Por Bufa Subversiva
Foto: Irene Pérez
Autor: Joel Ernesto Marill Domenech
En los últimos años uno de los temas más polémicos en el debate económico en Cuba lo ha constituido la política de regulación central de precios (estatales y no estatales). En el mismo se ha puesto de manifiesto la necesidad de buscar nuevas y mejores maneras de lograr una fijación y regulación de precios por los actores económicos, que permita conjugar al mismo tiempo la justicia social-distributiva de nuestro sistema social, con la eficiencia y eficacia de la actividad económica.
A lo interno del sector estatal se ha avanzado en un largo proceso de ajustes, donde se han acumulado transformaciones necesarias para lograr dotar a la empresa estatal de mayores niveles de autonomía, creando las condiciones, para una vez superadas las deformaciones monetarias y cambiarias con la Tarea Ordenamiento, poder lograr mayores niveles de descentralización en la formación de precios estatales.
Dicho proceso, sin embargo, no vendrá en forma de una completa descentralización, pues se garantizarán determinados niveles de centralización de precios fundamentales e indicadores directivos que permitan garantizar la gobernanza de dichas transformaciones y acoplar los intereses de la sociedad en su conjunto con los de los colectivos de las empresas estatales.
Aun con las distorsiones posibles que puedan darse en el control de este proceso y el enfrentamiento a las ilegalidades que puedan ocurrir, es de esperar que se logre una regulación efectiva de precios en el sector estatal y que esta transite, en la medida de lo posible, desde las regulaciones directas y normativas a regulaciones cada vez más indirectas y descentralizadas del control de precios estatales.
Por otra parte, el panorama de la regulación de precios a lo interno del sector no estatal se muestra como un proceso mucho más complejo. En la medida en que los agentes no estatales han ocupado un papel mayor en la producción y comercialización de bienes y servicios en los mercados domésticos, también se han hecho sentir las deformaciones propias de mercados pequeños, imperfectos y limitados por el lado de la oferta, donde se han creado espacios para prácticas fraudulentas y monopólicas por parte de algunos agentes económicos no estatales, que han intentado apropiarse con ventaja de la riqueza social producida.
En dichas condiciones el gobierno cubano ha intervenido de forma sistemática, mediante políticas de regulación administrativa de precios, para limitar el alcance de dichas prácticas y asegurar con ello la función social-distributiva de los precios en las economías en transición al socialismo. Esta función de los precios en el socialismo, que los distingue cualitativamente de la lógica puramente mercantil de formación de precios en una economía capitalista, argumenta sobre la necesidad de que sirvan para garantizar la justicia distributiva de la economía socialista[1] y excluye por esta razón la persistencia de prácticas que atenten contra el bienestar colectivo en la fijación de precios.
La política de regulación administrativa de precios no estatales ha sido un tema polémico y recurrente a lo largo de la actualización de nuestro modelo económico. Esta ha sido objeto de fuertes cuestionamientos por determinados sectores, al considerarla una medida de limitados resultados y que no permite superar las causas subyacentes que condicionan las deformaciones de la economía y que son, en última instancia, la causa de los altos precios.
Se replica así uno de los tópicos más comúnmente repetidos por la mayor parte de la corriente dominante dentro de la ciencia económica burguesa, donde se considera a la regulación administrativa de precios como uno de los mayores pecados que contra la libre actuación de las fuerzas del mercado una sociedad pueda cometer. Impera la idea, dentro de dicha corriente, que la regulación social de precios parte de un juicio de valor ideológicamente sesgado, que atenta contra el comportamiento regular de la economía y que provoca mayores distorsiones de las que puede corregir.
La ciencia económica dominante, convertida en una de las fuentes de validación fundamental del orden mundial capitalista, sostiene que es necesario excluir todo juicio ético o moral sobre el comportamiento de los mercados, y reclama un análisis “positivo” y “objetivo” sobre ellos que deje fuera todo sesgo ideológico posible.
