I. UN SOCIALISMO PLAUSIBLE QUE REALMENTE FUNCIONARÍA
Los marxistas se miran los proyectos con escepticismo. Siempre lo han hecho. Todos recordamos la polémica de Marx contra Proudhon en el Manifiesto Comunista allí donde critica que
“la acción histórica esté sometida a la acción de inventiva personal, las condiciones de liberación creadas por la historia, a unas fantasiosas, la espontánea y progresiva organización clasista del proletariado, a una organización especialmente imaginada por unos inventores” (Marx y Engels, 1986: 64),
Y recordamos otras numerosas ocasiones en las que los padres del socialismo “científico” criticaban a los “utópicos”. En general, esta aversión de Marx a establecer proyectos ha sido saludable, alimentada, al menos en parte, por un respeto a la concreta especificidad de la situación revolucionaria y a los agentes comprometidos en la actividad revolucionaria; la tarea de los intelectuales marxistas no es decir a los agentes de la revolución cómo deben construir su economía post-revolucionaria.
Pero la dialéctica histórica es algo muy curioso: las virtudes a veces se convierten en vicios, y viceversa. En el actual momento histórico, la escéptica aversión a los proyectos está fuera de lugar. Esta es mi aseveración. En la coyuntura histórica actual, necesitamos un “proyecto” –un modelo teórico de socialismo viable y deseable–. No es ningún secreto que el viejo argumento de que el socialismo no puede funcionar, ha recibido un fuerte impulso con los recientes acontecimientos –aún en curso– de la Europa del Este y de la Unión Soviética. Ciertamente, el alcance y la profundidad de los sentimientos antisocialistas y procapitalistas, entre aquellos que han vivido o aún viven bajo el “socialismo real”, son inevitablemente preocupantes, incluso para aquellos de nosotros que durante mucho tiempo hemos sido críticos con ese tipo de socialismo. Parece suficientemente claro que la izquierda necesita algo más que eslóganes sobre planificación democrática y/o control del trabajador, si tenemos que competir con algún grado de efectividad contra la ahora creciente hegemonía de la ideología capitalista.
La dialéctica histórica es algo muy curioso. Precisamente ahora que la hegemonía capitalista parece más segura, y la izquierda parece más necesitada de una visión alternativa, los materiales para construir y defender esta visión están al alcance.
Durante las dos últimas décadas ha habido un resurgimiento de la búsqueda teórica y empírica de arreglos económicos alternativos –esquemas alternativos de organización de los puestos de trabajo, mecanismos alternativos de planificación, sistemas alternativos de integración de la planificación y el mercado– y mucho de ello, aunque no todo, ha venido de la competencia intensificada entre naciones capitalistas.
Mi tesis es que la izquierda ahora está en condiciones, como nunca lo habíamos estado, de argumentar con confianza moral y científica, que existe una forma deseable de socialismo que funcionará. Este cuaderno avanza en esta dirección.
Antes de empezar, quisiera destacar que no creo que el proyecto de construir y defender modelos de socialismo viable y deseable sea el único proyecto meritorio para los agentes o intelectuales socialistas en estos momentos; ni tampoco creo que tener un modelo viable solucione el problema de “qué hay que hacer”. En absoluto. El “problema de la transición” aún es enorme. Al mismo tiempo, creo que es importante que tengamos alguna idea sobre qué es lo que esperamos ser en la transición –aun reconociendo al mismo tiempo que las exigencias de la lucha concreta exigirán indudablemente diversas modificaciones de cualquier proyecto que se proponga–. Ciertamente, el “proyecto” a establecer aquí no debería entenderse como una norma fija, óptima en cada situación del mundo real. Más bien se entiende básicamente como un arma intelectual contra los apologetas del capitalismo, que siempre proclaman que no importa que las cosas vayan mal con el capitalismo, puesto que no hay alternativas viables.
ESTABLECIENDO EL MARCO
En 1920, Ludwig von Mises disparó el tiro de salida en lo que había de ser una escaramuza académica durante diversas décadas. El Socialismo, declaró von Mises, es imposible: sin propiedad privada de los medios de producción, no puede haber un mercado competitivo para los bienes de producción; sin un mercado para los bienes de producción, es imposible determinar sus valores; sin estos valores, la racionalidad económica es imposible.
“Por ello, en un estado socialista, donde la búsqueda del cálculo económico es imposible, no puede haber –en nuestro sentido del término– ningún tipo de economía. En asuntos triviales y secundarios, la conducta racional aún puede ser posible, pero en general no se podría hablar nunca más de producción racional” (Mises, 1935: 92).
Las crisis actuales de las economías soviética y de Europa del Etse podrían parecer la definitiva justificación de von Mises. Realmente está de moda hoy en día leer el colapso del comunismo europeo en este sentido. Pero vayamos con un poco más de cuidado.
Se ha admitido sobradamente que el argumento de von Mises es lógicamente defectuoso. Incluso sin un mercado de bienes de producción, sus valores pueden determinarse. En respuesta a von Mises, un número de economistas señalaron que ya el discípulo de Pareto, Enrico Barone, había demostrado, trece años antes, la posibilidad teórica de un socialismo de “mercado simulado” (1).
Está claro que el modelo de “mercado simulado” de Barone y otros es muy distinto al modelo soviético de “economía dirigida”, que no permite un mercado libre ni en la producción ni en el consumo de bienes, ni tan solo intenta imitar la conducta del mercado. ¿No ha acabado teniendo razón von Mises, como mínimo por lo que respecta a esta forma de socialismo?
Creo que deberíamos ser justos, aquí. Incluso las economías dirigidas, que han fracasado recientemente, han tenido algunos éxitos sustanciales. En la mitad de los años setenta, la Unión Soviética se había erigido en segundo poder económico mundial. En el espacio de una generación, China ha conseguido sacar su población, actualmente ya de mil millones de personas, de la larga lista de países aún azotados por el hambre. Desde sus inicios, en el año 1959, el socialismo cubano dió a sus ciudadanos un nivel de bienestar económico trágicamente excepcional en Latinoamérica, si no es en las clases altas. Y por lo que respecta a la Europa del Este, deberíamos escuchar al poeta y ensayista alemán occidental Hans-Magnus Enzenberger (1989: 114, 116), reflejando, en 1985, su reciente visita a Hungría:
Casi nadie recordaba que antes de la Segunda Guerra Mundial había habido millones de proletarios agrarios en Hungría viviendo por debajo del nivel de subsistencia, sin tierra ni derechos. Muchos de ellos emigraron para encontrar salvación; centenares de miles acabaron como mendigos… Después de amargos conflictos y peleas sin fin, el régimen de Kadar cerró definitivamente el vacío entre campo y ciudad y ha hecho posible una especialización agrícola que consigue grandes excedentes. El silencio de los pueblos esconde el hecho de que aquí, tras las vallas adormecidas, donde sólo un perro a veces rompe la paz del mediodía, el socialismo húngaro ha puesto fin a la miseria y a la servidumbre, y ha conseguido sus éxitos más revolucionarios.
Reconocer que un socialismo de mercado simulado es teóricamente posible y que las economías dirigidas tienen algunos logros significativos, no significa abogar por cualquiera de estas formas de socialismo; pero este reconocimiento debería obligar a pensarlo un poco más antes de suscribir la proposición simplista de que el socialismo es imposible. Las crisis económicas no salvan los argumentos lógicamente defectuosos, ni tampoco niegan los éxitos históricos. El socialismo puede “funcionar”. La cuestión importante es, ¿hasta qué punto puede funcionar bien? Específicamente, ¿puede el socialismo funcionar mejor que el capitalismo?
Yo afirmo que la respuesta a esta última pregunta es “depende”. Depende del tipo de socialismo. Y afirmo, además, que hay como mínimo una forma de socialismo que, si se aplicara, sería superior al capitalismo en casi todos los aspectos: sería más eficiente, más racional en su crecimiento, más igualitario, más democrático. Es esta forma de socialismo la que yo quisiera explicar en las páginas siguientes.
TRES CASOS
El modelo a establecer aquí no surge totalmente de la teoría política o económica, ni es una estructura económica estilizada de algún país o región particular. Es una síntesis de la teoría y la práctica –quisiera pensar que una “síntesis dialéctica”–. Para ser más específico, lo que yo llamaré “Democracia Económica” es un modelo cuya forma ha sido dada por los debates teóricos sobre organizaciones económicas alternativas que han proliferado en los últimos veinte años, a partir de la evidencia empírica de modos de organización del trabajo, y del recuerdo histórico de diversos “experimentos” a gran escala hechos después de la Segunda Guerra Mundial. De estos experimentos pueden sacarse lecciones negativas, básicamente del fracaso de la planificación central en la Unión Soviética y en la Europa del Este, pero también hay lecciones positivas, derivadas especialmente de tres casos principales.
