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lunes, 26 de noviembre de 2018

¿Subir los salarios? ¿Y los precios qué?

Por LÁZARO BARREDO MEDINA

En no pocas conversaciones, discusiones asamblearias y tertulias familiares sale a relucir la demanda de incrementar los salarios como una necesidad apremiante ante la presión cotidiana de la economía doméstica.

La inquietud de muchas personas en esos intercambios, sin embargo, es si realmente resolvería la situación aumentar los salarios de no existir una correspondencia adecuada con el control o regulación de los precios, sobre todo con los artículos de primera necesidad y servicios esenciales. Sí, podemos recibir más dinero por nuestro trabajo, pero si aumentan los precios, ¿qué hemos resuelto?

Está claro que el país sigue abocado a una situación muy compleja de los ingresos financieros ante la persecución de que es objeto por el brutal bloqueo económico de Estados Unidos, que intenta privarnos de lo básico, limita el acceso a fuentes de créditos para el desarrollo, así como las muy requeridas inversiones extranjeras, en medio de la caída de los precios de nuestros rubros exportables, como se ha explicado en varias oportunidades. Lo indiscutible es que nuestras importaciones y producciones nacionales siguen mermadas y eso se aprecia en la red comercial, sin contar que ya una vez se produjo una discreta rebaja en contados productos.

Pero insisto en la opinión, vertida en artículos anteriores, de que el ciudadano honesto que hoy sale a las calles en sus gestiones no siempre tiene manera de sentirse defendido como consumidor ni en los precios, ni en la tranquilidad de que va encontrar soluciones en las propias entidades del Estado: basta ir a una tienda para darse cuenta de la clase de negocio existente para impedir que la gente acceda directamente a las ventas estatales y esté obligada a carenar en el “foráneo” ubicado en la puerta de la misma unidad, quien ofrece lo humano y lo divino, muchas veces salidos de los propios almacenes de ese comercio.

A esto agregaría la negativa tendencia a justificar el robo con las necesidades materiales y los bajos salarios en prácticas extendidas que dañan a la población como, por ejemplo, la constante “mordida” en los precios en las tiendas en divisas, sin que funcione ni el control ni la transparencia en lo que está establecido para que el consumidor no sea estafado. Eso explica que en iguales actividades para un mismo producto a veces hay diferentes precios en los comercios.

Al margen de esos fenómenos, estamos ante una gran contradicción, porque nadie podría desconocer los ingentes esfuerzos que se realizan para mantener la canasta básica de manera subsidiada, pero la otra expresión del asunto es que no alcanza.

No descubro el agua tibia al plantear que si se pudieran rebajar los precios de algunos productos de primera necesidad, de por sí daría de inmediato un incremento de salario y de pensiones. Por eso me parece que en algún momento será imprescindible evaluar el aumento automático sobre el precio de costo (de hecho impuesto de circulación implantado al establecerse las tiendas en divisas) llamado 240 en los precios de determinados productos de primerísima necesidad que complementan esa canasta básica, a los cuales resulta ineludible acceder por la vía de la tiendas de recaudación de divisas.

El 240 surgió como una especie de impuesto para los que recibían divisas y así compensar formas de distribución iguales con respecto a los que no tenían manera de allegar a esos ingresos. Pero los cambios y las transformaciones originadas en nuestra economía y la política nacional modificaron aquella concepción inicial

Voy a ilustrar con un ejemplo sencillo. He realizado una encuesta en varias familias cuyo núcleo lo integran tres personas y coinciden en que como regla deben adquirir en la tiendas en divisas como promedio dos botellas de aceite al mes, además de la que reciben en la bodega de manera subsidiada, o sea, deben gastar al mes cien pesos. Si hubiese una racional rebaja por unidad, ya el salario tendría un valor agregado, y si eso se extiende a otros productos vitales, el poder adquisitivo sería mucho mayor y la economía familiar tendría un desahogo.

