Los que acostumbran a leer noticias alternativas en inglés, norteamericanas sobre todo, habrán reparado en la frecuencia con que últimamente aparecen admoniciones, a menudo alarmistas, sobre la guerra contra el dinero en efectivo (the war on cash). El capitalismo norteamericano está enamorado del apocalipsis, seguramente porque, como ya se ha notado, el mismo fin del mundo se concibe como un espectáculo o mercancía producido en el interior del sistema y no como el fin del sistema. Se hacen lúgubres prospectos del “campo de concentración financiero” que se avecina y uno se pondría a temblar de inmediato si no fuera porque eso, poco más o menos, es lo que ya parece que tenemos. Además, muchos de los que ponen aquí su indignado grito en el cielo (¡no nos van a dejar ya ni tener billetes!) son el mismo tipo de gente obsesionada con atesorar oro y que sólo concibe la libertad en términos de poder adquisitivo. Otra especie de “indignados”, genuimente conservadora y americana, que nos viene a recordar las profundas diferencias de mentalidad que todavía persisten entre Europa y América.
A pesar de todo, conviene no olvidar que la guerra al dinero en efectivo no es un mero culebrón para catastrofistas, sino una persistente y poderosa tendencia actual que aún está adquiriendo impulso -está acelerándose- y que determinará en gran medida el escenario de los próximos años y décadas. Los medios alternativos de aquí, que tal vez temen mezclarse con cualquier chisme con tintes reaccionarios, ignoran el tema con esa especial habilidad que tienen para eludir ciertos temas importantes. Uno tal vez no sabe muy bien qué pueda significar hoy ser reaccionario -puesto que a casi todos, y no menos los que se autodenominan “izquierda”, apenas nos es dada otra cosa que reaccionar; pero justamente este tema del destino del dinero, si conseguimos confrontarnos con él, podría ser una oportuna piedra de toque y un excelente revelador de cómo andan las cosas.
Dado lo poco que se escribe en español sobre el asunto, no estará de más hacer algo de repaso. Por descontado, información y rumorología al respecto, monocorde y repetitiva, puede encontrarse con sólo teclear en inglés “war on cash” or “cashless economy”.
Bail out/Bail in: Rescate y captura
La actual corriente de artículos sobre la presunta guerra al dinero en efectivo suele tomar como punto de partida artículos recientes de Kenneth Rogoff (Harvard) y el economista en jefe de Citigroup Willem Buiter. Ambos debaten los beneficios y riesgos de la prohibición o cuasi-prohibición del dinero en efectivo, contemplando, naturalmente, la posibilidad de una implantación gradual con restricciones sucesivas en el tamaño de los billetes y sus sumas. Esto, de hecho, es lo que se ha visto en diversos países del euro como Italia, Francia o Grecia desde los comienzos de la crisis financiera del 2008. Rogoff añade que tampoco haría falta decretar la prohibición, y que bastaría con dejar los billetes de 1 dólar o 5 para las transacciones cotidianas de los agentes marginales y rezagados de la economía como pobres o ancianos; apreciación que por sí sola ya nos da cierto olor de lo que se pretende.
Buiter por su parte va de cabeza al principal motivo de preocupación de los bancos, y sin preámbulos nos dice que la debacle financiera del 2008 se hubiera podido evitar con sólo cargar un 6 por ciento de interés negativo sobre el dinero en metálico, o dicho de otro modo, tomando un 6 por ciento de los depósitos de los ahorradores para forzar a todo el mundo a gastar cualquier dinero que pueda tener en efectivo. Se trata, en definitiva, de pasar de los rescates con inyecciones del erario público a la captura de los propios depósitos de los ahorradores, para lo cual ya hace tiempo que sin publicidad se despliegan leyes favorables. El mayor de los bancos americanos, JP Morgan Chase, ya cobra un 1 por ciento a los “excesos” de dinero en depósito.
Ni que decir tiene, si ya no hay dinero en efectivo o sus movimientos se encuentran severamente limitados se evitan las estampidas financieras con la gente pugnando por sacar sus depósitos; no hay que decretar un corral porque ya todo es por principio un corral (no hay dinero tangible que sacar), y de aquí, tal vez, el socorrido calificativo de campos de concentración financieros. Aunque hay bastante más que esto.