Empecemos por un “fracaso” socialista: Yugoslavia
A principios de los años cincuenta, un pequeño país de la Europa del Este con “dos alfabetos, tres religiones, cuatro lenguas, cinco naciones, seis estados federales llamados repúblicas, siete vecinos y ocho bancos nacionales” (Horvat, 1976: 3) se embarcó en una notable aventura. En 1948 Stalin había acusado a Yugoslavia de antisovietismo. En 1949, todo el comercio entre Yugoslavia y los demás países comunistas se había interrumpido, y se había impuesto un boicot económico. Presionada por los acontecimientos, Yugoslavia empezó una construcción altamente original: una economía socialista descentralizada que presentaba una autogestión de los trabajadores en las fábricas. Milovan Djilas (1969: 220-221) explica la decisión:
Poco después del comienzo de la discusión con Stalin, en 1949, por lo que recuerdo, empecé a releer El Capital de Marx, esta vez con mucha más atención, para ver si podía encontrar la respuesta al acertijo de por qué, en términos simples, el estalinismo era malo y Yugoslavia era buena. Descubrí muchas ideas nuevas y, lo más interesante de todo, ideas sobre una sociedad futura en la que los productores inmediatos, a través de la libre asociación, tomarían ellos mismos las decisiones sobre la producción y la distribución, decidirían efectivamente sobre sus propias vidas y su propio futuro. Se me ocurrió que los comunistas yugoslavos podíamos empezar a crear la libre asociación de productores de Marx. Las fábricas tendrían que dejarse en sus manos, con la única condición de que deberían pagar un impuesto por las necesidades militares o de otro tipo.
Kardelj y Djilas presionaron a Tito, quien inicialmente no lo veía claro.
La parte más importante de nuestro caso fue que esto sería el principio de la democracia, algo que el socialismo aún no había conseguido; además, el mundo y el movimiento internacional obrero podrían verlo como una salida radical del estalinismo. Tito se paseaba arriba y abajo, completamente inmerso en sus pensamientos. De repente se paró y exclamó: “Que las fábricas pertenezcan a los trabajadores es algo que nunca se ha conseguido aún!” (Djilas, 1969: 222-223).
El sistema así iniciado (impuesto desde arriba, hay que recordar, y sin el aval de ninguna teoría económica) sufrió diversas modificaciones durante las décadas siguientes; pero la estructura básica de la autogestión de los trabajadores persistió y se combinó con una creciente dependencia del mercado. Durante un tiempo, los resultados fueron impresionantes. Entre 1953 y 1960 Yugoslavia registró el nivel más alto de crecimiento de todos los países del mundo. De 1960 a 1980 Yugoslavia, de entre los países de renta pequeña y media, se encontraba en tercera posición en crecimiento por cápita (Cf. Horvat (1976: 12) y Sen (1984: 490).
Estas estadísticas reflejan una transformación real en la calidad de vida de millones de personas. En 1950 Yugoslavia era, tal como había sido desde su creación en 1918, un país pobre y subdesarrollado, con tres cuartas partes de población rural y agrícola. En 1975, el campesinado rural constituía sólo el treinta por ciento de la población, y Yugoslavia había alcanzado un nivel de vida, en Eslovenia, equivalente al de Austria, y, en todo el país en conjunto, a dos terceras partes del de Italia. Incluso Harold Lydall, uno de los principales críticos del experimento yugoslavo, admite que
resulta claro que Yugoslavia, bajo su sistema de ‘autogestión socialista’, ha conseguido un alto nivel de crecimiento económico, tanto en producción como en consumo. El nivel de vida medio ha cambiado totalmente en los últimos treinta y cinco años” (Lydall, 1984: 183).
Y aunque el péndulo iba y venía entre liberalización y represión, Yugoslavia era sin duda el país más libre de todos los estados comunistas, más libre incluso que muchos países no comunistas de renta baja o media. Citar tan solo un indicador: desde 1967 los yugoslavos han gozado de libertad casi completa de viajar fuera de sus fronteras, una libertad muy usada. Durante los años ochenta la economía yugoslava se hundió.
El producto social real… ha caído un 6 por ciento de 1979 a 1985 y aún más desde entonces… La productividad laboral en el sector social cayó durante el mismo período en un 20%, y los ingresos personales de los trabajadores del sector social un 25%. El nivel de los servicios de educación, salud y vivienda también han caído… A pesar de una gran cantidad de gente empleada, tanto en la industria como en el gobierno, … hay más de un millón de personas registradas sin empleo, cuatro quintas partes de las cuales son jóvenes” (Lydall, 1989: 4-5).
Además, los antagonismos étnicos, durante mucho tiempo dormidos, han revivido con intensidad. Al escribir estas líneas, el país parece desmembrado.
¿Qué ha ocurrido? ¿Por qué la economía yugoslava ha fracasado? ¿Qué lecciones hay que sacar de ello?
— ¿Debemos concluir, con el profesor Lydall de Oxford, que el experimento yugoslavo era defectuoso desde el principio?
— ¿O con Jaroslav Vanek, de Cornell, (1990: 182), hemos de concluir que cualquier país que intente el camino yugoslavo procurando evitar sus defectos de diseño, ahora bastante evidentes, “tiene la mejor oportunidad de salir de la crisis universal de finales del siglo veinte”? (2).
Dejemos de lado estas preguntas, por ahora, y vayamos del “fracaso” socialista a…
El “éxito” capitalista: Japón
En 1945, el General Douglas MacArthur observaba el Japón devastado, e instituyó cinco reformas básicas: el sufragio femenino, el derecho de los trabajadores a organizarse, la educación liberal, la abolición del gobierno autocrático, y la democratización de la economía. Los elementos de esta última reforma incluían una rotura de los zaibatsu (grandes conglomerados capitalistas), la imposición de un rígido impuesto sobre el patrimonio, y una gran reforma agraria. El objetivo era crear un país capitalista competitivo, que podría ser relativamente pobre, pero que fuera democrático e igualitario.
Sin embargo, con la victoria de los comunistas chinos en 1948 y el estallido de la guerra de Corea en 1950, este objetivo cambió dramáticamente. De acuerdo con Michio Morishima (1982: 161-162),
Abandonando el objetivo político inicial de construir un país democrático basado en un sistema de libre empresa, cuya actividad sería moderada y pacífica, hubo un giro hacia medidas tendentes a reconstruir el Japón como país poderoso, dotado de la fuerza militar y económica necesaria para convertirlo en base avanzada del campo “libre” (anticomunista). Como consecuencia de este cambio de política, el capitalismo japonés renació como el ave fénix, bajo una forma casi idéntica a la que tenía antes de la guerra.
Con frecuencia se olvida que el “milagro” japonés no empezó después de la Segunda Guerra Mundial. Siguiendo a la Revolución Meiji (1867-68), el Japón se preparó a consciencia para construir una economía industrial moderna. En 1905, la victoria del Japón en la guerra ruso-japonesa sorprendió a la conciencia occidental: por primera vez desde el comienzo del imperialismo occidental, unos no blancos habían triunfado sobre unos blancos. La economía japonesa avanzaba. Hacia el final de la Primera Guerra Mundial, el Japón se había convertido en uno de los cinco grandes poderes mundiales y, aunque muy afectada por la Gran Depresión, la economía japonesa, alimentada por los gastos militares, se recuperó más deprisa que las economías occidentales. (En 1937, la expresión “el milagro japonés” se utilizaba para describir el aumento del 81.5% en la producción industrial desde 1931-34 (Johnson, 1982: 6). Es esta economía la que, en palabras de Morishima, “renació como el ave fénix” en los años cincuenta, con una estructura casi idéntica a la que tenía antes de la guerra.
Las características estructurales de la economía japonesa contrastan muchísimo con el capitalismo occidental, y aún más con el ideal teórico del laissez-faire. Sus características principales incluyen
1) intervención estatal a gran escala, particularmente en las decisiones sobre inversión,
2) una economía dual, una mitad dominada por un grupo de conglomerados competidores (keiretsu, sucesores de los zaibatsu de antes de la guerra), y la otra mitad consistente en miles de empresas más pequeñas, con frecuencia vinculadas jerárquicamente entre ellas, o con un keiretsu vía acuerdos de subcontratación,
3) relaciones laborales (en el sector de los keiretsu caracterizadas por garantías de ocupación vitalicia, salarios vinculados fuertemente a la antigüedad, bonificaciones sustanciales ligadas a los beneficios de la empresa, y una considerable participación del trabajador en la toma de decisiones.
Ni decir tiene que, en términos materiales, la economía japonesa ha triunfado enormemente. Entre 1946 y 1976, la economía del Japón aumentó cincuenta y cinco veces. Un país de las dimensiones de California, falto de recursos naturales significativos, representa ahora el 10% de la producción económica mundial. (Los Estados Unidos representan el 20%).
Se ha tenido que pagar un precio por estos éxitos: muy poca movilidad de clase o de empleo, un sistema que da al joven sólo una oportunidad de entrar en las filas de una buena empresa, un sistema educativo que obliga a los adolescentes japoneses a estudiar de 13 a 15 horas diarias. El resultado ha sido una fuerza de trabajo altamente productiva y disciplinada; pero, dice Morishima (1982: 183), “no debemos olvidar la otra consecuencia, que ha sido la destrucción de su personalidad”. Parece que habría lecciones a aprender, aquí. Pero ¿qué lecciones?
