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miércoles, 3 de agosto de 2022

La política fiscal tiene que volver a los fundamentos

Aug 1, 2022




CAMBRIDGE – Los grandes aumentos recientes de los tipos de interés anunciados por la Reserva Federal de los Estados Unidos y por el Banco Central Europeo hacen pensar que las autoridades monetarias están decididas a dar un combate vigoroso a la inflación. ¿Qué pasó con los numerosos comentaristas que llevan años diciendo que en el manejo del ciclo económico, la política fiscal (a la que por lo general se considera sinónimo de gasto deficitario) debe tener un papel mucho más activo? Si para responder a cualquier desaceleración rutinaria tiene sentido usar una combinación de política fiscal y monetaria, ¿por qué ahora se deja solos a los bancos centrales en el intento de instrumentar un aterrizaje suave con un máximo de inflación de cuatro décadas?

Antes de la crisis financiera global de 2008, la opinión mayoritaria era que para responder a las variaciones usuales del ciclo económico, la política monetaria tiene que llevar la delantera, y que a la política fiscal le corresponde un papel auxiliar (salvo en caso de guerras o catástrofes naturales como una pandemia). Al producirse una crisis financiera sistémica (seguía el razonamiento), entonces la respuesta inmediata puede ser de la política monetaria, pero la política fiscal debe seguirla de cerca y con el tiempo tomar la delantera. La intensa naturaleza política de las decisiones en materia de tributación y gasto público es un problema que las economías exitosas pueden resolver en una emergencia.

Sin embargo, en el transcurso de la última década creció el apoyo a la idea de que la política fiscal debe tener un papel más dominante en la estabilización macroeconómica incluso en tiempos normales. Este cambio tuvo que ver con el hecho de que los tipos de interés de los bancos centrales chocaron con el límite inferior cero. (Algunos creemos que este argumento pasa por alto opciones relativamente sencillas y eficaces para bajar las tasas más allá del cero, pero no entraré en el tema aquí.) Pero por supuesto, el argumento tiene en cuenta otras cuestiones además del límite de cero.

Es verdad que el «dinero desde el helicóptero» y otros programas de transferencias resultaron muy eficaces durante las primeras fases de la pandemia de COVID‑19 y ayudaron a proteger a las personas y al mismo tiempo reducir los daños económicos a largo plazo. Pero hay un problema: ningún país, menos aún uno grande y con el grado de división política de los Estados Unidos o el Reino Unido, encontró un modo de llevar adelante una política fiscal tecnocrática en forma consistente, porque es imposible separar la política fiscal de la política en general.

Hay infinidad de formas de implementar programas de gasto público, e infinidad de criterios posibles para decidir quién merece ayuda y quién tiene que pagar la factura. El regateo político y las cuestiones de implementación implican que siempre habrá ineficiencias; y estas tienden a ser mayores conforme crece la factura de gasto. Es exactamente lo que sucedió en Estados Unidos a partir de fines de 2020, cuando medidas fiscales con motivación política generaron un estímulo excesivo y tardío.

Es verdad que hubo cierta lógica en mantener una política fiscal y monetaria totalmente expansiva, como una protección contra la posibilidad de que la pandemia empeorara o de que estallara otra crisis (como de hecho ocurrió cuando Rusia invadió Ucrania). Pero llegó la hora de pagar el costo: aumento de las presiones inflacionarias y menor capacidad de responder a los shocks de oferta ocasionados por la guerra. Es evidente que los que sostuvieron que un aumento de la inflación era muy improbable se estaban negando a ver la realidad.

Con alta inflación y una notable desaceleración del crecimiento, ¿qué hay que hacer? En primer lugar, se necesita un aumento de tipos de interés, pero al parecer los bancos centrales y el Fondo Monetario Internacional se tomaron demasiado en serio el ritmo con el que hay que hacerlo. Dista de ser evidente que los beneficios de bajar la inflación hasta la meta, digamos, a fines de 2023, compensen el alto riesgo de provocar otra recesión profunda, en vista de los efectos residuales de la reciente pandemia y de la no tan lejana crisis financiera.

En segundo lugar, el debate sobre política fiscal lleva demasiado tiempo dominado por los cantos de sirena de gurúes que prometen que los tipos de interés reales nunca subirán y que el gasto deficitario saldrá gratis. Esta visión tiene una representación extrema en la «teoría monetaria moderna», pero no es tan diferente de la opinión de algunos economistas ortodoxos que creen que hay margen para aumentar mucho más la deuda pública sin temor a consecuencias negativas.

El modo correcto para que los gobiernos redistribuyan ingresos en forma sostenible, si ese es el objetivo, es subir impuestos a las personas de mayores ingresos y aumentar las transferencias a los segmentos de menores ingresos de la población (y sobre todo a los de ingresos muy bajos). La congresista demócrata estadounidense Alexandria Ocasio‑Cortez no se equivocó cuando asistió a la «gala del Met» 2021 con un llamativo vestido estampado con la inscripción «impuestos a los ricos»; pero tal vez tendría que haber añadido «y a la clase media alta».

Los conservadores tienen que aceptar que cobrar más impuestos a las personas de ingresos altos y medios altos no sólo es justo, sino también necesario para lograr la cohesión social. Es verdad que la eficiencia y el dinamismo de la economía son virtudes fundamentales del sistema estadounidense, y una de las principales razones por las que Occidente todavía es capaz de competir con China y Rusia en áreas clave como la tecnología. Pero una red de seguridad social deficiente y una tasa impositiva inadecuada para las élites económicas implican un riesgo de destruir el modelo estadounidense desde dentro.

La política fiscal tiene que volver a los fundamentos y recalibrarse. El viejo argumento de que la respuesta a cualquier perturbación económica imaginable es dar estímulo fiscal keynesiano en abundancia está en bancarrota. Sin embargo, en la coyuntura actual, el reajuste de la política macroeconómica tiene que ser gradual o habrá riesgo de provocar una recesión profunda.

Traducción: Esteban Flamini


KENNETH ROGOFF, Professor of Economics and Public Policy at Harvard University and recipient of the 2011 Deutsche Bank Prize in Financial Economics, was the chief economist of the International Monetary Fund from 2001 to 2003. He is co-author of This Time is Different: Eight Centuries of Financial Folly (Princeton University Press, 2011) and author of The Curse of Cash (Princeton University Press, 2016).

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