Las ventajas para la banca son evidentes, y lo mismo cabe decir para el estado, que, so pretexto de luchar contra la evasión fiscal, podría acceder a un control ideal y al detalle de las acciones y transacciones de los ciudadanos. Los argumentos fiscales son por ejemplo el motivo esgrimido por el gobierno de Netanyahu para su plan por etapas para una economía sin efectivo en Israel, en un estado cuyo presupuesto, se dice, se halla tan exigido por los gastos militares. Y naturalmente, los portavoces de los bancos aseguran que con estas medidas la lucha contra el narcotráfico, el terrorismo y el crimen -por no hablar de la evasión fiscal- sería infinitamente más efectiva.
Si las ventajas tanto para el estado como para la banca son enormes, puesto que ambos son hoy los grandes polos de poder, cabe estar seguro de que estas iniciativas gozarán del mejor viento en sus velas. Además, no sólo hay que contar con el acostumbrado despliegue de relaciones públicas para minimizar las resistencias, si de verdad las hay; más fuerte que todo esto es que el mismo Zeitgeist, el mismo Espíritu del Tiempo, ha asumido como suya la misión de convertir en electrónico todo lo que pueda ser convertido, y el dinero no es precisamente algo secundario en esta función. Por añadidura es una de las cosas que mejor se prestan a ello. ¿Por qué querría el Espíritu del Tiempo convertirlo todo en electrónico? Pues justamente, para convertirlo en dinero. La inagotable sed de liquidez. En definitiva, el Espiritu del Tiempo es el Dinero y punto; aunque, aquí está la gracia, no hay por qué confundir dinero y capital. Y en cuanto a la gradualidad, sólo hay que administrarla de forma oportuna al compás del apuro y de las crisis, puesto que nada se ha transformado de manera más paulatina.
Sin duda las tarjetas de crédito, aunque a menudo las utilicemos para ir al cajero, nos han ido haciendo a la idea del puro dinero electrónico. Pero ahora en países como Suecia o Dinamarca los mismos cajeros están desapareciendo, porque son ya muy escasas las transacciones hechas con billetes. Allí en muchas áreas comerciales ni aceptan ya efectivo, que se está tornando en un lastre o incluso en algo un tanto sospechoso. Ahora se trata de pasar de la tarjeta al iphone, y ya están aquí las aplicaciones de pago por teléfono como Apple Pay y otras, con las grandes multinacionales como siempre en vanguardia. Lo cashless y cash free es lo último y los festivales de música ingenian sistemas de pago por pulsera electrónica para que “sin contacto” pagues más y mejor. Usando datos biométricos ya no tendrás que rellenar interminables formularios por internet, sino que podrás “comprar sin pensar, como a ti te gusta”. Nada subliminalmente, se ofrece la promesa levitante y eufórica de un mundo sin dinero, pero con tu iphone. No te pringues la mano con algo tan sucio como un billete, con abundantes trazas fecales, de mocos y de cocaína. Y además, si no llevas cartera nadie te robará por la calle; eso se queda ya en exclusiva para los amistosos estafadores de las comisiones.
Porque siempre hay que luchar contra el crimen. Y de paso, empezamos a criminalizar toda la economía informal, se entiende que la de bajo nivel adquisitivo. Por añadidura, el sistema de los billetes, además de inefectivo, resulta muy caro para todos. Es innegable que los billetes grandes hacen más fáciles las corruptelas y los movimientos del crimen organizado, pero ya se ha empezado a decir que son la causa. Ya están cantadas las noticias de redadas contra cejijuntos terroristas atesorando sacos de billetes en sus búnkeres, mientras en los anuncios, libre de dinero, la juventud angelical vuela extasiada por el aire. Ninguna exageración, puesto que el ministro de finanzas francés Michel Sapin atribuyó los atentados de Charlie Hebdo a la capacidad de comprar cosas con dinero en efectivo; desde entonces se establecieron controles a partir de mil euros para “luchar contra el uso del dinero en efectivo y el anonimato en la economía francesa” [1]. Y en cuanto a la publicidad, ya la tenemos.
Esta transparente “sociedad sin dinero” (en efectivo) no va a quedarse en un experimento para civilizados escandinavos; hasta el Banco Central de Nigeria ha establecido como una prioridad la reducción en lo posible de esta reliquia del pasado. También pensando en África, Bill Gates prevé soñador que “por el 2030, dos mil millones de personas que no tienen una cuenta bancaria estarán acumulando dinero y haciendo pagos con sus móviles. Y por entonces los proveedores de dinero en el móvil ofrecerán todo un espectro de servicios finacieros, desde ahorros con interés a seguros y créditos”[2] . La Belinda and Gates Foundation está volcada en llevar la mano amiga de la banca a los más pobres, pues, como afirman en sus comunicados oficiales, también los pobres pueden ser una base de clientes rentable.