Consideremos un tercer caso: Mondragón
Este es –en mi opinion– un éxito inequívoco (lo digo sin miedo). Más o menos al mismo tiempo en que la nación yugoslava empezaba su singular reestructuración y la economía japonesa se aceleraba bajo el estímulo de la guerra de Corea, otro experimento, de alcance mucho más modesto, se realizaba en una pequeña y subdesarrollada ciudad del País Vasco, en España. En 1943 se abrió una escuela para niños de clase obrera en Mondragón, a instancias de José María Arizmendi, un cura local que había escapado milagrosamente de la ejecución por parte de las fuerzas franquistas durante la Guerra Civil. El “cura rojo”, como le llamaban en los círculos conservadores, era un hombre con gran visión (3). Creyendo que Dios da a casi todos una capacidad intelectual igual, pero que queda bloqueada por las condiciones de poder desigual, y viendo con consternación que ningún chico de clase obrera de Mondragón había ido nunca a la universidad, el Padre Arizmendi estructuró su escuela con el fin de fomentar la educación técnica pero también la educación “social y espiritual”. Once alumnos de su primera clase (de 20) continuaron los estudios y acabaron siendo ingenieros profesionales. En 1956, cinco de ellos y dieciocho trabajadores más montaron, a instancias del sacerdote, una fábrica cooperativa para hacer pequeñas cocinas y hornos. En 1958 se hizo una segunda cooperativa, para hacer herramientas diversas. En 1959, nuevamente movidos por el Padre Arizmendi, se creó un banco cooperativa.
El movimiento despegó. Treinta y cuatro cooperativas industriales se añadieron al grupo durante los años sesenta. La expansión aún fue más rápida durante los años setenta. Hacia finales de los años ochenta, el Grupo Mondragón comprendía cerca de 20.000 trabajadores en más de 180 cooperativas. Además de las cooperativas industriales productoras de cocinas, hornos, neveras, lavadoras automáticas, herramientas, equipamento eléctrico, productos petroquímicos, y mucho más, hay cooperativas agrícolas, cooperativas de construcción, cooperativas educativas, una cooperativa del consumidor, una cooperativa de mujeres, una cooperativa de seguridad social, y una cooperativa de investigación y desarrollo. El banco cooperativa se ha extendido en casi cien sucursales por todo el País Vasco, y ahora es el 14º mayor banco en España (4).
En todos sentidos, el experimento ha tenido un éxito sorprendente. Se ha visto que la productividad de las empresas de Mondragón ha superado la de empresas capitalistas comparables (Thomas y Logan, 1982). El nivel de fracaso de las nuevas cooperativas de Mondragón es casi cero. El éxito del grupo, a la hora de hacer frente a tiempos económicamente difíciles, ha sido excepcional. (El País Vasco fue duramente castigado por la recesión de finales de los setenta y principios de los ochenta; entre 1975 y 1983 la economía vasca perdió el veinte por ciento de sus puestos de trabajo; durante el mismo período, el grupo Mondragón –aunque sufrió algunos ajustes dramáticos– prácticamente no registró paro (Bradley y Gelb, 1987: 87)–.
La característica estructural más destacable de una empresa de Mondragón es su naturaleza democrática. Sus trabajadores se reúnen como mínimo una vez al año en una Asamblea General. Eligen, mediante el sistema de una persona un voto, un Consejo Supervisor que nombra a la dirección de la empresa; también eligen un Consejo Social que tiene jurisdicción sobre los asuntos que afectan directamente al bienestar de los trabajadores, y un Consejo de Control que escuche, recoja y verifique la información para la Asamblea General. La innovación estructural más notable del Grupo Mondragón es la creación de una red de instituciones de apoyo, sobretodo la Caja Laboral Popular, el “banco de los trabajadores”, que interactúa con las empresas productivas de distintos modos: aporta capital para la expansión, aporta asesoramiento técnico y financiero, ayuda en los cambios de una empresa a otra, ayuda en la creación de nuevas empresas. La Caja también mira por los intereses a largo plazo de la región, planifica el desarrollo, y trabaja para armonizar los posibles conflictos de intereses.
II. DEMOCRACIA ECONÓMICA
El modelo socialista que esbozaré a continuación tiene características en común con el socialismo yugoslavo, con el capitalismo japonés y con el cooperativismo de Mondragón, pero no es una versión estilizada de ninguno de ellos. Nuestro modelo difiere de cada uno de estos experimentos en diversos aspectos cruciales; pero estos experimentos, sus éxitos y sus fracasos, constituyen una prueba empírica altamente relevante para las reivindicaciones que haré en favor de este modelo.
Este modelo se llamará Democracia Económica (5). “Democracia Económica”, tal como lo usaré aquí (término capitalizado para indicar el modelo específico) significa algo más que el control general de una economía por parte de la ciudadanía. También significa algo distinto a la característica común de los sistemas yugoslavo y de Mondragón, en los cuales los trabajadores de una determinada empresa controlan democráticamente su funcionamiento. A esta característica, que será un elemento de la Democracia Económica, la llamaré “autogestión de los trabajadores”. Así, la Democracia Económica es una forma de socialismo caracterizada (entre otras cosas) por la autogestión de los trabajadores.
Como el socialismo yugoslavo (en teoría, aunque menos en la práctica), la Democracia Económica es un socialismo de mercado autogestionado por los trabajadores. A diferencia de la variante yugoslava (de antes de 1989), la Democracia Económica presupone democracia política. Dejaré abiertos los detalles políticos, pero entenderé por democracia política un gobierno constitucional que garantiza las libertades civiles a todos; entenderé un gobierno representativo, con órganos escogidos democráticamente a nivel local, regional y nacional (6).
La estructura económica del modelo que propongo tiene tres características básicas:
1. Cada empresa productiva está dirigida democráticamente por sus trabajadores;
2. La economía del día a día es una economía de mercado: las materias primas y los bienes de consumo se compran y se venden a precios determinados por las fuerzas de la oferta y la demanda;
3. La nueva inversión se controla socialmente: el fondo de inversión se genera mediante los impuestos y se distribuye según el plan democrático de acuerdo con el mercado.
Intentaré desarrollar cada uno de estos elementos.
1. Cada empresa productiva está dirigida por sus trabajadores
Los trabajadores son responsables del funcionamiento de las instalaciones: la organización del lugar de trabajo, la disciplina de la fábrica, las técnicas de producción, qué y cuánto producir, cómo distribuir los beneficios netos (7). Las decisiones sobre estos puntos se toman democráticamente, una persona un voto. En una empresa de dimensiones considerables será necesaria, indudablemente, alguna delegación de autoridad. Se puede dar poderes a un consejo de los trabajadores o a un director general (o a ambos) para tomar determinados tipos de decisiones (8). Pero estas personas son elegidas por los trabajadores. No son designadas por el Estado, ni por la comunidad en general.
A pesar de que los trabajadores dirigen la empresa, no tienen la propiedad de los medios de producción. Éstos son de propiedad colectiva de toda la sociedad. La propiedad societaria se manifiesta en la insistencia (apoyada por la ley) de que el valor del capital social de una empresa debe mantenerse intacto.
Hay que establecer un Fondo de Amortización con este objetivo. El dinero de este fondo se podrá emplear en cualquier reposición de capital o mejoras que la empresa considere oportunas, pero no se podrá usar para aumentar los ingresos de los trabajadores. Si una empresa se encuentra con dificultades económicas, los trabajadores son libres de reorganizar las instalaciones, o de marchar y buscar trabajo en otra parte. No son libres, sin embargo, de vender su parte de capital social sin sustituirla por un fondo de igual valor, no sin autorización explícita de la autoridad pertinente de la comunidad (el banco al cual está afiliada; hablaremos de ello en seguida). Si una empresa es incapaz de generar incluso el ingreso mínimo por capita, tiene que declararse en quiebra. El capital mueble será vendido para pagar a los acreedores. Cualquier sobrante se devuelve al Fondo de Inversión, mientras que el capital fijo revertirá en la comunidad –ambos procesos mediante el banco afiliado–. Los trabajadores deberán buscar trabajo en otro sitio.
2. La Democracia Económica es una economía de mercado, como mínimo por lo que respecta a la asignación de los bienes de consumo y los bienes de capital existentes.
La alternativa a la asignación de mercado es la planificación centralizada, y esta planificación centralizada (tal como la teoría predice y la historia confirma) conduce a una concentración autoritaria de poder y, al mismo tiempo, es ineficaz.
Hace una década, el argumento de que la planificación centralizada es fundamentalmente deficiente era muy polémico entre los socialistas. Hoy en día ya no lo es tanto. La mayoría de los socialistas (aunque no todos) admiten que sin un mecanismo de precio regulado por la oferta y la demanda es muy difícil para un productor o un planificador saber qué y cuánto y qué variedad hay que producir; es muy difícil saber qué medios son los más eficaces. También se reconoce ampliamente que sin un mercado es difícil conjugar suficientemente los intereses personales y los intereses societarios, para no gravar excesivamente las motivaciones altruistas. El mercado resuelve estos problemas (hasta cierto punto, considerable pero incompleto) de una manera no autoritaria y no burocrática. Y eso no es poco.
