La educación científica que recibimos en nuestras universidades cubanas y toda la vida dedicada a la investigación nos va conformando patrones de conducta y razonamiento. Se manifiestan inevitablemente en la forma en la que consideramos que deben ser muchas facetas de la vida, aunque aparentemente no tengan relación alguna con la ciencia.
Si un químico requiere obtener un determinado compuesto conocido, lo usual es que consulte la información existente en artículos científicos precedentes donde otros han expuesto la forma de sintetizarlo, de hacerlo en el laboratorio. Puede que se encuentre más de un procedimiento (o “técnica”) para obtener tal producto. La decisión que tome lo conduce entonces a probar, comenzando con la que le haya parecido a propósito más conveniente. Este proceso puede llevar al éxito inmediato y también al fracaso, después de varios intentos. Si no funciona, puede ser porque la técnica seleccionada haya sido experimentada en otras condiciones por el que la propuso, o que su autor ha ocultado algo en la descripción de cómo hacerla. En la ciencia también pueden aparecer fraudes. Lo que nadie puede esperar de un científico es que deposite tanta fe en un determinado procedimiento fallido como para que lo repita indefinidamente esperando el éxito si nunca obtiene el resultado deseado. Si una “técnica” falla, hay que buscar una alternativa y probar de nuevo, hasta obtener el producto.
Las formas de obrar en la ciencia se han ido depurando en los últimos doscientos años. Muchas rutinas de trabajo, como es el proceder descrito en el párrafo anterior, son hoy comunes a todos los investigadores y desarrolladores del mundo. Suelen hacer muy eficientes y confiables casi todas las tareas de obtención de resultados, y nuevos conocimientos. Algunos de estos caminos conducentes a la verdad científica y tecnológica se están extendiendo a otros escenarios del quehacer humano, incluyendo el político.
El socialismo sería una sociedad diseñada por el hombre. En el andar histórico como especie viva en este mundo hemos visitado muchas formas de relacionarnos los unos con los otros, de vivir en sociedad y de producir riquezas. Tal andar nunca ha sido en línea recta y sin contratiempos. Hemos probado incluso la de compartirlo todo. Esto se dice que ocurrió en etapas muy iniciales de la existencia de nuestra especie. Sin embargo, por una u otra razón esa sociedad primitiva no progresó. Evolucionó para entronizar por mucho tiempo formas más o menos brutales mediante las que una minoría de seres humanos se apropiaban de todo o parte del trabajo y los valores materiales de las mayorías.
Esta situación solo podía desembocar al paso del tiempo en que intentáramos diseñar reglas de vida social que tendieran a ir eliminando tal apropiación indebida, que muchos llaman “explotación” de unos seres humanos por parte de otros. Las mayorías solo podían ganar en ese experimento. Entre las denominaciones escogidas en el siglo XIX europeo para una sociedad más justa estaba la palabra “socialismo”. Si convenimos en que ese es el término apropiado, estaríamos refiriéndonos a una organización de nuestra convivencia con los congéneres en la que tal explotación fuera mínima o inexistente. No hay dudas de que una formación social tan justa merece el intento de alcanzarla.
Varios pueblos de este mundo se han propuesto esta meta y de variadas formas. Algunos comenzaron en el octubre ruso de 1917, el experimento más trascendente de ese siglo para lograrlo. Pero, desafortunadamente para los bien intencionados, fracasaron. Aquella “técnica” de obtener el socialismo no funcionó. Los que lo entregaron todo por esa causa, que fueron muchos, nos dejaron el legado de que algo podía hacerse realmente. La mala experiencia nos enseñó también cuales procedimientos no podían seguirse, lo mismo en lo económico que en lo político. Ningún fin, por altruista que fuera, podía justificar exceso alguno contra la integridad de los mismos protagonistas principales de tal proceso, ni la aparición de nuevas castas explotadoras disfrazadas de gestores políticos o económicos de los bienes de todos, ni la utilización de procedimientos centralizados y burocráticos para gobernarlo todo de todos. Aunque nuestro entorno ha estado afortunadamente ajeno a muchos de aquellos males, debemos también reflexionar acerca de cómo lo hacemos.
Las sucesivas y democráticas discusiones que el pueblo cubano ha tenido recientemente acerca de las políticas y leyes a seguir en los próximos años permiten y alientan a transformar todo o casi todo lo que debería ser cambiado. Solo debemos replantearnos muchos aspectos de la ejecución de esos deseos.
Por ejemplo, si una dirección y planificación centralizada hace que el combustible que usa un medio de transporte o la apertura de una cuenta bancaria se decida en la oficina de un ministro, si un cuadro se promueve sin evaluarle su capacidad de éxito e iniciativa, si cualquier actividad que es transversal a toda la sociedad se designa como “rectorada” por una persona u organización nacional que nunca será infalible, si un dirigente nacional debe conocer a fondo y es el responsable final de lo que ocurre en cualquier unidad de una variada gama de actividades en todo el país, si el verdadero valor de todo se desconoce realmente al carecerse de la capacidad liberatoria ilimitada del dinero, que es una unidad de medida económica por excelencia en la sociedad moderna, y si se sigue pretendiendo que solo con exhortaciones y buenos propósitos se resuelven los problemas no lograremos nuestro deseado producto: un socialismo sostenible.
Una mirada científica, parecida a la del químico que quiso obtener un producto con un procedimiento errado, solo conduce a cuestionarlo e intentar formas nuevas, algunas totalmente nuevas, que puedan ser más efectivas.