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viernes, 29 de octubre de 2021

Lo que quedó «en el tintero»

Epílogo del libro «Defensa y refundación del socialismo cubano»

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Oct 29 · 18 min read

Por Roberto Regalado



Fernando Martínez Heredia, una de las glorias de las ciencias sociales cubanas, acostumbraba a repetir que el marxismo y la historia hay que estudiarlos en conjunto. Solo así sabremos cuándo, dónde y por qué los clásicos dijeron lo que dijeron e hicieron lo que hicieron, y solo así asimilaremos que la función de las y los marxistas no es decir y hacer lo mismo que los clásicos, sino emplear su método de análisis y de solución de problemas teóricos y prácticos, para decir y hacer lo que corresponde a la situación concreta en que cada cual se encuentre. Con esas sencillas palabras, Fernando nos invitaba a asumir al marxismo en su condición de filosofía de la praxis, como lo hicieron Vladimir Ilich Lenin, Rosa Luxemburgo, Antonio Gramsci, George Lukács, Ernesto Guevara, Fidel Castro, y muchas otras figuras revolucionarias de pensamiento y acción.

A diferencia del marxismo‑leninismo oficial impuesto en la Unión Soviética tras la prematura muerte de Lenin, marxistas revolucionarias y revolucionarios han formulado el concepto de teoría de la revolución de fundamento marxista y leninista, que abarca todo el universo de resultados científicos obtenidos, en el pasado, en el presente y en el futuro, mediante la utilización del aparato categorial y conceptual fundado por Marx para descubrir y analizar las características y contradicciones de la sociedad capitalista, percibir regularidades sociales, e identificar y caracterizar las tendencias generales a partir de las cuales elaborar los objetivos, estrategias y tácticas de la revolución social, tanto para la conquista o la construcción del poder, como para la edificación de una nueva sociedad.

En su obra Nuestro Marx, Néstor Kohan dice:

¡Volver a Marx! Viejo grito de denuncia, rechazo y hastío. Periódicamente retoma el centro de la escena cuando el conformismo, la mansedumbre, la mediocridad, la apología y la legitimación entusiasta del orden establecido amenazan desdibujar el sentido crítico de las ciencias sociales.[1]

Pocos párrafos después, agrega:

No se trata del «regreso» del Marx caricaturesco de la vulgata estalinista, fácilmente refutable (por eso mismo siempre presente en las impugnaciones académicas). Tampoco es el Marx economicista que solo sabe balbucear la lengua del funcionamiento del mercado y la acumulación pero no puede pronunciar una sola palabra inteligible sobre el poder, la política, la dominación, la hegemonía, la cultura y la subjetividad.[2]

Tras abordar una amplia gama de temas medulares, más de setenta páginas después del párrafo antes citado, Néstor decide que llegó al lugar oportuno para realizar una valiosa especificación sobre el sentido y el contenido de la crítica marxista:

La cientificidad de la teoría social marxista reside en su capacidad de crítica. Su cientificidad no reposa en la postulación de todo un catálogo de sentencias (o «leyes de hierro») universales, absolutas y ahistóricas — supuestamente válidas para todo tiempo y lugar, al margen de la historia, las subjetividades y los conflictos sociales — sino en su enorme capacidad para desarmar, desmontar y demoler los dogmas que legitiman el orden social capitalista como natural, inmodificable, absoluto y eterno. Dicha cientificidad crítica permite establecer regularidades en los fenómenos sociales (leyes de tendencia que abren un amplio abanico de posibilidades con mayor o menor grado de probabilidad) para, a partir de su conocimiento, poder intervenir y transformar la sociedad en un sentido praxiológico políticamente radical.

