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lunes, 3 de julio de 2023

Espejo de agua

 

 
SOCIEDAD
 


Este es Yosvany, sin apellidos, porque de eso no hablamos y porque Yosvany podría ser cualquiera. Fotos: Katia

Presiento que en los ojos de Yosvany podrían verse otros hombres, aunque nunca hayan ido a La Turbina a matar el tiempo y los peces

Los ojos de Yosvany no son “alegres e invictos”, como los del viejo flaco y desgarbado que hacía 84 días no cogía un pez. No estaba en un bote en medio del mar ni era tampoco un pescador empecinado que hubiese perdido todo, menos la esperanza.

Sus ojos son turbios como las aguas que mira y estas son, a su vez, un espejo de agua que las excavaciones de otro siglo fueron bordeando hasta dar con un manantial. De ahí salía el balastro para las líneas férreas y los temporales de aquella época terminaron rematando el hueco. Finalmente, las turbinas que instalaron para aliviar la inundación no pudieran hacer otra cosa que legarnos el nombre.

Esas aguas de La Turbina que nunca van a ningún lado, a menos que los temporales de esta época la desborden y corran por la cañada mientras las malanguetas no hagan de carnada y las retengan en su propio estanque, tienen los ojos de Yosvany. Entre pardos y carmelitas. En su viejo carné de identidad podrían haber aclarado: ojos turbina, y aquí en Ciego de Ávila hubiésemos entendido de qué color eran.

Su mirada, sin embargo, sí se ve definida, nítida. Tiene el tono de quien se sienta a pescar algo. A esperar apacible lo mucho y lo poco. O la nada.

Encajan en el rostro de un cincuentón desgastado que habla poquísimo y no parece pertenecer al nombre que tiene. No tiene cara de Yosvany, pero sí la de un hombre que se sienta al borde de un puente sobre las aguas de La Turbina a “despejar porque la cosa está mala”. Y mientras despeja saca su cordel y engaña con lombrices a las clarias que dice que están zangandongas, aunque de esas él no ha cogido ninguna.



Aquí Yosvany con una de las tres tilapias que pescó mientras Invasor le arrebataba su calma

Lo cuenta sin abatirse por su aparente mala suerte. De hecho; la expresión en su rostro curtido de otros soles es de felicidad cuando asegura que bajo sus pies hay bichos más grandes que él. Se le estiran las arrugas al abrir los ojos y sonreír desde su flanco derecho al que le faltan algunas piezas. Por ahí también se le cuela el tiempo que no aparenta y del que creo que presume. ¿Tendrá ya el vicio de los viejos cuenteros?

― ¡Que no, que yo no las he pescado, pero he visto como las sacan de aquí mismo!

Sentada a su lado puedo tener cierta idea. Me guío por sus hombros, por los pies colgantes que casi van parejos, ras al agua, y concluyo que Yosvany debe medir 1.60. Y la claria, entonces, ¿dos metros?, pregunto.

“¡Coñoooooó!”, dice un chiquillo acentuando y alargando la o, a medio metro de Yosvany. “Eso debe ser más grande que un negrón”. Así ha salido de su mente y ha pasado por su vocabulario.

“Ay, estos muchachos de hoy en día”, podría haber dicho Yosvany con cierto dejo de reproche, si hablara por voluntad y no solo cuando uno le pregunta.

―¿Es su hijo?

―No, yo no tengo hijos. Nunca tuve―, corrige, y vuelve a sentirse más viejo, a creer que el tiempo de los hijos ya no es el de él.

―Este de aquí vino y se me sentó, sin cordel, sin carná, sin ná, y le tuve que dar de tó―, refunfuña cariñoso. Lo mismo sucedió con el otro, más alejado, y ya las rémoras fueron dos. Literalmente rémoras hasta que pescaron una tilapia con su propia suerte y Yosvany empezó a hablar por sí solo.

Que no importaba si él se iba sin nada o con poco, que él estaba allí para despejar la mente, ¡que la cosa estaba muy mala!, repetía ahora y le agregaba el muy, como si del quinto párrafo a este decimocuarto la cosa hubiera empeorado. O quizás no y “muy mala” estuviera ya desde el principio de la conversación y él no repare tanto en esos detalles. En el cambio.

Yo sí.

Dejo silencios intermedios, le hago algunas fotos y observo que ciertamente no ha venido a pescar. Lleva camiseta y unas botas de goma embarradas de cemento que ni se quita para aligerarse (creo que está acostumbrado). Trabaja en la construcción por el día y hace guardias en otro lugar por las noches. Si está sentado un jueves a la 1:00 de la tarde sobre el puente de plástico negro que une los extremos de La Turbina, es porque ese día de lluvia hubo poco trabajo. El chinchineo de ese 7 de junio disipaba algunas labores.

El puente sin piso es un tubo flotante que hay que cruzar zigzagueando hasta el único lugar que la malangueta no ha “cerrado”

Yosvany, paradójico, se sometía a la intemperie, y tal vez ni un aguacero, de esos que pican en el lomo, lo hubiera hecho desistir. Allí estaba él, contra todo pronóstico: con un nailito de culeros desechables donde no cabría ni la cola de los pejes gordos que, asegura, se encuentran por esa zona.

Su jamo era la clara estampa del no pescador que yo insistía en no ver; convencida de que tatuarse un pulpo en el brazo izquierdo debía significar algo. “No, no significada nada, me gustó la imagen y me lo hice yo mismo. Y yo mismo me tatué los nombres de mis sobrinas aquí y esta de aquí es Rosa Tomasa, que es el de mi madre, y esta corona con estas iniciales son de una mujer que tuve y me falta el nombre de mi padre que me lo voy a escribir en el pecho”.



En el antebrazo izquierdo, las marcas que Yosvany lleva consigo. En el brazo derecho, la carnada, el cordel, la suerte echada

Lo dicho; solo quiere despejar y no importuno demasiado. Suficiente tiene con los dos niños que se pegaron como escamas y piden a Invasor que no los muestre, que sus madres los “traquean” ―es el término que usan― si se enteran de que no están en la escuela. Niños de primaria que se tiran al agua para demostrar que saben nadar.

Y con el alboroto él ni se inmuta. Le da igual si espantan las tilapias que iban a picarle esa tarde su carnada, porque Yosvany solo quería pescar el tiempo, soltarlo, dejarlo pasar. Por eso no lo tiene en el anzuelo: lo lleva en su mirada.

Todo eso fue, pregunta tras pregunta, aprovechando que el cordel lo sostenía con la izquierda y el cúbito de su antebrazo quedaba expuesto a la intrusa que hablaba de otra cosa, pues hasta para ella la pesca había sido un pretexto. Aunque seguía creyendo que se podía despejar la mente y pescar de verdad, con deseos. Con premeditación.

O cazar patos, por ejemplo. En el copo de los árboles los patos se balancean en filas y daba la sensación de que tampoco pescaban, que se lanzaban al agua sin una táctica definida, solo a remansar.

Error. Dice Yosvany que ellos pescan de las dos formas, al estilo más común de los pelícanos o nadando por abajo del agua. Ahí es cuando uno tira una red, les hace trampa y los pesca por abajo. De ese modo los ha cogido, lo que “hay que meterse en el agua y ¡qué va! …”

Hoy tampoco es día para pescar patos.

Estos patos, podrían pescarse bajo el agua, pero ahora están muy altos, muy lejos

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