Por
Claudio Katz (1) El carácter imperialista de Estados Unidos es un dato indiscutible de la geopolítica contemporánea. La extensión de ese calificativo a China suscita, en cambio, apasionados debates.
Nuestro enfoque
resalta la asimetría entre ambos contendientes, el perfil agresor de Washington y la reacción defensiva de
Beijing. Mientras que la primera potencia busca
restaurar su alicaída dominación mundial, el gigante asiático intenta sostener
un crecimiento capitalista sin
enfrentamientos externos. Afronta, además, serios límites históricos, políticos y culturales para
intervenir con actos de fuerza a escala global. Por esas razones no
integra actualmente el club de los imperios (Katz,
2021).
Esta caracterización
contrasta con los enfoques que describen a China como una potencia imperial, depredadora o
colonizadora. Define, además, cuál es el grado de eventual proximidad con ese status y qué condiciones debería
reunir para situarse en ese plano.
Nuestra mirada
también señala que China dejó atrás su vieja condición de país subdesarrollado e integra actualmente el
núcleo de las economías centrales. Desde ese
nuevo lugar captura grandes flujos de valor internacional y comanda una
expansión que lucra con los
recursos naturales provistos por la periferia. Por esa ubicación en la división
internacional del trabajo no forma
parte del Sur Global.
Nuestra visión
comparte las distintas objeciones que se han planteado a la identificación de China como un nuevo
imperialismo. Pero cuestiona la presentación del país como un actor meramente interesado en la cooperación, la
mundialización inclusiva o la superación del subdesarrollo de sus socios.
Una revisión de
todos los argumentos en debate contribuye a clarificar el complejo enigma contemporáneo
del status internacional de China.
COMPARACIONES INADECUADAS
Las tesis que
postulan el total alineamiento imperial de China, atribuyen ese posicionamiento al giro pos-maoísta
iniciado por Deng en los años 80. Estiman que ese viraje afianzó un modelo de capitalismo expansivo, que reúne
todas las características del
imperialismo. Observan en el sometimiento económico impuesto al continente africano una confirmación de esa conducta.
Denuncian, además, que en esa región se repite
la vieja opresión europea con hipócritas mascaradas retóricas (Turner, 2014:
65- 71).
Pero esta
caracterización no toma en cuenta las significativas diferencias entre ambas situaciones. China no despacha
tropas a los países africanos -como Francia- para convalidar sus negocios. Su única base militar en un
neurálgico cruce comercial (Djibuti),
contrasta con el enjambre de instalaciones que han montado Estados Unidos y Europa.
El gigante
asiático evita involucrarse en los explosivos procesos políticos del continente negro y su participación
en las “operaciones de paz de
la ONU”, no define un status
imperial. Incontables países manifiestamente ajenos a esa categoría (como Uruguay) aportan efectivos a las
misiones de las Naciones Unidas.
La comparación de
China con la trayectoria seguida por Alemania y Japón durante la primera mitad del siglo XX (Turner, 2014: 96-100) es
igualmente discutible. No es un
curso corroborado por los hechos. La nueva potencia oriental ha evitado transitar hasta ahora por el sendero
belicista de esos antecesores. Logró un impresionante
protagonismo económico internacional, aprovechando las ventajas competitivas que encontró en la
globalización. No comparte la compulsión a la
conquista territorial que aquejaba
al capitalismo germano o nipón.
China desenvolvió en el siglo XXI formas de producción mundializadas
que no existían en la centuria
anterior. Esa novedad le otorgó un inédito margen para expandir su economía,
con pautas de prudencia geopolítica inconcebibles en el pasado.
Las analogías
erróneas se extienden también a lo ocurrido con la Unión Soviética. Se estima que China repite la misma implantación del
capitalismo y la consiguiente
sustitución del internacionalismo por el “social-imperialismo”. Esta modalidad es presentada como un anticipo
de las políticas imperialistas convencionales
(Turner, 2014:46-47).
Pero China no ha
seguido la pauta de la URSS. Introdujo límites a la restauración económica capitalista y mantuvo el régimen político
que se desmoronó en su vecino. Como
acertadamente destaca un analista, toda la gestión de Xi Jinping ha estado guiada por la obsesión de evitar la
desintegración padecida por la Unión Soviética
(El Lince, 2020). Las diferencias se extienden en la actualidad al terreno militar externo. La nueva potencia
asiática no consumó ninguna acción semejante a la desplegada por Moscú
en Siria, Ucrania o Georgia.
