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lunes, 5 de septiembre de 2016

Libro " La Gran Brecha" Nobel de Economía Joseph Stiglitz. Parte VI

Por Joseph Stiglizt

DEL 1 POR CIENTO, POR EL 1 POR CIENTO, PARA EL 1 POR CIENTO[5*] 

No sirve de nada fingir que no ha ocurrido lo que sin duda ha ocurrido. El 1 por ciento más rico de los estadounidenses se queda casi con la cuarta parte de los ingresos del país cada año. Si hablamos de patrimonio, en vez de ingresos, ese 1 por ciento controla el 40 por ciento. Su vida ha mejorado de forma considerable. Hace 25 años, las cifras eran el 12 por ciento y el 33 por ciento, respectivamente. Podríamos reaccionar elogiando el talento y el empeño que han causado su buena fortuna y afirmar que una marea que sube eleva todos los barcos. Pero sería un error. Mientras los ingresos del 1 por ciento han subido un 18 por ciento en el último decenio, los de la clase media han disminuido. En el caso de los hombres que sólo tienen el bachillerato, la caída ha sido brutal: un 12 por ciento en los últimos 25 años. Todo el crecimiento de las últimas décadas —y más— ha beneficiado a los de arriba. Si hablamos de desigualdad de rentas, Estados Unidos está más atrasado que cualquier país de la vieja Europa osificada que el presidente George W. Bush solía despreciar. Los países que más se parecen a nosotros son Rusia, con sus oligarcas, e Irán. Al tiempo que muchos viejos focos de desigualdades en América Latina, como Brasil, daban pasos en los últimos años para mejorar la situación de los pobres y reducir las diferencias de rentas, muchas veces con éxito, Estados Unidos ha permitido que las desigualdades aumenten. 

Hace mucho tiempo, los economistas intentaron justificar las inmensas desigualdades que parecían tan inquietantes a mediados del siglo XIX, y que no son nada al lado de las que vemos hoy. La explicación que se les ocurrió fue una cosa que llamaron «teoría de la productividad marginal». En pocas palabras, esta teoría relacionaba las rentas altas con una mayor productividad y una mayor aportación a la sociedad. Es una teoría que siempre ha gustado mucho a los ricos, pero las pruebas de su validez no se sostienen. Los directivos empresariales que ayudaron a provocar la recesión de los tres últimos años, con una contribución tan negativa a la sociedad y a sus propias compañías, recibieron primas gigantescas. En algunos casos, a las empresas les daba tanta vergüenza llamar a esos premios «primas de rendimiento» que se sintieron obligadas a llamarlos «primas de retención» (aunque lo único que estaban reteniendo era un mal rendimiento). Los que han aportado grandes innovaciones a nuestra sociedad, desde los pioneros del conocimiento de la genética hasta los iniciadores de la era de la información, han obtenido una miseria en comparación con los responsables de las innovaciones financieras que llevaron a nuestra economía al borde de la ruina. 

Algunas personas observan las desigualdades y se encogen de hombros. ¿Qué más da que esta persona gane y esa pierda? Lo que importa, aseguran, no es cómo se divide la tarta, sino el tamaño de la tarta. Es un argumento profundamente equivocado. Una economía en la que la mayoría de los ciudadanos están peor cada año —como en Estados Unidos— no puede ir bien a largo plazo, por varios motivos. 

En primer lugar, el aumento de las desigualdades es la cara de la moneda; la cruz es la disminución de las oportunidades. Cuando reducimos la igualdad de oportunidades, significa que no estamos utilizando uno de nuestros recursos más valiosos —nuestra gente— de la forma más productiva posible. En segundo lugar, muchas distorsiones que generan las desigualdades —como las relacionadas con el poder de los monopolios y el tratamiento fiscal preferente a los grupos de intereses especiales— disminuyen la eficacia de la economía. Esa desigualdad crea a su vez nuevas distorsiones, que vuelven a reducir la eficacia todavía más. Un ejemplo: muchos de nuestros jóvenes de talento, demasiados, al ver las compensaciones astronómicas, han decidido dedicarse a las finanzas en lugar de trabajar en campos que permiten tener una economía más sana y productiva. 

