Joe Biden será el sexto presidente demócrata
que tendrá que lidiar con el tema de Cuba desde que triunfó la Revolución en
nuestro país en 1959. Y lo enfrentará a partir de una peculiaridad común a los
mandatarios de su partido que le antecedieron: Heredará del republicano que lo
precedió una política de “cambio de régimen” y tendrá que decidir si la
continúa o le introduce cambios y hasta qué punto. En el fondo se trata de un problema
viejo pero esencial: cómo Washington lidiará con una pequeña nación vecina que
llegó a dominar entre 1898 y 1958, pero que desde el Primero de Enero de aquel
año desafía su hegemonía.
Cuba ha estado y está dispuesta a buscar una
relación normal con Estados Unidos, basada en lo que se pudiera calificar como
un imperativo categórico sobre la no injerencia en sus asuntos internos. Sin
embargo, distintos gobiernos norteamericanos han seguido una política que de
una forma u otra desconoce y viola ese principio cardinal del Derecho
Internacional Público. Han sido muchas las transgresiones del comportamiento
civilizado entre naciones vecinas que Washington ha violado o ignorado en su
relación con Cuba, incluido entre ellos, pero no limitado al bloqueo económico,
comercial y financiero, que desde 1992 la Asamblea General de Naciones Unidas
ha declarado anualmente como ilegal y demandado su levantamiento incondicional.
A pesar de esa generalización que abarca
administraciones de ambos signos políticos, puede afirmarse que entre los
presidentes demócratas han coexistido algunos intentos de búsqueda de cierto
“modus vivendi” con la Cuba fundada por la Revolución. No es ese el caso entre
los republicanos, quienes por lo general han promovido políticas duras de
“cambio de régimen”, como lo ha hecho de manera extrema el predecesor de Joe
Biden, el actual presidente Donald Trump.
Por añadidura, desde 1980, en que Jimmy
Carter perdió su reelección frente a Ronald Reagan, los demócratas han
enfrentado un obstáculo adicional: Sean las razones que sean, a diferencia de
otros de origen latino, los emigrantes cubanos asentados preferentemente en un
estado péndulo como Florida, han mantenido la tendencia a apoyar
mayoritariamente a los candidatos del partido republicano a la presidencia y
una política de “cambio de régimen” pura y dura.
Estos dilemas no son de fácil resolución.
Pero la historia demuestra que las salidas buscadas a los mismos por mandatarios
demócratas anteriores han conducido muchas veces a sonados reveses cuando sólo
han tenido en mente intereses electoralistas relacionados con la política
doméstica.
John F. Kennedy (1961-1963), por ejemplo,
aceptó y ejecutó el plan de la administración de Dwight Eisenhower de
financiar, organizar y desencadenar una invasión a la Isla por una brigada de
exilados y ello resultó en el perfecto fracaso de Bahía de Cochinos. Después no
cejó en sus intentos de derrocar a Fidel Castro acelerando el acercamiento de
Cuba a la Unión Soviética y provocando la Crisis de los Misiles de Octubre de
1962 que por poco desemboca en un holocausto nuclear. Fue además el presidente
que instituyó el bloqueo, al cual no pareció inclinado a
renunciar ni siquiera cuando consideró un acercamiento diplomático a Cuba. También está documentada su anuencia con los planes de asesinar a
Fidel Castro y otros dirigentes cubanos.
No obstante, poco antes de ser asesinado, estuvo
a punto de iniciar negociaciones secretas con Fidel Castro.[1]
Lyndon Johnson (1963-1969) también tuvo la
oportunidad de mejorar las relaciones con Cuba y de buscar una avenencia basada
en lo que ya había avanzado Kennedy. Sin embargo se negó a hacerlo como han
demostrado distintas fuentes, entre ellas el excelente libro de Peter Kornbluh
y William Leogrande, Diplomacia encubierta
con Cuba: Historia de las negociaciones secretas entre Washington y
La Habana.
Eventualmente, Johnson podría vanagloriarse
que bajo su administración se contuvo el ejemplo cubano en América Latina y el
Caribe mediante la invasión de República Dominicana en 1965 y el asesinato del
Ché Guevara en Bolivia en 1967, después de varios años de persecución
implacable.
