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viernes, 22 de abril de 2022

El combate de la mentira económica: menos impuestos no son mejores servicios

Por Carles Manera | abril 20, 2022

Carles Manera, Catedrático de Historia Económica y José Pérez-Montiel, Profesor Ayudante Doctor

Una contundente Kristalina Georgieva, máxima dirigente del FMI, se expresaba en términos inequívocos: la necesidad de impuestos altos sobre beneficios excesivos, para así reducir la carga de las finanzas públicas, muy dañadas por el esfuerzo fiscal realizado tras la pandemia y con los nuevos requerimientos derivados de la guerra en Ucrania. “Hallar dónde se encuentran los recursos para compensar a quienes más han sufrido”, reza el informe de la institución citada. Una frase que parece salida de una organización heterodoxa. La propuesta no es novedosa: se aplicó tras la Primera Guerra Mundial por parte del presidente norteamericano Woodrow Wilson –con una imposición del 65% sobre beneficios empresariales– y por el también presidente Franklin Delano Roosevelt –con un gravamen del orden del 90%–, tras la Segunda Guerra Mundial. No estamos, pues, ante tesis emanadas por organizaciones socialistas o comunistas. Forman parte del frontispicio de la economía liberal. Retengamos esto.

Una decidida Janet Yellen, Secretaria del Tesoro de Estados Unidos, se expresaba en términos parecidos: hay peligro de recesión, si no se toman las medidas adecuadas y, entre ellas, las que afectan a la fiscalidad. “La crisis acentúa las debilidades económicas en muchos países que ya enfrentan el peso acrecentado de sus deudas”, subraya la alta funcionaria. Precisos y vehementes, los economistas Carmen Reinhart y Kenneth Rogoff, ambos de gran prestigio en el mundo académico, abogaron ya hace unos años, incluso, por condonaciones parciales de deudas públicas. Todo un anatema en política económica.

Las citas se pueden alargar y componer todavía un mosaico más completo y convincente. Pero pensamos que son suficientemente indicativas por dos aspectos: primero, porque provienen de voces del más puro mainstream económico, es decir, del ámbito de la economía más ortodoxa, con representantes genuinos; y segundo, porque indican que, ante el enorme empuje que han realizado gobiernos y bancos centrales para atajar las consecuencias macroeconómicas del incremento del gasto público y de las necesidades de financiación, urgen medidas que no siempre se encontraban en el portafolio de las instituciones económicas y que parecían patrimonio exclusivo de corrientes de pensamiento alternativas.

Frente a esto, las recetas de la política conservadora y de sus asesores económicos son siempre las mismas: entre ellas, la relajación impositiva, en línea diametralmente opuesta a la que expone ahora mismo el FMI y la propia Comisión Europea. Para justificar esto, se utilizan índices de difícil contrastación científica. Entre estos últimos, uno que parece medir la competitividad fiscal, editado por la Tax Foundation, una organización conservadora fundada por Sloan, ingeniero y empresario, con sendos objetivos: destacar la bondad de la reducción de los impuestos y, a su vez, restar protagonismo a los sindicatos. Economistas ultra-liberales españoles están utilizando esos indicadores para explicar dos cosas: que se deben bajar los impuestos; y que aquellos países con mayores relajaciones tributarias ostentan, a su vez, mejores servicios públicos. Sin embargo, no se ofrecen pruebas empíricas sobre todo esto, más allá de la mera creencia dogmática en tales asertos.

Por ejemplo, el ranking que ofrece la Tax Foundation para argumentar que menores impuestos no implican menores servicios está encabezado por Estonia, Letonia, Nueva Zelanda, Suiza, Luxemburgo, Lituania, República Checa, Suecia, Australia y Noruega. Estos países, se remarca –lo evocamos de nuevo– son los que tienen las cargas fiscales más bajas y, sin embargo, mejores servicios públicos. Según ese panel, España quedaría muy atrás, por debajo de Turquía y Grecia: representantes de más impuestos y menos servicios públicos. Difícil creer en todo esto, sin que se nos explique con claridad cómo deducir, de un índice de competitividad fiscal cuyo proceso de elaboración desconocemos, la traslación a la eficiencia de la economía pública: a los servicios que ésta presta. Si, además, incorporamos indicadores efectivos de evolución y calidad de los servicios públicos, resulta que Suecia y Noruega, por ejemplo, que aparecen en el listado como naciones con menor carga fiscal y mejores servicios públicos, tienen una situación distinta a la que se pretende explicar. Porque su realidad es otra: estamos ante países cuya fiscalidad es muy elevada y, gracias a ello, disponen de un Estado del Bienestar mucho más sólido.