Tercero, y quizá más importante, es el hecho de que una economía moderna necesita una «acción colectiva», es decir, que el Gobierno invierta en infraestructuras, educación y tecnología. Estados Unidos y el mundo entero se han beneficiado enormemente de las investigaciones del Gobierno que desembocaron en la creación de Internet, los avances en la sanidad pública, etcétera. Pero el país lleva mucho tiempo sufriendo la escasez de inversiones en infraestructuras (no hay más que ver el estado de nuestras carreteras y nuestros puentes, nuestros ferrocarriles y aeropuertos), investigación básica y educación a todos los niveles. Y nos esperan más recortes en estos ámbitos. 

Nada de esto puede extrañar, no es más que lo que sucede cuando la distribución de riqueza en una sociedad se desequilibra. Cuantas más diferencias de riqueza hay, más se resisten los ricos a gastar dinero en las necesidades colectivas. Los ricos no necesitan al Gobierno para tener parques, educación, asistencia médica ni seguridad personal, porque pueden comprar todas esas cosas. Al hacerlo, se alejan más de la gente corriente y pierden cualquier empatía que pudieran tener. Además les preocupa que el Gobierno intervenga demasiado, que pueda utilizar sus poderes para ajustar el equilibrio, quitarles parte de su riqueza e invertirla en el bien común. El 1 por ciento se queja a veces del Gobierno que tenemos en Estados Unidos, pero la verdad es que les encanta: demasiado bloqueado para redistribuir el dinero y demasiado dividido para hacer algo más que bajar los impuestos. 

Los economistas no saben con certeza cómo explicar el aumento de las desigualdades en Estados Unidos. La dinámica habitual de oferta y demanda es un factor, sin duda: las tecnologías que ahorran mano de obra han disminuido la necesidad de muchos puestos de trabajo manuales, de clase media, «de calidad». La globalización ha creado un mercado mundial que enfrenta a trabajadores no cualificados y caros de Estados Unidos contra los trabajadores no cualificados pero baratos en otros países. Los cambios sociales también han influido. Por ejemplo, el declive de los sindicatos, que en otro tiempo representaban a un tercio de los trabajadores estadounidenses y hoy sólo al 12 por ciento. 

Pero un motivo importante de que tengamos tanta desigualdad es que el 1 por ciento más rico quiere que sea así. El ejemplo más claro es la política tributaria. Bajar los impuestos sobre la plusvalía, que es como los ricos obtienen una gran parte de sus ingresos, les ha dado prácticamente carta blanca. Los monopolios y casi monopolios han sido siempre una fuente de poder económico, desde John D. Rockefeller a comienzos del siglo pasado hasta Bill Gates a finales. La laxitud con que se aplican las leyes antimonopolio, sobre todo durante los Gobiernos republicanos, ha sido un auténtico regalo para el 1 por ciento. Las desigualdades actuales se deben en gran medida a la manipulación del sistema financiero, gracias a los cambios de legislación comprados y pagados por el propio sector financiero; una de sus mejores inversiones. El Gobierno prestó dinero a las instituciones financieras a casi el cero por ciento de interés y proporcionó generosos rescates en condiciones favorables cuando todo lo demás fracasó. Los reguladores hicieron la vista gorda ante la falta de transparencia y los conflictos de intereses. 

