Por Joseph Stiglizt
LA FARSA DEL
LIBRE COMERCIO[31*]
Si bien la
Ronda de Doha de negociaciones globales para el Desarrollo de la Organización
Mundial del Comercio no ha dado ningún fruto desde que fue puesta en marcha
hace ya casi una docena de años, hay otra ronda de conversaciones en ciernes.
Sin embargo, esta vez no se celebrará sobre una base global y multilateral; en
su lugar, van a negociarse dos enormes acuerdos regionales, uno transpacífico y
el otro transatlántico. ¿Existe alguna probabilidad de que las conversaciones
inminentes tengan mayor éxito?
La Ronda de
Doha fue torpedeada por la negativa de Estados Unidos a eliminar las
subvenciones agrícolas, condición sine
qua non para cualquier ronda de desarrollo auténtica, dado que el 70 por
ciento de los habitantes del mundo en vías de desarrollo dependen directa o
indirectamente de la agricultura. La postura estadounidense fue realmente
sobrecogedora, dado que la OMC ya había declarado que las subvenciones de
nuestro país a la producción algodonera —otorgadas a menos de 25 000
agricultores acaudalados— eran ilegales. La respuesta estadounidense consistió
en sobornar a Brasil, que había presentado la protesta, para que no insistiera
más sobre el particular, y dejar así tirados a millones de cultivadores pobres
de algodón del África subsahariana y de la India, que padecen por la depresión
de los precios debido a las dádivas de Estados Unidos para con sus agricultores
adinerados.
Dado este
reciente historial, ahora parece evidente que las negociaciones destinadas a
crear una zona de libre comercio entre Estados Unidos y Europa, y otra entre
Estados Unidos y gran parte del Pacífico (salvo China), no tienen nada que ver
con el establecimiento de un auténtico sistema de libre comercio. Al contrario,
el objetivo es un régimen de comercio controlado, es decir, controlado de
manera que sirva a los grupos de interés que dominan la política comercial en
Occidente desde hace largo tiempo.
Esperemos
que quienes participen en los debates se tomen muy en serio algunos principios
fundamentales. En primer lugar, todo acuerdo comercial tiene que ser simétrico.
Si, como parte del Acuerdo Estratégico Trans-Pacífico de Asociación Económica
(TPP), Estados Unidos exige a Japón que elimine sus subvenciones a la
producción de arroz, Estados Unidos no sólo debería ofrecerse, a su vez, a
eliminar sus subvenciones a la producción (y el riego) de arroz (que en Estados
Unidos es un cultivo de poca importancia relativamente), sino también a la de
otros productos agrícolas.
En segundo
lugar, ningún acuerdo comercial debería de anteponer los intereses comerciales
a los intereses nacionales generales, y menos cuando están en juego cuestiones
no relacionadas con el comercio, como la regulación financiera y la propiedad
industrial. El acuerdo comercial de Estados Unidos con Chile, por ejemplo,
impide que este último país utilice controles de capitales, a pesar de que el
Fondo Monetario Internacional reconoce en la actualidad que los controles de
capital pueden ser un importante instrumento de una política macroprudencial.
Otros
acuerdos comerciales también han hecho hincapié en la liberalización financiera
y la desregulación, pese a que la crisis de 2008 tendría que habernos enseñado
que la ausencia de una buena regulación puede poner en peligro la prosperidad
económica. La industria farmacéutica estadounidense, que tiene una considerable
influencia sobre la oficina del Representante de Comercio de Estados Unidos
(USTR, por sus siglas en inglés), ha logrado imponer a otros países un régimen
de propiedad industrial desequilibrado que, diseñado para oponerse a los
medicamentos genéricos, antepone los beneficios a salvar vidas. Hasta el
Tribunal Supremo estadounidense ha reconocido ahora que la Oficina de Patentes
de Estados Unidos fue demasiado lejos al conceder patentes sobre genes.
