Por un amplio horizonte, que abarca kilómetros y kilómetros, andan. El paisaje no es nada agradable: malezas, caminos, guardarrayas, agua, fango, vericuetos... hasta que llegas al marabú y ves a hombres y mujeres que se zafan de imposibles.
En el monte todo tiene su ritmo y maña, solo que los protagonistas de esta historia son especialistas en hacer carbón de marabú, una planta abundante en los campos de Cuba y de gran aceptación entre muchos en la Empresa Agroindustrial Ceballos, implacable cuando del exterminio de esta espinosa se trata.
El horno es como un rompecabezas
De gran aceptación; así, con todas las palabras. Y es que un hombre puede ganar más de 8 000.00 pesos al mes. La empresa, por su parte, ha percibido desde el 2005 casi 65 millones de pesos por concepto de exportación, líder en el país en ese renglón.
ENTRE AYER Y HOY
Los carboneros siempre se ven envueltos en la rutina de ir o vivir en el monte; cortar los palos, traerlos al área donde hacen los hornos, pararlos, taparlos con hierba y tierra —o con paja de maíz, como hacen los de la comunidad de San Antonio, en el municipio de Bolivia—, darles candela y velarlos durante días.
Los de hoy —pensaba yo mientras observaba a varios de ellos—, aunque en medio del monte no anden de etiqueta, son de una nueva época: celular en el bolsillo, botas de goma, hacha en mano —o motosierras algunos—, hogares nada pobres y un salario de varios miles de pesos, en dependencia de la cantidad de carbón que hagan.
Raúl Martínez y Yuniel Llorente le meten miedo al monte
Los de ayer eran piedras que rodaban. Allá por el lejano 1955, cuando todavía no había llegado el enero más luminoso de la Patria, Onelio Jorge Cardoso en la revista Carteleslos dibujó con un pincel de palabras: “La vida en sí del carbonero, hundido en los esteros y la pobreza, no se puede medir si no se comparte con todos sus rigores el tiempo que lleva un hombre en hacer su horno, terminarlo y cobrarlo (...) todos los ranchos están cobijados por pencas de palma cana.”
“Se gana solo para vivir, ras con ras con la comida”, le decía Antonio Marcos, de 76 años, al Cuentero Mayor, sentado en una tosca banqueta de cuatro patas. “Hay que pagar pie de monte, pie de arrastre, descargue y camión, total que se le escapan a unos 60.00 pesos en 100 sacos.”
Y continuaba su relato: “Nosotros hemos dejado arder un horno de 500 sacas, abierta la boca al costado, y desde el estero, metidos hasta el cuello, miramos perderse lo que había costado 30 días en cortar, traer y apilonar. Allí, enterrados en el lodo los pies, con el agua a ras de mandíbula y el corasí por encima que se podía cortar con un cuchillo, veíamos arder lo que nos costaba un ojo del alma.”
VIVIR DEL MARABÚ
Pablo Parra Gómez, aparenta más edad que la que realmente tiene. Dice que el monte es el culpable. Asegura haber pasado un doctorado en cuestiones de marabú y carbón, un binomio perfecto para su bolsillo. “Jamás he ganado tanto dinero como ahora”, sentencia, aunque, según él, los pulmones no le acompañan “por el mismo humo del horno y por l
a fuma obligada en las noches de insomnio”, pero todavía ama el monte y es capaz de pasarse tres días sin dormir con los ojos fijos en un horno de 180 sacos. “Jamás he perdido uno”, afirma.
Las mujeres trabajan en los centros de beneficio
“A ese que ustedes ven ahí llevo nueve días velándolo, para que no se vuele o se le abra un boquete por donde puede esfumarse el esfuerzo”, comenta al periodista y a José López Triana, jefe de brigada.
Explica Pablo que son muchos los carboneros en la zona y el marabú cada vez hay que irlo a buscar más lejos, en carretas tiradas por bueyes, y traerlo a la explanada donde levantan el horno con paciencia de orfebre: clavar la madrina o guía en la tierra y a su alrededor ir poniendo “palitos”, hasta cubrirlo de madera, y luego de hierba, paja de maíz o “cualquier cosa que taponee”, y se le echa la tierra encima para después prenderle candela, echándole por la cúspide del cono unas brasas, o un pedazo de saco encendido con petróleo para que comience a arder. Es ahí cuando comienza el vela vela.
