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martes, 5 de mayo de 2020

CARLOS MARX: CARTA A SU PADRE (ESCRITA A LOS 19 AÑOS DE EDAD)

Carlos Marx (1)
Tréveris, Berlín, 10 de noviembre de 1837
Querido padre:
Hay en la vida momentos que son como hitos que señalaran una época ya transcurrida, pero que, al mismo tiempo, parecen apuntar decididamente en una nueva dirección.
En estos momentos de transición nos sentimos impulsados a contemplar, con la mirada de águila del pensamiento, el pasado y el presente, para adquirir una conciencia clara de nuestra situación real. Hasta la mirada universal parece gustar de estas miradas retrospectivas y pararse a reflexionar, lo que crea, muchas veces, la apariencia de que se detiene o marcha hacia atrás, cuando, en realidad, no hace más que reclinarse en su sillón para tratar de ver claro y penetrar espiritualmente en su propia carrera, en la carrera del espíritu.
Pero, en esos momentos, el individuo se deja llevar por un sentimiento lírico, pues toda metamorfosis tiene algo del canto de cisne y es, al mismo tiempo, como la obertura de un gran poema que se inicia y que trata de cobrar forma en confusos y brillantes colores; y, sin embargo, en estos momentos, querríamos levantar un monumento a lo que ya hemos vivido y recuperar en la sensación el tiempo perdido para actuar, ¿y dónde encontrar un lugar más sagrado para ello que en el corazón de nuestros padres, que son el más benévolo de los jueces, el copartícipe más íntimo, el sol del amor cuyo fuego calienta el centro más recóndito de nuestras aspiraciones? ¿Cómo podrían encontrar reparación y perdón más completos las muchas cosas poco gratas o censurables en que se haya podido incurrir que viéndolas como las manifestaciones de un estado de cosas necesario y esencial? ¿Dónde encontrar, por lo menos, un camino mejor para sustraerse a los reproches de un corazón irritado al juego, no pocas veces hostil, del azar, de los extravíos del espíritu?
Por eso, si ahora, al final de un año pasado aquí, echo la vista hacia atrás, para evocar lo que he hecho durante este año, contestando, así, queridísimo padre, a tu muy amada carta de Ems, debes permitirme que me detenga un poco a contemplar cómo veo yo la vida, como la expresión de un afán espiritual que cobra forma en todas las direcciones, en los campos de la ciencia, del arte y de los asuntos privados.
Cuando os dejé, se había abierto para mí un mundo nuevo, el mundo del amor, que era, en sus comienzos, un mundo embriagado de nostalgias y un amor sin esperanza. Hasta el viaje a Berlín, que siempre me había encantado y exaltado, incitándome a la intuición de la naturaleza e inflamando mi goce de la vida, me dejó esta vez frío y visiblemente disgustado, pues las rocas que veía no eran más sombrías ni más abruptas que los sentimientos de mi alma, las animadas ciudades no palpitaban con tanta fuerza como mi misma sangre, ni las mesas de las hosterías aparecían tan recargadas de manjares más indigeribles que los de mi fantasía. Y el arte, por último, no igualaba ni de lejos en belleza a mi Jenny.*
Al llegar a Berlín, rompí todas las relaciones que hasta entonces había cultivado y me dediqué con desgano a visitar lugares raros, tratando de hundirme en la ciencia y en el arte.
Dado mi estado de ánimo, en aquellos días, tenía que ser la poesía lírica, necesariamente, el primer recurso a que acudiera o, por lo menos, el más agradable y el más inmediato, pero, como correspondía a mi situación y a toda mi evolución anterior, puramente idealista. Mi cielo y mi arte eran un más allá tan inalcanzable como mi propio amor. Todo lo real se esfuma y los contornos borrosos no encuentran límite alguno; ataques a la realidad presente, sentimientos que palpitan a todo lo ancho y de modo imperfecto, nada natural, todo construido como en la luna, lo diametralmente opuesto a cuanto existe y a cuanto debiera ser; reflexiones retóricas en vez de pensamientos poéticos, pero tal vez también cierto calor sentimental y la pugna por alcanzar determinado brío: he ahí todo lo que yo creo que se contiene en los tres primeros volúmenes de poemas que he enviado a Jenny. Toda la profundidad insondable de un anhelo que no reconoce fronteras, late aquí bajo diversas formas, haciendo de la “poesía” un mundo sin horizontes ni confines.
