En el año 483 antes de nuestra era, el emperador persa Jerjes mandó construir un puente que permitiría a su poderoso ejército atravesar el Helesponto para atacar Atenas y Esparta. De este modo vengaría la derrota sufrida por su padre Darío años atrás, cuando una tormenta hundió la flota persa al pie del monte Atos. Pero los elementos volvieron a conspirar en su contra y un temporal destruyó el entramado de pontones antes de que las huestes de Jerjes pudieran utilizarlo. El emperador montó en cólera y mandó decapitar a los ingenieros responsables de la obra. Después ordenó a sus esbirros azotar con 300 latigazos las tercas olas del mar, según la crónica de Herodoto en su Historia. El relato se ha convertido en fábula sobre lo estúpido que es buscar responsables donde no los hay. Y desde ese punto de vista casi no tenía paralelo hasta que Donald Trump llegó a la Casa Blanca. Durante su campaña, el candidato Trump anunció varias veces su intención de revertir el enorme déficit comercial de Estados Unidos con China. Y en más de una ocasión acusó al gigante asiático de propiciar y llevar a cabo la desindustrialización de Estados Unidos. Se llevaron nuestras fábricas y se robaron nuestros empleos, vociferó durante la campaña, al tiempo que denunciaba los acuerdos comerciales promovidos por sus antecesores. Pero Trump se equivoca: las fuerzas que explican el espectacular proceso de desindustrialización por el que atravesó Estados Unidos son más endógenas que externas. Todas tienen un común denominador: se trata de factores incrustados en el tejido económico estadounidense. Están relacionadas con la falta de una política industrial y otras están vinculadas con la política monetaria y la expansión del sector financiero. Todas ellas se gestaron en el vientre de la economía estadounidense durante los pasados cuatro decenios. Entre 1979 y 2017, el empleo en el sector manufacturero estadounidense pasó de 19.7 a 12.5 millones de personas. Esos 7 millones de puestos de trabajo se perdieron en tres olas. La primera se desató en los años 80, con la difusión de la manufactura flexible que permitía diversificar de manera rentable las líneas de producción al interior de una planta. Ese resultado provenía de nuevos diseños en máquinas y herramientas que posibilitaban el rápido intercambio de las piezas medulares para trabajar y cortar metales con alta precisión. La aplicación de la microelectrónica permitió una reprogramación rápida para producir lotes más pequeños de gran variedad de piezas diferentes en lugar de producir una cantidad masiva de la misma pieza para alcanzar economías de escala. Numerosos estudios confirman que buena parte de la industria de máquinas y herramientas estadounidense no pudo adaptarse a esta nueva realidad industrial y tecnológica. Esa industria no pudo entender que el mundo de las economías de escala estaba siendo remplazado por las llamadas economías de alcance, en las que es menos costoso producir varios productos en la misma planta que producirlos en plantas separadas. La segunda ola se gestó en la política monetaria. Entre 1979 y 1983, la Reserva Federal incrementó la tasa de interés líder de nueve a 19 por ciento para frenar la inflación (que alcanzaba 10 por ciento anual en 1980). Esta es la tasa que rige los préstamos interbancarios de corto plazo para administrar requerimientos de liquidez. Pero los mismos bancos añaden un margen a esa tasa en sus transacciones comerciales y la tasa de interés en un préstamo comercial llegó a alcanzar 29 por ciento. El objetivo antinflacionario se alcanzó, pero los efectos colaterales fueron fatales. El aumento en la tasa de interés propició un flujo de capitales hacia Estados Unidos y la apreciación del dólar respecto de otras divisas no se hizo esperar. Las exportaciones de manufacturas estadounidenses se desplomaron. En algunas industrias clave, como la de máquinas y herramientas, el impacto fue nefasto. Cuando la Reserva Federal se dio cuenta del daño, ya era demasiado tarde. Los cadáveres entre las empresas de la industria manufacturera podían contarse por centenares. La tercera ola es más bien un tsunami y proviene de la financiarización de la economía estadounidense. Las empresas se dieron cuenta de que sus hojas de balance podían servir para generar ganancias mediante la ingeniería financiera. La búsqueda de mayor competitividad mediante mejor calidad se quedó atrás. Mucho se ha escrito sobre este fenómeno, en especial por William Lazonick, de la Universidad de Massachusetts. Al igual que Jerjes, Trump está castigando al enemigo equivocado. Las olas a las que condenó a sufrir golpes de látigo no son las que imagina su mente narcisista. A las fuerzas económicas no se les puede disciplinar a fuetazos. La demagogia de Trump podrá haber surtido cierto efecto entre las clases golpeadas por la desindustrialización, por ejemplo en el llamado cinturón de chatarra en los estados de Michigan y Pennsylvania, pero no podrá devolver la vida a las empresas que quedaron en el campo de batalla. |
"La edificación de la nueva sociedad en el orden económico es también un trayecto hacia lo ignoto". RCR
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