CRITERIOS ERRÓNEOS
China es también
situada en el bando imperial, a partir de evaluaciones inspiradas en un difundido texto del marxismo clásico (Lenin,
2006). Se afirma que la nueva
potencia reúne las características económicas señaladas por ese libro. La gravitación de los capitales exportados,
la magnitud de los monopolios y la incidencia
de los grupos financieros confirmarían el status imperialista del país
(Turner, 2014: 1-4, 25-31, 48-64).
Pero esos rasgos
económicos no aportan parámetros suficientes para definir el lugar internacional de China en el siglo
XXI. Ciertamente el creciente peso de los monopolios,
los bancos o los capitales exportados acrecienta las rivalidades y las tensiones entre las potencias. Pero esos
conflictos comerciales o financieros no explican las confrontaciones imperiales, ni definen el status
específico de cada país en la dominación mundial.
Suiza, Holanda o
Bélgica ocupan un lugar importante en el ranking internacional de la producción, el intercambio y el
crédito, pero no cumplen un papel protagónico en el ámbito imperial. A su vez, Francia o Inglaterra juegan un rol
destacado en este último terreno,
que no deriva estrictamente de su primacía económica. Alemania y Japón son gigantes
de la economía con
intervenciones vedadas fuera de ese ámbito.
En el caso de
China es mucho más singular. La preeminencia de los monopolios en su territorio sólo confirma la
incidencia habitual de esos conglomerados en cualquier país. Lo mismo ocurre con la influencia de los capitales
financieros, que gravitan menos que
en otras economía de gran porte. A diferencia de sus competidores, el gigante asiático
escaló posiciones en la globalización prescindiendo de la financiarización neoliberal.
No mantiene, además, ninguna semejanza con el modelo bancario alemán de principio del siglo XX que estudió Lenin.
Es cierto que la
exportación de capitales -señalada por el dirigente comunista como un dato descollante de su época- es
una característica significativa de China en la actualidad. Pero esa influencia sólo ratifica la significativa
conexión del gigante oriental con el capitalismo global.
Ninguna de las
analogías con el sistema económico imperante en la centuria pasada contribuye a definir el status
internacional de China. A lo sumo facilitan la
comprensión de los cambios registrados en el funcionamiento del
capitalismo. Lo sucedido en la geopolítica global se esclarece con otro
tipo de reflexiones.
El imperialismo
es una política de dominación ejercida por los poderosos del planeta a través de sus estados. No
constituye una etapa perdurable o final del capitalismo. El escrito de Lenin
clarifica lo ocurrido hace 100 años, pero no el curso de los
acontecimientos recientes. Fue elaborado en un escenario muy distante de generalizadas guerras mundiales.
La atadura dogmática
a ese libro induce a buscar forzadas semejanzas del conflicto actual entre Estados Unidos y China, con las
conflagraciones de la Primera Guerra
Mundial (Turner, 2014: 7-11). Se observa la principal pugna contemporánea como
una mera repetición de las rivalidades interimperiales de entre-guerra.
Esa misma
comparación es actualmente señalada para denunciar la militarización china del Mar Meridional. Se estima que Xi
Jinping persigue los mismos propósitos
que enmascaraba Alemania para apoderase de Europa Central, o que disfrazaba Japón para conquistar el sur
del Pacífico. Pero se omite que la expansión
económica de China se ha consumado, hasta ahora, sin disparar un sólo en
tiro fuera de sus fronteras.
También se
olvida que Lenin no pretendió elaborar una guía clasificatoria del imperialismo, basada en la madurez
capitalista de cada potencia. Sólo subrayaba la catastrófica dimensión guerrera de su época, sin precisar las
condiciones que debía reunir cada
participante de ese conflicto para quedar ubicado en el universo imperial. Situaba, por ejemplo, a una potencia
económicamente retrasada como Rusia dentro de
ese grupo por su activo protagonismo en el desangre
militar.
El análisis del
imperialismo clásico que brindó Lenin es un acervo teórico de gran relevancia, pero el
papel geopolítico de China en el
siglo XXI se clarifica con otro instrumental.
UN STATUS SÓLO POTENCIAL
Las nociones
marxistas básicas de capitalismo, socialismo, imperialismo o antiimperialismo no alcanzan para
caracterizar la política exterior de China. Esos conceptos sólo aportan un punto de partida. Se necesitan
nociones adicionales para dar cuenta
del curso del país. La simple deducción de un status imperial de la conversión del gigante oriental en la “segunda
economía del mundo” (Turner, 2014: 23-24), no
permite dilucidar los enigmas en juego.