Pero, claro está que la poesía no podía ser, para mí, más que un acompañamiento, pues tenía que estudiar jurisprudencia y sentía, ante todo, la necesidad de ocuparme de la filosofía. Y combiné ambas cosas, leyendo en parte a Heineccius, Thibaut y las fuentes, sin el menor espíritu crítico, simplemente como un escolar, traduciendo, por ejemplo, al alemán los dos primeros libros de las Pandectas y tratando, al mismo tiempo, de construir una filosofía del derecho que abarcara todo el campo jurídico. Bosquejé como introducción unas cuantas tesis metafísicas e hice extensivo este desventurado opus al derecho público, en total un trabajo de cerca de trescientos pliegos. 
Se manifestaba aquí, de un modo muy perturbador, la misma contradicción entre la realidad y el deber ser característica del idealismo y que sería la madre de la siguiente clasificación, desmañada y falsa. Ante todo, venía algo que yo, muy benévolamente, llamaba la metafísica del derecho, es decir, principios, reflexiones, definiciones de conceptos, al margen de todo derecho real y de toda forma real del derecho, como vemos en Fichte, sólo que en mí de un modo más moderno y más carente de contenido. En mi estudio, todo adoptaba la forma acientífica del dogmatismo matemático, en que el espíritu ronda en torno a la cosa, razonando aquí y allá, sin que la cosa se encargue de desplegarse ella misma como algo rico y vivo, sino presentándose de antemano como un obstáculo para comprender la verdad. El triángulo deja que el matemático lo construya y lo demuestre como una mera representación dentro del espacio, sin llegar a desarrollarse bajo otras formas, pues para que adquiera otras posiciones hay que relacionarlo con otras cosas, y entonces vemos cómo esto da distintos resultados como relación a lo ya expuesto y asume diferentes relaciones y verdades. Pero, en la expresión concreta de un mundo de pensamientos vivos como son el derecho, el Estado, la naturaleza, toda la filosofía, es necesario pararse a escuchar atentamente el objeto mismo en su desarrollo, sin empeñarse en insertar en él clasificaciones arbitrarias, sino dejando que la razón misma de la cosa siga su curso contradictorio y encuentre en sí misma su propia unidad.
Venía luego, como segunda parte la filosofía del derecho, es decir, según mi concepción de entonces, el modo de considerar el desarrollo del pensamiento a través del derecho positivo romano, como si el derecho positivo, en su desarrollo especulativo (no me refiero a sus normas puramente finitas) pudiera abarcar, sin embargo, la primera parte.
Además, yo había dividido esta primera parte en la teoría del derecho formal y material, la primera de las cuales trataba de describir la forma pura del sistema en su desarrollo y en su concatenación, mientras que la segunda se proponía exponer, por el contrario, el contenido, la condensación en éste de la forma. Un error que yo comparto con el señor von Savigny, como más tarde he descubierto en su erudita obra sobre la posesión, aunque con la diferencia de que él llama definición formal del concepto a “encontrar el lugar que ocupa y la teoría que representa en el sistema romano (ficticio)”, y definición material a “la teoría de lo positivo que los romanos atribuyen al concepto así fijado”[6], mientras que yo llamo forma a la arquitecturas necesaria de las estructuraciones del concepto, y materia a la cualidad necesaria de éstas. El error estaba en que yo creía que lo uno podía y debía desarrollarse aparte de lo otro, lo que me llevaba a obtener, no una forma real, sino una especie de mesa de escritorio con cajones, en los que luego espolvorease la salvadera.