Y aparece en escena el joven de 28 años —13 de ellos dedicado al oficio— Nerkis Porra Batista. “Aquí hemos hecho hornos grandes de verdad, hasta de 1 200 sacos. Una vez hicimos uno que le llamamos caballo muerto —totalmente horizontal— que aquello fue un escándalo, pero hubo que tirarle tremenda cantidad de palos, porque el tamaño lo medimos por las carretas que traigamos.”
Los carboneros de ahora no hablan de las cuerdas de leña, como lo hacían los de antes, hasta esa denominación se ha ido perdiendo, porque los más viejos, como Pablo, saben que cada cuerda tiene un volumen de poco más de 3,5 metros cúbicos. “En la carreta caben tres o cuatro cuerdas”, explica.
Mientras avanzamos por una guardarraya custodiada por la espinosa, el viejo tractor MTZ ruge por dentro del pantano. La carreta se resiste a acompañarlo.
Viene tras él, a regañadientes, como un animal encabritado, con las ruedas atascadas, casi sin dar vueltas, pero viene. Vamos a San Andrés, donde el Conejo —Raúl Martínez Cáceres— debe estar tumbando el monte.
En el lugar aparecen tres hornos, todos pertenecientes a él y a Yuniel Llorente Guerra, su compañero de faena. No hay que acercarse mucho para oír y ver.
El hacha vuela sobre las cabezas de ambos y se estrella en los troncos. Le han dado filo varias veces desde la llegada a las 5:00 de la mañana.
“Las hachas de hoy no son muy buenas, mas esta bellota canta en el aire”, afirma el Conejo, sobrenombre que le llegó por lo ágil
en eso de trabajar dentro del monte. “Hoy estoy aquí y mañana allá. El marabú se aleja y se acerca. Hay áreas que picamos hace seis o siete años y ya están infestadas de nuevo. Eso nos conviene.”
Cada rama tiene su lugar
“Antes trabajaba con otras empresas, incluso, de Camagüey, desde que lo hago para la de Cítricos, no quiero otra. En un mes y cinco días he llegado a ganar más de 8 000.00 pesos. ¡Imagínese!
Y el Conejo deja correr muchos recuerdos, porque el padre y el abuelo también fueron carboneros y le hacían las historias: “Antes, el carbonero vivía de milagro. Eso me decía él. Se iban al monte sin zapatos, con la ropa ripiá, y todo por unos kilos.”
Y así, como si fuera un cuento, el Conejo termina la historia. Contento, pero no satisfecho, porque la tradición de familia solo llegó hasta él y, al parecer, quedará trunca. “No quiero que mi hijo sea carbonero. Es un oficio muy difícil. El monte no perdona, y el marabú, menos.”
DE LA MANIGUA A LA CULTA EUROPA
La leñosa planta puede formar bosques densos, casi impenetrables para los animales y el ser humano. Se calcula que en Cuba existen infestadas más de 1,5 millones de hectáreas y que de acuerdo con las toneladas de carbón producidas (más de 198 000 en 11 años), solo la Empresa Agroindustrial Ceballos ha contribuido a liberar más de 9 000 hectáreas de esa planta, aunque, claro está, el área no es compacta, pues cortan el marabú donde las plantaciones tengan mejores condiciones.
Alejandro Hernández Díaz, director de la Unidad Empresarial de Base Acopio y Beneficio del Carbón, precisó que más de 600 personas se dedican a esa faena en cinco provincias: Granma, Las Tunas, Camagüey, Ciego de Ávila y Sancti Spíritus.
El producto, de acuerdo con precisiones de Jorge Sánchez González, director de exportaciones de la entidad, llega a Italia, Grecia, Turquía y Portugal, con gran aceptación por parte de los clientes.
Así lo corroboró a Invasor, Erdal Demiralay, empresario turco, quien manifestó que entre todos los tipos de carbón prefiere el de marabú, y, específicamente, el de la Agroindustrial Ceballos.
“Hoy recibimos de Ceballos ocho contenedores cada mes, y en un futuro cercano pensamos elevar la cifra a 20, pues el producto tiene gran calidad y la empresa es muy responsable en el cumplimiento de los contratos.
Cuando el horno se vuela hay que tapar el boquete con tierra
“Ahora queremos el denominado canelino (el que se hace de las ramas de las plantaciones de marabú). Lo usamos, fundamentalmente, en la elaboración de alimentos y en los narguiles (especie de dispositivo que se emplea para fumar), tradición muy antigua en mi país.”
Casi al anochecer, el regreso. Las mismas malezas, caminos, guardarrayas, agua, fango, vericuetos... hasta que el marabú se va convirtiendo en una mancha verde en el horizonte... y en carbón.