Lo mismo ocurriría si gubernamentalmente se fuese más efectivo y riguroso con la comercialización agrícola, en la que continúa el encarecimiento ante la insuficiencia de una política correctiva, como existe en muchas partes del mundo, donde administrativamente se establecen las políticas de precios para los productos esenciales. Cierto es que se ha tratado de lograr, pero se hace por campaña, no hay sistematicidad y sigue desatada la avaricia a costa de la mayoría.

La realidad es que, a pesar de todas las orientaciones y anuncios de medidas para la protección a los consumidores, no hemos logrado una efectiva gestión de control y se sigue apreciando una mayor competencia para ver quién vende más caro. La enajenación sigue prevaleciendo: se prefiere que se echen a perder los productos antes de bajarles los precios y no se respeta la decisión administrativa de modificar los valores aunque se deprecie el artículo. ¿Cuánto aumentarían los ingresos familiares con precios más bajos a los actuales en productos básicos, cuyos costos de producción son muy inferiores al valor de la oferta?

Igual ocurre en la prestación de numerosos servicios del trabajo no estatal. Es verdad que muchos precios están deformados por la inexistencia de un mercado mayorista que permitiese adquirir los productos a un valor menor que el del mercado minorista, pero no es menos cierto que hay una carrera en la ambición práctica de obtener dinero rápido a expensas de la necesidad de la gente y por el hecho de que los acaparadores, revendedores, así como los que se roban las mercancías de los almacenes estatales para lucrar, conforman una cadena muy nociva para el ciudadano.

Usted muchas veces no encuentra, por ejemplo, una cerveza o un refresco en un establecimiento estatal, pero sí en los no estatales, donde tiene que pagar 30 por ciento por encima (a veces más), sin que medie ninguna disposición que lo impida. En no pocas ocasiones, y para predisponer al consumidor, toda esa anormalidad pretende escudarse con el pago de impuesto.

Eso mismo ocurre con otros muchos productos. Se hace difícil en determinados momentos encontrar en los establecimientos estatales una pila de agua, o un codo, o cualquier otra pieza imprescindible para el hogar; sin embargo, los particulares las tienen al por mayor y con un precio tres veces superior al estipulado.

Sobran los ejemplos de servicios con valores sobredimensionados y que constituyen una expresión en cuanto a la urgencia de poner las cosas en su lugar (arreglar la pirámide invertida). Un ponchero, digamos, por cambiar un neumático de una llanta para otra, acción que ejecuta en menos de siete minutos y sin mucho esfuerzo físico si tiene la máquina base para sujetar la llanta, demanda por ese servicio el valor de una jornada de trabajo de un profesional de alto nivel.

El problema que afrontamos resulta muy complejo, pero lo cierto es que si no ponemos orden y control para que las regulaciones contribuyan a ordenar todos estos “desaguisados” en el mercado y en el control de los precios, se nos van a dificultar los propósitos de reordenar las estimulaciones salariales, seguiremos con los bajos rendimientos y, lo peor, proseguirá el éxodo de nuestra fuerza laboral calificada.

No se puede concebir un regreso a las formas paternalistas de la gestión gubernamental, sino mantener la protección para que nadie quede en desamparo. Como subrayó el general de ejército Raúl Castro Ruz en el Informe Central al VII Congreso del Partido, la implementación del nuevo modelo económico irá configurando un escenario distinto, caracterizado por la creciente heterogeneidad de los sectores y grupos en nuestra sociedad, que se origina en la diferenciación de sus ingresos. Todo ello impone el reto de preservar y fortalecer la unidad nacional en circunstancias distintas a las que nos habituamos en etapas anteriores.

Pero como también advirtió ante la visible hostilidad que ensalza la actual administración estadunidense en su política de agresión contra nuestro país, “el mejor antídoto contra las políticas de subversión consiste en trabajar con integralidad y sin improvisación, hacer bien las cosas, mejorar la calidad en los servicios a la población, no dejar acumular problemas, reforzar el conocimiento de la historia de Cuba, la identidad y cultura nacionales, enaltecer el orgullo de ser cubano y propagar en el país un ambiente de legalidad, defensa del patrimonio público, de respeto a la dignidad de las personas, los valores y la disciplina social”.




Lázaro Barredo Medina




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