El nexo de unión entre la forma y el contenido es, propiamente, el concepto. Por eso, en un desarrollo filosófico del derecho, lo uno tiene que brotar de lo otro: más aún, la forma no puede ser más que el desarrollo del contenido.
Llegaba por este camino a una división que el sujeto sólo puede esbozar, a lo sumo, a manera de clasificación somera y superficial, pero en la que el espíritu del derecho y su  verdad, desaparecen. Todo el derecho se dividía en dos partes: el derecho contractual y el no contractual.
Me permito resumir aquí, hasta llegar a la clasificación del jus publicum, elaborado también en su parte formal, el esquema establecido por mí para que puedas formarte una idea más clara de la cosa.
(…)
Pero, ¿a qué seguir llenando páginas con cosas que yo mismo he desechado? Todo aparece plagado de argumentaciones y escrito con fatigosa prolijidad, violentando del modo más bárbaro las ideas romanas para hacerles encajar a la fuerza en mi sistema. Pero, por otra parte, ello me permitió, por lo menos en cierto modo, cobrar amor por la materia y abarcarla en una mirada panorámica.
Al final del derecho material privado, me di cuenta de lo falso que era todo esto, un esquema fundamental que se asemejaba al de Kant, pero que en su desarrollo difería totalmente de él, y de nuevo me hice cargo de que sin la filosofía no era posible penetrar en los problemas. Habiendo visto claro esto, podía ya volver a echarme en sus brazos con la conciencia tranquila, y me dediqué a escribir un nuevo sistema metafísico fundamental, al final del cual no tuve más remedio que convencerme una vez más de lo fallidas que resultaban todas las aspiraciones, las del sistema y las mías propias.
A todas estas, me había ido acostumbrando a hacer extractos de todos los libros que leía, como hice con el Laocoonte, de Lessing, con el Envin, de Solger, con la Historia del arte, de Winckelmann, con la Historia de Alemania, de Luden, garabateando al paso mis propias reflexiones. Traduje, además, la Germanía, de Tácito y los Libri tristium, de Ovidio, y comencé por mi cuenta, es decir, con ayuda de gramáticas, a estudiar el inglés y el italiano, sin haber logrado nada hasta ahora, y me dediqué a leer el Derecho penal, de Klein y sus Anales y lo más nuevo de la literatura, aunque esto en lugar secundario.
Al final del semestre, volví a dejarme llevar por las danzas de las musas y la música de los sátiros, y ya en este último cuaderno que os he enviado se ve al idealismo debatirse con un humorismo forzado (Scorpión y Felix) y a través de un drama fantástico malogrado Oulanem hasta que, a la postre, ese idealismo da un viraje completo y se convierte en un arte puramente formal, casi siempre sin ningún objeto que inflame el entusiasmo y sin brío alguno en la marcha de las ideas.
Y, sin embargo, estos últimos poemas son los únicos en los que, de pronto, como con un toque de varita mágica –pero el toque, ¡ay!, fue al principio aplastante–, el reino de la verdadera poesía parecía brillar a lo lejos como un palacio de hadas, y todas mis creaciones se vieron reducidas a la nada.
Como es natural, todas estas ocupaciones tan diversas mantenidas a lo largo del primer semestre, las muchas noches en vela, los muchos combates reñidos, la constante tensión interior y exterior, hicieron que, al final, saliera de todo esto bastante maltrecho y que el médico me aconsejara dejarlo todo, la naturaleza, el arte, el mundo y los amigos, para salir por vez primera de las puertas de esta ancha ciudad y descansar algún tiempo en Stralowt. Pero no podía sospechar que, en pocos días, mi cuerpo, lánguido y pálido, se tornaría fuerte y robusto.
Había caído el telón: mi santuario se había desmoronado y era necesario entronizar en los altares a nuevos dioses.