Pero, como siempre, veamos los datos reales, procedentes de fuentes rigurosas, recogidos en la siguiente tabla:



La lectura no admite réplica. Según Eurostat, la presión fiscal de España en 2019 era del 35,2 % y su gasto público como porcentaje del PIB era del 42,1%. Vemos que tanto el gasto público como los ingresos de la Hacienda española en porcentaje del PIB están por debajo de la media de la UE-27. No obstante, mientras que el gasto público español es un 9% menor que el europeo, la recaudación tributaria es un 13,7% inferior. Si nos comparamos con Alemania, por ejemplo, observamos que el gasto público español como porcentaje del PIB constituye un 93,5% del alemán, mientras que la carga fiscal es un 85,4% de la del país centroeuropeo. Estos guarismos indican que la carga fiscal española, relacionada con los servicios provistos por el Estado, es menor que la de los países de nuestro entorno. La pregunta que se impone entonces es: ¿qué márgenes de provisión de servicios se pensarían recortar bajando impuestos? Los números no salen. Esa es una clave que los defensores de la reducción deberían explicar, en lugar de envolverse en fraseologías ampulosas, vacías de contenido.

El debate político del más acendrado conservadurismo económico, disfrazado de un cierto anarco-liberalismo, persiste en esta tesis de reducción fiscal como panacea para resolver prácticamente todos los problemas de la economía. Hemos escrito ya sobre todo esto y no se trata de repetir argumentos. Pero es importante resaltar que los bancos centrales están hablando de nuevas figuras tributarias, de carácter ambiental y, al mismo tiempo, de incentivar políticas fiscales para ayudar a los colectivos más vulnerables afectados por la crisis económica. No se explicitan, en los informes del BCE, medidas de contracción tributaria; en todo caso, de repensar la cesta fiscal para dar más cabida, precisamente, a la tributación ecológica, como herramienta mitigadora de las consecuencias del cambio climático.

En tal sentido, anudar política fiscal y política monetaria es clave. Esto se está entendiendo desde instancias comunitarias y desde los bancos centrales, que no ven en los mercados instituciones de competencia perfecta e información simétrica. La transición ecológica requerirá la participación intensa del sistema financiero: desde pruebas de resistencia a las entidades bancarias frente a las derivadas más drásticas del riesgo climático, hasta el desarrollo de nuevos instrumentos financieros –bonos verdes, bonos sociales, entre otros–, con propósitos relacionados estrechamente con la sostenibilidad. Objetivo estratégico: reducir la huella de carbono que, en términos más extensos, equivale a reducir la huella ecológica de la economía. La sintonía con los Objetivos de Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas es meridiana.

Por tanto, serán necesarios más recursos para encarar no sólo los problemas que se están promoviendo con la guerra, sino para seguir haciendo frente a los desafíos ecológicos ya bien presentes: según el Pacto Verde Europeo y la Ley del Clima, aprobada el junio de 2021 por la Unión Europea, se persiguen cero emisiones netas de gases de efecto invernadero en 2050, y una reducción del 55% en 2030. Retos decisivos que infieren más inversión pública, no menos; más capacidad para obtener ingresos, no menos; más y mejor información de todo tipo –macro y granular–, y no tergiversaciones de brocha gorda de una realidad compleja, que no puede simplificarse con recetas de feria.

Los mensajes de esos economistas ultra-conservadores pueden calar por su simpleza, por su marco lakoffiano sujeto a un relato de sencilla comprensión: rebajemos impuestos y mejoraremos la economía en general. Pero el contexto en el que nos movemos no es tan simple, no es tan básico. Requiere de pedagogías constantes, de explicaciones sustentadas sobre datos, documentación solvente, teoría económica holística. Un pretendido lucimiento narcisista de esos economistas, tertulianos pertinaces con recetarios epidérmicos, no esconde su estulticia académica y científica a la hora de abordar los graves problemas económicos, los cuales imponen mucha modestia y voluntad inequívoca de colaboración con otros científicos sociales y experimentales.

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