Sin embargo, uno de sus más sonados fracasos
estuvo en no haber logrado el apoyo de los aliados europeos y de Canadá a las
sanciones económicas contra Cuba, como han demostrado Alistair Hennessy y
George Lambie en su obra The Fractured Blockade: West
European-Cuban Relations During the Revolution.
Aunque a causa de la prioridad que tuvo en
esos años (1964-1969) la Guerra de Vietnam se redujeron algunas de las
operaciones encubiertas más crudas contra Cuba, Johnson mantuvo y fortaleció el
bloqueo, fomentó directa e indirectamente actos de terrorismo, estimuló
acciones de sabotaje y levantamientos armados, y logró aislar a Cuba
diplomáticamente de sus vecinos en el hemisferio. Todo con la intención de
derrocar al gobierno de Fidel Castro, pero como dijo en 1964 el Jefe de la
todopoderosa Estación de la CIA en Miami, Ted Shackley, en su libro de memorias
Spymaster:
My Life in the CIA (página 76): “El diablo barbudo (Fidel) había ganado la guerra. Era el momento por
tanto para reconocer esta realidad antes de que algún sabio en Washington
dijera: ‘Vamos a intentarlo una vez más’.” [2]
Pero tan pronto el republicano Richard Nixon
ascendió a la presidencia, sucedió exactamente como el maestro de espías había
presagiado. Su administración y la de Gerald Ford continuaron con las políticas
de cambio de régimen. Ello no impidió que en 1972-1973, la administración Nixon
negociara y firmara el primer acuerdo entre ambos países desde 1959, el
Memorándum sobre Secuestros de Naves Aéreas, una imperiosa necesidad para
Estados Unidos en ese momento. Como se sabe, el acuerdo fue suspendido por Cuba
a raíz del atentado terrorista de Barbados en 1976, provocado sin duda por la
promoción o tolerancia que las administraciones anteriores, incluyendo las de
Kennedy y Johnson, habían tenido con las acciones terroristas contra Cuba, como
ha demostrado Lars Schoultz en su masiva historia de la política norteamericana
hacia la Revolución Cubana That
Infernal Little Cuban Republic: The United States and the Cuban Revolution
El siguiente presidente demócrata, Jimmy
Carter (1977-1981), entró en la Casa Blanca con la firme intención de buscar
una “normalización” de relaciones con Cuba, pero optó por hacerlo de manera
gradual. Esa historia está muy bien ilustrada en la obra de los autores cubanos
Elier Ramírez y Esteban Morales, De
la confrontación a los intentos de ''normalización''. La política de los
Estados Unidos hacia Cuba.
El proceso normalizador iniciado en 1977 tuvo
indudables resultados positivos: el establecimiento de relaciones cuasi
diplomáticas a través de Secciones de Intereses de ambos países en las
capitales del otro; la apertura dentro de ellas de oficinas consulares para
atender todo lo relacionado con visados y otros documentos oficiales; la
delimitación de fronteras marítimas; y la firma de un convenio pesquero. Sin
embargo, la política del presidente recibió un fuego graneado desde fuera y
desde dentro de la administración y concluyó en 1980 con una crisis migratoria
de grandes proporciones, el “éxodo de Mariel”, provocada en gran medida porque
Estados Unidos no aceptó la propuesta cubana de establecer un acuerdo que
garantizara la emigración ordenada y legal de al menos 20,000 ciudadanos
cubanos al año. Se mantuvo y agudizó un viejo problema, la emigración ilegal,
que databa precisamente de los años de Lyndon Johnson, cuando se aprobó la Ley
de Ajuste Cubano de 1966.
Carter no pudo reelegirse en 1980 con lo cual
se canceló el proceso de normalización iniciado pues le sucedieron 12 años de
administraciones republicanas (Ronald Reagan y George W.H Bush) en que la
agresividad norteamericana y las políticas de “cambio de régimen” se recrudecieron.
Las relaciones se congelaron con lo logrado con Carter. No se pudo revertir el
establecimiento de las Secciones de Intereses como exigieron algunos tanques
pensantes conservadores. Hubo, sin embargo, todo tipo de amenazas, incluso la
de una invasión militar en 1991-1992.