En el seno de la tradición marxista, ese ejercicio crítico no se realiza solo sobre los relatos metafísicos del pensamiento social burgués que legitima, de diversos modos y con no pocos matices, el orden establecido. La crítica marxista también se aplica a su propia tradición.[3]

Enfaticemos esta última idea: ¡La crítica marxista también se aplica a su propia tradición! ¡La crítica marxista es también autocrítica! De esta idea se deriva la capacidad de la teoría social marxista de autocorregirse, actualizarse y desarrollarse, lo que hace mediante: el análisis de los resultados positivos y negativos de su aplicación práctica, el estudio de los cambios sociales, y la incorporación de los nuevos descubrimientos de otras ciencias.

A propósito de la interrelación que Fernando nos recomendó establecer entre el marxismo y la historia, Erick Hobsbawm dice que Marx y Engels rechazaron, en forma «persistente, militante y polémica» las «dicotomías simples de quienes se proponían reemplazar a la mala sociedad por una buena» y «la tendencia a diseñar modelos operacionales cerrados, por ejemplo, a prescribir la forma exacta de cambio revolucionario y a declarar que todos los demás eran ilegítimos; o a rechazar el empleo exclusivo de la acción política». Ellos «rechazaban el voluntarismo ahistórico».[4]

Una idea fuerte de Hobsbawm es que mucho de lo que se discutió sobre la revolución en el siglo XIX es posterior a la muerte de Marx y Engels, por lo cual, lo más que puede decirse, es que quienes primero debatieron esos temas, a raíz de la polémica sobre revisionismo y reformismo iniciada en la década de 1890, estuvieron en contacto personal con Marx y Engels o, en la mayoría de los casos, solo con este último. Ello implica que los debates posteriores están basados en interpretaciones o revisiones póstumas.[5] Además explica que la obra de Marx y Engels no es un cuerpo teórico acabado, en parte porque la vida no les alcanzó para hacer todo lo que habían soñado y, en parte, porque eran reacios a desarrollar una teoría general de la política, tema que abordan en forma de observaciones incidentales, excepto en la teoría sobre el origen y el carácter histórico del Estado. Otro aspecto mencionado por Hobsbawm con relación a Marx es que:

Su forma de investigación podía producir diferentes resultados y perspectivas políticas. En rigor, eso hizo el propio Marx, quien visualizó una transición pacífica al poder en Gran Bretaña y Holanda, y la posible evolución de la comunidad rural rusa al socialismo. Kautsky e incluso Bernstein fueron herederos de Marx tanto como (o, si Ud. quiere, tan poco como) Plejánov y Lenin.[6]

El célebre historiador puntualiza que, a diferencia de Marx, Lenin sí sintió la necesidad de teorizar sobre el Estado y la Revolución, pero, cuando comenzó a hacerlo, llegó el 25 de octubre de 1917 (según el calendario juliano entonces vigente en Rusia) y tuvo que concentrarse en hacer la revolución y construir el Estado, en vez de teorizar sobre ellos. Según Hobsbawm:


[…] el experimento soviético se diseñó no como una alternativa global al capitalismo, sino como un conjunto específico de respuestas a la situación concreta de un país muy vasto y muy atrasado en una coyuntura histórica particular e irrepetible. El fracaso de la revolución en todos los demás lugares dejó sola a la Unión Soviética con su compromiso de construir el socialismo en un país donde, según el consenso universal de los marxistas en 1917 (incluyendo a los rusos), las condiciones para hacerlo no existían en absoluto. El intento hizo posibles, con todo, logros harto notables (entre ellos, la capacidad para derrotar a Alemania en la segunda guerra mundial), aunque con un coste humano intolerable, sin contar con el coste de lo que, al final, demostraron ser una economía sin salida y un sistema político que no tenía respuestas para ella. […] El otro socialismo «realmente existente», el que surgió bajo la protección de la Unión Soviética, sufrió las mismas desventajas, aunque en menor medida y, en comparación con la URSS, con mucho menos sufrimiento humano.[7]

A partir de la observación de Hobsbawm sobre las interpretaciones o revisiones de Marx y Engels, es preciso llamar la atención sobre el hecho de que la mayor parte de lo que se discutió sobre la revolución socialista y la construcción del socialismo en el siglo XX, es posterior a la muerte de Lenin, y ello implica que los debates sobre qué debe ser y cómo se debe hacer una revolución, y sobre qué debe ser y cómo se debe edificar el socialismo, están basados en «interpretaciones o revisiones póstumas» de su pensamiento. Con otras palabras, ni Marx, ni Engels, ni Lenin diseñaron un «modelo», mucho menos un «modelo único», de revolución ni de socialismo.