Más acertada es
la búsqueda de conceptos que registren la coexistencia de una enorme expansión económica de China, con
una gran distancia de la primacía estadounidense.
La fórmula de “imperio en formación” intenta retratar ese lugar de gestación, aún alejado del predominio norteamericano.
Pero el
contenido concreto de esa categoría es controvertido. Algunos pensadores le asignan un alcance más
avanzado que embrionario. Entienden que la nueva potencia
se encamina en forma acelerada a adoptar un comportamiento imperial corriente.
Resaltan el giro introducido con la base militar de Djibuti, la construcción de islas artificiales en el mar meridional y la reconversión ofensiva de las fuerzas armadas.
Esa mirada postula
que al cabo de varias décadas de intensa acumulación capitalista, la fase imperial ya comienza a madurar (Rousset,
2018). Esta evaluación se aproxima
al típico contraste entre un polo imperial dominante (Estados Unidos) y otro imperial
en ascenso (China) (Turner,
2014: 44-46).
Pero entre ambas
potencias persisten diferencias cualitativas muy significativas.
Lo
que distingue al gigante oriental de su par norteamericano no es el porcentual
de maduración de un mismo modelo.
Antes de embarcarse en las aventuras imperiales que desenvuelve su
rival, China debería completar
su propia restauración capitalista.
El término de
“imperio en formación” podría ser valedero para indicar el carácter embrionario de esa gestación.
Pero el concepto sólo cobraría otro sentido de
creciente madurez, si China abandonara su actual estrategia defensiva.
Esa tendencia está presente en el
sector capitalista neoliberal con inversiones en el exterior y ambiciones expansivas. Pero el predominio
de esa fracción requeriría doblegar al segmento
opuesto, que privilegia el desenvolvimiento interno y preserva la modalidad actual
del régimen político.
China es un imperio
en formación tan sólo en términos potenciales. Gestiona el segundo producto bruto del planeta, es el
primer fabricante de bienes industriales y recibe
el mayor volumen de fondos del mundo. Pero esa gravitación económica no tiene correlato equivalente en la esfera geopolítico-militar que define el status imperial.
TENDENCIAS IRRESUELTAS
Otra evaluación
considera que China reúne todas las características de una potencia capitalista, pero con un contorno
imperial rezagado y no hegemónico. Describe
el espectacular crecimiento de su economía, señalando los límites que
enfrenta para alcanzar una posición
ganadora en el mercado mundial. Detalla, además, las restricciones que afronta en el terreno tecnológico frente a los
competidores occidentales.
De
esa ambigua situación deduce la vigencia de un “estado capitalista dependiente con rasgos imperialistas”. La
nueva potencia combinaría las restricciones
de su autonomía (dependencia), con ambiciosos proyectos de expansión
externa (imperialismo) (Chingo,
2021).
Pero el correcto
registro de un lugar intermedio incluye en este caso un desacierto conceptual. Dependencia e imperialismo son dos
nociones antagónicas que no pueden integrarse
en una fórmula común. No están referidas -como centro-periferia- a dinámicas económicas de transferencia
de valor o a jerarquías en la división internacional
del trabajo. Por esa razón excluyen el tipo de mixturas que incorpora la semiperiferia.
La dependencia
supone la vigencia de un Estado sometido a órdenes, exigencias o condicionamientos externos y el
imperialismo implica todo lo contrario: supremacía internacional y alto grado de intervencionismo externo. No
deberían entremezclarse en una misma
fórmula. En China convive la ausencia de subordinación a otra potencia, con una gran cautela en la injerencia sobre
otros países. No se verifica la dependencia, ni el imperialismo.
La
caracterización de China como una potencia que completó su maduración capitalista -sin poder saltar al escalón
siguiente de desarrollo imperial- supone que el primer curso no brinda soportes suficientes, para consumar
avances hacia la dominación mundial. Pero ese razonamiento presenta como dos estadios de un mismo proceso,
a un conjunto
de acciones económicas y geopolítico-militares de distinto signo. Esa importante diferenciación es omitida.
Una mirada semejante
de China como un modelo capitalista concluido -que navega en el escalón inferior del imperialismo- es expuesta por
otro autor con dos conceptos
auxiliares: capitalismo burocrático y dinámica subimperial (Au Loong Yu, 2018).