En los dos períodos
del siguiente presidente demócrata, Bill Clinton (1993-2001), se alcanzaron
progresos en dos importantes terrenos para la seguridad de Estados Unidos: el
referido a la lucha contra el narcotráfico y los acuerdos migratorios de
1994-1995. Si el período de Clinton no produjo más resultados, no se debió a
que faltaran condiciones para ello, sino a ciertos errores políticos que
cometió su administración en el manejo de las relaciones con Cuba. Esos errores
debieron haber sido perfectamente predecibles si el presidente hubiera seguido
sus propios instintos. Sin embargo, cometió un desacierto que más tarde
lamentaría: pactar con el lobby del “exilio histórico” que llegó a exigir una
influencia excesiva e innecesaria en su política hacia Cuba.
En el 2009, el
historiador Taylor Branch publicó un libro basado en 8 años de conversaciones
privadas que sostuvo con su amigo, el presidente Clinton, cuando éste ocupaba
la Casa Blanca. En uno de los pasajes de esa obra, titulada The Clinton Tapes: Wrestling History with the
President, Branch cita al
presidente diciendo: “Cualquiera con media neurona podía ver que el
embargo (bloqueo) era contraproducente. Iba en contra de políticas más
acertadas de compromiso que habíamos seguido con otros países
comunistas, incluso en el apogeo de la Guerra Fría.” Añadió que desde 1980 “los
republicanos habían cosechado el voto de los exiliados gruñéndole a Castro,
pero nadie se molestó en pensar en las consecuencias”. Por cierto, en esas
conversaciones se quejó de las presiones que le hacía Bob Menéndez, de origen
cubanoamericano, por aquellos años Representante a la Cámara por el estado de
Nueva Jersey.
Para una valoración
más completa de los errores de Clinton se puede consultar mi texto Cuba: La nación, la emigración y las campañas
presidenciales en EE UU (1980-2008) (Segunda parte).
El siguiente
presidente en este recuento es Barack Obama (2009-2017). No es necesario volver
sobre el tema del acuerdo alcanzado el 17 de diciembre de 2014, hace 6 años, con
Raúl Castro, cuyo aniversario se celebra por estos días. Lo que conviene
destacar es que el cuadragésimo cuarto primer mandatario de Estados Unidos tuvo
una posición favorable a una nueva política hacia Cuba mucho antes de aspirar a
la presidencia. Desde
el 2004, cuando era senador por Illinois, hizo pública su oposición al bloqueo.
Ya en medio de la
campaña para la nominación del partido demócrata a la presidencia en el 2008,
sorprendió cuando afirmó que hablaría con los líderes de países adversarios,
entre ellos Raúl Castro y Hugo Chávez. A pesar de que fue criticado incluso por
su entonces contrincante, Hillary Clinton, persistió en su posición. La mejor
explicación de los fundamentos de esa política se puede encontrar en el primer
tomo de sus memorias, A Promised Land. Al referirse a su equipo de seguridad
nacional explicó que combinó a viejos partidarios de la guerra fría, con una
nueva generación de cuadros demócratas, entre los cuales había ideas nuevas,
similares a las suyas, en cuanto a la forma en que Estados Unidos debía manejar
sus relaciones exteriores, incluyendo el caso de Cuba.
Obama combinó
inteligentemente estas posiciones de partida con requisitos domésticos, al
buscar intencionadamente el apoyo de votantes cubano americanos residentes en
la Florida. Un
estudio del electorado cubano americano publicado entonces por la Institución Brookings,
basado en la bien conocida encuesta del Cuban Research Center de la Florida
International University del 2008, indicó que la mayor parte de los cubano
americanos más jóvenes, tanto nuevos inmigrantes como nacidos en Estados
Unidos, apoyaban el levantamiento del bloqueo, el aumento de las remesas, la
autorización ilimitada de viajes a Cuba, el restablecimiento de relaciones
diplomáticas y la conducción de conversaciones con el gobierno de La Habana.
Así Obama combinó tanto la dimensión internacional como la doméstica de su
proyectada política hacia Cuba lo que le dejó las manos libres para poder
llevar hacia la Isla una política de acercamiento, como era su propósito, abandonando
así la tradicional política de “cambio de régimen”.