La ciencia económica burguesa, heredera del principio francés de “laissez-faire” o dejar hacer al mercado y de la llamada “mano invisible” de Adam Smith, sostiene que el libre juego de las fuerzas del mercado permite llegar a los mejores resultados asignativos y distributivos posibles, en base a determinadas condiciones de partida, logrando en el proceso el óptimo de bienestar social para los actores involucrados. Aún sin ser un acto totalmente consciente para muchos, la ciencia económica dominante se convierte así en el mayor escudo del liberalismo económico y del derecho de la propiedad privada a apropiarse socialmente con ventaja de la riqueza social.
Reclamando una pretendida neutralidad ética y científica, la ciencia económica dominante intenta imposibilitar a la sociedad actuar sobre las manifestaciones nocivas de los mercados, al defender que en la mayoría de los casos estos brindarán el mejor de los resultados posibles. Esto no solo lo vemos en su convencido enfrentamiento a los topes de precios, sino en su lucha contra la regulación del salario mínimo, contra las barreras aduanales, contra el incremento de impuesto, contra determinado grado de proteccionismo que permita a las industrias de los países periféricos desarrollarse, contra el gasto público para financiar servicios y protecciones sociales y contra muchos otros intentos de poner límites socialmente consensuados a la actuación libre de los mercados.
Esto es, si se mira con detenimiento, el sentido común del liberalismo “hecho” ciencia, y si se logra avanzar más allá del velo que este pone sobre la mente de los hombres, se descubrirá que es al mismo tiempo el primero y más peligroso de los juicios de valor que los economistas convencionales realizan, pues presupone la necesidad de poner al mercado sobre todo posible control social. Es así, de todos los juicios ideológicos que el liberalismo pretende hacer pasar por verdad inapelable, el más extendido y anti-democrático de todos, pues disfraza tras el manto de una pretendida “neutralidad” y racionalidad científica de la economía académica burguesa, el imperativo ideológico de que es beneficioso y correcto dejar al mercado disciplinar a toda la sociedad.
La lucha ideológica del socialismo es también contra los lugares comunes del liberalismo económico, que muchas veces en forma de verdad científica inapelable, intenta imponer al cuerpo social sus agendas de política. Controlar racionalmente precios en el socialismo es una decisión profundamente ideológica, en favor de los más humildes, que son la base social de esta revolución, y no lo escondemos, decisión tan ideológica como es la de los heraldos del liberalismo defender el “dejar hacer libremente al mercado”.
Es entonces necesario en esta polémica, y valdría la pena recordar a quienes nos exigen lo contrario, tener claro lo que en la conceptualización democrática y popular de nuestro modelo se argumenta sobre este tema cuando afirma: “Reconocer, regular y lograr un adecuado funcionamiento del mercado, de modo que las medidas administrativas centralizadas, en interacción con las políticas macroeconómicas y otras, induzcan a los actores económicos a adoptar decisiones de acuerdo con los intereses de toda la sociedad”[2]. La regulación de precios es así no solo un imperativo justo, sino un mandato apegado a la conceptualización de nuestro modelo.
Se hace así una distinción sutil, pero necesaria, entre lo que podríamos llamar la diferencia fundamental entre un “socialismo con mercados” y un “socialismo de mercado”. Donde el primero supone el empleo consciente y regulado de las relaciones monetario-mercantiles para potenciar el desarrollo de la actividad económica y la construcción del socialismo, mientras que el segundo subsume la mayoría de los intereses sociales al orden antidemocrático y dictatorial del mercado. En dicho esfuerzo por construir un socialismo eficiente y sostenible con mercados, pero que no se pliegue ante las fuerzas indeseables de este, es necesario contar con una racionalidad que va más allá de la economía convencional y que sirva de base teórica y metodológica para nuestra política económica.
En este sentido, la economía política marxista sostiene un explicación válida y rigurosa de los procesos mercantiles que no debe ser menospreciada. Partiendo de la mismapodemos afirmar que los precios de mercado siendo una expresión monetaria de los gastos de trabajo social, del valor de las mercancías, no supone siempre y en todo momento ser un reflejo directo de dicho valor[3] (Marx, 2002)[4]. Bajo determinadas condiciones de los mercados, estos tienden a alejarse consecuentemente de su fundamento, dejando de expresar una relación directa entre valor y precio. Tal es el caso de los mercados condicionados por restricciones de oferta, en los cuales los precios mercantiles comienzan a alejarse cada vez más de su referente de valor y a expresar determinadas características de relaciones monopólicas entre productores y consumidores.