Abandonado el idealismo que, dicho sea de paso, había cotejado y nutrido con el de Kant y Fichte, me dediqué a buscar la idea en la realidad misma. Si antes los dioses moraban sobre la tierra, ahora se habían convertido en el centro de ella.
Había leído algunos fragmentos de la filosofía hegeliana, cuya grotesca melodía barroca no me agradaba. Quise sumirme una vez más en este mar proceloso, pero con la decidida intención de encontrar la naturaleza espiritual tan necesaria, tan concreta, tan claramente definida como la naturaleza física, sin dedicarme ya a las artes de la esgrima, sino haciendo brillar la perla pura a la luz del sol.
Escribí un diálogo de unos veinticuatro pliegos titulado Clecmtes, o del punto de partida y el desarrollo necesario de la filosofía. El arte y la ciencia, que hasta entonces habían marchado cada cual por su lado, se hermanaban hasta cierto punto aquí y me puse a andar como un vigoroso caminante, poniendo manos a la obra, que venía a ser un desarrollo dialéctico de la divinidad, tal como se manifiesta en cuanto concepto en sí y en cuanto religión, naturaleza e historia.
Terminaba yo por donde comenzaba el sistema hegeliano, y este trabajo, para el que hube de familiarizarme hasta cierto punto con las ciencias naturales, con Schelling y con la historia, y que me causó infinitos quebraderos de cabeza, aparece […] un escrito de tal modo (ya que trataba de ser, propiamente, una nueva lógica) que todavía hoy no puedo imaginarme cómo esta obra, mi criatura predilecta, engendrada a la luz de la luna, pudo echarme como una pérfida sirena en brazos del enemigo.
Pasé unos cuantos días sin acertar, de rabia, a conciliar mis pensamientos corriendo como un loco por los parques que bañan las sucias aguas del Spree, estas aguas “que lavan las almas y oscurecen el té”, me lancé incluso a una partida de caza con el dueño de la casa en que me alojaba y, al volver a Berlín, loco de contento, recorría las calles de la ciudad y quería abrazar todos los balcones.
A raíz de esto, me dediqué solamente a estudios positivos, estudié la Posesión, de Savigny, el Derecho penal, de Feuerbach y Grolmann, el de verborum significatione, de Cramer, el Sistema de Pandectas, de Wening-Ingenheim y la Doctrina (Jandectarum), de Mühlenbrucb, en que todavía ando metido, y, por último, algunos títulos del Lauterbach, del Proceso civil y, sobre todo, del Derecho eclesiástico, habiendo llegado a leer y extractar casi totalmente, en el Corpus, la primera parte, la Concordia discorclantium canonum, de Graciano, así como también, en el Apéndice, las Instituciones, de Lancelotti. Luego, traduje una parte de la Retórica, de Aristóteles, leí el de augmentis scimtiarum del famoso Bacon de Verulamio, me ocupé mucho de Reimarus, en cuyo libro Sobre los instintos superiores de los animales penetré con gran deleite; me dediqué también al derecho germánico, pero, fundamentalmente, sólo en la parte relacionada con las capitulares de los reyes francos y las bulas de los papas. Disgustado por la enfermedad de Jenny y por mis trabajos fallidos y malogrados sobre temas espirituales, consumido por la rabia de tener que convertir en ídolo una concepción que odiaba, caí enfermo, como ya en otra carta anterior te comunicaba, queridísimo padre. Una vez recobrada la salud, quemé todas mis poesías y esbozos de relatos literarios, etc., con la esperanza de que de aquí en adelante podré mantenerme apartado de estas cosas, sin que hasta ahora haya prueba alguna de lo contrario.