El primer término indica la fusión de la clase dominante
con la elite gobernante y el segundo retrata una política acotada
de expansión internacional. Pero como también
se supone que el país actúa como una superpotencia (en competencia y colaboración con gigante estadounidense), el pasaje a
la plenitud imperial es tan sólo observado como una cuestión de tiempo.
Esa evaluación
subraya que China ha completado su transformación capitalista, sin explicar a qué obedecen las demoras
en su conversión imperial. Todas las limitaciones
que se exponen en este segundo terreno, podrían ser también señaladas en el primer
campo.
Para evitar esos
dilemas es más sencillo constatar que las continuadas insuficiencias de la restauración capitalista, explican las
restricciones en la impronta imperial.
Como la clase dominante no maneja los resortes del estado, debe aceptar la estrategia internacional cauta
que propicia el Partido Comunista.
A diferencia de
Estados Unidos, Inglaterra o Francia, los grandes capitalistas de China, no están acostumbrados a exigir la
intervención político-militar de su estado, frente
a la
adversidad de un negocio. No tienen ninguna tradición
de invasiones o golpes
de estado, en países que nacionalizan empresas o suspenden el pago de la
deuda. Nadie sabe con qué velocidad
el estado chino adoptará (o no) esos hábitos imperialistas y no es correcto
dar por consumada esa tendencia.
¿DEPREDADORES Y COLONIZADORES?
La presentación
de China como una potencia imperial es frecuentemente ejemplificada con descripciones de su impactante presencia en
América Latina. En algunos casos se
postula que actúa en el Nuevo Mundo, con la misma lógica depredadora que implementó Gran Bretaña en el siglo XIX
(Ramírez, 2020). En otras visiones
se emiten alertas contra las bases militares que estaría construyendo en Argentina
y Venezuela (Bustos, 2020).
Pero ninguna de
estas caracterizaciones establece una comparación sólida con la apabullante injerencia de las embajadas
estadounidenses. Ese tipo de intervención ilustra
lo que significa un comportamiento imperial en la región. China se encuentra a una distancia kilométrica de esa
intromisión. No es lo mismo lucrar con la venta de manufacturas y la compra de materias primas que enviar marines, entrenar gendarmes y financiar golpes de estado.
Más sensata (y
discutible) es la presentación del gigante oriental como un “nuevo colonizador” de América Latina. En
este caso se estima que el ascendente hegemón
tiende a concertar con sus socios de la zona un Consenso de Commodities, semejante
al forjado previamente por Estados Unidos. Ese entramado con Beijing complementaría el anudado por Washington y
afianzaría la inserción internacional de la
región como proveedora de insumos y adquiriente de productos elaborados
(Svampa, 2013).
Este enfoque
retrata acertadamente cómo la relación actual de América Latina con China profundiza la primarización de la región o su especialización en los renglones básicos
de la actividad industrial. Beijing se perfila como el primer socio comercial
del continente y usufructúa con los beneficios de ese nuevo lugar.
En cambio América
Latina ha quedado seriamente afectada por transferencias de valor a
favor de la poderosa
economía asiática. No ocupa el
lugar privilegiado que China
le asigna a África, ni es un área de relocalización fabril como el Sudeste
Asiático. El Nuevo Continente es
cortejado por la dimensión de sus recursos naturales. El esquema actual de aprovisionamiento petrolero, minero y agrícola
es muy favorable a Beijing.
Pero este
aprovechamiento económico no es sinónimo de dominación imperial o incursión colonial. Este último concepto
se aplica por ejemplo a Israel, que ocupa territorios ajenos,
desplaza la población local y se apodera
de las riquezas palestinas.
La emigración
china no cumple un papel semejante. Está dispersa en todos los rincones del planeta, con una
significativa especialización en el comercio minorista. Su desenvolvimiento no está teledirigido por
Beijing, ni obedece a proyectos subyacentes de
conquista global. Un segmento de la población china simplemente emigra, en
estricta correspondencia con los desplazamientos contemporáneos de la fuerza de trabajo.
China ha consolidado
un comercio desigual con América Latina, pero sin consumar la geopolítica imperial que continúa representada por
la presencia de los marines, la DEA, el Plan Colombia y la
IV Flota. La misma función cumple el lawfare o
los golpes de estado.
Quiénes
desconocen esta diferencia suelen denunciar por igual a China y Estados Unidos como potencias agresoras.
Sitúan a los dos contendientes en un mismo
plano y remarcan su
prescindencia en ese conflicto.