La economía socialista que proponemos es una economía de mercado. Las empresas compran materias primas y maquinaria a otras empresas, y venden sus productos a otras empresas o a los consumidores. Los precios normalmente no están regulados, excepto por la oferta y la demanda. En algunos casos, sin embargo, pueden funcionar controles selectivos de precios o subsidios de precios (los primeros en industrias que muestran concentraciones monopolísticas, los segundos en la agricultura, para contrarrestar la incertidumbre provocada por las variaciones climatológicas, y quizás para preservar un modo de vida que de otra manera desaparecería). Nuestra sociedad socialista no tiene ningún imperioso compromiso de laissez-faire. Como el liberalismo moderno, tiene intención de permitir la intervención del gobierno cuando el mercado no funcione bien. Nuestra sociedad socialista no mira el mercado como un bien absoluto, paradigma de la libre interacción humana. Prefiere concebir el mercado como un instrumento útil para conseguir determinados objetivos sociales, que tiene grandes ventajas, pero también defectos inherentes. La gracia está en utilizar este instrumento apropiadamente.
Desde el momento en que las empresas, en la economía que proponemos, compran y venden en el mercado, luchan para obtener un “beneficio”. Aquí, sin embargo, el “beneficio” no tiene el mismo sentido que en el capitalismo. Las empresas se esfuerzan para maximizar la diferencia entre el total de ventas y el total de costos no laborales. En la Democracia Económica, el trabajo no es otro “factor de producción” técnicamente comparable a la tierra o al capital. El trabajo no es en absoluto una mercancía, porque cuando un trabajador entra en una empresa, se convierte en un miembro con voto, y tiene derecho a una determinada participación en los beneficios.
Esta participación (porcentaje en los beneficios, no una cifra absoluta) no tiene por qué ser la misma para todos los miembros. Los propios trabajadores deben decidir cómo distribuir los beneficios. Pueden optar por la igualdad, pero también pueden decidirse por remunerar más las tareas más difíciles; pueden considerar interesante ofrecer bonificaciones especiales por técnicas o habilidades escasas, para así atraer y mantener los talentos que necesitan. Estas decisiones se toman democráticamente.
3. El control social de la inversión
La tercera característica fundamental de la Democracia Económica es una característica que, paradójicamente, es más evidente en el Japón capitalista y en el Mondragón cooperativista que en la Yugoslavia socialista: el control social de la inversión (9). Es una característica crucial.
La autogestión de los trabajadores intenta romper el carácter de mercancía de la fuerza del trabajo y su consiguiente alienación. El mercado es un contrapeso de la excesiva centralización y la burocracia. El control social de la nueva inversión, pensado para aliviar la “anarquía” de la producción capitalista, es el contrapunto al mercado.
Bajo el capitalismo, el mercado tiene dos funciones distintas: asigna los bienes y recursos existentes y determina el curso y nivel de desarrollo futuro. En nuestro modelo estas dos funciones están separadas. No existe “mercado del dinero” donde acuden al mismo tiempo los ahorradores privados y los inversores privados, cuya interacción determina un tipo de interés.
En nuestro modelo, los fondos de inversión están generados y distribuidos mediante procesos mediatizados democráticamente. Se generan no ofreciendo el aliciente del interés a los ahorradores, sino gravando los bienes de capital. Este impuesto tiene dos objetivos importantes. Fomenta el uso eficiente de los bienes de capital (desde el momento en que las empresas deben pagar un impuesto sobre el valor de sus bienes de capital, desearán economizar en su uso), y conforma los fondos para nuevas inversiones. Este “impuesto patrimonial” es el sustituto del interés en una economía capitalista, que también ejerce esta doble función. De hecho, ya que la fiscalización es la fuente del fondo de inversión, no hay ninguna razón para pagar a los particulares un interés por sus ahorros ni, por ello mismo, tampoco es necesario cargar intereses en los préstamos personales. La antigua prohibición de la “usura” vuelve bajo la Democracia Económica (10).
Los fondos de inversión se generan mediante impuestos. ¿Cómo deben distribuirse? Aunque la sociedad es democrática, no sería factible intentar un voto popular en cada proyecto de inversión. No sólo el propio número de proyectos hace absurdo dicho procedimiento, sino que negaría un gran beneficio a la inversión socializada: la adopción consciente de un conjunto coherente y razonablemente coordinado de prioridades de inversión.
Pero, en concreto, ¿cómo se debería formular y aplicar un plan de inversión? Es importante darse cuenta de que hay un abanico de opciones. No es probable que una opción sea siempre la óptima para todos los países.
— En un extremo habría un conjunto de instituciones basadas en el modelo japonés: una burocracia de élite diseña un plan, y entonces lo aplica rigurosamente, no a la fuerza, sino usando sus amplios poderes en el acceso a las finanzas para frenar algunas empresas y atraer otras a desarrollarse en las direcciones deseadas. (Cf. Johnson (1982: 315-319) para una visión de las instituciones que harían posible, en su opinión, que una economía se aproximara a la planificación japonesa).
— En el otro extremo habría un “plan” que imitara el resultado del libre mercado, evitando al intermediario capitalista; una especie de “laissez-faire socialista”. En este caso, el fondo de inversión se reparte proporcionalmente entre una red de bancos nacionales, regionales y locales, los cuales ahora lo reparten concediendo subvenciones, exactamente con los mismos criterios que un banco capitalista. El Parlamento fija el impuesto sobre utilización de bienes (tipo de interés), ajustándolo anualmente para así alinear la oferta del fondo de inversión con la demanda. Este interés se carga a los mismos bancos. A éstos se les permite cargar un tipo más alto en las subvenciones que conceden, y así, al intentar maximizar su propio beneficio, corren un riesgo contra el beneficio proyectado del mismo modo en que lo hace un banco capitalista. Bajo este laissez-faire socialista no hay planificación de la composición cualitativa de la inversión, no se intenta incentivar ni desincentivar ninguna línea de producción en particular, ni ningún control consciente sobre la cantidad de inversión.
En la mayoría de los casos, el mecanismo óptimo anida probablemente entre estos dos extremos.
Consideremos ahora otro mecanismo que se encuentra más o menos a medio camino entre ambos.
Será más democrático y descentralizado que el modelo japonés; dará a la sociedad un control sobre la inversión más positivo que el que da el “laissez-faire” socialista.
Hay que tener en cuenta que la planificación que yo propongo no es para toda la economía; la planificación sólo es para la nueva inversión que se emprenda, es decir, la inversión no financiada por las reservas de amortización. Aunque interviene dinero sustancial, sólo constituye una fracción de la actividad económica total de la nación. (La formación bruta de capital en los Estados Unidos, 1960-84, fue de una media de 17,9% anual, del cual una cuarta parte fue de vivienda residencial (Lipsey y Kravis, 1987: 25, 42). No hay que temer que la asignación social de la nueva inversión de negocios constituya una parte enorme del PNB, aunque, ciertamente, es una parte estratégicamente central del mismo.
También hay que notar que las empresas particulares que ya funcionan no quedan afectadas por este plan, a no ser que deseen hacer cambios en sus operaciones que no puedan ser financiados por su Fondo de Amortización (11).
Un impuesto no progresivo sobre los bienes de capital de cada empresa en la economía habrá generado una oferta de fondos para la inversión. El control social de estos fondos, apropiadamente democratizado y descentralizado, se conseguirá mediante planes y bancos interconectados.
Comencemos por los planes
Debemos distinguir tres tipos de inversiones que la sociedad puede hacer:
1. Las que emprenden espontáneamente las cooperativas con ánimo de lucro.
2. Las inversiones pensadas como generadoras de beneficios pero que, dadas las externalidades positivas de consumo o de producción, tienen más valor para la sociedad de lo que su rentabilidad indica.
3. Las inversiones de capital referidas a la provisión de bienes y servicios gratuitos, es decir, infraestructura, posibles escuelas, hospitales, tránsito urbano, instalaciones de investigación y similares.
Las categorías 2 y 3 son las que la planificación debe fomentar (12). Respecto a estas dos categorías surgen dos cuestiones: decidir qué proyectos hay que fomentar, y asignar los fondos para los mismos. Estas decisiones las tendrían que tomar democráticamente los parlamentos elegidos a los niveles adecuados. Deberían abrirse consultas sobre las inversiones (tal como se hace con los presupuestos); habría que recoger la opinión de los expertos y de la población. El Parlamento debería decidir entonces la cantidad y la naturaleza del gasto de capital en bienes (públicos) gratuitos, y qué áreas del sector cooperativo quiere fomentar. Los fondos para gasto público deberían transferirse al organismo gubernamental adecuado; los fondos para el sector cooperativo reservados como “subvenciones incentivadoras” deberían especificarse en cuanto a cantidad y condiciones (un tipo impositivo menor que el tipo general, quizás sólo para un cierto período).
Las asignaciones del fondo de inversión deberían seguir el proceso siguiente: primero, el Parlamento decide, de acuerdo con los procedimientos democráticos descritos anteriormente, el gasto público en proyectos de alcance nacional; por ejemplo, una mejora del transporte ferroviario. Los fondos para este proyecto son asignados al organismo gubernamental pertinente, por ejemplo el Departamento de Transportes. El resto del fondo de inversión se distribuye entre las regiones (estados, provincias) con un criterio per capita. Es decir, si la Región A tiene X% de la población de un país, recibe X% del fondo de inversión (13). El Parlamento nacional también puede decidir que se debería fomentar algunos tipos de proyectos y, por tanto, especificar la cantidad de recursos a aportar y el tipo impositivo a aplicarles (14).
Los Parlamentos regionales toman, entonces, decisiones similares: sobre el gasto público, y sobre los proyectos a fomentar. Los fondos para aquél se transfieren a las autoridades regionales pertinentes; el resto se asigna, per capita, a las comunidades locales, quienes entonces adoptan sus decisiones sobre el gasto público y sus propias subvenciones incentivadoras.