Durante mi enfermedad, estudié de cabo a rabo a Hegel y a la mayoría de sus discípulos. A través de algunos amigos con quienes me reuní en Stralow, fui a dar a un club de doctores, entre ellos algunos profesores de la universidad y el más íntimo de mis amigos berlineses, el doctor Rutenberg. En las discusiones allí sostenidas se han ido revelando algunas concepciones polémicas, y me he ido sintiendo cada vez más encadenado a la actual filosofía del mundo de la que había creído poder sustraerme, pero todo lo ruidoso había enmudecido y me sentía asaltado por una verdadera furia irónica, al ver cómo podían suceder tantas cosas que antes había negado. Vino luego el silencio de Jenny y ya no pude descansar hasta convencerme, con algunas malas producciones, como la visita de la modernidad y las posiciones de la concepción actual sobre la ciencia.
Si acaso no te he explicado claramente lo que he hecho en este último semestre ni he entrado en todos los detalles, te ruego, querido padre, que me perdones achacándolo a mi ansia de hablar del presente.
El señor von Chamisso me ha enviado una nota perfectamente trivial en que me comunica que “lamenta que el Almanaque no pueda publicar mis colaboraciones, pues hace mucho que está impreso”. Casi me lo he comido de rabia. El librero Wigand ha enviado mi plan al doctor Schmidt, editor de la casa Wunder, firma comercial especializada en buenos quesos y en mala literatura. Te adjunto su carta; la persona en cuestión aún NO ha contestado. Sin embargo, no renuncio del todo a este plan. Sobre todo teniendo en cuenta que todas las celebridades estéticas de la escuela hegeliana, por mediación del docente Bauers, muy destacado entre ellas, y mi coadjutor, el doctor Rutenberg, han prometido cooperar.
Por lo que se refiere, querido padre, a la carrera en ciencias camerales, he conocido hace poco a un asesor llamado Schmidthlnner, quien me ha aconsejado que me pase a ella después de aprobar el tercer examen en ciencias jurídica, lo que me agradaría más, puesto que realmente prefiero la jurisprudencia a la administración. Este señor me ha dicho que él mismo y muchos otros procedentes del Tribunal Territorial Superior de Münster, en Westfalia, han logrado llegar a asesor en tres años, lo que no es difícil, trabajando mucho por supuesto, ya que las etapas, allí, no están tan fijamente delimitadas como en Berlín y en otras partes. Y si, más tarde, se logra ser ascendido de asesor a doctor, es mucho más fácil la posibilidad de pasar enseguida a profesor extraordinario, como logró, por ejemplo, H. Gartner, en Bono, que ha escrito una obra bastante mediocre sobre los códigos provinciales y del que, por lo demás, sólo se sabe aquí que se profesa partidario de la escuela jurídica hegeliana. Pero tal vez, mi queridísimo padre, el mejor de los padres, pudiera yo tratar esto personalmente contigo. El estado de Eduardo, los padecimientos de mi querida mamá y tu enfermedad, aunque confío en que no se trate de nada grave, todo ello me lleva a desear y a considerar casi necesario el volar hacia vosotros. Y ya estarla ahí si no tuviera fundadas dudas acerca de que me des tu conformidad.
Créeme, queridísimo padre, que no me anima ninguna intención egoísta (aunque me sentiría feliz de volver a ver a Jenny), pero hay algo que me perturba y que no me atrevo a expresar. En cierto sentido, sería incluso un duro golpe para mí, pero, como escribe mi dulce, mi única Jenny, estas consideraciones son todas ellas secundarias, deben pasar a segundo plano ante el cumplimiento de deberes reputados como sagrados.
Te ruego, querido padre, que, si estás de acuerdo con ello, no enseñes esta carta o, por lo menos, esta hoja, a mi madre angelical. Es posible que mi repentina llegada infundiera ánimos a esta grande y maravillosa mujer.
La que he escrito a la mamá fue muy anterior a la llegada de la carta tan hermosa de Jenny, y ello explica por qué en ella le hablo tal vez en exceso, sin darme cuenta, de cosas que no vienen al caso.