Para la economía marxista, la relación de monopolio supera en términos lógicos la concepción de “mercado imperfecto” de la economia convencional, donde el monopolio es representado como una gran y única empresa que desforma la libre competencia. Una relación de monopolio es en la práctica, toda relación asimétrica de poder en los mercados que permita a los productores (uno o varios) imponer precios por encima de los precios de producción (coste de producción + la ganancia media social) de forma sistemática, pudiendo con ello apropiarse con ventaja de una mayor parte de la riqueza socialmente producida.
Una pequeña empresa, un productor o pequeños productores o comercializadores, pueden representar dichas relaciones monopólicas cuando las condiciones del mercado en que se desarrolla lo permiten. De esta manera pueden imponer al consumidor final, o a productores intermedios en determinadas cadenas de producción, precios superiores a los reflejados por la cantidad de trabajo contenida en su mercancía, o visto desde un plano más concreto: precios que superen el valor de sus costes más una ganancia media que en condiciones normales de producción equilibra la ganancia en los diferentes mercados.
La obtención de dicha ganancia excedente, por sobre la ganancia media obtenida en condiciones normales de los mercados (que se da de forma promedial y no como un valor fijo), es en la práctica una ganancia por concepto de poder asimétrico (de monopolio) derivada de las condiciones desfavorables en los mercados en que se desarrollan. Esa superganancia es en efecto, desde un punto de vista ético (en relación a los valores de nuestra sociedad) y económico (en relación al precio de producción), un precio excesivo y por tanto socialmente regulable desde una racionalidad política que supera la visión tradicional del liberalismo económico (incluso en su pretendida lucha contra los monopolios tradicionales).
Es justamente esta superganancia la que debe ser regulada por los topes de precios y no toda forma de ganancia. En este sentido es necesario acotar que la regulación de precios debe ser racional y no ir en contra de la posibilidad de los productores de reproducirse, esto es, de cubrir sus costos de actividad más una tasa de ganancia media social que les permita tener un incentivo económico para su producción. La regulación de precios administrativos es, por lo general, una actividad extensiva en información (necesita mucha información para hacerse de forma correcta), costosa y susceptible a equivocaciones que contradigan sus objetivos cuando no existe total comprensión de los procesos económicos que necesitan ser regulados.
No siempre es lo más conveniente topar los precios finales, cuando la superganancia se está dando en eslabones intermedios o primarios de la cadena de comercialización y producción, pues esto puede llevar a efectos contraproducentes. Tampoco es conveniente realizar topes de precio por debajo de los costos de producción pues pondrían en peligro la posibilidad de retomar el ciclo productivo a los productores, lo que atentaría de forma severa contra las producciones en mercados que ya se encuentran restringidos por la oferta. Asimismo, la regulación de precios, puede y debe coordinarse con otras políticas económicas, como subsidios a la producción, que permitan una efectividad mayor a los objetivos generales de la política.
En la regulación de precios es necesario llegar al equilibrio antes comentado entre precios que cumplan su función social-redistributiva y precios que no atenten contra la vitalidad de la actividad económica. Esto sin lugar a duda no es una tarea sencilla, por ello la preparación y la responsabilidad de aquellos que la conceptualizan debe ser máxima, pues lo que está en juego es el bienestar y la felicidad de nuestro pueblo.
La regulación de precios, sin ser la solución mágica a nuestros problemas económicos de fondo, es una decisión legitima de intervención económica, fundamentada en los más profundos principios de justicia social de nuestra revolución socialista. Si se realiza de forma inteligente y racional, puede ser capaz de mitigar parcialmente procesos especulativos e intentos de aprovechar desequilibrios coyunturales de los mercados para obtener una superganancia. Su eficacia en el largo plazo, sin embargo, es mucho más cuestionable y la respuesta real a los desequilibrios económicos pasará siempre en última instancia por la producción y por lo que seamos capaces de hacer con nuestro trabajo y esfuerzo los cubanos.