Cuando se observa el enorme volumen de riqueza que controla el 1 por ciento en este país, es tentador pensar que el aumento de las desigualdades es una más de las proezas del sueño americano: empezamos muy por debajo de los demás, pero ahora tenemos unas desigualdades de categoría mundial. Y da la impresión de que vamos a seguir aumentándolas durante años, porque el elemento que las ha hecho posibles se autoalimenta. La riqueza engendra poder, que engendra más riqueza. Durante el escándalo de las cajas de ahorros estadounidenses de los años ochenta —un escándalo que, comparado con los de hoy, resulta casi pintoresco—, un comité del Congreso preguntó al banquero Charles Keating si el dinero que había repartido entre unos cuantos cargos electos —1,5 millones de dólares— podía comprar verdaderamente influencias. «Confío en que sí», respondió. El Tribunal Supremo, en su reciente caso de Citizens United, ha consagrado el derecho de las empresas a comprar al Gobierno, al eliminar los límites a los gastos de campaña. Lo personal y lo político se alinean a la perfección. Casi todos los miembros del Senado, y la mayoría de los de la Cámara de Representantes, son miembros del 1 por ciento más rico cuando llegan a su cargo, se mantienen en él gracias al dinero de ese mismo grupo y saben que, si sirven bien al 1 por ciento, este los recompensará cuando abandonen su puesto. En general, los principales responsables de política económica y comercial del ejecutivo también proceden del 1 por ciento. Cuando las compañías farmacéuticas reciben un regalo de billones de dólares —mediante leyes que prohíben que el Gobierno, el mayor comprador de medicamentos, regatee los precios—, no debe extrañarnos. No debe dejarnos boquiabiertos que sea imposible sacar adelante una ley fiscal en el Congreso si no se incluyen grandes recortes de impuestos para los ricos. Con el poder del 1 por ciento, el sistema tiene que funcionar así. 

Las desigualdades de Estados Unidos distorsionan nuestra sociedad de todas las formas imaginables. Por ejemplo, tienen un efecto muy comprobado en la forma de vida: la gente que no pertenece al 1 por ciento más rico vive cada vez más por encima de sus posibilidades. Puede que la economía de goteo sea una quimera, pero el goteo a la hora de transmitir comportamientos no lo es. Las desigualdades también tergiversan por completo nuestra política exterior. No es frecuente que haya miembros del 1 por ciento en las fuerzas armadas, porque el Ejército «voluntario» no paga lo suficiente para atraer a sus hijos e hijas, y el patriotismo vale lo que vale. Además, los ricos no sufren ningún pellizco de subidas de impuestos cada vez que el país va a la guerra: se paga con dinero prestado. La política exterior, por definición, tiene que encontrar el equilibrio entre los intereses nacionales y los recursos nacionales. Cuando el 1 por ciento está al mando sin que le cueste nada, los conceptos de equilibrio y contención desaparecen. No hay límites a las aventuras que podemos emprender; las empresas y los contratistas siempre salen ganando. Las reglas de la globalización económica también están diseñadas para beneficiar a los ricos, porque fomentan la competencia entre países a la hora de hacer negocios, lo cual se traduce en rebajar impuestos a las empresas, suavizar las protecciones sanitarias y medioambientales y reducir los que se consideraban derechos laborales «fundamentales», como el derecho a la negociación colectiva. Imaginemos cómo sería el mundo si las normas estuvieran pensadas para estimular la competencia entre países en torno a la relación con los trabajadores. Los Gobiernos rivalizarían en ofrecer seguridad económica, impuestos bajos para asalariados, una buena educación y un medio ambiente limpio, las cosas que les preocupan a los trabajadores. Salvo que el 1 por ciento no necesita pensar en eso. 

O, mejor dicho, cree que no lo necesita. De todos los costes que supone el 1 por ciento para nuestra sociedad, el mayor es quizá este, el deterioro de nuestro sentido de identidad, en el que tanta importancia tienen el juego limpio, la igualdad de oportunidades y el sentimiento de comunidad. Estados Unidos se ha enorgullecido siempre de ser una sociedad justa en la que todo el mundo tiene las mismas posibilidades de progresar, pero las estadísticas indican algo distinto: las posibilidades de que un ciudadano pobre, o incluso de clase media, llegue a la cumbre en Estados Unidos son inferiores a las de muchos países europeos. Tiene todo en contra. Esta sensación de vivir en un sistema injusto y sin oportunidades es la misma que ha generado los conflictos en Oriente Próximo, donde la subida de los precios de los alimentos y la existencia de un desempleo juvenil persistente y cada vez más alto no fueron más que la chispa. En Estados Unidos, el paro juvenil está alrededor del 20 por ciento (en algunas ciudades y en algunos grupos demográficos, es el doble); uno de cada seis estadounidenses que desean trabajo no lo consiguen; uno de cada siete vive de cupones de alimentos (y otro tanto, más o menos, sufre «inseguridad alimentaria»). Con todos estos datos, es evidente que algún elemento ha obstruido el «goteo» del que presume el 1 por ciento más rico. Y la consecuencia, como era de prever, es un distanciamiento creciente: en las últimas elecciones, la participación electoral de los votantes de veintitantos años fue del 21 por ciento, una cifra comparable a la tasa de paro. 