En la esperanza de que, poco a poco, vayan disipándose las nubes que actualmente ensombrecen a nuestra familia y de que pronto me sea dado sufrir y llorar con vosotros y daros pruebas, quizás en vuestra presencia, de la profunda devoción y el inmenso amor que por vosotros siento y que con tanta frecuencia he sabido expresar tan mal; confiando en que también tú, queridísimo y eternamente amado padre, haciéndote cargo de las emociones muchas veces cambiantes de mi ánimo, perdones los frecuentes yerros de mi corazón, cuando el espíritu batallador ahoga sus latidos, y deseando vivamente que pronto te encuentres restablecido, para que pueda estrecharte contra mi pecho y hablarte con el corazón en la mano, tu hijo, que te adora,
                                                                                                                                                                                             CARLOS.
Perdóname, querido padre, la letra casi ilegible y el pobre estilo de esta carta. Son ya casi las cuatro de la mañana y la vela se ha consumido y los ojos me arden. Se ha apoderado de mí una inquietud total, y no me sentiré tranquilo hasta que no me vea de nuevo en vuestra amada presencia.
Te ruego que hagas llegar mis cariñosos saludos a mi dulce, incomparable Jenny. Doce veces he leído ya su carta y a cada lectura descubro en ella nuevos encantos. Es, en todos los sentidos, incluso en cuanto al estilo, la carta más hermosa que mujer alguna pudiera escribir.
Fuente: Escritos de juventud, Carlos Marx, Fondo de Cultura Económica, México, 1982.

Para que se tenga una idea más precisa del contexto en que fuera escrita esta carta, incluimos en esta entrega la Nota que, a propósito, escribiera Eleonor Marx, y que acompañara la publicación de la misiva en Neue Zeit, en 1897.

*NOTA A LA CARTA DE KARL MARX A SU PADRE. ELEANOR MARX


Escrita probablemente en 1897 y publicada, por primera vez en la Neue Zeit, año 16, núm.1 de 1897, junto a la mencionada carta. Fuente: K. Marx & F. Engels, Obras Fundamentales, t. I.

marx-eleanor
Eleonor Marx (1855-1898)
Esta carta me fue enviada por mi prima Carolina Smith, quien la encontró entre los papeles de Sofía, su madre, que era la hermana mayor de Carlos Marx. Ignoro cómo llegaría la carta a poder de mi tía. Es probable que ella, a su vez, la descubriera entre los papeles de su madre. En 1.863, cuando murió su madre, Marx se encontraba en Tréveris. Pero lo más probable es que no se acordara ya de la existencia de esta carta para reclamársela a su hermana; afortunadamente, pues de otro modo es muy probable que la hubiera destruido.
He tenido que vencer una gran resistencia para dar a la publicidad una carta como esta, destinada únicamente a su amado padre, para quien había sido escrita. Me proponía utilizarla solamente como material para la biografía de Marx, que espero terminar pronto. Pero, habiendo mostrado la carta a algunos amigos íntimos, éstos me convencieron de la necesidad, más aún, de mí deber de hacer público este extraordinario documento humano. ‘Comprendo perfectamente -me escribió Kautsky- los reparos que opones a la publicación de la carta. Pero no somos nosotros quienes sacamos a la publicidad la vida privada del Moro; ya se han adelantado a hacerlo otros. Y, ya que el carácter y la vida privada de tu padre están públicamente a discusión, nos interesa que no sean las mentiras de los adversarios el único material disponible’. No he tenido, pues, más remedio que ceder, y la carta aparece ahora en las columnas de la Neue Zeit.
Aunque la carta lleva simplemente fecha de 10 de noviembre, sin indicación de año, no es difícil establecer éste. Fue escrita, sin duda alguna, antes de 1838, ya que habla de Bruno Bauer en Berlín, y en 1838 sabemos que estaba en Bonn. La carta fue escrita, por tanto, en 1836 o 1837. Y, aunque al principio me inclinaba por la primera de estas dos fechas, un cotejo cuidadoso de los años me ha llevado al convencimiento de que debe optarse más bien por la segunda.
