Puesto a pensar en la primera vez que tuve conciencia de Fidel como algo más que una referencia de mis padres o la escuela, la adivino en aquel discurso de despedida de los asesinados en el crimen de Barbados. Aquel día en la plaza, yo aún niño, lo percibí de una manera distinta por el silencio gigantesco que me rodeaba, los rostros familiares con una expresión que no había visto antes y la voz que me llegaba sin rostro, por mi corta estatura. Esas palabras cuyo contenido no podía aquilatar tanto, como la intuición de que algo tremendo estaba ocurriendo; el clamor al final, de unanimidad cerrada, dura, terrible e irrevocable me acompaña desde entonces.
Con Fidel, como con Martí, corremos el riesgo de reducirlo a frases más que a pensamientos, aislados de las circunstancias en las que reflexionó en voz alta y más aún en las que actuó. Si de ciencia se trata, la relación que Fidel estableció con ella rebasó el lugar común de citarlo en aquella premonitoria frase de hacer del país uno de ciencia y de científicos. Hay pocos ejemplos de praxis dialéctica más acabada, en su riqueza compleja, que la que Fidel practicó en toda su vida revolucionaria.
¿Qué tipo de científico fue Fidel? Difícil de decir, asumiendo como cierto el implícito de la pregunta. Ciertamente es más fácil decir qué tipo de científico no fue. Pero no tengo dudas de que llevaba en la sangre aquello de que la práctica es el criterio de la verdad, y con ello carga de raíz contra todo dogmatismo de reducir el pensamiento a tesis y las tesis a dogmas. Eso es pensamiento científico.
Algunos hoy lo olvidan. Y en ese olvido, el peligro de reproducir con él, ese rito nefasto y supersticioso que practicamos con Martí, de arrimar sus expresiones a nuestra sardina. «Cambiar lo que tiene que ser cambiado» va pareciéndose a «con todos y por el bien de todos», volver las dos máximas un saco donde queremos que quepa lo terrenal y lo divino, siempre que sea de nuestra conveniencia. Lo primero que debemos cambiar es querer hacer de Fidel un recetario de lugares comunes para usarlo, con oportunismo, como lapidación de opiniones contrarias a las nuestras. En una ocasión, en el Palacio de Convenciones, lo oí decir, con esa sonrisa franca con la que decía verdades profundas: «No invoquéis mi nombre en vano». No lo hagamos.
La unidad postriunfo Fidel la construyó desde la minoría dentro de la mayoría. Aquel pueblo de intuiciones no era comunista, y Fidel construyó el consenso inicial para el socialismo en solo dos años. Para ello, no se encerró en tesis preconcebidas como verdades absolutas ni concibió la vanguardia como un sacerdocio excluyente. Nunca oí a Fidel despreciar en la práctica al pueblo. Si su comprensión de la realidad concreta difería de la de las mayorías, escuchaba, y del silencio inteligente de oír, emergía, ya fuera con el criterio consolidado, o ya fuera cambiado, una praxis que comenzaba por convencer a los demás mirando de frente. Fiel a sus ideas, podía ser tozudo, pero de ese tipo que termina siempre convirtiendo los errores propios en nuevos derroteros para superarlos.
En ese escenario, al comienzo de la Revolución, de heterogeneidad tremenda de fuerzas revolucionarias, Fidel se propuso sumar a todos los que no fueran «incorregiblemente contrarrevolucionarios», sin distinción, sin suspicacias, con «una gran paciencia». Un gran frente de pueblo en el que había espacio para todas las personas «honestas» dispuestas a «trabajar para la Revolución», en contraposición con las posiciones «mercenarias». Deberíamos, cada vez que la brújula se nos atasque, leernos con calma ese discurso de Fidel a los intelectuales, entre tantos otros, que pronunció el último día de junio de 1961, a solo dos meses de la victoria de Girón. Es siempre un buen antídoto contra las fiebres pediátricas del izquierdismo, que ve en la supuesta claridad de la autoasumida vanguardia, un privilegio que justifica la agresividad arrogante.
Los consensos en Revolución no están dados, se construyen a diario contra la realidad objetiva y concreta, entendiendo las correlaciones de las hegemonías endógenas y exógenas, políticas, sociales y culturales y en el mismo ejercicio permanente de balancear la intransigencia revolucionaria con el propósito permanente de sumar por la Revolución, ya asumiéndola irrevocablemente socialista. Creo no andar lejos de Fidel, en el convencimiento de que el que crea que no se trata de sumar a toda la heterogeneidad social sin distinción que llamamos pueblo, y que sigue siendo la base de esta Revolución, no tiene confianza en sí mismo como revolucionario. Nuestro centro revolucionario, ese que nada tiene que ver con el centrismo ideológico restaurador sibilino del capitalismo, es el que hace, desde la minoría de la mayoría, la unidad. Lejos de los extremos que de conciencia o de facto atentan contra ella y, por tanto, contra el socialismo que nos hemos dado en construir. El cielo se toma por asalto, de a poco, construyendo, «sin prisa, pero sin pausa».
Hay paralelos que parecen fortuitos y no lo son. Poco antes de dejarnos, Fidel dijo aquello de que nuestro mayor error era creer que sabíamos cómo se construía el socialismo. La frase me recuerda aquella de Marx, también al final, de que él no era marxista, cerrando con ello las puertas a asumirlo como dogma religioso. Sigamos buscando cómo construir al socialismo, por terriblemente hermoso que sea, sin perder ese clamor, de unanimidad cerrada, dura, e irrevocable, que debe acompañarnos siempre, con el Fidel inmenso e irreductible, como brújula.