En las últimas semanas hemos visto a millones de personas que salían a la calle para manifestarse contra las condiciones políticas, económicas y sociales en las sociedades represoras en las que viven. Han caído Gobiernos en Egipto y Túnez. Han estallado protestas en Libia, Yemen y Bahréin. En otros países de la región, las familias gobernantes miran con nerviosismo desde sus áticos dotados de aire acondicionado: ¿serán ellos los próximos? Hacen bien en preocuparse. Son sociedades en las que una diminuta parte de la población —menos del 1 por ciento— controla prácticamente toda la riqueza; la riqueza es un factor decisivo de poder, la corrupción arraigada de uno u otro tipo es una forma de vida y los más ricos, muchas veces, se oponen activamente a las políticas capaces de mejorar las condiciones de vida para la población en general. 

Mientras observamos el fervor popular en las calles, debemos preguntarnos: ¿cuándo le tocará a Estados Unidos? En varios aspectos importantes, nuestro país se parece cada vez más a esos lugares distantes y complicados. 

Alexis de Tocqueville dijo que había un elemento crucial en el especial talento de la sociedad estadounidense, lo que denominó «el propio interés debidamente entendido». Estas dos últimas palabras eran lo principal. Todo el mundo tiene sus propios intereses en sentido estricto: ¡quiero lo que me viene bien ahora mismo! Pero el propio interés «debidamente entendido» es otra cosa. Significa saber que prestar atención a los intereses de todos los demás —es decir, al bien común— es una condición necesaria para alcanzar el propio bienestar. Tocqueville no insinuaba que eso fuera nada noble ni idealista, sino todo lo contrario. Era una característica del pragmatismo americano. Los astutos estadounidenses habían comprendido un detalle esencial: que cuidar del vecino no sólo es bueno para el alma, sino también para los negocios. 

Los miembros del 1 por ciento más rico poseen las mejores casas, los mejores colegios, los mejores médicos y las mejores formas de vida, pero hay una cosa que no parece que el dinero pueda comprar: saber que su suerte está unida a las condiciones de vida del 99 por ciento restante. Eso es algo que, a lo largo de toda la historia, el 1 por ciento ha acabado siempre por comprender. Pero demasiado tarde. 

EL PROBLEMA DEL 1 POR CIENTO[6*] 

Empecemos por dejar claro el principio: las desigualdades no dejan de crecer en Estados Unidos desde hace decenios. Todos lo sabemos. Hay algunos miembros de la derecha que niegan esta realidad, pero los analistas serios de todo el espectro político la dan por descontada. No voy a repasar aquí todas las pruebas, salvo para decir que la brecha entre el 1 por ciento y el 99 restante es amplia cuando nos fijamos en los ingresos anuales y más amplia aún si nos fijamos en el patrimonio, es decir, en el capital acumulado y otros bienes. Pensemos en la familia Walton: los seis herederos del imperio de Walmart poseen un patrimonio total de 90 000 millones de dólares, equivalente a la riqueza combinada del 30 por ciento más pobre de la sociedad estadounidense (muchas personas de esta franja tienen un patrimonio nulo o incluso negativo, en especial tras la debacle inmobiliaria). Warren Buffett lo dijo muy bien: «Durante los últimos veinte años ha habido una lucha de clases y mi clase ha vencido». 