¿Cuántas cubanas y cubanos saben que el secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética que dirigió la «construcción del socialismo y avance hacia el comunismo» en esa nación durante las tres décadas posteriores a la enfermedad y la muerte de Lenin, fue el secretario general que Lenin pidió que fuese relevado de ese cargo?

En el retiro provocado por la enfermedad que meses después ocasionaría su deceso, en diciembre de 1923, Lenin escribió:

El camarada Stalin, convertido en secretario general, concentró en sus manos un poder ilimitado, y no estoy seguro que siempre sea capaz de utilizar ese poder con suficiente cuidado.[8]

Más adelante, en el mismo texto, agregó:

Stalin es demasiado rudo, y ese defecto, aunque del todo tolerable en nuestro medio y en las relaciones entre nosotros, los comunistas, se hace intolerable en el puesto de secretario general. Por eso propongo a los camaradas que piensen una manera de relevar a Stalin de ese cargo y designar en su lugar a otra persona que en todos los aspectos tenga sobre el camarada Stalin una sola ventaja: la de ser más tolerante, más leal, más cortés y más considerado con los camaradas, menos caprichoso, etcétera.[9]

Iósif Vissariónovich Dzhugashvili (José Stalin) asumió la secretaría general del Comité Central del entonces llamado Partido Comunista de Rusia (bolchevique) en 1922, un cargo que en ese momento representaba ser el primero entre iguales con los demás miembros del máximo órgano de dirección partidista, es decir, asumió una función cuyo contenido original no era decidir, sino solo coordinar el proceso colectivo de toma de decisiones, controlar su cumplimiento e informar de ello a sus iguales. Fue él quien convirtió aquel cargo en la jefatura suprema del sistema político institucional de partido Estado, que se implantó después en todos los países que asumieron el «modelo soviético».

En su carrera de acumulación de poderes personales, Stalin: eliminó físicamente a los viejos bolcheviques, dirigentes del partido, y jefes militares y de los órganos de seguridad, que conocieron a Lenin y su pensamiento; los eliminó también de las fotos históricas mediante una especie de photoshop primitivo; e impuso su concepción vulgarizadora del leninismo por encima de las otras lecturas e interpretaciones del pensamiento de Lenin coexistentes dentro del liderazgo bolchevique, con lo que desempeñó un papel fundamental, aunque no exclusivo, en la construcción del marxismo‑leninismo soviético y del «modelo soviético» de «construcción del socialismo y avance hacia el comunismo».

Si bien el XX Congreso del PCUS, efectuado del 14 al 26 de febrero de 1956, denunció los crímenes, el culto de la personalidad y otras concepciones políticas y prácticas de Stalin, las estructuras, los medios y los métodos estalinistas, despojados de sus manifestaciones criminales, se mantuvieron en la URSS, en los demás países del sistema socialista mundial y en el resto del Movimiento Comunista Internacional. Sin embargo, contrario a lo que, por lo general, se asume como un hecho, Marcelo E. Caruso Azcárate argumenta que la influencia del estalinismo no es solo un lastre que arrastran los gobiernos y los partidos comunistas. De sus estudios sobre la izquierda y el progresismo latinoamericano de la etapa posterior al derrumbe del socialismo real, este autor concluye:

En todos estos procesos de gestión de gobiernos de izquierda y progresistas, y a pesar de sus diferencias, ha sido notable la repetición de actitudes, relaciones y posiciones políticas erradas o equivocadas, al punto de que nos hemos permitido buscar un concepto que las incluya y caracterice: el neoestalinismo.[10]