Bancos interconectados
Una vez se han fijado las prioridades a nivel nacional, regional y local, las comunidades asignan sus fondos a sus bancos. Yo propongo que estos bancos se estructuren a la manera de la Caja Laboral Popular de Mondragón. Cada compañía de un sector determinado se afilia a un banco de su elección, que mantiene sus reservas de amortización y los ingresos por ventas, y le da el capital para ir trabajando y, quizás, otros servicios técnicos y financieros. Normalmente la empresa busca capital para inversión en este banco, aunque es libre de solicitarlo en otro sitio. Cada banco es dirigido como una “cooperativa de segundo grado” –es el término que se utiliza en Mondragón para designar una cooperativa cuyo consejo rector incluye representación de otros sectores aparte de los trabajadores de las cooperativas–. El consejo rector de un banco de la comunidad debe incluir a representantes del organismo de planificación de la comunidad, representantes de la fuerza de trabajo del banco y representantes de las empresas que tienen negocios con el banco (15). Cada banco recibe de la comunidad una parte de los fondos de inversión asignados a la comunidad; una parte determinada por: a) el tamaño y el número de empresas afiliadas al banco, b) el éxito previo del banco a la hora de conceder subvenciones rentables (incluidas las subvenciones incentivadoras de tipo bajo) y c) su éxito a la hora de crear nuevos puestos de trabajo (16). Los ingresos del banco, que se distribuyen entre sus trabajadores, provienen de la recaudación de los impuestos generales (ya que son funcionarios), de acuerdo con la fórmula que vincula los ingresos al éxito del banco al conceder subvenciones rentables y crear empleo.
Si una comunidad no es capaz de encontrar suficientes oportunidades de inversión para absorber los fondos que le han sido asignados, el remanente debe ser devuelto al centro, para que sea reasignado a los lugares donde hay más demanda de fondos de inversión (17). De este modo, las comunidades tienen un incentivo para buscar nuevas oportunidades de inversión, para mantener en ese territorio los fondos asignados. También los bancos tienen un incentivo similar, por lo cual es razonable esperar que las comunidades y sus bancos estableceran Divisiones de Iniciativas, órganos que busquen nuevas oportunidades de negocios, y que aporten asesoramiento técnico y financiero a las empresas existentes que busquen nuevas oportunidades y a aquellas personas interesadas en montar nuevas cooperativas, ayudándolas con estudios de mercado, solicitudes de subvenciones y similares. Estos organismos podrían incluso contratar directivos y trabajadores para nuevas empresas. (La Caja Laboral Popular de Mondragón tiene una división de este tipo –otra de sus innovaciones acertadas–. Véase Whyte y Whyte (1988: 71-75) y Morrison (1991: 111-134) para más detalles).
Veamos ahora el contexto básico para el control social de la inversión
Repasemos brevemente: tenemos los ingresos por impuestos de los bienes de capital, recaudados por el gobierno central, repartidos por toda la sociedad a una red de bancos locales, quienes distribuyen estos fondos (algunos destinados a fomentar determinados tipos de proyectos) a las empresas afiliadas y a empresas de nueva creación, para optimizar la ocupación y la rentabilidad de sus afiliados. Así tenemos una red de Mondragones (o mini-keiretsu, si se prefiere) que reciben los fondos para la nueva inversión del Fondo de Inversión público. El banco que hay en el centro de cada uno de ellos puede conceder subvenciones según su criterio, cargando el tipo normal del impuesto sobre utilización de bienes, en la mayoría, pero permitiendo un tipo inferior en los proyectos a fomentar. Estas subvenciones, una vez recibidas, no se retornan, pero se añaden al capital de la firma, y por consiguiente a su base impositiva (18). Asociadas con la mayoría de bancos, existen las Divisiones de Iniciativas, que intentan fomentar la expansión de las empresas y la creación de nuevas empresas. (La Democracia Económica aporta, y necesita, claro está, “hombres de iniciativa socialistas”, individuos o colectivos con ganas de innovar, de arriesgarse, con la esperanza de aportar nuevos bienes o nuevos servicios, o viejos pero en nuevas formas. Los críticos no se equivocan al insistir en que esta gente es importante en el bienestar de una sociedad, pero que no se les fomenta suficientemente en las economías socialistas existentes).
III. EFICACIA
He explicado con cierto detalle lo que entiendo que es una forma de socialismo económicamente viable y altamente deseable. Es importante, especialmente ahora, que los socialistas seamos capaces de ver y articular esta estructura. Debemos ser claros, con nosostros mismos y con los demás, en el hecho de que el problema no es elegir entre planificación y mercado, sino integrar ambas instituciones en un contexto democrático.
También debemos ser claros en el hecho de que la democracia no es sólo un valor político, sino que es un valor con profundas implicaciones económicas.
La Democracia Económica no es sólo más democrática que el capitalismo democrático, sino que también es más eficaz.
Vamos a centrar lo que resta de cuaderno en esta última idea, porque es la supuesta ineficiencia del socialismo lo que atrae tanta crítica hoy en día. Las limitaciones de espacio hacen imposible una demostración completa, pero permitidme, como mínimo, apuntar la idea básica y citar alguna de las pruebas de peso. (Para un tratamiento más completo de este tema, y un análisis de un conjunto de cuestiones respecto a este modelo, véase Schweickart (de próxima aparición).
De entre las diversas formas de ineficacia económica, se puede diferenciar las ineficacias de asignación, las ineficacias keynesianas y las ineficacias que llamaremos X.
— Las “ineficacias de asignación” son disminuciones del bienestar global derivadas de aquellas imperfecciones del mercado que hacen que los precios se desvíen de lo que deberían ser bajo una competencia perfecta ideal. Estas son las ineficacias que resultan familiares a quienes han estudiado nociones básicas de economía; esencialmente las causadas por los monopolios y las “externalidades”. Para aislar estos tipos de ineficacias, a efectos de estudio, normalmente se parte de la base de que: 1) la tecnología de la economía está fijada, 2) hay pleno empleo de recursos humanos y materiales en la sociedad en general, y 3) que cada empresa puede transformar rápidamente sus entradas (inputs) en resultados (output) de acuerdo con sus objetivos, es decir, que no se pierde nada dentro de la empresa.
— Las “ineficacias keynesianas” hacen referencia a aquellas desviaciones de la optimalidad que tienen lugar cuando los recursos materiales y humanos no se usan totalmente, es decir, cuando la anterior circunstancia (2) no se consigue.
— Las “ineficacias X” son las ineficacias respecto a la anterior circunstancia (3), es decir, las que tiene lugar dentro de la empresa, a causa de la estructura interna de la empresa. (El término “ineficacias X” lo dió Harvey Leibenstein (1966) en un artículo muy citado. Sus ideas han sido desarrolladas en Leibenstein (1976) y Leibenstein (1987).
Los órdenes de magnitud relativos de estas tres formas de eficacia son importantes. Vanek se refiere a ellos como “pulgas, conejos y elefantes” (Vanek, 1989: 93).
Ineficacia de asignación (la pulga)
El estudio de Leibenstein sobre las pruebas empíricas encuentra que las ineficacias de asignación son del orden de una décima parte del uno por ciento del PNB, mientras que las ineficacias X dentro de las empresas con frecuencia exceden el 50%. A pesar de aceptar problemas metodológicos en las comparaciones, Leibenstein nota que las ineficacias de asignación tienen que ser más bien pequeñas, ya que –dados los puntos de partida– los precios que exceden de lo “correcto” en unas áreas serán contrarrestados por los precios que, en otras áreas, estén por debajo (19). Si a todas estas consideraciones añadimos la evidente gravedad del paro que contínuamente azota las economías capitalistas, entonces la metáfora de Vanek no parece mal encontrada (20).
Como era de esperar, nuestro modelo coge algunos de los valores de la eficacia del capitalismo. La Democracia Económica también es una economía de mercado. Igual que su equivalente capitalista con ánimo de lucro, una empresa autogestionada está motivada por descubrir y satisfacer las preferencias del consumidor y por utilizar eficientemente las materias primas y la tecnología. Sin embargo, el atento lector podría quedar perplejo. El “Beneficio”, bajo la Democracia Económica, no es el mismo que el beneficio bajo el capitalismo. El trabajo cuenta como coste en este último, pero no en aquélla. ¿No podría, esta diferencia, tener consecuencias a nivel de la eficacia en el conjunto de la economía?
El impacto de esta diferencia en la eficacia de la asignación de recursos ha sido, en estos últimos años, el foco de la atención teórica en los modelos de autogestión de los trabajadores (21). Pero si Vanek y Leibenstein y Horvat tienen razón (como creo yo) respecto a las magnitudes relativas, entonces este debate es en gran parte sólo ruido y no lleva a gran cosa (22). Pasaremos de largo, aquí. Sean cuales sean las ineficacias de asignación (si las hay), su impacto final en la economía será probablemente pequeño.
