PINAR DEL RÍO.–El día que por fin le entregaron un pedazo de tierra, estaba tan llena de marabú que ni siquiera tuvo la posibilidad de caminar por ella.
Como no se podía marcar, el funcionario de la agricultura municipal que lo acompañó para mostrarle el lugar, le dijo que comenzara a desmontar, hasta completar 13,42 hectáreas.
«Cuando llegues a esa cantidad, te paras, que esa es tu tierra», le dijo antes de marcharse.
Era la tercera ocasión en que Onay Martínez solicitaba un terreno en usufructo para plantar frutales.
Las dos anteriores se lo habían denegado, con pretextos que no lograron convencerlo. «Lo que pasa es que yo soy ingeniero informático. No tenía experiencia como campesino y por eso nadie creía en mí».
Aun así, siguió insistiendo. «Les dije a los de la agricultura que me avisaran donde hubiera una tierra ociosa, que nosotros iríamos para allá».
Pero la asignación del área no sería el único obstáculo. «Como no teníamos dinero, fuimos al Banco a pedir un crédito de 100 000 pesos, y tampoco nos lo quisieron dar. Nos dijeron que para prestarnos esa cantidad, debían aprobarlo a nivel nacional».
Después de una larga negociación, Onay recuerda que finalmente el director del Banco del municipio accedió a concederle el préstamo, pero fraccionado en cuatro partidas y con una tasa de interés mayor.
«Con la tierra y el dinero en la mano, lo primero que hicimos fue empezar a desmontar el marabú, y conversar con los campesinos que más sabían.
«Después, establecimos contacto por correo electrónico con el Instituto de Investigaciones en Fruticultura Tropical y aceptaron recibirnos, y también nos remitieron a la cooperativa Héroes de Yaguajay, de Alquízar.
«Con la bibliografía y la información que nos facilitaron, nos sentamos en Internet y estudiamos las tendencias de comercialización de mango a nivel internacional.
«En total seleccionamos siete variedades —tres de ellas con potencial para exportar— que nos permitían tener presencia en el mercado desde mayo hasta noviembre, y comenzamos a plantar».
Con una coa y una cavadora, porque tampoco en su tierra había posibilidades de riego, sembraron las primeras cuatro hectáreas, pero los problemas continuarían.
«Solo sobrevivió el 70 % de las plantas debido a la falta de agua», rememora Onay.
Ante este nuevo tropiezo, volvió a Internet en busca de información, y además se acercó a la Asociación Cubana de Técnicos Agrícolas y Forestales (Actaf).
De esa manera conoció de la agricultura de conservación, y sus fórmulas para mitigar los efectos de la sequía y proteger el suelo.
«Resembramos lo que habíamos perdido y continuamos plantando, con un nivel de supervivencia del 95 al 98 %».
Durante algo más de dos años, Onay y su hermano Omar estuvieron atendiendo la finca después de culminar su jornada laboral en la sede de la empresa Copextel, en el municipio pinareño de Los Palacios, hasta que en el 2012 al joven informático devenido agricultor, le llegó la oportunidad de cumplir una misión internacionalista en Venezuela.
Aunque su hermano quedó al frente, su partida generó preocupación en los acreedores y en el sistema de la Agricultura. «¿Qué hace un hombre al que le dieron tierra, en Venezuela?», dice que se cuestionó más de una vez.
Sin embargo, asegura que la experiencia en la nación sudamericana le sirvió para seguir documentándose a través de Internet, sobre cómo mejorar los cultivos, y para poder comprar un tractor e implementos de trabajo, con los ahorros de los dos años y medio de misión.
Al cabo de ese tiempo, recuerda que le tocaría tomar una difícil decisión. «La hierba se nos iba delante, el tiempo no alcanzaba y tuve que dejar mi puesto en Copextel para dedicarme por completo al trabajo en el campo».
Antes lo había hecho Omar, quien se desempeñaba como económico en esa misma entidad.
Desde entonces a la fecha, los dos hermanos han logrado establecer una próspera finca que ya abarca 22 hectáreas, con 31 especies de frutales, entre las que sobresalen 2 000 plantas de mango, 800 de guanábana, 350 de guayaba, 300 de chirimoya y 200 de aguacate.
En el 2016, de ella salieron 82 toneladas de mango con destino a los mercados, la industria y el turismo. Además, 2,7 toneladas de carne aportadas por los carneros que crían con el propósito de controlar la hierba entre los campos de frutales.
No obstante, Onay y su hermano aseguran que este es apenas el principio. A medida que las plantaciones, que todavía son muy jóvenes, se sigan desarrollando, las entregas se multiplicarán.
Para este ingeniero pinareño de 41 años, su próxima meta es lograr que sus producciones puedan exportarse.
Bajo la asesoría del movimiento de la agricultura urbana, suburbana y familiar, ha venido preparando la finca con ese objetivo, realizando las podas a baja altura, utilizando abonos orgánicos y construyendo las naves para la maduración y la clasificación de las frutas.
«Esa es nuestra mayor aspiración. El país lo necesita, y sería un reconocimiento a la calidad de lo que producimos», dice Onay, quien ya le ha vendido mango, aguacate y ciruela china al turismo, y prevé incorporar pronto otros renglones como la guanábana y el limón.
A ocho años de que decidiera apostar por el trabajo en el campo, ya nadie duda de su voluntad y de su perseverancia. «Pero no ha sido fácil —advierte— aquí todo se ha sembrado con una coa y una cavadora. Nunca hemos tenido agua para el riego, ni electricidad».
Por eso, en un cartel a la entrada de la finca, se sigue leyendo Tierra brava, el nombre con que decidió bautizarla aquel día que llegó allí por primera vez, y sus sueños de futuro agricultor se toparon con un monte tupido de marabú.