No cabe duda de que Marx escribió esta carta poco después de comprometerse con Jenny von Westphalen. Cuando se hizo novio de ella, Carlos era todavía un muchacho de diecisiete años. Y, como suele ocurrir, tampoco en este caso fue liso y llano el camino del verdadero amor. Se comprende fácilmente que sus padres no vieran con buenos ojos el compromiso matrimonial de un joven de tan pocos años, y las expresiones de disgusto que se contienen en la carta y el calor con que el autor de ella trata de convencer a su padre de la fuerza de su amor a pesar de toda la oposición con que tropezaba tienen su explicación en las escenas bastante violentas que este asunto había provocado. Mi padre solía decir, hablando de esto, que era, por aquellos años, una especie de Orlando furioso. Pero pronto se arreglaron las cosas y, poco antes o después de cumplir los dieciocho años, se ‘formalizaron’ las relaciones. Siete años duró el noviazgo entre los dos enamorados, que a Carlos ‘le parecieron siete días; tan grande era su amor por ella’.
Se casaron el 19 de junio de 1843, y aquellos dos seres se habían conocido y jugado juntos de niños y se habían enamorado y comprometido cuando todavía eran unos muchachos, se lanzaron ahora, unidos, como hombre y mujer, a la dura lucha de la vida.
Una lucha, en verdad, muy dura. Años de privaciones y de miseria y, lo que es aún peor, de brutales enconos, infames calumnias y fría indiferencia. Pero, en medio de todo ello, en la desgracia y en la fortuna, estos dos seres unidos para toda la vida por la amistad y el amor, jamás llegaron a vacilar en sus sentimientos, fieles hasta la muerte. Ni siquiera la muerte ha podido separarlos.
Durante su vida entera, Marx estuvo apasionadamente enamorado de la que era su mujer, con inextinguible amor juvenil. Tengo ante mí una carta amorosa que parece escrita por un muchacho de dieciocho años y que mi padre dirigió a su esposa en 1856, cuando ya ésta le había dado seis hijos. Y cuando, en 1863, le llamó a Tréveris la muerte de su madre, le escribió desde allí a su mujer que iba ‘diariamente’ en peregrinación a la vieja casa de los Westphalen (en la calle de los Romanos), más interesante para mí que todas las ruinas romanas, porque me recuerda mi juventud feliz y porque guardaba el mejor de mis tesoros. Además, todos los días y en todas partes me preguntan por la que en aquellos años era ‘la muchacha más linda de Tréveris! Y ‘la reina de los bailes’ ¡Qué tremendamente agradable es para un hombre ver que su mujer sigue viviendo en la fantasía de toda una ciudad como una especie de ‘princesa encantada’!.
Suponiendo que la carta que aquí publicamos fuera escrita solamente cinco o seis meses después de que se formalizara su noviazgo, habría que optar por la fecha de noviembre de 1836, como yo me inclinaba a creer al principio. Pero Marx habla en ella de los ‘tres primeros tomos de poesías’, escritos por él poco tiempo antes. Y en mi poder se encuentran, en efecto, tres cuadernos de poesías, que sin duda son estos de que aquí se habla. Están fechados en ‘Berlín, a fines del otoño de 1836’, ‘Berlín, noviembre de 1836’, ‘Berlín, 1836’. Se trata de tres legajos bastante gruesos y escritos en letra muy limpia. Los dos primeros llevan por título ‘Libro de Amor, primera y segunda parte’, el segundo aparece marcado así ‘K.H.Marx’, y el tercero: ‘Karl Marx’. Los tres aparecen dedicados ‘A mi querida, eternamente amada Jenny von Westphalen’. La carta aquí publicada lleva la fecha de 10 de noviembre, y, aunque no pueda descartarse la posibilidad de que estos tres cuadernos de poesías fueran escritos y enviaran a su destinataria a fines de octubre y comienzos de noviembre de 1836, no es lo más probable, y el pasaje de la carta que a ello se refiere habla en contra de esta hipótesis. No creemos, pues, equivocarnos si asignamos a esta carta la fecha de noviembre de 1837, en que Marx tenía diecinueve años.