Ineficacia keynesiana (el conejo)
El tema de la eficacia keynesiana es más importante, pero aquí puede darse el caso de que la Democracia Económica, dado que su mecanismo de inversión aporta incentivos específicos para la creación de empleo, tenga menos problemas con el paro que el capitalismo. Esta conclusión viene reforzada por la consideración, ya apuntada por Marx, y después estudiosamente ignorada por la teoría neoclásica, de que el paro es fundamental en un capitalismo “saludable”, porque sirve para disciplinar la clase trabajadora. Esta disciplina no hace falta en la Democracia Económica (estoy haciendo un breve resumen de un tema importante).
IV. EFICACIA X
Dejadme decir más cosas sobre la eficacia X, porque es probable que se trate del componente de la eficacia más decisivo para las economías del mundo real. (El fracaso en este nivel es probablemente el elemento más significativo en la actual crisis económica soviética). El modelo económico que estamos estudiando lleva la democracia a la empresa. He argumentado que una empresa dirigida democráticamente en un contexto de mercado tiene los mismos incentivos que una empresa capitalista, es decir, satisfacer a sus clientes y utilizar eficientemente su tecnología y sus recursos.
“Pero”, sin duda preguntará alguien, “¿una empresa autogestionada, lo hará tan bien como una capitalista? ¿Los trabajadores son suficientemente competentes para tomar complicadas decisiones técnicas y financieras? ¿Son suficientemente competentes incluso para escoger a representantes que designen a directivos eficientes?” (23). No puedo negar que se trata de preguntas razonables, pero tampoco puedo resistirme a subrayar que es muy curioso que estas preguntas surjan tan deprisa (como siempre pasa, según mi experiencia) en una sociedad tan orgullosa de su compromiso democrático. Consideramos a la gente normal suficientemente competente para elegir alcaldes, gobernadores y presidentes. La creemos suficientemente capaz para elegir a representantes que decidirán sobre sus impuestos, que harán leyes que, si son infringidas, la llevarán a prisión, que incluso la pueden enviar a matar y morir. ¿Es realmente necesario que nos preguntemos si la gente normal es suficientemente competente para elegir a sus jefes?.
Pero nos la tenemos que hacer, esta pregunta. La retórica no puede servir de argumento en un tema tan crucial. Después de todo, los trabajadores, en las sociedades capitalistas democráticas, no eligen a sus jefes. ¿Por qué no? Quizás los trabajadores están tan poco cualificados, que si lo hiciesen causarían un caos económico. O si no un caos, como mínimo una gran caída en la eficacia.
La gente normal, ¿es suficientemente competente para elegir a sus jefes y para participar en la dirección de sus empresas? Nos lo tenemos que preguntar. Lo que es sorprendente es que podemos responderlo –y tan claramente como no osaríamos esperar– dados la complejidad y el significado del tema. Es difícil imaginar una pregunta ético-económica más importante, que pueda responderse de manera tan decisiva. La prueba empírica es clara, y a un nivel inusual en ciencias sociales.
Vayamos con cuidado aquí, porque hay mucho en juego. No es necesario, para nuestros propósitos, intentar aislar los efectos de la ineficacia X de los otros elementos de la autogestión de los trabajadores: elección democrática de la dirección, participación en beneficios, opciones de participación, etc. Lo que necesitamos mostrar es que estos elementos, todos a la vez, es improbable que provoquen la ineficacia dentro de la empresa.
Diversos teóricos han planteado cuestiones sobre la ineficacia X de la democracia en la empresa, señalando aspectos como el recelo de los directivos a trabajar a fondo desde el momento en que han de repartir beneficios con los trabajadores, el recelo de los directivos escogidos a disciplinar suficientemente los trabajadores, y la pérdida de tiempo y esfuerzo asociada a la toma de decisiones democrática. (El ataque teórico más comprensivo a modelos como el nuestro es de Jensen y Meckling (1979).
Los teóricos han planteado estas cuestiones, pero la prueba empírica es abrumadora en su contra. Es muy evidente que la participación de los trabajadores, tanto en la dirección como en el reparto de beneficios, tiende a incrementar la productividad, y que las compañías gestionadas por los trabajadores son con frecuencia más productivas que las capitalistas.
Por lo que respecta a los efectos de eficacia de una mayor participación de los trabajadores, existe el estudio del Departamento de Salud, Educación y Bienestar de los Estados Unidos, de 1973, que concluye: “En ninguno de los casos de los que tenemos constancia, el esfuerzo por aumentar la participación del trabajador ha producido un descenso, a largo plazo, de la productividad” (United Staters Department of Health, Education and Welfare, 1973: 112). Nueve años más tarde, al analizar su recopilación de estudios empíricos, Jones y Svejnar (1982: 11) informan que “parece ser que existe un consistente apoyo a la postura que dice que la participación de los trabajadores en la dirección causa una más alta productividad. Este resultado viene avalado por una diversidad de aproximaciones metodológicas, usando diversos datos y durante períodos de tiempo diferentes”. En 1990, Alan Blinder, economista de Princeton, publicó un conjunto de investigaciones que aumentan los datos, y llega a la misma conclusión. Levine y Tyson (1990: 203-204), por ejemplo, resumen sus análisis de unos cuarenta y tres estudios distintos con estas palabras:
Nuestra valoración global de la literatura empírica de la economía, de las relaciones industriales, de la conducta organizativa y de otras ciencias sociales, es que la participación normalmente conduce a unas pequeñas mejoras a corto término en la realización, y a veces conduce a mejoras significativas y duraderas… Casi nunca hay un efecto negativo (24).
Llegan, además, a otra conclusión (Levine y Tyson, 1990: 205-214). La participación tiende más a incrementar la productividad cuando viene combinada con 1) la participación en beneficios, 2) el empleo garantizado a largo plazo, 3) unos diferenciales salariales relativamente pequeños y 4) unos derechos laborales garantizados (como el despido sólo por causa justa). Observemos que las empresas, en la Democracia Económica, tenderán a cumplir estas condiciones.
Por lo que respecta a la viabilidad de la democracia completa en el puesto de trabajo, tengamos en cuenta que los trabajadores de las cooperativas de madera contraplacada al Noroeste del Pacífico han estado eligiendo a sus directivos desde los años cuarenta. Los trabajadores de Mondragón desde los años sesenta. Constatemos que, hacia 1981, había más de 20.000 cooperativas productoras en Italia, que constituían uno de los sectores más vibrantes de la economía (Anteriormente ya hemos dado las referencias de Mondragón y Yugoslavia. Sobre las cooperativas de madera contraplacada, véase Berman (1982). Sobre las cooperativas italianas, véase Estrin, Jones y Svejnar (1987). Ni que decir tiene que no todas las experiencias de autogestión han tenido éxito; pero no conozco ningún estudio empírico que ni tan solo pretenda demostrar que los directivos elegidos por los trabajadores sean menos competentes que los directivos capitalistas. La mayoría de comparaciones sugieren precisamente lo contrario. La mayoría encuentran las empresas autogestionadas por los trabajadores más productivas que las capitalistas de similares características. Ya hemos citado el caso de Mondragón. Aquí tenemos el de las cooperativas de madera contraplacada, según Berman (1982: 80):
La base principal del éxito cooperativo, y de la supervivencia de plantas no rentables capitalísticamente, ha sido una superior productividad del trabajo. Los estudios que comparan la producción por metro cuadrado han demostrado repetidamente un mayor volumen físico de producción por hora, y otros …muestran una calidad superior del producto y también un ahorro en el uso de material.
Existe, además, el ejemplo reciente de la Weirton Steel, la empresa propiedad de los trabajadores más grande de los Estados Unidos. En 1982, después de un año mediocre y a la vista de las perspectivas nada halagüeñas, la National Steel ofreció vender su planta de Weirton (West Virginia) a sus 7.000 trabajadores. El acuerdo se firmó en 1984. La Weirton tuvo dieciocho trimestres rentables seguidos, en un momento en que gran parte de la industria del acero sufría pérdidas exorbitantes (dos de los competidores de la Weirton se declararon en quiebra). “La Weirton es la historia de éxito dentro de las empresas del acero” dijo el analista John Tumazos, de Oppenheimer and Company (Greenhouse, 1985: 4F). “Desde el punto de vista de la producción y del coste, la Weirton es mejor que sus competidores” (Serrin, 1986: 1).
¿El ejemplo negativo de Yugoslavia? Ni tan solo Harold Lydall, quizás el crítico pro-capitalista más severo con el sistema económico yugoslavo, sostiene que el problema sea la incompetencia del trabajador para elegir a los directivos. Como hemos visto, Lydallreconoce que durante la mayor parte del período de 1950 a 1979, Yugoslavia no sólo sobrevivió sino que prosperó. Las cosas han cambiado, para peor, durante los años ochenta. ¿Cómo explica Lydall esta repentina caída?
Es evidente que la causa principal del fracaso fue la falta de voluntad del Partido Yugoslavo y del gobierno para llevar a cabo una política de restricción macroscópica –especialmente restricción en la emisión de moneda– en combinación con la política microeconómica diseñada para ampliar oportunidades e incentivos para las empresas y para un trabajo eficaz. Lo que hacía falta era más libertad para la toma de decisión independiente por parte de las empresas genuinamente autogestionadas dentro de un mercado libre, combinada con fuertes controles en la emisión de moneda nacional (25).
El problema en Yugoslavia no parece ser un exceso de democracia en el puesto de trabajo. En opinión de un periódico de Belgrado, tal como Lydall resume (1989: 96), “La explicación más convincente de la actual crisis social es la reducción de los derechos de autogestión de los trabajadores”.
