016, en la última revisión de cuotas del FMI, la divisa china entró a formar parte de los Derechos Especiales de Giro o SDR’s, la unidad de cambio que usa esta institución multilateral para desplegar sus líneas de crédito como prestamista de última instancia. “Su evolución ha sido decepcionante, pero ha marcado un punto de inflexión”, asegura Jeff Halley, analista de Oanda, a Business Insider porque desde entonces, “los BRICS manejan un plan para defender y catapultar a una de sus monedas” y el yuan tiene su prioridad.
La moneda china es la única de las BRICS que no tiene un tipo de cambio directo en los mercados cambiarios, sino que su convertibilidad se gestiona frente a una cesta de monedas, en las que el dólar es la base esencial, explica Halley. A su juicio, “ninguna de ellas es una amenaza futura para el billete verde por su indiscutible dominio en los mercados” porque “a ningún inversor se le ocurre aún descartar el dólar y elegir el rand, el real, el rublo, la rupia o el yuan”.
El renmimbi está bajo la banda de fluctuación que le ha marcado el banco central de China. Esa estabilidad cambiaria le ha reportado a la divisa china estar entre las atesoradas por los organismos reguladores de todo el mundo: el 85% de los bancos centrales tenían en sus depósitos yuanes en 2021, según el sondeo de UBS, cuatro puntos por encima del nivel del año precedente. La encuesta anual, realizada entre abril y junio, revela una paulatina merma presencial del billete verde americano, con el 63% de las reservas globales frente al 69% alcanzado en 2020. “En un mundo multipolar, el dólar iría perdiendo protagonismo; eso sí, a cuentagotas”, explican en UBS.
China mantiene una doble carrera con EEUU en Asia por la supremacía comercial y de seguridad en la región. La Casa Blanca ha lanzado el mercado Indo-Pacífico, que involucra a EEUU, Japón e India junto a otra decena de naciones asiáticas en la promoción del comercio y las inversiones, dentro de un espacio que acapara el 40% del PIB mundial y que aúna potencias de rentas altas −Corea del Sur, Australia, Nueva Zelanda o Singapur− y grandes mercados emergentes como Indonesia, Filipinas, Malasia, Tailandia, Vietnam o Brunéi. Un movimiento que incomoda a Pekín, al igual que la alianza militar forjada por Australia, Reino Unido y EEUU a la que Japón, el cuarto integrante del diálogo Cuadrangular, ha dado la bienvenida, y con la que coquetea Corea del Sur. “Son pactos encaminados a establecer escudos y coaliciones anti-chinos en el mundo”, aseguran voces oficiales chinas.
Este conflicto ha propiciado la salida a escena de Henry Kissinger, ex secretario de Estado con Richard Nixon y artífice del restablecimiento de relaciones diplomáticas bilaterales entre las dos superpotencias al inicio de los años setenta. “Es un conflicto interminable al que hay que poner fin y en el que resulta importante comprender a China si no queremos encender la mecha de una catástrofe similar a la de la Segunda Guerra Mundial”, ha asegurado. Para Kissinger, de 99 años, “es vital, por supuesto, prevenir la hegemonía de China o de cualquier otro agente global”, pero sin las “interferencias de los mensajes domésticos que se generan en EEUU”.
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