Analizar toda la
política de Obama hacia Cuba extendería demasiado este texto así que me limitaré
a aquellos aspectos que Joe Biden y sus asesores debieran tener en cuenta. Sin
organizarlos necesariamente en orden de importancia ellos son:
·
Tanto antes de
convertirse en presidente como después, el mandatario evitó hacer los
pronunciamientos usualmente ideologizados hacia Cuba marcados por frases como
“la dictadura” o “el régimen” cubano. Esta retórica más moderada fue observada
y reconocida desde la Habana y facilitó el diálogo con Cuba.
·
Obama no subordinó
el cambio de política a acciones del gobierno de Cuba. Esa fue una de las
fortalezas importantes de su manera de pensar y del consenso que logró
establecer en su equipo de gobierno, del cual, vale recordar, formaba parte Joe
Biden como vicepresidente. Fue la creación de un nuevo enfoque sobre Cuba.
·
La política hacia
Cuba tuvo en cuenta no sólo los estrechos intereses del lobby cubano americano
de derecha centrado en el sur de la Florida, sino los intereses más amplios de
la sociedad norteamericana en su conjunto. Ted Piccone, de la Institución
Brookings, ha
listado al menos 9 grupos de interés o constituencies partidarias de relaciones
normales, a saber: grupos
de negocios principales en terrenos que van desde la agricultura hasta el
turismo; medios de comunicaciones que ambicionan estar presentes en el
escenario cubano; tanques pensantes de élite que llevan años propugnando un
cambio de política; académicos interesados en intercambios con universidades y
centros de estudios cubanos; ambientalistas interesados en interactuar con sus
contrapartes cubanas e investigar el relativamente virgen medio ambiente
cubano, especialmente el marino; grupos religiosos, en particular católicos,
respondiendo al llamado de los tres papas que han visitado Cuba en los últimos
25 años; militares y funcionarios de instituciones encargadas del cumplimiento
de la ley interesados en colaborar con las contrapartes cubanas en temas de
seguridad; diplomáticos interesados en coordinar con Cuba en lo que fuera
posible; y artistas, músicos, cineastas y museos interesados en la rica cultura
cubana.
·
En sus memorias, Tough
Love: My Story of the Things Worth Fighting For, Susan Rice, la Asesora Nacional de Seguridad del
presidente Obama desde el 2012 hasta el final de su mandato, ha resaltado que las
negociaciones que condujeron al acuerdo del 17 de diciembre de 2014 y su
ejecución fue uno de los puntos culminantes de la administración, y el éxito
que marcó un antes y un después en la revitalización de la diplomacia como
instrumento de política exterior. Recuenta, además, que cuándo el presidente le
preguntó si en las negociaciones con Cuba se debían limitar al intercambio de
personas en prisión o buscar una solución general como el restablecimiento de
relaciones diplomáticas, le respondió con un “bidenismo”, frases típicas del
entonces vicepresidente: Si nos van a crucificar por qué dejarlos que lo hagan
en una cruz pequeña. Marcó así, con el apoyo del actual presidente-electo, su
posición de que normalizar las relaciones con Cuba era importante para el
interés nacional de los Estados Unidos. Resulta inevitable recordar esta
experiencia cuando ya se sabe que la embajadora Rice ocupará uno
de los cargos clave de la futura administración, precisamente el de Directora
del Consejo de Política Doméstica, lo que significará que se moverá en el círculo de
poder más íntimo del nuevo presidente y le dará la oportunidad de influir sobre
la dimensión interna o doméstica de la política hacia Cuba.
·
Aunque la política
hacia Cuba del presidente Obama llevaba el sello distintivo de su filosofía y
manera de actuar, al final de su mandato emitió la Directiva
del 14 de octubre del 2016, documento articulado después de un largo
proceso de deliberación al interior de la burocracia federal y teniendo en
cuenta los intereses de distintos grupos. Derogada por Donald Trump en junio
del 2017 al emitirse una nueva Directiva, Biden tendría sólo que esta última
para restablecer la que emitió su predecesor demócrata.
·
Según indican todas
las
encuestas de entonces (2012 y 2016), una mayoría importante de cubano americanos
apoyaron las políticas de Obama, particularmente aquéllas que fomentaron las
relaciones con su país de origen y sus familiares.