Pero ese
neutralismo omite quién es el principal responsable de las tensiones que sacuden al planeta. Ignora que Estados
Unidos envía buques de guerra a la costa de su
rival y sube el tono de
las acusaciones para generar
un clima de crecientes conflictos.
Las consecuencias
de ese posicionamiento son especialmente graves para América Latina, que arrastra un tormentoso historial de intervenciones estadounidenses. Al equiparar esa trayectoria con un comportamiento equivalente
de China en el futuro, se confunden
realidades con eventualidades. Se desconoce, además, el rol de potencial contrapeso a la dominación estadounidense
que podría desenvolver la potencia asiática,
en una dinámica de emancipación latinoamericana.
Por otra parte,
los discursos que colocan a China y a Estados Unidos en un mismo plano son permeables a la ideología
anticomunista de la derecha. Esas diatribas
reflejan la combinación de temor e incomprensión, que predomina en todos
los análisis convencionales del gigante
oriental.
Los voceros
latinoamericanos de ese relato suelen incluir andanadas simultáneas contra el “totalitarismo” chino y el
“populismo” regional. Con el viejo lenguaje de la guerra fría advierten la peligrosa función de Cuba o Venezuela,
como peones de una próxima captura
asiática de todo el hemisferio. La chinofobia incentiva disparates de toda índole.
ALEJADA DEL SUR GLOBAL
Los enfoques que
acertadamente rechazan la tipificación de China como una potencia imperialista incluyen muchos matices y diferencias. Un
amplio espectro de analistas -que
correctamente objeta la clasificación del coloso oriental en el bando de los dominadores- suele deducir de ese
registro la ubicación del país en el Sur Global.
Esa mirada confunde la geopolítica defensiva en el conflicto con Estados Unidos, con la pertenencia al segmento de naciones económicamente atrasadas y políticamente sometidas. China prescindió hasta ahora de las acciones que despliegan las potencias imperialistas, pero ese comportamiento no la ubica en la periferia, ni en el universo de las naciones dependientes.
El gigante asiático
se ha diferenciado incluso del nuevo grupo de “emergentes” para actuar como un nuevo centro de la
economía global. Basta con notar que exportaba
menos del 1 % de las manufacturas totales en 1990 y en la actualidad
genera 24,4 % del valor agregado
industrial (Mercatante, 2020). China absorbe plusvalía a través de firmas localizadas en el exterior y lucra con el
abastecimiento de materias primas.
En este marco consumó su ascenso al podio de las economías avanzadas. Quiénes continúan identificando al país con el conglomerado del Tercer Mundo desconocen esa monumental transformación.
Algunos autores mantienen la vieja imagen de China como un ámbito de inversión de empresas multinacionales, que explotan la numerosa fuerza de trabajo oriental para transferir luego sus ganancias a Estados Unidos o Europa (King, 2014).
Ese drenaje efectivamente estuvo presente en el despegue de la nueva potencia y persiste en ciertos segmentos de la actividad productiva. Pero China logró su impresionante crecimiento en las últimas décadas reteniendo el grueso de ese excedente.
En la actualidad, la masa de fondos capturados a través del comercio y las inversiones externas es muy superior a los flujos inversos. Basta observar el monto del superávit comercial o las acreencias financieras para mensurar ese resultado. China ha dejado atrás los principales rasgos de una economía subdesarrollada.
Los estudiosos
que postulan la continuidad de esa condición tienden a relativizar el desarrollo de las últimas décadas.
Suelen destacar rasgos de atraso que han pasado a segundo plano. Los desequilibrios que afronta China provienen de
sobre-inversiones y procesos de
superproducción o sobreacumulación. Debe lidiar con las contradicciones propias
de una economía desarrollada.
El gigante
oriental no padece los típicos ahogos que agobian a los países dependientes. Está exenta del desbalance
comercial, la carencia tecnológica, la escasez
de inversiones o la asfixia del poder adquisitivo. Ningún dato de la realidad
china sugiere que su impactante poderío económico constituya una mera ficción
estadística.
La nueva
potencia ha escalado en la estructura económica mundial. No es correcto situarla en un lugar semejante a
las viejas periferias agrícolas, subordinadas a las industrias metropolitanas (King, 2014). Esa inserción
corresponde en la actualidad al enorme
ramillete de naciones africanas, latinoamericanas o asiáticas, que proveen los insumos
básicos a la maquinaria
fabril de Beijing.