En resumen, hay pocas discusiones sobre el hecho de que las desigualdades están creciendo. El debate es sobre su significado. En la derecha se oye a veces el argumento de que la desigualdad, en definitiva, es buena: cuanto más beneficiados salen los ricos, más se benefician los demás. Es un argumento falso porque, mientras los ricos se enriquecían, los demás estadounidenses, en su mayoría (no sólo los de la franja inferior), han visto que no podían mantener su nivel de vida, ni mucho menos seguir progresando. Un trabajador varón a tiempo completo obtiene hoy los mismos ingresos que hace treinta años. 

En la izquierda, por su parte, el aumento de las desigualdades suele provocar un llamamiento a la simple justicia: ¿por qué tienen tanto unos pocos cuando tantos tienen tan poco? No es difícil comprender por qué, en una época dominada por el mercado en la que la propia justicia es una mercancía que se compra y se vende, algunos dicen que ese argumento no es más que una muestra de santurronería. 

Dejemos los sentimientos a un lado. Existen buenos motivos por los que los plutócratas deberían preocuparse por las desigualdades, aunque sólo piensen en sí mismos. Los ricos no existen en un vacío. Necesitan a su alrededor una sociedad funcional que sostenga su posición. Las sociedades demasiado desiguales no son eficaces, y sus economías no son estables ni sostenibles. Las pruebas que nos ofrecen la historia y el mundo moderno son inequívocas: llega un momento en el que la desigualdad se convierte en disfunción económica para toda la sociedad y, cuando lo hace, hasta los ricos pagan un alto precio. 

Vamos a ver unas cuantas razones por las que esto es así. 

EL PROBLEMA DEL CONSUMO 

Cuando un grupo de intereses tiene demasiado poder, consigue imponer políticas que le benefician de forma inmediata en lugar de ayudar a la sociedad a largo plazo. Es lo que ha sucedido en Estados Unidos con la política fiscal, la política reguladora y las inversiones públicas. La consecuencia de que las ganancias de rentas y riqueza vayan todas en una dirección salta a la vista al examinar el gasto doméstico habitual, que es uno de los motores de la economía de Estados Unidos. 

No es casualidad que los periodos en los que más grupos sociales han tenido mayores ingresos netos —en los que ha habido menos desigualdad, en parte gracias a unos impuestos progresivos—, hayan sido los periodos en los que la economía del país ha crecido más deprisa. Tampoco es casualidad que la recesión actual, como la Gran Depresión, estuviera precedida de un gran aumento de las desigualdades. Cuando se concentra demasiado dinero en la parte alta de la sociedad, el gasto del estadounidense medio disminuye, por lo menos si no cuenta con apoyos artificiales. Trasladar el dinero de abajo a arriba reduce el consumo porque las personas con más rentas consumen una proporción menor de su dinero que las de rentas más bajas. 

Nos cuesta entender que sea así porque el gasto de los ricos es muy llamativo. No hay más que ver las fotografías en color en las páginas de fin de semana de The Wall Street Journal que muestran casas en venta. Pero si hacemos unos cálculos, el fenómeno tiene sentido. Pensemos en alguien como Mitt Romney, cuyos ingresos en 2010 fueron de 21,7 millones de dólares. Aunque Romney viviera mucho más a lo grande de lo que lo hace, no gastaría anualmente más que una mínima parte de esa suma para vivir con su mujer en sus varios hogares. Sin embargo, si se reparte esa misma cantidad de dinero entre 500 personas —por ejemplo, con puestos de trabajo que incluyan un sueldo de 43 400 dólares—, veremos que se gasta casi todo el dinero. La relación es clara e indudable: cuanto más dinero se concentra en la cima, más disminuye la demanda agregada. Si no interviene algún otro elemento, la demanda total en la economía será inferior a la oferta, y eso significa un aumento del desempleo, que apagará la demanda todavía más. En los años noventa, ese «otro elemento» fue la burbuja tecnológica. En la primera década del siglo XXI, fue la burbuja inmobiliaria. Hoy, el único recurso, en medio de una profunda recesión, es el gasto público, que es precisamente lo que los más ricos confían en poder reprimir. 