Marcelo define al estalinismo como una categoría conceptual de ejercicio del poder político que trasciende los errores y crímenes de quien dio origen al nombre. Para él, lo que conocimos como estalinismo clásico y duro hoy ya no existe, en tanto no existen esos Estados obreros deformados sobre los cuales sustentaban su legitimidad. Fue una casta autoritaria que vivió a costa del pasado glorioso de la Revolución Bolchevique, a la cual enterró gradualmente sin que la clase obrera soviética pudiera impedirlo. Su existencia combinó la enorme autoridad que generaba una sociedad sin capitalistas explotadores, capaz de garantizar derechos económicos y sociales en forma universal, con crímenes contrarrevolucionarios que no solo impidieron la extensión de la revolución socialista antes y después de la Segunda Guerra Mundial, sino que acabaron con la vida de millones de campesinos y obreros, así como con los líderes bolcheviques que junto a Lenin condujeron la Revolución Rusa. Su poder regresivo se alimentó de esa autoridad histórica, cual vampiro que mata gradualmente a su víctima, pero que a la vez la necesita para seguir existiendo. Se caracterizó por su actitud de conciliación con los imperios dominantes y el feroz autoritarismo con sus pueblos. Blando con los de arriba y los aliados de la derecha de último momento, y duro con los de abajo y con los compañeros de lucha de toda la vida.

En los procesos contrahegemónicos de gobiernos de izquierda — dice Marcelo — se encuentran, en forma recurrente, líneas de intervención marcadas por el uso y abuso del poder del Estado, que van de la mano de autoritarismos hacia los de abajo y conciliaciones con los de arriba. En aras de una generalización conceptual de libre aplicación a las realidades nacionales concretas, las hemos llamado neoestalinismos diversificados.

Del hecho que los neoestalinismos diversificados sean parte de la práctica política de todo el espectro de la izquierda y el progresismo latinoamericanos, a lo que yo agrego que esto incluye a sectores históricamente críticos de la Unión Soviética, del socialismo real y del marxismo‑leninismo, a los que ni por la mente les pasa la idea de considerarse ellos mismos como reproductores y ejecutores de prácticas estalinistas. Marcelo concluye que:

[…] ese fenómeno no fue una desviación propia de la sociedad feudal rusa, sino que es una estructura mental irracional y de poder que, en distintos contextos históricos, afecta gravemente las etapas de la evolución de la humanidad hacia su liberación, y que en la lucha cotidiana por una sociedad y un mundo mejor, que llamamos socialista, tendremos que tener muy en cuenta las enseñanzas que nos van dejando los ejercicios particulares de poderes políticos y estructurales, como parte de nuestra filosofía de la praxis.[11]

El balance realizado por Marcelo sobre los gobiernos de izquierda y progresistas, que develó el nexo entre la experiencia histórica del estalinismo y las de los actuales neoestalinismos diversificados, identifica las siguientes semejanzas:

Los autoritarismos, conciliaciones y dogmatismos de hoy […] sean de Estados obreros, gobiernos denominados de izquierda o de liderazgos partidistas y sociales considerados de izquierda, son de mucho más corto plazo y de menos espacio político para consolidarse como legítimos. Preservan del anterior estalinismo una visión de la revolución por etapas, lo cual ha afectado indiscriminadamente a los liderazgos de distintos sectores sociales y políticos, en tanto es una forma simple y aparentemente segura, de analizar la realidad y construir su estrategia transformadora, para, al mismo tiempo, blindarse frente al aventurerismo generado por la impaciencia pequeñoburguesa, como califican a todo sector social que pretenda profundizar los contenidos antisistémicos de los procesos. En realidad, lo que producen y reproducen son miedos frente al enorme poder acumulado por su enemigo histórico, miedos a perder sus cargos dirigentes o de poder cedidos por el sistema, y miedos a que la población empoderada vaya más lejos de lo que sus aparatos y mentes estrechas logran abordar y controlar.[12]

Sirvan las conclusiones de Marcelo E. Caruso Azcárate reseñadas y citadas — la lectura de cuyos textos recomiendo, tanto por sus aportes a la comprensión de cómo el estalinismo suplantó al leninismo e hizo pasar lo estalinista por leninista, como por el hilo conductor del análisis que permite abordar un conjunto de problemas de la izquierda y el progresismo insuficientemente identificados y reconocidos — , para introducir en el análisis aquí realizado que el «ajuste de cuentas», pendiente en América Latina con las reminiscencias del socialismo real, no es un problema exclusivo de la Revolución cubana.