La eventual
política de Biden hacia Cuba ya está siendo objeto de un creciente escrutinio
público en Estados Unidos. Un buen resumen fue el que publicaron Anthony Faiola
y Karen de Young en The Washington Post el 27 de noviembre, bajo el título Biden
wants to re-thaw relations with Cuba. He’ll have to navigate Florida politics. Por otra parte ya el senador Marco Rubio se
apresuró publicar sus puntos de vista en El Nuevo Herald de Miami el 10 de
noviembre, artículo cuya versión en español puede leerse en su sitio
web oficial. Su mensaje a Joe
Biden no puede ser más claro y constituye la esencia de la posición
republicana: Una Administración Biden No Debe Repetir Las Concesiones de Obama
a Cuba. Repite los mismos argumentos mendaces con los cuales ya enfrentó y
criticó a Roberta Jacobson, la Secretaria de Estado para América Latina y el
Caribe de Barack Obama que negoció la reapertura de las Embajadas de cada país
en la capital del otro. Como
dijo la Embajadora entonces, esa no es una concesión al gobierno cubano, es un
instrumento mejor para proteger y defender los intereses de Estados Unidos en
Cuba.
Si se resumieran
las lecciones que se derivan para Joe Biden de lo aprendido por anteriores
presidentes demócratas, pudieran enunciarse de la siguiente manera:
·
Las políticas de
buscar un “cambio de régimen” en Cuba son inútiles por imposibles. Así lo dijo
el presidente Barack Obama en su
discurso en La Habana el 22 de marzo del 2016: “He dejado claro que Estados Unidos no tiene
ni la capacidad ni la intención de imponer cambios en Cuba. Lo que cambie
dependerá del pueblo cubano. No vamos a imponerles nuestro sistema político ni
económico. Reconocemos que cada país, cada pueblo, debe trazar su propio camino,
y darle forma a su propio modelo.”
·
El bloqueo debe ser
levantado incondicionalmente no sólo porque es criminal e ilegal, sino porque
ha fracasado y perjudica intereses norteamericanos legítimos.
·
Las políticas de
“cambio de régimen” por coacción o coerción son propias del partido republicano
y han fracasado. El partido demócrata pierde más que lo que gana con
replicarlas, aún en variantes más “suaves”.
·
Estados Unidos
tiene un amplio arco de intereses en Cuba que son alcanzables sólo mediante la
cooperación y el diálogo con el gobierno cubano. Pretender el diálogo y la
subversión al mismo tiempo no es viable. Los cubanos no son estúpidos.
·
La mejor manera de
avanzar es actuar con rapidez y decisión. Hay al menos cuatro años por delante
para progresar en la normalización, pero los obstáculos objetivos y subjetivos
a vencer son tales que probablemente nunca se llegue a un estado normal
perfecto.
·
Una política como
la diseñada por el presidente Obama estaría no sólo en el interés de ambos
gobiernos sino de ambos pueblos.
·
Son numerosos los
grupos de interés que le darán la bienvenida a un retorno a la política de
Obama, incluyendo sectores importantes de la emigración cubana. Por tanto, hay
potencial para el crecimiento del apoyo a candidatos demócratas entre esta
última.
·
Joe Biden tiene ya
parte del camino recorrido con la existencia de relaciones diplomáticas y la
firma de 22 acuerdos entre ambos gobiernos. Sólo hay que volver a ponerlas a
funcionar.
[1] Las relaciones
cubano-norteamericanas bajo la administración Kennedy, el fracaso de la
invasión de Playa Girón, la Crisis de Octubre, el intento de iniciar
conversaciones y el asesinato del presidente norteamericano constituyen
probablemente de los temas más estudiados desde distintos puntos de vista. He
tratado de condensarlo en unos párrafos, pero remito a los lectores a la amplia
bibliografía que se puede consultar en Google.
[2] He descrito estas actividades en “La administración Johnson y Cuba”,
Francisco López Segrera (compilador), De Eisenhower a Reagan: La política de Estados Unidos contra la
Revolución Cubana, Instituto Superior
de Relaciones Internacionales (ISRI), Editorial de Ciencias Sociales, La
Habana, 1987, págs. 141-190