EL PROBLEMA DE LA «CAPTACIÓN DE RENTAS» 

Aquí tengo que recurrir a un poco de jerga económica. La palabra «renta» se utilizaba al principio, y todavía hoy, para designar lo que recibía una persona por el uso de una tierra suya; es el ingreso obtenido por poseer algo, no por hacer ni producir nada. En contraste con «salario», por ejemplo, que connota una compensación por el trabajo hecho. El término «renta» pasó después a englobar los beneficios del monopolio, los ingresos que uno recibe por controlar un monopolio. Con el tiempo, el significado se amplió aún más para incluir los ingresos por otros tipos de propiedades. Si el Gobierno concedía a una empresa el derecho exclusivo a importar cierto volumen de determinado producto, como el azúcar, ese ingreso extra se denominaba «renta de cuota». La adquisición de derechos de explotación o perforación produce una modalidad de renta. Igual que el tratamiento fiscal preferencial a los grupos de intereses especiales. En sentido amplio, la «captación de rentas» define muchos de los métodos que emplea nuestro proceso político actual para ayudar a los ricos a costa de todos los demás: transferencias y subvenciones del Gobierno, leyes que reducen la competitividad del mercado, leyes que permiten que un presidente de una empresa se quede con una parte desproporcionada de los ingresos corporativos (aunque Dodd-Frank ha mejorado la situación al exigir una votación no vinculante de los accionistas sobre las compensaciones por lo menos cada tres años), y leyes que autorizan a las empresas a obtener beneficios mientras degradan el medio ambiente. 

La captación de rentas en nuestra economía tiene una dimensión que, aunque difícil de cuantificar, desde luego es inmensa. Las personas y las empresas que saben buscar bien las rentas obtienen jugosas recompensas. El sector de las finanzas, que funciona en gran medida como un mercado especulador en lugar de como una herramienta para fomentar la verdadera productividad económica, es el mayor especialista en esta actividad. La economía rentista no consiste sólo en especulación. También se obtienen rentas gracias al dominio de los medios de pago, las comisiones exorbitantes de las tarjetas de crédito y débito y las menos conocidas que se cobran a los comerciantes y que acaban recayendo sobre los consumidores. También se puede considerar renta el dinero que se quita a los ciudadanos de clase media y baja mediante prácticas abusivas de préstamo. En los últimos años, el sector financiero ha obtenido alrededor del 40 por ciento de todos los beneficios empresariales. Eso no significa que su aportación social entre en la columna del haber, en absoluto. La crisis ha demostrado hasta qué punto podía causar estragos en la economía. En un mundo que busca vivir de las rentas, como es hoy el nuestro, los rendimientos particulares y los rendimientos sociales no tienen nada que ver entre sí. 

En su forma más sencilla, las rentas no son más que redistribuciones de una parte de la sociedad a los que obtienen esas rentas. Gran parte de la desigualdad en nuestra economía es el resultado de la captación de rentas, porque es una actividad que, hasta cierto punto, traslada el dinero de los de abajo a los de arriba. 

Pero hay una consecuencia económica más amplia: el empeño en vivir de las rentas es, en el mejor de los casos, una actividad de suma cero. La captación de las rentas no ayuda a cultivar nada. El esfuerzo se dedica a obtener una porción más grande del pastel, en lugar de aumentar el tamaño del pastel. Peor aún: la captación de rentas distorsiona la asignación de recursos y debilita la economía. Es una fuerza centrípeta, porque las recompensas son tan desmesuradas que cada vez se dedican más energías a esa actividad y menos a todo lo demás. Los países ricos en recursos naturales son famosos por su tendencia a vivir de las rentas. En esos lugares es mucho más fácil enriquecerse mediante el acceso con unas condiciones favorables a los recursos que produciendo bienes o servicios que beneficien a la gente y aumenten la productividad. Por eso les ha ido tan mal a esas economías a pesar de su aparente riqueza. Y es fácil decir en tono despreciativo que nosotros no somos Nigeria ni el Congo, pero la dinámica rentista es la misma. 