China es
periódicamente clasificada junto a Estados Unidos en el podio de un G 2, que define la agenda establecida por el
G 7 de las grandes potencias. Esa evaluación
es incompatible con la ubicación del país en el Sur Global. No podría
desenvolver desde ese retraído
ámbito, la batalla contra su rival norteamericano por el liderazgo de la revolución digital. Tampoco podría haber
jugado el rol protagónico que exhibió durante
la pandemia.
Al cabo de un
acelerado desarrollo China ha quedado colocada en un sitio de economía acreedora, en potencial conflicto
con sus clientes del Sur. Los indicios de esas
tensiones son numerosos. El temor a la titularidad china de los activos
que garantizan sus préstamos ha
generado resistencias (o cancelaciones de proyectos) en Vietnam, Malasia,
Myanmar o Tanzania (Hart-Landsbergs, 2018).
La controversia sobre el puerto de Hambantota en Sri Lanka ilustra ese
típico dilema de un gran acreedor.
El impago de una elevada deuda derivó en el 2017 en un arrendamiento por 99 años de esas instalaciones. A partir de
esa experiencia, Malasia revisó sus convenios y cuestionó los acuerdos que localizan las mejores
actividades laborales en territorio chino.
Vietnam elevó una objeción semejante frente a la creación de una zona económica especial y las
inversiones que involucran a Pakistán reavivan
disputas de toda índole.
China comienza a lidiar
con un status contrapuesto a cualquier
pertenencia al Sur Global. A fines del 2018 se temió el eventual control chino
del puerto de Mombasa, si Kenia
incurría en suspensión de pagos de un pasivo (Alonso, 2019). El mismo temor comienza a emerger en otros países que
arrastran elevados montos de compromisos de dudosa cobrabilidad (Yemen, Siria, Sierra
Leona, Zimbabue) (Bradsher; Krauss, 2015).
MIRADAS INDULGENTES
Otra corriente
de autores que registra el inédito papel actual de China elogia la convergencia con otros países y la virtuosa
transición hacia un bloque multipolar.
Expone
estos escenarios con simples descripciones de los desafíos que enfrenta el país para
sostener su rumbo ascendente.
Pero esos
venturosos retratos omiten que el afianzamiento del capitalismo acentúa en China todos los desequilibrios
ya generados por las mercancías excedentes y
los capitales sobrantes. Esas tensiones acentúan, a su vez, la
desigualdad y el deterioro del medio
ambiente. El desconocimiento de estas contradicciones, impide notar cómo la estrategia internacional defensiva de
China es socavada por la presión competitiva que impone el capitalismo.
La presentación
del país como “un imperio sin imperialismo” -que opera centrado en sí mismo- es un ejemplo de esas miradas
condescendientes. Postula que la nueva potencia
oriental desenvuelve un comportamiento internacional respetuoso, para
no humillar a sus adversarios occidentales (Guigue, 2018). Pero olvida
que esa convivencia no sólo es
quebrantada por el acoso de Washington a Beijing. La vigencia en China de una economía crecientemente
sometida a los principios del lucro y la explotación amplía
ese conflicto.
Es cierto que el
alcance actual del capitalismo está acotado por la presencia reguladora del estado y por las
restricciones oficiales a la financiarización y el neoliberalismo. Pero el país ya padece los desajustes que impone
un sistema de rivalidad y despojo.
La creencia que
en el universo oriental rige una “economía de mercado” - cualitativamente diferenciada del capitalismo y ajena a las
perturbaciones de ese régimen- es el
perdurable equívoco que sembró un gran teórico del sistema mundial (Arrighi, 2007: cap 2). Esa interpretación
omite que China no podrá sustraerse de las
consecuencias del capitalismo si afianza la inconclusa restauración de ese sistema.
Otras visiones
candorosas del desenvolvimiento actual suelen ponderar la política externa china de “mundialización
inclusiva”. Destacan la tónica pacífica que caracteriza
a una expansión basada en los negocios y asentada en principios de beneficios compartidos por todos los
participantes. Esas presentaciones realzan también la “alianza intercivilizacional” que genera el nuevo enlace
global de naciones y culturas.
¿Pero resulta
posible forjar una “mundialización inclusiva” bajo el capitalismo?
¿Cómo podría plasmarse el principio de ganancias mutuas, en un sistema
regido por la competencia y el
lucro?
En los hechos, la globalización ha implicado dramáticas brechas entre
ganadores y perdedores, con la
consiguiente ampliación de la desigualdad. China no puede ofrecer remedios mágicos a esa adversidad. Al
contrario, potencia sus consecuencias al ampliar su participación en procesos económicos regidos por
la explotación y el beneficio.