Cuba tiene a su favor el control del poder político, a partir del cual defender y refundar su proyecto socialista, defensa y refundación no exenta de riesgos, pero con una base sólida para definir qué contenido y qué dosis habrá de continuidad y qué contenido y qué dosis habrá de cambio en ese imprescindible ejercicio. La izquierda y el progresismo latinoamericanos y caribeño se enfrentan al reto de encontrar sus propias formas de conquistar o construir poder popular, ya sea desde la lucha opositora o desde el ejercicio del gobierno.

A la pregunta que un periodista me hizo hace años, consistente en por qué la Revolución cubana no había sustituido el «modelo soviético» por una construcción política propia a raíz del derrumbe de la URSS, respondí: porque no se cambia de caballo atravesando un río crecido. Pero, pensándolo bien, en realidad, hacía mucho tiempo que Cuba había cruzado el río y seguía montada en el mismo caballo. En su análisis sobre la Ciencia Política cubana, Juan Valdés Paz reseña varias complicaciones que ayudan a explicar este retraso devenido omisión. En primer término, nos recuerda que en la tradición cultural marxista hay distintas escuelas de interpretación, que existen diferentes versiones de las ciencias políticas, y que se han producido distintas categorías y lenguajes a través de los cuales se ha intentado construir una ciencia política. En el caso de Cuba, Juan nos dice que a estas complicaciones:

[…] hay que agregarles al menos dos más: primero, como el tema de la política es el poder — lo que define a la Revolución es, precisamente, la construcción de un nuevo poder, o de un poder alternativo — y dado que la Revolución dura mientras su poder constituido [dure], consecuentemente, a favor de ese poder existe una cantidad de discursos políticos más o menos científicos — menos que más — y otra cantidad de discursos en contra. Por consiguiente, uno de los problemas que enfrenta la ciencia política en Cuba es la polaridad del discurso predominante: favorable al orden establecido o rampantemente contrario. Así pues, hay muy poco de ciencia y mucho de confrontación en los lenguajes mediante los cuales se pretende dar cuenta de la realidad política cubana.

La segunda complicación que tiene esta ciencia, que es la más conflictiva de todas las ciencias sociales — y todas son conflictivas en el socialismo — , es el problema de la presencia de cubanos de un lado y cubanos del otro. La mayor parte de los estudios sobre la realidad política cubana no ha sido escrita por los cubanos de dentro, sino por los cubanólogos de fuera o por extranjeros que se dedican al estudio de Cuba.[13]

Por todo lo anterior, Juan concluye que esta polaridad, que se produce tanto dentro como fuera de Cuba, afecta la posibilidad de establecer una visión científica sobre el estudio de la transición política en el país. A partir de las complicaciones por él identificadas, se puede concluir que la reticencia a abrir a debate el «modelo» político institucional fundamentado en el marxismo‑leninismo soviético radica en que ello implica abrir a debate el tema del poder en Cuba, nada menos que:

1. con posterioridad del derrumbe de ese «modelo» en nueve de los trece países donde imperaba, y de una apertura al capital nacional y extranjero en dos de los restantes, considerada incompatible con las condiciones nacionales;

2. en medio de lo que Fidel llamó «doble bloqueo», es decir, del recrudecimiento del bloqueo realizado por todos los gobiernos estadounidenses desde finales de la década de 1990, destinado a sacarle provecho al aislamiento de Cuba para darle el «golpe de gracia» a la Revolución, con un relativo paréntesis en el segundo mandato de Barack Obama, tras el cual fue recrudecido en una magnitud sin precedentes por el gobierno de Donald Trump;

3. en condiciones de estancamiento en el cumplimiento de las metas históricas que la Revolución se planteó en sus primeros años, con obvias consecuencias económicas, sociales y políticas; y,

4. a contracorriente de las complicaciones esbozadas por Juan, entre ellas: el rechazo del marxismo‑leninismo superviviente en Cuba al diálogo con cualquier otro marxismo; la polaridad del discurso predominante: favorable al orden establecido o rampantemente contrario; y la presencia de cubanos de un lado y cubanos del otro.