Si lo pensamos un poco, no es tan sorprendente que las empresas autogestionadas por los trabajadores sean eficaces en el sentido X. Desde el momento en que los sueldos de los trabajadores van ligados directamente a la salud financiera de la compañía, todos tienen interés en elegir buenos directivos. Desde el momento en que una mala dirección no es difícil de detectar por parte de quienes están cerca (observando muy de cerca la naturaleza de la dirección y sintiendo sus efectos rápidamente), no es probable que la incompetencia se tolere mucho tiempo. Además, a cada individuo le interesa constatar que los demás trabajadores trabajan eficazmente (y no parecer un vago él mismo), de manera que no es necesaria tanta supervisión.
Estas son las conclusiones de Henry Levin (1984: 28), basadas en sus siete años de estudio de campo:
Hay incentivos, tanto personales como colectivos, en las cooperativas, que probablemente comportan una mayor productividad. Las consecuencias específicas de estos incentivos son que los trabajadores de las cooperativas tienden a trabajar más y de una manera más flexible que en empresas capitalistas; tendrán un menor nivel de movimiento y de absentismo; y tendrán más cuidado de la planta y de la maquinaria. Además, las cooperativas productoras funcionan con relativamente pocos trabajadores no cualificados y directivos medios, no tienen muchos obstáculos en la producción y tienen mejores programas de formación que las empresas capitalistas.
No es mi intención sugerir aquí que la democracia en la empresa es una cura milagrosa para los males económicos. Las ganancias en la eficacia no son siempre notables. No todas las cooperativas salen adelante. El fracaso es con frecuencia dramático, como lo es en las empresas capitalistas, y no sólo para los propietarios. Pero me parece que hay una abrumadora evidencia en el sentido de que las empresas autogestionadas por los trabajadores son, como mínimo, igual de eficaces, internamente, que las empresas capitalistas. De hecho, la evidencia mencionada establece más que esta mínima conclusión. Yo no veo cómo, después de estudiar toda la literatura al respecto, se puede poner en duda, honestamente, que es muy probable que las empresas autogestionadas por los trabajadores sean más eficaces al nivel X que sus equivalentes capitalistas.
V. UNA BREVE CONCLUSION
He dibujado el marco y he aportado algunos detalles de la tesis que dice que la Democracia Económica es una forma eficaz de socialismo; más eficaz, de hecho, que el capitalismo. Pero la eficacia no es ni mucho menos la única virtud de la Democracia Económica. Un análisis detallado y justo demostrará que la Democracia Económica está menos infectada de la manía del crecimiento que el capitalismo, y que, por tanto, está más preparada para un mundo que tiene que aceptar unos límites ecológicos; que es más estable que el capitalismo, más democrática, más igualitaria. Creo que también se puede demostrar, aunque no lo intentaré ahora, que la Democracia Económica sintoniza mucho mejor con los valores auténticos e inherentes del socialismo marxista que ninguna de las alternativas existentes o propuestas. Además, si continuamos a la expectativa (como aconseja Marx) de instituciones de la nueva sociedad que se vayan formando poco a poco dentro de la vieja sociedad, creo que podemos percibir como tales las instituciones de la Democracia Económica. Si el socialismo tiene que ser el futuro de la humanidad (de ningún modo un resultado inevitable), la Democracia Económica es un futuro que podemos proyectar realísticamente, y un honorable objetivo de lucha.
NOTAS
1. En Hayeck (1935: 245-90) aparece una traducción del artículo de Barone. El ataque de principio a von Mises lo hicieron Fred Taylor y Oscar Lange, cuyos importantes ensayos sobre el tema fueron recogidos por Lippincott (1938).
2. Para un análisis conciso de las desviaciones del sistema yugoslavo respecto a las condiciones necesarias para la optimalidad, véase Vanek (1990: 180-182).
3. Se dice con frecuencia que la visión de Arizmendi se deriva de la Doctrina Social Católica en oposición al Marxismo, pero esta interpretación ha sido cuestionada por estudios recientes. Algunos pensadores católicos de izquierda fueron muy importantes para Arizmendi (Maritain y Mounier), pero también lo fue Marx. También lo fue un ejemplo realizado anteriormente en Mondragón. En 1920, a resultas de una larga huelga, los trabajadores juntaron sus recursos (completados por fondos sindicales) y establecieron su propia fábrica (de producción de armas de fuego) que sobrevivió hasta la Guerra Civil. Cf. Whyte y Whyte (1988: 19-20 y cap. 18).
4. En 1987, el Grupo Cooperativo Mondragón consistía en 94 cooperativas industriales, 26 agrícolas, 44 educativas, 17 de vivienda, 7 de servicios y una de consumidores. (Datos de Caja Laboral Popular, citadas por Meek y Woodworth (1990: 518).
5. En un trabajo anterior (Schweickart, 1980), denominé al modelo básico “control de los trabajadores”. He decidido usar ahora un término distinto, en parte para subrayar la naturaleza democrática del modelo, y en parte por haberme dado cuenta de que este modelo encarna tres roles distintos que todo el mundo asume: el trabajador, claro está, pero también el consumidor y el ciudadano.
6. Aquí estoy glosando uno de los diversos temas importantes que recibirán menos atención de la que se merecen. Ciertamente, Marx tiene razón al decir que la estructura política, la educativa, la cultural y otras estructuras sociales no pueden divorciarse de la economía de una sociedad. Por lo tanto, una economía muy diferente del capitalismo debería tener una política y una cultura también diferentes. El modelo que yo propondré no es tan distinto como para sugerir unas estructuras políticas (o educativas o culturales) completamente diferentes a las que tenemos ahora, pero un modelo desarrollado de sociedad socialista democrática incorporaría reformas derivadas de los valores democráticos e igualitarios que son inherentes al hecho de la Democracia Económica. Para un intento impresionante y reciente de delimitación del perfil de una sociedad socialista con una estructura económica similar a la que yo propondré, véase Gould (1988).
7. La comunidad, la región o incluso el estado, podría decidir imponer ciertas restricciones a la distribución de los ingresos. Se podría insistir en que el diferencial retributivo entre el sueldo más alto y el más bajo, en una empresa, no excediera de una ratio determinada (en Mondragón la ratio fue durante muchos años de 3:1, pero recientemente se ha aumentado a 6:1 para mantener su mejor gente ante la tentación de las empresas capitalistas). Probablemente se podría insistir en que ningún sueldo fuera inferior a un determinado mínimo. Sería aconsejable tener una estructura salarial oficial que reflejara igual retribución para capacidades comparables, con bonificaciones suplementarias basadas en la rentabilidad de la empresa. (Esto sería similar a la práctica de Mondragón de pagar salarios a niveles comparables a los capitalistas del mismo área, y entonces añadir una participación de los beneficios de la empresa a la “cuenta de capital” de cada uno. Esto sería también similar a la práctica japonesa de pagar a los trabajadores de la empresa unas bonificaciones semestrales considerables basadas en el éxito de la empresa).
8. El sistema de elección indirecta de Mondragón, probablemente es óptimo para la mayoría de empresas: un consejo de trabajadores, elegido por ellos, nombra a la dirección. Lo que se debe optimizar es el equilibrio entre rendir cuentas y autoridad. Los directivos necesitan la autonomía suficiente para dirigir la empresa con eficacia, pero no tanta como para que exploten la fuerza de trabajo para sus propios intereses (Ambos factores son importantísimos. Los socialistas democráticos no deberían menospreciar las estructuras y las actitudes que permiten potenciar las capacidades directivas. El temor, justificable, de un elitismo tecnocrático no debe impedir preveer las frustraciones e ineficacias reales que provocan unas restricciones excesivas de las facultades directivas).
9. Véase Horvat (1976: 218 ss) para una explicación de las diversas políticas de inversión intentadas en Yugoslavia a lo largo de los años. En la primera fase de su transición a una economía de mercado completa, el gobierno yugoslavo controlaba las inversiones, pero esta política se abandonó debido a un clima de oposición general a toda forma de intervencionismo del gobierno. A principios de los años setenta, se podía decir que “en muchos aspectos importantes … Yugoslavia recuerda, más que ningún otro país de la Europa occidental, el tipo de economía de mercado liberal concebida por Adam Smith” (Granick, 1975: 25). En contraste con esto, la mayoría de la inversión en el Japón está mediatizada por los organismos gubernamentales (principalmente el Ministerio de Finanzas y el MITI), mientras que la inversión en Mondragón viene supervisada y planificada con mucho cuidado por la Caja Laboral Popular. En ambos casos se priorizan objetivos que no son la maximización de beneficios.
10. “La forma de hacer riqueza más odiada, y con mucha razón, es la usura, que obtiene una ganancia del mismo dinero y no de su objeto natural. Porque el dinero se concebió para usarse en el intercambio, pero no para incrementarse a interés”. (Aristóteles, La Política, 1258 b 2-5). La Democracia Económica puede estar de acuerdo con esto. Podría haber instituciones para guardar con seguridad los ahorros de las personas –con un cargo por el servicio, quizás, e indexado al nivel de la inflación– y para conceder préstamos personales (nuevamente con un cargo por el servicio y con pago indexado); pero con el ahorro separado de la inversión no hay necesidad de interés. Sin embargo, hay que tener en cuenta que permitir el pago de intereses moderados a particulares en la Democracia Económica probablemente no sería una fuente de desigualdad (la objeción ética esencial). Aunque son posibles otros acuerdos teóricamente más satisfactorios, los préstamos en los sectores de consumo y vivienda podrían concederse desde Cooperativas de Ahorro y Préstamos reguladas, que pagarían un interés moderado por los ahorros privados, que serían prestados a un interés ligeramente superior.
