La política de los republicanos no trata de ahorrar, sino de estigmatizar a quienes reciben ayudas públicas
Partidarios del Obamacare se manifiestan en Los Ángeles. GETTY IMAGES
La oposición del Partido Republicano a los programas de ayuda a los menos afortunados, desde los cupones de alimentos hasta la atención sanitaria, se enmarca habitualmente en términos monetarios. El senador Orrin Hatch, por ejemplo, cuando se le criticó que el Congreso no tomase medidas sobre el Programa de Seguro Sanitario para Niños (CHIP por sus siglas en inglés), una parte del servicio sanitario para personas sin recursos, Medicaid, que cubre a casi nueve millones de niños —y cuya financiación federal expiró en septiembre— declaró que “la razón de que el CHIP tenga problemas es que ya no tenemos dinero”.
¿Pero es verdaderamente una cuestión de dinero? No, es una cuestión de crueldad. En los últimos años ha quedado cada vez más claro que el sufrimiento impuesto por la oposición republicana a los programas pensados para establecer una red de seguridad no es un error, es una característica. El objetivo es infligir dolor. Para entender a qué me refiero, repasemos tres noticias sobre políticas de atención sanitaria.
La primera, la saga de la ampliación del Medicaid gracias a la Ley de Atención Sanitaria Asequible (ACA por sus siglas en inglés). El Tribunal Supremo permitió a los Estados eludir esta ampliación. Pero aceptarla habría sido pan comido para cada Estado: el Gobierno federal pagaría inicialmente todos los gastos, e incluso a largo plazo pagaría el 90%, además de aportar dinero y puestos de trabajo a la economía estatal.
Sin embargo, 18 Estados —todos ellos con cámaras o gobernadores, o ambos, republicanos— no han ampliado el Medicaid. ¿Por qué? Durante un tiempo se pudo razonar que se trataba de cínica estrategia política: la ampliación del Medicaid era una política de Barack Obama, y los republicanos no querían darle a un presidente demócrata ningún éxito político. Pero ese cuento no logra explicar que los Estados sigan resistiéndose a la idea de proporcionar cobertura sanitaria a miles de sus ciudadanos a un coste mínimo para ellos.
No, a estas alturas está claro que los políticos republicanos sencillamente no quieren que las familias de rentas más bajas tengan acceso a la atención sanitaria, y con tal de negarles ese acceso están incluso dispuestos a perjudicar a la economía de sus propios estados.
En segundo lugar, está la cuestión de los requisitos laborales para ser perceptor del Medicaid. Algunos Estados llevan años pidiendo el derecho a exigir a los perceptores del Medicaid que acepten puestos de trabajo, y esta semana el gobierno de Trump ha declarado que les permitirá hacerlo. Pero ¿qué es lo que mueve esta petición?
El hecho es que la inmensa mayoría de los perceptores adultos del Medicaid pertenecen a familias en las que al menos un adulto trabaja. Y la inmensa mayoría de los que no trabajan tiene muy buenas razones para permanecer fuera de la población activa: son discapacitados, cuidadores de otros miembros de la familia o estudiantes. La población de perceptores del Medicaid que “debería” estar trabajando pero no lo hace es muy pequeña, y el dinero que los Estados ahorrarían negándoles la cobertura es irrisorio.
Ah, y de los 10 Estados que han declarado su intención de imponer requisitos laborales, seis han aceptado la ampliación del Medicaid establecida en el ACA, lo que significa que la mayoría del dinero que se ahorrarían expulsando a la gente del sistema sería federal, no estatal. Entonces, ¿de qué va esto?
La respuesta, sin duda, sería que no se trata de ahorrar dinero, sino de estigmatizar a quienes reciben ayudas públicas, obligándolos a pasar todo tipo de obstáculos para demostrar que están necesitados. De nuevo, el objetivo es el dolor.
Por último, está el caso del seguro sanitario para niños. De nuevo, la financiación federal expiró en septiembre, y millones de niños perderán pronto la cobertura si no se restaura esa financiación. ¿Y cuánto tendrá que desembolsar el Tesoro si el Congreso hace lo que debería haber hecho hace meses y restaura los fondos? La respuesta, según la Oficina Presupuestaria del Congreso, es… nada. O, en realidad, menos que nada. De hecho, una prolongación de la financiación del CHIP durante 10 años le ahorraría a la administración pública 6.000 millones de dólares.
¿Cómo es eso posible, si el CHIP gasta unos 14.000 millones de dólares al año en atención sanitaria? El punto principal, establecido en un análisis de la oficina presupuestaria hace unos meses, es que muchas familias (aunque no todas) cuyos hijos están ahora mismo cubiertos por el CHIP podrían estar cubiertos alternativamente por seguros privados subvencionados a través de los mercados de seguros de salud establecidos en la ley sanitaria de Obama.
Sin embargo, los seguros privados son considerablemente más caros que el Medicaid, que aprovecha su poder negociador para reducir costes. (El coste del seguro privado ha subido aún más ahora que los republicanos han revocado la obligación de asegurarse de todos los ciudadanos, lo que ha empeorado la combinación de riesgos). Como consecuencia de ello, las subvenciones del seguro privado acabarían costando más que la cobertura directa que los niños obtienen actualmente a través del CHIP.
Y no se imaginen que, por el hecho de que muchos niños expulsados del CHIP encontrasen fuentes de cobertura alternativa, los niños estarían perfectamente. Para empezar, un número significativo se quedaría sin cobertura: la cifra de niños no asegurados aumentaría de manera sustancial. Es más, el seguro privado, que a menudo exige importantes gastos corrientes, es mucho peor que el CHIP para las familias de rentas bajas.
De modo que el retraso republicano en lo que concierne al CHIP, al igual que la oposición a la ampliación del Medicaid y la exigencia de disponer de un trabajo remunerado, no son cuestión de dinero, sino de crueldad. Empeorar la vida de los estadounidenses de rentas más bajas se ha convertido en objetivo en sí mismo para el moderno Partido Republicano, un objetivo para cuyo logro está dispuesto de hecho a gastar dinero y aumentar el déficit.
Paul Krugman es Nobel de Economía de 2008.
©The New York Times