Si la mayor parte de los estudios sobre la realidad política cubana no ha sido escrita por los cubanos de dentro, ello obedece a que el marxismo‑leninismo soviético lo impidió. No lo impidió solo por «seguidismo», aunque en algunas compañeras y algunos compañeros lo haya habido, sino porque la Revolución cubana se atrincheró en él para defenderse de todo tipo de agresiones y amenazas. Sin embargo, este recurso que en etapas anteriores puede haber tenido resultados que coadyuvaran a la defensa de la Revolución, hace mucho que causa perjuicios, sin aportar beneficio compensatorio alguno.

De acuerdo con las Tesis y resoluciones sobre los estudios del marxismo‑leninismo en nuestro país, mencionadas en el artículo final de este volumen:

El fin, el propósito y el contenido del investigador y del teórico marxista‑leninista deben ser los de descubrir las leyes que rigen el movimiento de un fenómeno o proceso dado, analizar las tendencias del movimiento que se generan a partir de la acción de esas leyes, precisar la dirección y orientación de ese movimiento, determinar el papel, la interinfluencia y el peso específico de los factores objetivos y subjetivos interactuantes en la cuestión; adelantar los resultados al estudio del criterio oficial para servirle de apoyo y base orientadora o presentarlos a posteriori del establecimiento del criterio oficial para ofrecerle sustentación teórica a éste o para aportar juicios, argumentos y conclusiones que pudieran contribuir a modificaciones o rectificaciones necesarias.[14]

Desde el «limbo» en que quedó ubicado el marxismo‑leninismo en Cuba a raíz del colapso del socialismo real, esas tesis y resoluciones, que descalifican cualquier otro tipo de estudio de la sociedad cubana y se arrogan el «derecho y el deber […] de asegurar que la ideología científica de la clase obrera que rige la construcción del socialismo en nuestro país no sufra mixtificación alguna»,[15] «flotan en el ambiente» y, desde esa inmaterial ubicación, siguen impidiendo, obstaculizando y/o relegando a espacios marginados el ejercicio de la función analítica, reflexiva, crítica y propositiva de la ciencias sociales. Esta es la razón principal por la cual, como dice Valdés Paz, la mayor parte de los estudios sobre la realidad política cubana ha sido escrita «por los cubanólogos de fuera o por extranjeros que se dedican al estudio de Cuba», lo cual no implica que no exista una producción de estudios de la Revolución cubana realizados mediante la rigurosa utilización del aparato categorial y conceptual marxista, incluidos El Espacio y el límite. Estudios sobre el sistema político cubano,[16] y La evolución del poder en la Revolución cubana en dos tomos,[17] ambos de la autoría de Juan Valdés Paz.

Luego de catorce años sin celebrar congresos del partido (1997‑2011), es decir, sin convocar, por razones comprensibles, al máximo órgano de la fuerza dirigente superior de la sociedad y del Estado, el replanteamiento de la política nacional incluyó cambios y reducciones sustanciales en los órganos del partido y el Estado, la disolución de los cuatro centros de estudios adjuntos al Comité Central del PCC,[18] y el inicio de un proceso, tiempo después afortunadamente abandonado, de fusión y compactación de los centros de estudios y/o investigación especializados en ciencias y disciplinas sociales de diversos organismos del Estado. Eso significa que el partido y el Estado, en unos casos minimizaron y en otros eliminaron a sus propios órganos de recopilación, procesamiento y análisis de información, de investigación científica, de formulación y evaluación de opciones políticas, y de alerta temprana de las consecuencias negativas que esas opciones políticas pudieran tener: ¿se habían convertido esos órganos en espacios de amenaza o cuestionamiento al poder revolucionario cuya función era defender y consolidar? La respuesta categórica es no: ni se habían convertido ni podrían convertirse en espacios de amenaza o cuestionamiento al poder revolucionario. Por el contrario, el poder revolucionario necesita renovar, revitalizar y reforzar lo minimizado y construir de nuevo lo eliminado, como imprescindibles puntos de apoyo para los ejercicios de prueba y error del presente y el futuro.