Ni en España faltan pioneros. Guillermo de la Dehesa, ex-funcionario del estado, secretario del PSOE en tiempos de Solchaga, consejero del Santander y de Goldmann Sachs, y colaborador de El País vaticinaba ya en el 2007 un mundo mucho más seguro y menos violento una vez que desapareciera “el mayor incentivo que ampara toda la actividad ilegal”[3]. De la Dehesa, junto con Enrique Sáez, uno de los primeros abogados de la iniciativa, no dudaba en convertir al dinero en efectivo en causa hasta de las guerras.
Como se ve el argumento de la seguridad es el más recurrente del lado de los gobiernos, y la seguridad no es más que el aspecto amable del control. Las transacciones sin efectivo han de incorporar la tecnología de cadena de bloques (blockchain) que vio la luz con la primera criptomoneda de éxito, Bitcoin, pero que es enteramente independiente de ésta: una base de datos distribuida y abierta con ciertos protocolos que mantiene un registro acumulado de todas las operaciones. De este modo todas las operaciones y transacciones con dinero, salvo por las monedas o billetes de baja denominación que no fueran derogados, serían íntegramente rastreables.
Los expertos en la materia dicen que esta tecnología de cadena de bloques es extremadamente segura y difícil de trucar, de modo que la panóptica trasparencia a que serían sometidos los ciudadanos/consumidores no sería mayor que la que tendrían “los banqueros y los gobernantes”, así todo junto y sin solución de continuidad. Suena encantador. Tal vez no haya por qué dudar de que se trate de una tecnología de lo más democrática, al menos por diseño y concepción; pero cuándo se ha visto que una tecnología impuesta desde arriba fuerce la igualdad entre los de arriba o los de abajo. Si acaso cabría pensar en una más dramática e insondable separación entre administradores y administrados. El problema no es la tecnología, sino su imposición, y para unos fines bien concretos; así esa tecnología sólo puede asumir la función que le sea asignada, y que indudablemente se transformará con el tiempo.
Además, como dicen algunos, no hay problema que traiga la tecnología que la tecnología no pueda arreglar. Con nuevas innovaciones. A la descentralizada pero compacta tecnología de bloques pronto le han crecido apéndices tales como las cadenas laterales (sidechains), muy aptas desviaciones para otras criptomonedas paralelas, y que, se afirma, permiten prevenir “faltas de liquidez”, “reducir la volatilidad” y un largo etcétera de conveniencias. Puede ser cierto, pero no hace falta entrar en muchos detalles para escuchar la misma música, los mismos estribillos, los mismos prodigiosos e ilimitados despliegues de la ingeniería financiera de siempre, con renovadas y aumentadas posibilidades. ¿Puede sorprender entonces que Goldman Sachs, que siempre se ha mostrado entusiasta con esta tecnología, esté desarrollando con sus propias patentes su particular versión del Bitcoin, llamada provisionalmente SETLcoin? Y ciertamente no han de ser los únicos. Parece ser que los bancos, siempre impacientes, no están dispuestos a esperar a que la rémora de la política estatal conforme el campo de medidas y ya están anticipando sus propias soluciones. Las cadenas laterales, como buenas ramificaciones, son un gran paso para lograr el efecto multiplicador de la red que puede ser decisivo a la hora de consolidar este nuevo uso y práctica del dinero.
Las ventajas que el puro dinero electrónico tienen para el estado y la banca son tan claras que no merecen demasiados comentarios, pero la cruz del asunto no está en la suma, sino en el producto de ambos. Pues si el matrimonio entre banca y estado viene de viejo, ahora se haría casi imposible limitar la nueva atribución de poderes con que se vería consagrada. Asistida por la inminente ubicuidad de la vigilancia electrónica y “la internet de las cosas”, estaría por nacerles un hijo que multiplicará la belleza de sus progenitores. Sólo hay que pensar un poco en ello, pues nuestra fantasía podría cosechar otro más de sus patéticos fracasos.