Unas cuantas aclaraciones más sobre algunas alusiones contenidas en la carta. Lo del ‘amor sin esperanza’ ha quedado ya aclarado. Lo de ‘las nubes que ensombrecen nuestra familia’ se refiere, de una parte, a ciertas pérdidas de dinero y a los consiguientes problemas de que recuerdo haber oído hablar a mi padre y que creo ocurrieron por aquel entonces, y sobre todo, a la grave enfermedad de Eduardo, su hermano menor, al delicado estado de salud de otros tres hermanos, muertos todos en temprana edad, y a los primeros síntomas de la enfermedad del padre, llamada a tener también un desenlace fatal.
Marx sentía profunda devoción por su padre. No se cansaba de hablar de él y llevaba siempre consigo una fotografía suya, copia de un viejo daguerrotipo. No le gustaba, sin embargo, enseñarsela a los amigos, pues decía que se parecía muy poco al original. Yo encontraba el rostro muy bello y la barbilla más finas; el conjunto de la cara tenía un marcado aire judío, pero de un tipo indiscutiblemente hermoso. Cuando Carlos Marx, después de la muerte de su esposa, emprendió un largo y triste viaje para recuperar la salud perdida –-ansioso de dar cima a su obra–, le acompañaron a todas partes esta fotografía de su padre, otra vieja de mi madre, protegida por un cristal (dentro de su forro) , y una de mi hermana Jenny; cuando murió, las encontramos en el bolsillo interior de su chaqueta y Engels las puso en su ataúd.
No cabe duda de que la carta que aquí se publica es asombrosa, si se tiene en cuenta que fue escrita por un joven de diecinueve años. Vemos en ella al joven Marx en proceso de desarrollo, al muchacho que anuncia ya al hombre del mañana. La carta nos revela aquella capacidad casi sobrehumana de trabajo y aquella laboriosidad que caracterizaron a Marx a lo largo de su vida entera; ningún trabajo, por demasiado duro que fuera, le infundía miedo, y no encontramos en sus obras ni un solo instante de pereza o desaliento. Se revela aquí ante nosotros un joven capaz de acometer en unos cuantos meses trabajos que asustarían a un hombre hecho y derecho; le vemos escribir docenas de pliegos y destruir luego sin la menor vacilación todo lo escrito, preocupado tan solo por ¡ver claro ante sí mismo’, hasta llegar a esclarecer y dominar por completo los problemas que le torturaban; lo vemos criticarse y criticar severamente lo que hace -–cosa, a la verdad, verdaderamente extraordinaria en un hombre joven, como él lo era–, todo ello con una gran sencillez, sin la menor pretensión, pero con admirable sagacidad. Vemos cómo brillan ya en esta carta, que es lo más sorprendente para sus años, chispazos de aquel humorismo sardónico y peculiar que más tarde habría de caracterizarlo. Y encontramos, por fin, ya aquí, como más adelante, al lector infatigable que todo lo abarca y todo lo devora, sin dar jamás pruebas de estrechez o unilateralidad. Todo, jurisprudencia, filosofía, historia, poesía, arte, era agua buena para su molino; en nada de lo que emprendía se quedaba nunca a medias. Pero, además, esta carta pone de manifiesto una faceta de Marx de la que el mundo, hasta ahora, sabía muy poco o no sabía nada: su apasionada ternura por cuantos estaban cerca de él, su temperamento rebosante de amor y de entrega.
Ha resultado penoso para mí poner al desnudo las intimidades de este corazón. Pero no lo lamento, si de este modo contribuyo a hacer que Carlos Marx sea mejor conocido y, por tanto y con ello, más amado y más respetado.
Fuente de la Nota de Eleanor Marx: MARXIST INTERNET ARCHIVE 

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