EL PROBLEMA DE LA INJUSTICIA 

Las personas no son máquinas. Tienen que sentirse motivadas para esforzarse. Si tienen la sensación de que se las está tratando mal, puede ser difícil animarlas. Este es uno de los principios fundamentales de la economía moderna del trabajo, contenido en la llamada teoría del salario de eficiencia, que afirma que el trato que dan las empresas a sus empleados —incluido cuánto les pagan— influye en la productividad. Es una teoría elaborada hace casi un siglo por el gran economista Alfred Marshall, que observó que «la mano de obra bien remunerada suele ser eficiente y, por tanto, no resulta cara». En realidad, es un error considerar que este principio es meramente teórico, porque deriva de innumerables experimentos económicos. 

Aunque la gente nunca va a estar de acuerdo sobre el significado exacto de la palabra «justo», en Estados Unidos se extiende la impresión de que la disparidad de rentas actual y el reparto de la riqueza en general son profundamente injustos. No reprochamos que se hayan enriquecido quienes han transformado nuestra economía: los inventores de los ordenadores o los pioneros de la biotecnología. Pero, salvo excepciones, no suelen ser esas personas las que están en lo alto de la pirámide. Las que están son más bien personas que han sabido vivir maravillosamente de las rentas de uno u otro tipo. Para la mayoría de los estadounidenses, eso es injusto. 

La gente se sorprendió el año pasado cuando la firma financiera multinacional MF Global, dirigida por Jon Corzine, se declaró de pronto en bancarrota y dejó atrás miles de víctimas de unas actuaciones que tal vez se demuestre que fueron delictivas; pero dada la historia reciente de Wall Street, no estoy seguro de que le extrañara a nadie que varios de sus ejecutivos iban a cobrar, a pesar de todo, sus primas. Cuando los directivos alegan que hay que reducir los salarios o que es necesario un plan de despidos para que las empresas sean competitivas y, al mismo tiempo, aumentan sus compensaciones personales, es normal que los trabajadores piensen que la situación es injusta. Eso afecta a su trabajo, su lealtad a la empresa y su deseo de asegurar el futuro. La sensación general de los trabajadores en la Unión Soviética de que se les daba ese trato —la explotación por parte de unos jefes que vivían con todo lujo— tuvo mucho que ver con que la economía soviética se vaciara de contenido y, al final, se derrumbara. Como decía un viejo chiste soviético: «Hacen como que nos pagan, y nosotros hacemos como que trabajamos». 

En una sociedad en la que las desigualdades están aumentando, la sensación de justicia no depende sólo de los sueldos y los ingresos, ni del patrimonio. Es una percepción mucho más amplia. ¿Me juego algo según hacia dónde se encamine la sociedad, o no? ¿Me beneficia en algo la acción colectiva, o no? Si la respuesta es un rotundo «no», tendremos que prepararnos para una caída de la motivación cuyas consecuencias se harán notar en la economía y en todas las facetas de la vida civil. 

Para los estadounidenses, un aspecto clave de la justicia es la oportunidad: todo el mundo debe tener la posibilidad de vivir el sueño americano. Los relatos de Horatio Alger siguen siendo el ideal legendario, pero las estadísticas presentan una imagen muy distinta: en Estados Unidos, las probabilidades de que alguien llegue desde abajo hasta la cima, o incluso hasta la mitad de la escala, son menores que en los países de la vieja Europa o en cualquier otro país industrial avanzado. Los que ocupan los puestos más altos pueden estar tranquilos sabiendo que sus posibilidades de descender son menores en este país que en cualquier otro. 

Esta falta de oportunidades entraña muchos costes. Muchos estadounidenses no pueden hacer realidad todo su potencial, por lo que estamos desperdiciando nuestro bien más preciado, el talento. A medida que vayamos comprendiendo poco a poco lo que ha ocurrido, se erosionará nuestro sentido de identidad, la idea de que Estados Unidos es un país justo. Ese deterioro tendrá repercusiones económicas directas, pero también indirectas, porque desgastará los vínculos que nos unen como nación. 

