PAUL KRUGMAN
21 SEP 2019 - 00:07 CEST
Tráfico en una autopista de California. AFP
Estoy en varias listas de correo de derechas, y por lo menos intento echar una ojeada al tema del que hablan en cualquier semana dada; esto me sirve a menudo para saber de antemano cuál va a ser el siguiente escándalo inventado. Últimamente, he visto advertencias de que si los demócratas ganan el año que viene, intentarán convertir a EE UU (aquí suena la música de terror) en California, que los que escriben describen como un infierno socialista.
Y cómo no, esta semana Donald Trump ha declarado la guerra a California en dos frentes: intenta privar al Estado californiano de su capacidad de regular la contaminación generada por sus 15 millones de coches, y, lo que resulta más chocante, quiere obligar a la Agencia de Protección Medioambiental a declarar que la población californiana de personas sin hogar constituye una amenaza contra el medio ambiente.
Les voy a contar más cosas sobre estas decisiones políticas en un momento, pero primero vamos a hablar de dos Californias: el estado real en la costa oeste de Estados Unidos, y el estado irreal en la imaginación de la derecha. No cabe duda de que la California real tiene algunos problemas serios. En concreto, los precios de la vivienda están por las nubes, lo que, a su vez, es probablemente la principal razón por la que tiene una gran población de indigentes. Pero en muchos otros aspectos, a California le va muy bien. Tiene una economía próspera que crea empleo a un ritmo mucho más rápido que el conjunto del país.
Esa es, como he dicho, la realidad de California. Pero es una realidad que la derecha se niega a aceptar, porque no es lo que se suponía que tenía que pasar. Verán, la California moderna —que antes era un semillero del conservadurismo— se ha convertido en un estado muy liberal y demócrata, en parte gracias al rápido crecimiento de la población hispana y asiática. Y desde los primeros años de esta década, cuando los demócratas consiguieron por primera vez el cargo de gobernador, y posteriormente una enorme mayoría en los órganos legislativos del estado, los liberales están en condiciones de llevar a cabo su programa político subiendo los impuestos sobre las rentas elevadas e incrementando el gasto social.Tiene la segunda esperanza de vida más alta del país, que es comparable con la de los países europeos que tienen una esperanza de vida mucho más elevada que la de Estados Unidos en su conjunto. Por cierto, esto es algo relativamente nuevo: allá por 1990, la esperanza de vida en California estaba solo dentro de la media. Por otro lado, como California ha aplicado con entusiasmo el Obamacare y ha intentado conseguir que funcione, en el estado se ha registrado un drástico descenso del número de habitantes sin seguro sanitario. Y la delincuencia, aunque ha aumentado ligeramente en los últimos años, sigue estando en mínimos históricos.
Los conservadores vaticinaron que se produciría un desastre, y declararon que el estado estaba cometiendo un “suicidio económico”. Podrían suponer que el hecho de que ese desastre no se haya producido, unido al de que California haya conseguido mejores resultados que estados como Kansas y Carolina del Norte que han girado hacia la extrema derecha mientras California giraba a la izquierda, les induciría a reconsiderar su punto de vista. Es decir, podrían suponerlo si no han estado prestando atención al modo de pensar de la derecha.
Lógicamente, lo que está pasando más bien es que los sospechosos de rigor intentan describir a California como un lugar horrible —azotado por la delincuencia y el aumento desenfrenado de las enfermedades— negándose de plano a reconocer la realidad. Y se han cebado con el tema de la indigencia, que, para ser justos, es realmente un problema. Es más, es un problema causado por la mala política, y no por los elevados impuestos o los programas sociales excesivamente generosos, sino por la negativa de los californianos a que se construyan viviendas sociales cerca de sus casas, lo que ha impedido que California construya un número adecuado de nuevas viviendas para albergar a su cada vez más numerosa población.
Sin embargo, lo que resulta curioso de esta nueva fijación de la derecha con la indigencia es que resulta difícil detectar la más mínima preocupación por la precaria situación de los sin techo, sino que se centra más bien en la incomodidad y la supuesta amenaza que estos suponen para los ricos.
Y eso me lleva a la guerra de Trump contra California. El intento de eliminar las normas de emisiones del estado tiene un cierto sentido retorcido si tenemos en cuenta las prioridades políticas de Trump. Es evidente que su Gobierno está entregado a la causa de hacer que Estados Unidos vuelva a estar contaminado, y en concreto a asegurarse de que el planeta se cueza lo más rápidamente posible. California es un actor tan importante que realmente puede bloquear una parte de su programa político, como ha demostrado la voluntad de los fabricantes de automóviles de regirse por las normas de emisiones del estado. De ahí el intento de privarle de esa capacidad, independientemente del discurso del pasado sobre los derechos de los estados. No obstante, declarar que los indigentes constituyen una amenaza para el medio ambiente, aparte de ser casi surrealista viniendo de un Gobierno al que en general le encanta la contaminación, resulta completamente absurdo.
¿Qué se puede concluir de esta guerra de Trump contra California? En primer lugar, que es un ejemplo más de la inmovilidad intelectual de la derecha moderna, que nunca jamás deja que los datos incómodos modifiquen sus ideas preconcebidas.
Pero lo que resulta más inquietante es que la aparente instrumentalización de la Agencia de Protección del Medio Ambiente es otra prueba más de que Trump —cuyo partido básicamente no cree en la democracia— sigue el manual del autoritario moderno, en el que se corrompe a todas las instituciones y en el que todas las funciones de gobierno se pervierten con el fin de convertirlas en un instrumento para recompensar a los amigos y castigar a los enemigos. Es una fea historia, y además, da miedo.
Paul Krugman es premio Nobel de Economía.
© The New York Times, 2019.
Traducción News Clips