Singularidad y horizonte de sucesos
Hace años, especialmente antes del milenio, se puso de moda entre “transhumanistas”, tecnoprofetas y otros pirados hablar de una supuesta singularidad tecnológica hacia la que nos estábamos peligrosamente acercando. Pronto los ordenadores y los robots aprenderían a autorreplicarse y mejorarse por sí mismos y así de un día para otro el Homo Sapiens quedaría hundido en el barro sin sospechar siquiera lo sucedido. Si uno no cree en empanadas especulativas como la de los agujeros negros de los físicos, difícilmente creerá en una quimera como la de la singularidad tecnológica. Pero para la psicología no deja de ser un síndrome fascinante, puesto que alía las virtudes higiénicas del Apocalipsis con el más desenfrenado optimismo aprovechando el denominador común de la fuga y el escape. No es algo fácil de superar. El problema es que la tecnología nunca está a punto. En cambio podríamos asistir al nacimiento de un síndrome nuevo y no menos fascinante que ya tiene solucionados los problemas técnicos, es decir, ya tiene su libre curso garantizado: se trata del síndrome de la singularidad financiera, aún no tipificado por los psiquiatras.
Lo bueno de pensar en la unión indisoluble entre banca y estado como un agujero negro es que, si estamos ciertos de que los agujeros negros no existen, nos facilita grandemente conjurarlo. Por otra parte tiene la ventaja de que podemos seguirle la corriente a los locos y hasta empatizar con ellos sin necesidad de pasarnos a su bando. Si el todo es singular, cualquier singularidad en una parte no pasará de ser una ficción mental, pero por otra parte, gracias al impagable (y en realidad impresicindible) concepto de horizonte de sucesos, podemos hablar tranquilamente de lo imposible como si fuera tan sólo inevitable. Y además, un horizonte de sucesos está lleno de cosas especulables y discurribles, puesto que es un embudo de tiempo.
Admitido que los intereses de la banca y el estado por terminar con billetes y cheques son desde su punto de vista perfectamente razonables, puede preguntarse dónde está el delirio. Pero ya adelantamos que no es la suma, sino el área del producto, el que circunscribe el nuevo espacio para las aberraciones que intentamos concebir. Ahora mismo no sabemos si ambos polos de interés habrán de coincidir a la hora de eliminar el antiguo dinero, o si, ante problemas mayores de las grandes divisas actuales (dólar, euro, yuan, yen, libra, etc), la banca intentará desbordar por las bandas en una especie de enloquecida criba darwiniana de monedas estatales y no estatales. Todo eso está por ver ya que los sobresaltos en estos diez o quince años próximos están garantizados. El dinero en la forma actual difícilmente puede tener más tiempo que ése.
Puesto que los problemas técnicos para la eliminación del actual dinero ya están prácticamente resueltos, es obligado volver sobre los obstáculos que el proyecto tiene en las otras esferas, fundamentalmente la política y la económica. Curiosamente, los obstáculos sociales no parecen merecer mucha consideración de los abogados de la “sociedad sin dinero”. En el capítulo económico, y especialmente si se consideran las divisas de los estados y ecozonas, como el dólar o el euro, un asunto primordial es la concertación, puesto que cualquier intento unilateral por parte de una economía de restringir el uso de su moneda atraería el uso de divisas extranjeras en su propio territorio. Incluso si en los Estados Unidos, que siguen gozando con diferencia de la divisa más fuerte, se restringiera drásticamente el uso de dólares en efectivo, sólo se lograría desencadenar una compra frenética de euros, yuanes y hasta rublos si no hay nada mejor, invirtiendo la situación y trasfiriendo la fuerza del dólar a la pujanza del propio mercado negro interno.
Esto sería al menos lo más probable por la sencilla razón de que, como admiten Rogoff y Buiter, el motivo de partida para acabar con el dinero en efectivo es darle algo de aire y espacio de maniobra a los bancos a través de los tipos de interés negativos; luego se aducen el resto de “ventajas.” Sabido es que todos los grandes bancos centrales llevan años bordeando el interés cero o el interés negativo, y fabricando grandes sumas de dinero, con el pretexto de estimular la economía. En la práctica, el dinero les llega casi sin interés a los bancos y las líneas directas de crédito privilegiadas, que se dedican a especular gracias a la enorme ventaja con que cuentan. Faltaría más, el usuario normal del banco tiene que pagar unos intereses mucho más altos, por no hablar de las tarjetas de crédito. Por otro lado ese interés cercano a cero, y que se querría negativo, penaliza a los ahorros depositados en los bancos, pues ya la inflación suele ser mayor que el interés.