Hasta ahora logró
limitar los tormentosos efectos de esa dinámica, pero las clases dominantes y las elites
neoliberales del país están empeñadas en romper todas las amarras. Presionan para embarcar a
Beijing en las crecientes asimetrías que impone el capitalismo global. Cerrar los ojos ante esta tendencia implica
un auto-ocultamiento de la realidad.
El propio gobierno
chino alaba la globalización capitalista, exalta las cumbres de Davos
y enaltece las virtudes del libre-comercio con vacuos elogios al universalismo.
Algunas versiones intentan conciliar esa reivindicación con los
principios básicos de la doctrina
socialista. Afirman que la Ruta de la Seda sintetiza las modalidades contemporáneas de expansión económica, que
a mitad del siglo XIX ponderaba el Manifiesto
Comunista.
Pero los
críticos de esta insólita interpretación han recordado que Marx nunca aplaudió ese desenvolvimiento (Lin Chun,
2019). Por el contrario, denunció sus terribles
consecuencias para las mayorías populares de todo el planeta. Con alquimias teóricas no se puede armonizar
lo inconciliable.
CONTROVERSIAS SOBRE LA COOPERACIÓN
Otra visión
complaciente del curso actual subraya el componente de cooperación de la política externa china. Señala que
ese país no es responsable de las desventuras
padecidas por sus clientes de la periferia y destaca el carácter genuino
de la inversión motorizada por
Beijing. También recuerda que la pujanza exportadora se asienta en incrementos de la productividad, que por
sí mismos no afectan a las economías relegadas (Lo Dic, 2016).
Pero esa
idealización de los negocios omite el efecto objetivo del intercambio desigual, que signa todas las
transacciones consumadas bajo la égida del capitalismo mundial. China captura excedentes de las economías
subdesarrolladas por la propia dinámica
de esas transacciones. Obtiene grandes lucros porque su productividad es superior a la media de esos clientes. Lo
que se presenta en un tono ingenuo como un mérito
peculiar de la potencia asiática, es el principio de generalizada desigualdad
que impera bajo el capitalismo.
Al afirmar que
“China no primariza” a sus socios de América Latina o África, se postula la exclusiva responsabilidad del
sistema mundial en esa desventura. Se omite que
la participación protagónica de la nueva potencia es un dato central del
comercio internacional.
Sugerir que
China “no tiene la culpa” de los efectos generales del capitalismo equivale a encubrir los beneficios que
obtienen las clases dominantes de ese país. Esos sectores lucran con el ponderando aumento de la productividad
(mediante mecanismos de explotación
de los asalariados) y materializan esas ganancias en el intercambio con las economías
retrasadas.
Cuando se elogia una
expansión china “más asentada en la productividad que en la explotación” (Lo,
Dic, 2018) se omite que ambos componentes retroalimentan el mismo proceso
de apropiación del trabajo ajeno.
La contraposición
entre la alabada productividad y la objetada explotación es propia de la teoría económica neoclásica.
Esa concepción imagina la confluencia en el mercado
de distintos “factores de producción”, omitiendo que todos esos componentes se asientan en la misma extracción de
plusvalía. Esa expropiación es la única fuente real de todos los lucros.
La mera
reivindicación del perfil productivo de China suele destacar también el contrapeso que ha introducido a la primacía internacional de la financiarización y del neoliberalismo
(Lo Dic, 2018). Pero los límites interpuestos al primer proceso (corrientes internacionales de especulación), no diluyen el sostén
brindado al segundo
(atropellos de los capitalistas a los trabajadores).
La reintroducción
del capitalismo en China ha sido el gran incentivo a la relocalización de las empresas y al consiguiente abaratamiento
de la fuerza de trabajo. Ese viraje
contribuyó a recomponer la tasa de ganancia en las últimas décadas. Para que el gigante asiático pudiera cumplir un
rol efectivo de cooperación internacional debería adoptar estrategias
internas y externas de reversión
del capitalismo.
DISYUNTIVAS Y ESCENARIOS
China dejó atrás
su antigua condición de territorio despedazado por las incursiones extranjeras. Ya no atraviesa por la dramática
situación que afrontó en las últimas
centurias. Confronta con el agresor norteamericano desde una condición muy alejada del desamparo imperante en la
periferia. Los estrategas del Pentágono saben que no pueden tratar a su rival como a Panamá, Irak o Libia.