11. En este modelo, las reservas de amortización vienen marcadas por la ley, pero son controladas por las empresas. Pueden emplearse en cualquier mejora de capital que la empresa desee, y cuando es así se las considera inversiones ya “en marcha”. Este gasto se distingue de la “nueva” inversión, que viene financiada por los bancos –y que, por tanto, está sujeta a las condiciones que se hayan negociado–. Esta distinción entre “nueva” inversión e inversión “en marcha” es una especie de forma arbitraria de dar a las empresas un cierto control autónomo sobre su política de inversión, pero no el suficiente como para dar lugar a la inestabilidad macroscópica.
12. No discutiré aquí las medidas negativas, porque no son particularmente problemáticas o desconocidas. Si el estado (o la región o comunidad) desea prohibir o desincentivar la producción o el uso de unos productos específicos, si quiere establecer standards que regulen el uso de determinadas tecnologías, se presentarán las medidas legales pertinentes en los correspondientes órganos legislativos, se harán las consultas públicas que sean necesarias, y se votarán. Si el órgano legislativo no entra en el asunto, se puede hacer un referendum. Parece claro que una sociedad socialista democrática debe aprovechar las ventajas de los mecanismos políticos que tiene a su alcance, modificándolos y complementándolos para hacer el procedimiento político más sensible a la necesidad popular.
13. Aquí estoy proponiendo una distribución igualitaria. Una alternativa menos igualitaria sería retornar a cada región la parte del fondo de inversión (menos las deducciones del estado) recaudada en aquella región. Esta alternativa tendiría a aumentar, más que mitigar, las disparidades regionales. Otra alternativa, quizás la más atractiva económicamente y éticamente, sería repartir los fondos de acuerdo con un criterio de “necesidad”, resultado de un equilibrio entre niveles de ingresos, necesidades empresariales, y prioridades nacionales. En mi modelo me decanto por la distribución igualitaria, sobretodo por simplicidad. Sospecho que, en la práctica, una distribución dedicida democráticamente sería menos igualitaria que la que yo propongo, pero más igualitaria que si se hiciese en proporción a la contribución.
14. Si el gobierno tuviera perfecto conocimiento de ello, podría simplemente fijar el tipo impositivo apropiado, y así conseguiría la cantidad de inversión deseada. (Cf. Roemer, Ortuno-Ortin y Silvestre (1990) para una prueba formal). Estoy partiendo de la base, más realista, de que el gobierno no está tan seguro de lo que exactamente quiere invertir en un proyecto concreto, y por lo tanto fija un límite en una cifra total, y ofrece un incentivo a las empresas para llevar a cabo estas inversiones. Las cantidades y los incentivos se reajustarán al año siguiente, en función de los resultados.
15. La Caja Laboral Popular tiene un órgano directivo de doce miembros, cuatro representantes de sus trabajadores y ocho representantes del centenar de cooperativas vinculadas con la entidad. Dado que los fondos de la Caja no vienen de los impuestos, no se siente la necesidad de que haya representantes de la comunidad.
16. No es que sugiera que el empleo se tenga que crear realizando inversiones en áreas que no serán nada rentables. Se sancionará a los bancos que concedan subvenciones erróneas. Pero la maximización de los beneficios tampoco tiene que ser el único criterio. Si dos proyectos necesitan una inversión equivalente de nuevo capital, se tiene que favorecer el que implique más empleo. Tiene que quedar claro que ambos objetivos –rentabilidad y creación de empleo– no son irremediablemente contradictorios, como muestra el éxito de la Caja Laboral Popular, que ha tenido la creación de empleo como uno de sus objetivos centrales desde el principio.
17. Una estructura simple de incentivos para asegurar el cumplimiento sería cargar las comunidades con una cuota por uso de los fondos que le han sido asignados, cuota de la que se deducirían las recaudaciones fiscales para el fondo de inversión derivadas de su distribución a las empresas de la zona. Así, una comunidad sería sancionada por retener fondos o por conceder subvenciones improductivas.
18. Económicamente, distinguir entre el impuesto sobre la utilización de bienes y el interés, no significa que haya una diferencia, pero las asociaciones socio-psicológicas no son las mismas en los dos casos. Me parece que viendo el pago como un impuesto sobre la utilización de bienes que van al fondo de inversión, en lugar de como un interés, es más claro que se está pagando para tener acceso a la propiedad creada por otros, y que el pago se está reciclando para permitir a otros un acceso similar. Aparte de esta consideración, –que de hecho puede ser menor– no veo ninguna objeción de principio a que el impuesto sobre la utilización de bienes se denomine “interés”.
19. Cf. Leibenstein (1976: 29-44). Como demostración enfática de su postura, Leibenstein muestra que si la mitad de las empresas de una economía fueran monopolios que cargasen los precios un 20% más de lo necesario, entonces (partiendo de la base razonable de que la elasticidad de la demanda es 1.5) la disminución global de los fondos del PNB para asignaciones es un simple 1.5%.
20. Cuando constatamos que la cantidad de atención que los economistas han prestado a estos diversos tipos de ineficacias corresponde inversamente a estas magnitudes, podríamos suscribir la irritación de Horvat, que dice que “los autores que exploran la eficacia utilizan en conjunto, en un sentido figurado, el 99% de su poder mental para enfrentarse a la pérdida de eficacia del 1%, y sólo utilizan el restante 1% de su capacidad intelectual para descubrir posibles mejoras del orden del 10 o 20%”. Añade: “la gran ineficacia de asignación de estos esfuerzos es obvia” (Horvat, 1986: 15).
21. Los modelos formales de autogestión de los trabajadores, usando categorías neoclásicas standard, se han convertido en una realidad en crecimiento desde la última década, aproximadamente. En respuesta a los primeros análisis de Ward (1958) y Domar (1966), Vanek (1970) aportó una detallada prueba de que, sobre las bases adecuadas, una economía gestionada por los trabajadores alcanza la optimalidad de Pareto. Desde la aparición de este trabajo, diversos economistas neoclásicos han intentado demostrar que esta economía no es eficaz, mientras que otros han confeccionado modelos para demostrar lo contrario. Al nivel abstracto en que el tema parecer estar ahora, Jacques Dreze ha aportado un análisis de equilibrio general que “establece inequívocamente la compatibilidad de la dirección de los trabajadores con la eficacia económica” (Dreze, 1989: 25).
22. Los primeros críticos de la autogestión de los trabajadores apuntan una cosa importante, que no puede pasarse por alto. Hay buenas razones (si bien no las que los críticos presentan) para pensar que una empresa autogestionada por los trabajadores no actuará como una capitalista en determinadas circunstancias significativas. Específicamente, bajo determinadas condiciones lo suficientemente normales, las empresas autogestionadas por los trabajadores, comparadas con algunas capitalistas similares, no tienen la misma tendencia autogenerada a expandirse. Sin embargo, esta diferencia, lejos de ir en contra de la Democracia Económica, es una fuente importante de su superioridad global respecto del capitalismo (Schweickart (de próxima aparición) tiene una larga argumentación de este tema).
23. Probablemente no nos sorprenderá que los directivos soviéticos sean tan reacios a la idea de democracia en la empresa como lo son los propietarios y directivos capitalistas. Veamos el informe de Leonid Gorden sobre su conversación con un grupo de directivos soviéticos: “El único modo de organizar nuestra economía eficazmente es convertirnos en propietarios”. Otros, en la reunión, se rieron y preguntaron, “Pero, ¿creeis que los trabajadores lo permitirán?” Ahora fueron los directivos quienes se echaron a reír, y explicaron: “Esto no os importa; como les vamos a decir que tenemos pensado doblarles los sueldos, todos estarán de acuerdo en que seamos propietarios” (Gordon, 1991: 28).
24. Las razones en favor de la participación en beneficios son igualmente de peso. Blinder (1990: 7), al comentar el análisis de Weitzman y Kruse, que examina dieciseis estudios sobre cuarenta y dos muestras de datos diferentes, dice que “la consistencia de los distintos resultados es sorprendente. De los 218 coeficientes estimados de participación en beneficios, sólo el 6% son negativos, y ninguno lo es significativamente. En contraste con esto, el 60% de todos los coeficientes de regresión son significativamente positivos… Esta, creo yo, es la prueba más fuerte hasta ahora de que la participación en beneficios incrementa la productividad”.
25. Lydall (1989: 69; el énfasis es mío). Lydall sostiene que las reformas de mediados de los años setenta constituyeron una “contrarreforma” para debilitar el poder de los directivos y dar más poder a los políticos de partido. En Yugoslavia, hoy, “mientras la doctrina oficial es que los trabajadores, a través de sus representantes en el consejo de trabajadores, elijan a su directivo, en la práctica muchos directivos, especialmente los de las pequeñas y medianas empresas, son elegidos por los políticos locales” (Lydall, 1989: 112).
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