J. Bradford DeLong is Professor of Economics at the University of California at Berkeley and a research associate at the National Bureau of Economic Research. He was Deputy Assistant US Treasury Secretary during the Clinton Administration, where he was heavily involved in budget and trade negotiations. His role in designing the bailout of Mexico during the 1994 peso crisis placed him at the forefront of Latin America’s transformation into a region of open economies, and cemented his stature as a leading voice in economic-policy debates.
BERKELEY – Hoy la población mundial es, en promedio, unas 20 veces más rica que durante la larga Era Agraria. Entre el 7000 a. C. y el 1500 d. C., los recursos fueron escasos, el progreso tecnológico lento, y las presiones malthusianas mantuvieron casi todas las poblaciones humanas en un nivel cercano al de subsistencia, con un ingreso diario per cápita inferior a 1,50 dólares (a valores actuales).
En 2017, sólo un 7% de la población mundial es así de pobre. Supongamos que tomáramos el valor monetario total de lo que producimos en la actualidad y lo usáramos para comprar los tipos de bienes y servicios que consumen las personas que viven con 1,50 dólares al día. El valor diario promedio de la producción mundial sería 30 dólares por persona (a precios actuales).
A eso equivale la renta mundial anual de la actualidad, que asciende a unos 80 billones de dólares. Es verdad que el reparto de los frutos de la productividad mundial es sumamente desigual, pero el nivel general de riqueza de nuestra sociedad dejaría boquiabiertos a nuestros antecesores de la Era Agraria.
Además, no producimos y consumimos las mismas cosas que nuestros apenas sobrevivientes ancestros. En 2017, una dieta básica de 40 kilocalorías de cereales al día se consideraría insuficiente. Y en la Era Agraria, bienes y servicios análogos a los que consumimos hoy hubieran sido absurdamente caros o directamente impensables. Tiberio Claudio Nerón, que vivió en el siglo I a. C., no podría haber comido frutillas con crema, porque a nadie se le ocurrió combinar esos dos ingredientes hasta que los cocineros del cardenal Thomas Wolsey de la corte de los Tudor los sirvieron juntos en el siglo XVI.
En 1606, sólo una persona podía estremecerse viendo un drama sobre brujas sin salir de casa: Jacobo Estuardo, rey de Inglaterra y Escocia, que tenía a William Shakespeare y a su compañía de teatro, los Hombres del Rey, contratados a su servicio. Hoy más de cuatro mil millones de personas provistas de teléfonos inteligentes, tabletas y televisores pueden disfrutar una forma de entretenimiento on demand otrora exclusiva de monarcas absolutos.
Otro ejemplo: el hombre más rico de principios del siglo XIX, Nathan Mayer Rothschild, murió sin haber cumplido sesenta años, por la infección de un absceso. Si le hubieran dado la opción de entregar toda su fortuna a cambio de una dosis de antibióticos modernos, es probable que lo hubiera hecho.
Así que decir que una persona típica de hoy es 20 veces más rica que su predecesor de la Era Agraria es inexacto, porque hoy los consumidores tienen muchos más bienes y servicios para elegir. No sólo hay abundancia, sino también una variedad nunca antes vista de opciones, lo cual da al nivel de riqueza general un aumento considerable.
¿Pero cuál es la magnitud de ese aumento?
Profesionales estadísticos de la Oficina de Análisis Económico del Departamento de Comercio de los Estados Unidos y de organismos similares en otros países han tratado de medir la relación entre el aumento de “variedad” y la productividad. Según estimaciones típicas, la productividad de la mano de obra en la región del Atlántico Norte creció a un ritmo anual medio del 1% entre 1800 y 1870, 2% entre 1870 y 1970, y 1,5% desde entonces (con una posible desaceleración durante la última década). Pero estas cifras reflejan más que nada el avance en la producción de artículos de primera necesidad para la población pobre del mundo, y dejan fuera la mejora en la calidad de vida obtenida gracias al aumento de productividad.
Gran parte de esa mejora se la debemos a innovaciones que transformaron radicalmente la civilización, por ejemplo, el inodoro, los automóviles, la energía eléctrica, las comunicaciones a larga distancia, la informática, etcétera.
Repito: hubiera sido ridículamente caro (o simplemente imposible) acceder a bienes y servicios similares en períodos históricos anteriores. En el Imperio Romano tardío, sólo un aristócrata rico podía comprar un nomenclator: un esclavo encargado de memorizar nombres y caras para recordárselos cuando las ocasiones sociales lo exigieran. Hoy, el dueño de un teléfono inteligente básico está mejor servido que el aristócrata con más nomenclatores a su disposición.
En nuestro análisis del crecimiento del futuro y de las oportunidades que deparará a toda la humanidad, no debemos olvidar el camino recorrido. Yo he intentado medir la enorme magnitud del crecimiento económico en la región del Atlántico Norte en los últimos 200 años, sin conseguirlo, pero estoy casi seguro de que la producción aumentó en ese período unas 30 veces o más.
¿Cuánto más crecimiento podemos esperar, y qué significará para aquellos en quienes nos convertiremos? Si nos guiamos solamente por el pasado, no tenemos modo de saberlo: las frutillas con crema del futuro todavía no han sido inventadas.
Traducción: Esteban Flamini