Pero ese
afianzamiento de la soberanía ha empalmado con el abandono de las tradiciones antiimperialistas. El régimen
pos-maoísta se alejó de la política internacional radicalizada que auspiciaba la Conferencia de Bandung y el
Movimiento de los No Alineados.
También sepultó cualquier
gesto de solidaridad con las luchas populares en el
mundo.
Ese viraje
constituye la otra cara de su cautela geopolítica internacional. China evita conflictos con Estados Unidos, sin
interferir en los atropellos que consuma Washington.
La elite gobernante ha enterrado todos los resabios de simpatía con las resistencias al principal opresor del planeta.
Pero ese giro
afronta los mismos límites que la restauración y el salto hacia un status internacional dominante. Está
sujeto a la irresuelta disputa por el devenir interno del país. El rumbo capitalista que propician los neoliberales
tiene consecuencias proimperialistas
tan contundentes, como el curso antiimperialista que promueve la izquierda. El conflicto con Estados Unidos
incidirá directamente en esas definiciones.
¿Cuáles son los
escenarios que se avizoran en la pugna con el competidor norteamericano? La hipótesis de una distensión (y consiguiente
reintegración de ambas potencias)
ha quedado diluida. Los indicios de perdurable puja son abrumadores y desmienten los diagnósticos de asimilación
de China al orden neoliberal como socio de
Estados Unidos que postularon algunos autores (Hung, Ho-fung, 2015).
El contexto
actual también disipa la expectativa en la gestación de una clase capitalista transnacional con integrantes
chinos y estadounidenses. La elección asiática
de un rumbo diferenciado del neoliberalismo no es la única razón de ese
divorcio (Robinson, 2017). La
asociación de “chinamerica” -previa a la crisis del 2008- tampoco incluía amalgamas entre clases
dominantes o esbozos de surgimiento de un estado compartido.
En el corto plazo se
verifica el contundente ascenso de China frente a un evidente retroceso de Estados Unidos. El gigante oriental está
ganando la disputa en todos los
terrenos y su reciente gestión de la pandemia confirmó ese resultado. Beijing logró controlar rápidamente el alcance de
la infección, mientras Washington afrontó un
desborde que ubicó al país en el tope de los
fallecidos.
La potencia
asiática también sobresalió por sus auxilios sanitarios internacionales, frente a un rival que exhibió un espeluznante egoísmo. La economía asiática
ya retomó su elevada tasa de crecimiento, mientras que su contraparte americana
está lidiando con un dudoso rebote del nivel de actividad. La derrota electoral
de Trump coronó el fracaso de todos los operativos estadounidenses para doblegar a China.
Pero el escenario de
mediano plazo es más incierto y los recursos militares, tecnológicos y financieros que conserva el imperialismo
norteamericano, impiden anticipar quién saldrá airoso de la confrontación.
En términos
generales se podrían concebir tres escenarios disímiles. Si Estados Unidos gana la pulseada podría comenzar a
reconstituir su liderazgo imperial, subordinando
a los socios asiáticos y europeos. Si por el contrario China logra triunfar con una estratega capitalista de
libre-comercio, afianzaría su transformación en potencia imperial.
Pero una
victoria del gigante oriental lograda en un contexto de rebeliones populares, modificaría por completo el
escenario internacional. Ese triunfo podría inducir
a China a retomar su posicionamiento antiimperialista en un proceso de renovación socialista. El perfil
del imperialismo del siglo XXI se dirime en torno a esas
tres posibilidades.
20-4-2021
RESUMEN
Las
controversias sobre el status geopolítico de China se han intensificado. Su presentación como imperio se basa en
erróneas analogías, que ignoran cómo la expansión
productiva se combina con la prudencia geopolítica. El perfil imperial se define
por acciones internacionales de
dominación y no por parámetros económicos.
China incuba en
forma sólo embrionaria los rasgos de un imperio en formación. Los límites de la restauración capitalista inciden sobre su inmadurez imperial. Lucra con la
primarización de América Latina, pero se ubica lejos del intervencionismo estadounidense.
Las
tensiones que genera el capitalismo en China son enmascaradas con miradas indulgentes, que desconocen la
incompatibilidad de ese sistema con una mundialización inclusiva. Los negocios en curso contradicen las convocatorias
a la cooperación. El país no forma
parte del Sur Global. Afronta los desequilibrios de una economía desarrollada y las
tensiones de un acreedor. Tres escenarios
se avizoran en el mediano plazo.
1 Economista, investigador del CONICET, profesor de la UBA, miembro del EDI. Su página web es: www.lahaine.org/katz
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