Es una voluntad expresa en la actualización de nuestro modelo[5], avanzar en una regulación más indirecta de los actores económicos y por tanto de la fijación de precios, una voluntad esta que ha sido muchas veces reconocida en los últimos meses por nuestros dirigentes y que tendrá en el futuro que concretarse en transformaciones de nuestros marcos institucionales en los que dicha regulación se realiza, donde se deberá dar mayor espacio a la regulación de precios mediante el control de las políticas macroeconómicas, en especial la política monetaria. Pero es válido tener en cuenta que el modelo de sociedad que construimos no puede renegar, ni es ético exigir que reneguemos, de todo control directo de precios, pues al hacerlo estaríamos perdiendo uno de los instrumentos fundamentales de política económica que tiene la sociedad para corregir los efectos nocivos de los mercados y para conducir la actividad económica en su conjunto.
La alternativa socialista, como un sistema que pone al ser humano y su desarrollo pleno como centro de su horizonte, debe estar consciente de las condiciones reales en que dicha alternativa se construye, y por tanto la aceptación de la objetividad y existencia del mercado es un imperativo ineludible. Pero no por ello debe renegarse de la posibilidad de regular consciente y racionalmente el mismo, convirtiéndolo así en un medio, pero nunca en un fin, de nuestro proyecto de desarrollo socialista.
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[1] Sobre la función distributiva de los precios en las economías socialistas Ver Hidalgo Gato (1980)
Hidalgo Gato, Frank (1980): De los precios y su función redistributiva en la economía socialista. Revista Economía y desarrollo.
[2] Conceptualización del modelo económico y social cubano de desarrollo socialista. (2017): Principales transformaciones que fundamentan la actualización del Modelo. pág. 18.
[3] En la práctica la coincidencia de valor (expresado en su forma concreta como precio de producción) y precio de mercado es un referente teórico más que un proceso cotidiano en los mercados, pues las condiciones necesarias para dicha coincidencia son incosustanciales con la dinámica de reproducción anárquica de los mercados.
[4] Marx, Karl (1867/2002): El Capital Tomo I. Madrid. Siglo XXI Editores. Pág. 125
[5] Conceptualización del modelo económico y social cubano de desarrollo socialista. (2017): Principales transformaciones que fundamentan la actualización del Modelo. pág. 17-18.
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ResponderEliminarAnte todo, debemos aclarar que en el mundo no ha existido todavía un solo país verdaderamente Socialista, y el nuestro no es una excepción, todo lo contrario, sigue el típico modelo estalinista desarrollado en la Unión Soviética por Lenin y Stalin, cuyo modelo económico es el Capitalismo Monopolista de Estado, como le denominó el propio Lenin, y que, supuestamente sería una etapa intermedia de tránsito entre el Capitalismo y el Comunismo. En la práctica nunca se ha intentado la construcción del Socialismo ni en la Unión Soviética ni en ningún otro país integrante del "Campo Socialista". Marx dejó muy claro que el Socialismo sería una sociedad de "productores libres asociados" y que no necesitarían de gerentes ni administradores estatales porque los propios trabajadores serían los que administrarían las empresas socialistas, no el Estado, cuyas funciones irían desapareciendo con el tiempo por lo cual el Estado, como órgano represor de la sociedad en interés de la clase gobernante, se extinguiría. Solo Yugoslavia, en los años 50 del siglo pasado experimentó la autogestión obrera de las empresas socialistas, con resultados económicos superiores al resto del mundo en esa década, sin embargo, por desviaciones en su carácter y su papel dentro de la sociedad fueron convertidas en empresas estatales, que, como todos conocemos volvieron a ser ineficientes económicamente y Yugoslavia abandonó el tránsito hacia el Socialismo para aplicar, como todos los demás países "socialistas" europeos, al Capitalismo Monopolista de Estado, cuyo destino final, demostrado en la práctica, criterio de la verdad, es el retorno al Capitalismo Real, como ya ocurrió en la Unión Soviética y en los países del este europeo.
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