Con intereses negativos, el ahorrador está pagando directamente por dejar dinero en el banco, aun si ignoramos la inflación. Y por otro lado, los bancos centrales buscan obsesivamente la inflación, por la que no dejan de suspirar continuamente en la letanía de sus comunicados oficiales. “¡No conseguimos la suficiente inflación!” lloran una y otra vez, lo que debería dejar atónito al más sufrido lector de noticias, cuando siempre se nos dijo que el motivo fundacional de los bancos centrales era proteger el valor adquisitivo de sus monedas y por ende luchar contra la inflación. La razón para esto, claro está, es que en una economía de deuda como la que tenemos la inflación es ventajosa, puesto que hace más baratos los pagos futuros. Los bancos centrales, que no son sino los consorcios de los bancos privados con la bendición del estado, hacen todo lo posible por exacerbar la economía de la deuda.
Así pues, los bancos quieren tener libertad para imponer tipos negativos y que la gente tenga que pagar por su dinero en el banco. Como en tales circunstancias los ahorradores prefieren sacar el dinero y tenerlo en efectivo porque conserva mejor el valor que los depósitos, la única forma de impedirlo es terminar con el dinero en efectivo mismo. Este es el plan, tal es la solución final.
El Banco Central Europeo fue el primer gran banco en aventurarse en las aguas de los intereses negativos en junio del 2014, con un modesto 0,3 por ciento. Le siguieron los bancos centrales de Suecia, Dinamarca y Suiza, que ya lo había hecho anteriormente en los setenta. ¿Cuánto por debajo de cero puedes llegar? El límite lo pone la conyuntura, no la vergüenza. Pero si el dinero en efectivo se reduce a un rango residual, se ha conseguido eliminar el principal obstáculo.
Dicho sea de paso, el hecho de que ahora se lamenten en los bancos centrales porque no hay suficiente inflación, y de que se castigue sin disimulo al ahorro, al que hasta ayer se consideraba fundamento del capitalismo, es algo que supera las más gruesas parodias. Es el signo más cierto de que ya hollamos el territorio del postcapitalismo, aunque aún no nos atrevamos a reconocerlo. Y no queremos reconocerlo porque no queremos admitir que el periodo posterior al capitalismo podría ser peor en diversos aspectos a su predecesor, o que su predecesor no apuró el cáliz de sus males. Al menos, si llamamos postcapitalismo a la fase en que ya carecen de relevancia las contradicciones que en una fase anterior hubieran socavado sin remedio su discurso y su sistema. Ahora no lo socavan, luego se está abriendo una nueva época y ante las temibles implicaciones de esto muchos lo prefieren ignorar. Penalizar el ahorro también significa oponerse al motor de la movilidad social, que hasta ahora era la válvula de escape del sistema para el descontento social. Siendo esto tan peligroso, ¿qué es lo que se pretende? Al menos hablando en términos económicos clásicos, si no ahorras, lo único que te queda por hacer es consumir o jugar en el casino de la bolsa. Y este es el rol lubricante que se espera del nuevo microsiervo.
Los intereses negativos y la captura o confiscación del dinero de la población es prácticamente el único y último grado de libertad importante que tiene un sistema bancario-estatal que parece haberlo intentado absolutamente todo y que, mientras navega a la deriva por un mare tenebrarum de derivados financieros y activos tóxicos contempla que los paños calientes de la última crisis tienen un efecto marginal cada vez menor. No podrían “estimular” la economía ni aunque empezaran a repartir billetes con helicópteros. Así que la cuestión es el cómo y el cuándo.
Si la prioridad la establece la urgencia, lo primero es tener algo de aire a nivel financiero, y lo inmediatamente posterior, ante la inestabilidad creciente, es fortalecer los mecanismos de control a través de esta nueva vuelta de tuerca financiera. Pues a veces, como cuando se habla del dinero en helicópteros, parece que el problema, más que el propio dinero, es mantener sujeto al conjunto del tinglado y de la gente. En lo grande es imposible separar lo económico de lo político.
