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domingo, 2 de abril de 2023

El bucle de fatalidad que se avecina

Mar 30, 2023 NOURIEL ROUBINI


NUEVA YORK – En enero de 2022, cuando los rendimientos de los bonos a diez años del Tesoro estadounidense todavía rondaban el 1% y los de los Bunds alemanes eran de un -0.5%, hice la advertencia de que la inflación perjudicaría tanto las acciones como los bonos. Una mayor inflación llevaría a más altos rendimientos de los bonos, lo que a su vez dañaría las acciones a medida que subiera el factor de descuento para los dividendos. Pero, al mismo tiempo, los más altos rendimientos de los bonos “seguros” también implicarían una caída de su precio, debido a la relación inversa entre rendimientos y precios de los bonos.

Este principio básico -conocido como “riesgo de duración”- parece haber sido olvidado por muchos banqueros, inversionistas de renta fija y reguladores bancarios. A medida que la inflación en ascenso de 2022 llevó al aumento del rendimiento de los bonos, los bonos del Tesoro a diez años perdieron más valor (-20%) que el S&P 500 (-15%), y cualquiera con activos de renta fija y larga duración denominados en dólares o euros se quedó teniendo que “cargar al muerto”. Las consecuencias para estos inversionistas fueron graves. Para fines de 2022, las pérdidas no realizadas de los bancos estadounidenses en valores habían llegado a los $620 mil millones, cerca de un 28% de su capital total ($2,2 billones).

Para empeorar las cosas, el aumento de las tasas de interés redujo el valor de mercado de los demás activos de los bancos. Si uno tomó un préstamo a diez años cuando las tasas de interés eran del 1%, y entonces estas se elevan al 3,5%, el verdadero valor de ese préstamo (lo que otra persona pagaría en el mercado por él) caerá, lo que implica que las pérdidas no realizadas de la banca estadounidense en realidad se acercan a los $1,75 billones, o el 80% de su capital.

El carácter “no realizado” de estas pérdidas es meramente un artefacto del régimen regulatorio actual, que permite a los bancos determinar el precio de valores y préstamos a su valor nominal, en lugar de hacerlo a su verdadero valor de mercado. De hecho, a juzgar por la calidad de su capital, la mayoría de los bancos estadounidenses se encuentran técnicamente cerca de la insolvencia, y cientos de ellos ya son completamente insolventes.

No hay duda de que una inflación en ascenso reduce el valor real de los pasivos (depósitos) de los bancos al elevar su “franquicia de los depósitos”, un activo que no se encuentra en su balance general. Puesto que los bancos pagan casi un 0% sobre la mayoría de sus depósitos, incluso si las tasas a un día subieran a un 4% o más, el valor de este activo aumenta cuando se elevan las tasas de interés. De hecho, algunas estimaciones sugieren que las tasas de interés en ascenso han elevado el valor total de las franquicias de los depósitos de los bancos estadounidenses en cerca de $1,75 billones.

Pero este activo existe solamente si los depósitos permanecen en los bancos cuando se elevan las tasas, y ahora sabemos por la quiebra del Silicon Valley Bank y otros bancos regionales de EE.UU. que eso está lejos de ser cierto. Si los depositantes huyen, se evapora la franquicia de los depósitos y se realizan las pérdidas no realizadas sobre los valores, a medida que los bancos los venden para pagar los retiros. Entonces la bancarrota se vuelve inevitable.

Es más, el argumento de la “franquicia de los depósitos” supone que la mayoría de los depositantes son tontos y preferirán mantener su dinero en cuentas con un interés cercano al 0% cuando podrían estar ganando un 4% o más en fondos de mercado totalmente seguros que invierten en bonos del Tesoro a diez años. Pero, de nuevo, hoy sabemos que los depositantes no son tan complacientes. La fuga actual y aparentemente persistente de depósitos no asegurados -e incluso asegurados- probablemente esté impulsada tanto por la búsqueda de los depositantes de mayores retornos como por su preocupación acerca de la seguridad de sus depósitos.

En pocas palabras, tras no haber existido como factor durante los últimos 15 años -desde que las tasas de interés de corto plazo y las pólizas cayeran a casi cero tras la crisis financiera global de 2008- la sensibilidad a las tasas de interés de los depósitos ha vuelto al ruedo. Los bancos asumieron un riesgo de duración altamente previsible porque querían aumentar sus márgenes de interés neto. Aprovecharon el hecho de que, mientras los cargos de capital sobre los bonos del gobierno y los valores respaldados por hipotecas fueran cero, las pérdidas sobre dichos activos no tenían que traspasarse al mercado. Para colmo, los reguladores ni siquiera sometieron a los bancos a pruebas de estrés para ver cómo lo harían en un escenario de alza abrupta de las tasas de interés.

Ahora que se está desmoronando el castillo de naipes, la contracción del crédito causada por el actual estrés bancario causará un aterrizaje más duro para la economía real, debido al papel clave que desempeñan los bancos regionales en la financiación de empresas de pequeño y mediano tamaño y de los hogares. En consecuencia, los bancos centrales se enfrentan no ya a un dilema, sino a un trilema. Debido a los recientes golpes a la cadena de suministro agregada -como la pandemia y la guerra de Ucrania-, intentar la estabilidad de los precios mediante alzas de las tasas de interés estaba destinado a elevar el riesgo de un aterrizaje duro (una recesión y aumento del paro). Pero, como he estado argumentando durante más de un año, este desconcertante acto de equilibrismo presenta el riesgo adicional de una grave inestabilidad financiera.

Los prestatarios enfrentan tasas en ascenso -y, en consecuencia, costes de capital mucho más altos- sobre los nuevos préstamos y sobre los pasivos existentes que han vencido y deben ser renegociados. Pero al aumento de las tasas de largo plazo además está causando grandes pérdidas para los acreedores con activos de larga duración. Como resultado, la economía está cayendo en una “trampa de la deuda” en que los altos déficits y deuda públicos provocan un “predominio fiscal” sobre la política monetaria, y las altas deudas privadas causan un “predominio financiero” sobre las autoridades monetarias y regulatorias.

Como he advertido por largo tiempo, es probable que los bancos centrales que enfrenten este trilema se acobarden (limitando la normalización de la política monetaria) para evitar un hundimiento económico y financiero en retroalimentación, y el escenario estará fijado para un desanclaje de las expectativas inflacionarias en el tiempo. Los bancos centrales no deben caer en el autoengaño de creer que todavía pueden lograr tanto la estabilidad de precios como la financiera mediante algún tipo de separación (elevar las tasas para luchar contra la inflación y, al mismo tiempo, inyectar liquidez para mantener la estabilidad financiera). En una trampa de la deuda, el aumento de las tasas no hará más que alimentar crisis sistémicas de la deuda que la inyección de liquidez no bastará para solucionar.

Los bancos centrales tampoco deben suponer que la contracción crediticia que se avecina acabará con la inflación al frenar la demanda agregada. Después de todo, persisten los golpes negativos a la oferta agregada y los mercados del trabajo siguen estando demasiado limitados. Lo único que puede moderar la inflación de precios y salarios es una gran recesión que agravará todavía más la crisis de la deuda y, a su vez, alimentará una desaceleración económica más profunda. Puesto que inyectar liquidez no puede impedir este bucle de fatalidad sistémica, todos nos deberíamos estar preparando para la próxima crisis estanflacionaria de la deuda.

Traducido del inglés por David Meléndez Tormen

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