En las condiciones actuales y las del futuro previsible, no solo en Cuba, sino en cualquier país del mundo, todo proceso de transformación social revolucionaria, e incluso de reforma social progresista, requiere un grado de concentración y centralización del poder. Solo así tiene la posibilidad de enfrentar con éxito los grandes retos y amenazas que no podrá evadir. Al mismo tiempo, las experiencias históricas demuestran que demasiada concentración y centralización del poder terminan minando e incluso destruyendo al propio poder. La raíz del problema es, por consiguiente, determinar cuál es la proporción adecuada, en cada lugar y en cada momento, de concentración y centralización, y de desconcentración y descentralización. Esa es la ecuación principal por despejar.

La fórmula para salvar la patria, la Revolución y el socialismo es la refundación del socialismo cubano. Esta es una fórmula de todo o nada, una fórmula de suma cero entre cambiar todo lo que debe ser cambiado con sentido del momento histórico, o perder la oportunidad de hacerlo.

NOTAS

[1] Néstor Kohan: Nuestro Marx, Misión Conciencia, Caracas, 2011, p. 10.

[2] Ibíd.: p. 11.

[3] Ibíd. p. 93.

[4] Eric Hobsbawm: How to change the world. Tales of Marx and Marxism, Little, Brown Book Group, London, 2011, pp. 319‑320.

[5] Ibíd.: p. 7.

[6] Ibíd. pp. 12–13.

[7] Erick Hobsbawm: Historia del siglo XX, Grijalbo Mondadori, Buenos Aires, 1998, p. 493.

[8] Vladimir Ilich Lenin: «Carta al congreso del 23 de diciembre de 1922», La última lucha de Lenin. Discursos y escritos 1922–23, Pathfinder Press, Nueva York, Londres, Montreal, Sydney, 2010, p. 239.

[9] Ibíd.: p. 259.

[10] Marcelo E. Caruso Azcárate: A Contraluz. Revisita los procesos sociales y políticos de la izquierda en América Latina, Partido del Trabajo, México, 2019, p. 184.

[11] Marcelo E. Caruso Azcárate: «Reflexiones acerca del ejercicio de gobierno por partidos de izquierda y progresistas», en Los gobiernos de izquierda y progresistas, y el impacto en ellos de la estrategia desestabilizadora desarrollada por el imperialismo y las oligarquías criollas, Roberto Regalado (compilador), Ediciones Partido del Trabajo, México, 2018, p. 274.

[12] Marcelo E. Caruso Azcárate: A Contraluz…, op. cit., p. 186.

[13] Juan Valdés Paz: El Espacio y el límite. Estudios sobre el sistema político cubano, Instituto Juan Marinello y Ruth Casa Editorial, La Habana, 2009, pp. 7‑8.

[14] 1er. Congreso del PCC: Tesis y resoluciones sobre los estudios del marxismo‑leninismo en nuestro país, La Habana, 1975.

[15] Ídem.

[16] Juan Valdés Paz: ob. cit.

[17] Juan Valdés Paz: La evolución del poder en la Revolución Cubana, tomo I (2017) y tomo II (2018), Rosa Luxemburg Sitfung, Ciudad de México, México.

[18] Centro de Estudios sobre América (CEA), Centro de Estudios Europeos (CEE), Centro de Estudios sobre Asia y Oceanía (CEAO), y Centro de Estudios sobre África y Medio Oriente (CEAMO).

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