Las crisis, ya se dijo, jalonarían esta limpieza del dinero en efectivo. Las primeras restricciones importantes en países europeos vinieron tras el 2008. Si el hundimiento en bolsa de las punto-com en el 2000 biseló el cambio de milenio, la crisis sistémica del 2008 es el primero de los tres grandes golpes que, a lo sumo, puede aguantar este sistema antes de desmoronarse por completo. Y es que el colapso no es un acontecimiento sino un proceso, y como todo proceso tiene su ritmo. Los tres golpes pueden recordarnos los tres soplos del lobo en el cuento de los tres cerditos. La segunda gran crisis sistémica podría haber empezado ya, aunque una discreción que es de agradecer nos habría ahorrado el susto. Ya nos hemos acostumbrado a pensar que no hay crisis que se precie sin un Lehman Brothers o un hundimiento espectacular en la bolsa; pero ahora podría ser distinto, puesto que en el 2008 los bancos centrales no estaban bombeando el dinero a marchas forzadas para seguir inflando los mercados (bolsa, bonos, vivienda) y ahora sí. Los indicadores generales pueden ser ahora iguales o peores que en el verano del 2008, pero el descenso, a decir de Charles Hugh Smith, podría parecerse más al de un avión que va quedándose sin combustible que a una caída en picado. No es que vaya a faltar el suministro de dinero, pero, como con cualquier adicción, el aumento de las dosis tiene efectos decrecientes.
Aun ignorando tantas cosas, podemos abonarnos a la idea de que continuarán las crisis cada 7 u 8 años como ha venido siendo la tónica en los últimos dos siglos; el año 2016 tiene entonces grandes probabilidades de ser uno de estos años críticos incluso sin la presencia de los detonantes habituales. Más simplemente, podría ser el año en que se reconociera que las políticas monetarias que se han venido usando como medicina no tienen efecto, permaneciendo una larga serie de problemas sin resolver o agravados. Las crisis periódicas del siglo XXI tienen esto de notable. Antaño el efecto destructivo de los ciclos de negocio se veía compensado, después de todo, con otro efecto de limpieza y renovación relativos, para hacer bueno aquello de la “destrucción creativa” de Schumpeter. Pero ahora lo que vemos es que los vicios se agrandan, acentúan y se enquistan mientras se crean fortalezas y murallas contra la innovación. En general, vivimos una época de enfeudamiento mucho más que de innovación efectiva, lo que no quita para que el potencial de innovación sea hoy mucho mayor que en otras épocas. De aquí precisamente los muros defensivos.
Y además, como ya se ha notado abundantemente, a este sistema-mundo ya casi se le han acabado los nuevos mercados (espacio), el efecto novedoso de casi todo lo vendible (renovación en el tiempo), y tampoco espera nadie nuevos ciclos tecnológicos con capacidad de reciclar el trabajo perdido y el capital que busca rendimiento. Así nos adentramos en el estancamiento del producto global con captura de rentas por unos pocos y el desmoronamiento interno de la estructura social por choques sucesivos. El mismo éxito y eficiencia del sistema para conseguir sus propios fines se convierte, en un entorno con márgenes cerrados, en la mejor garantía de su deceso. Lo que llamamos “morir de éxito”.
Si todo esto es así el efecto de crisis sucesivas en estas primeras décadas del siglo es a la larga mucho más demoledor, pues lo sabemos muy bien, no hay recuperación por más que se pretenda lo contrario. Y si no hay recuperación, con el primer golpe el sistema se estremecerá, con el segundo se tambaleará, y con el tercero caerá. Los años de estos golpes serían, grosso modo, 2008, 2016 y 2025. Hacia mediados o finales de la próxima década estaremos entrando en otro mundo, otro sistema, por la sencilla razón de que el actual será ya inhabitable. Pues justamente cuando un sistema es incapaz de reformarse el hundimiento está garantizado. Parece una proposición autoevidente.
Cuanto menos posibles las reformas, más segura la caída o más profunda la transformación. Dado que la presión colosal del “éxito” del sistema fuerza todo a ello, incluidas las oligarquías y los gobernantes. Si queremos verlo así, puede augurarse, más que una muerte, una “Gran Transformación” de pareja magnitud a la estudiada por Polanyi, pero, colonizado ya todo el espacio de acción, mucho más concentrada en el tiempo. Si todo pasara por las alternativas entre banca y estado, tal como enfatizan las opciones electorales, estaríamos más que condenados. Puesto que ambos no son una alternativa sino un tándem, desde los tiempos que estudiaba Polanyi, y de forma infinitamente más orgánica ahora. Pero es improbable que un tiempo sometido a tensiones tan violentas no tenga potencial para engendrar bifurcaciones. Y la bifurcación no puede estar causada por la falsa alternativa que nos lleva de cabeza, sino por todo lo que ésta reprime o no deja ver.
A vueltas sobre el sistema monetario: “Todo está sobre la mesa.”