EL PROBLEMA DE LA DESCONFIANZA 

Uno de los enigmas de la economía política moderna es para qué se molesta nadie en votar. Muy pocas elecciones acaban dependiendo realmente de la papeleta de un solo individuo. Votar tiene un precio; no hay multas explícitas por quedarse en casa, pero ir al colegio electoral cuesta tiempo y dinero, y casi nunca parece que sirva de mucho. La teoría política y económica parte de la existencia de actores racionales e interesados. Con esas bases, es misterioso por qué vota la gente. 

La respuesta es que nos han inculcado unas nociones de «virtud cívica». Tenemos la responsabilidad de votar. Pero la virtud cívica es frágil. Si se extiende el convencimiento de que los sistemas políticos y económicos están manipulados, las personas se sentirán libres de sus obligaciones cívicas. Cuando se anula el contrato social, cuando se rompe la confianza entre un Gobierno y sus ciudadanos, surgen la desilusión, la desafección y cosas peores. En Estados Unidos y muchas otras democracias de todo el mundo, hoy, la desconfianza está en ascenso. 

Está incluso integrada. El jefe de Goldman Sachs, Lloyd Blankfein, lo dejó muy claro: los inversores más avezados no se basan solo, o al menos no deberían, en la confianza. Quienes compraron los productos que vendía su banco eran adultos en pleno uso de sus facultades que deberían haber sabido lo que estaban haciendo. Deberían haber sabido que Goldman Sachs tenía los medios y los incentivos para diseñar unos productos que iban a fracasar; que tenía los medios y los incentivos para crear asimetrías informativas —ellos sabían más cosas de los productos que los compradores— y los medios y los incentivos para aprovechar esas asimetrías. Las personas que cayeron víctimas de los bancos de inversiones eran, en general, gente acomodada. Pero las prácticas engañosas con las tarjetas de crédito y los préstamos abusivos han dejado a los estadounidenses en general con la sensación de que no se puede confiar en los bancos. 

Los expertos suelen subestimar el papel de la confianza como factor de funcionamiento de nuestra economía. Si en todos los contratos una parte tuviera que llevar a la otra a los tribunales para hacerlos respetar, nuestra economía estaría bloqueada. A lo largo de la historia, las economías que han florecido son aquellas en las que los acuerdos se sellan con un apretón de manos. Sin confianza, los tratos de negocios basados en el consenso de que los detalles más complicados se aclararán más tarde dejan de ser posibles. Sin confianza, cada participante mira a su alrededor para ver cómo y cuándo van a traicionarle sus interlocutores. 

El aumento de las desigualdades corroe la confianza; tiene un impacto económico similar al de un disolvente universal. Crea un mundo económico en el que hasta los ganadores son precavidos. Y los perdedores… En toda transacción, en todo contacto con un jefe, una empresa o un burócrata, ven la mano de alguien que quiere aprovecharse de ellos. 

No hay un ámbito en el que sea más importante la confianza que en la política y la esfera pública. Ahí tenemos que actuar todos juntos. Es más fácil actuar unidos cuando la mayoría de las personas están en una situación similar, cuando casi todos estamos, si no en el mismo barco, al menos en barcos de tamaño parecido. Pero el aumento de las desigualdades deja claro que nuestra flota está compuesta por barcos diferentes, unos cuantos yates inmensos rodeados de masas de gente en canoas de madera o agarradas a restos de un naufragio, y eso explica por qué son tan diferentes nuestras opiniones sobre lo que debe hacer el Gobierno. 

Las desigualdades están aumentando hoy en casi todas las áreas de la vida: la protección policial, el estado de las carreteras y los servicios locales, el acceso a una sanidad digna, el acceso a buenas escuelas públicas. A medida que la educación superior adquiere más importancia —no sólo para cada persona sino para el futuro de toda la economía nacional—, los que están en la cima presionan para que haya recortes presupuestarios y subidas de matrículas en las universidades, por un lado, y reducción de los préstamos garantizados a estudiantes, por otro. Sólo defienden que haya préstamos porque ven otra oportunidad de capturar rentas: préstamos a escuelas con ánimo de lucro, sin imponer criterios; préstamos que no se perdonan ni siquiera por una bancarrota; préstamos concebidos como otra forma de que los de arriba se aprovechen de quienes aspiran a subir desde el fondo.

Continuará

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