Por último,
tiene que haber un compromiso con la transparencia. No obstante, a aquellos que
participan en estas negociaciones comerciales habría que advertirles de que
Estados Unidos está comprometido con la ausencia
de transparencia. El USTR se ha mostrado reacio a revelar su posición
negociadora incluso a los miembros del Congreso estadounidenses; y a la vista
de lo que se ha
filtrado, se entiende por qué. El USTR está retrocediendo en cuestiones de
principios —por ejemplo, el acceso a los medicamentos genéricos— que el
Congreso había incluido en acuerdos comerciales previos, como el que se firmó
con Perú.
En el caso
del TPP, existe una inquietud añadida. Asia ha establecido una cadena de
suministros eficiente, por la que los bienes fluyen fácilmente de un país a
otro en el proceso de producción de los bienes acabados. Ahora bien, el TPP
podría representar un obstáculo si China sigue permaneciendo al margen.
En gran
medida, ahora que los aranceles formales son tan bajos, los negociadores
concentrarán su atención en barreras no arancelarias, tales como las barreras reguladoras.
Ahora bien, con casi toda seguridad, el USTR —que representa a los intereses
empresariales— presionará a favor del mínimo común denominador, nivelando hacia
abajo antes que hacia arriba. Por ejemplo, muchos países tienen cláusulas
fiscales y reguladoras que desalientan la importación de vehículos grandes, no
porque intenten discriminar a los bienes estadounidenses, sino porque les
preocupa la contaminación y la eficiencia energética.
La cuestión
más general, a la que antes aludí, es que los acuerdos comerciales suelen
anteponer los intereses comerciales a otros valores, como el derecho a una vida
saludable y la protección del medio ambiente, por no mencionar más que dos.
Francia, por ejemplo, quiere que exista una «excepción cultural» en los acuerdos
comerciales que le permita seguir apoyando sus largometrajes, cosa que
beneficia al mundo entero. Estos y otros valores más fundamentales deberían ser
innegociables.
Es más, la
ironía reside en que los beneficios sociales de tales subvenciones son enormes,
mientras que los costes son insignificantes. ¿De verdad cree alguien que una
película artística francesa representa una seria amenaza para un éxito de
taquilla veraniega hollywoodiense? Y aun así, la codicia de Hollywood no tiene
límites, y los negociadores comerciales estadounidenses no dan cuartel. Por eso
son precisamente esas condiciones las que deberían retirarse de la mesa antes de que comiencen las
negociaciones. De lo contrario, habrá que presionar y seducir, y existirá el
riesgo de que un acuerdo sacrifique los valores fundamentales a los intereses
comerciales.
Si los
negociadores creasen un auténtico régimen de libre comercio que antepusiese el
interés público a todo lo demás, y en el que los puntos de vista de los
ciudadanos de a pie tuvieran al menos tanto peso como el de los grupos de
presión de las grandes empresas, puede que yo me sintiera optimista pensando
que lo que iba a salir de ahí fortalecería la economía y aumentaría el
bienestar social. La realidad, sin embargo, es que tenemos un régimen comercial
controlado que antepone los intereses empresariales, y un proceso negociador
antidemocrático y nada transparente.
La
probabilidad de que lo que surja de las conversaciones inminentes esté al
servicio de los intereses de los estadounidenses normales y corrientes es
escasa, y las perspectivas de los ciudadanos normales y corrientes de otros
países son todavía más negras.
En la lucha
contra la desigualdad estamos tan acostumbrados a las malas noticias que cuando
sucede algo positivo prácticamente nos quedamos de piedra. Y después de que el
Tribunal Supremo afirmase que los ricos y las grandes empresas tienen el
derecho constitucional a comprar las elecciones estadounidenses, ¿quién habría
imaginado que fuera a darnos una alegría? No obstante, una decisión tomada
durante el mandato que acaba de expirar aportó a los estadounidenses de a pie
algo más valioso que el mero dinero: el derecho a vivir.
A primera
vista, el caso de la Asociación para la Patología Molecular contra Myriad
Genetics podría parecer un arcano científico: el tribunal dictaminó
unánimemente que los genes humanos no se pueden patentar, pese a que el ADN
sintético creado en laboratorios sí. Ahora bien, lo que realmente estaba en
juego era mucho más, y se trataba de cuestiones más fundamentales de lo que
suele pensarse. Este caso fue una batalla entre quienes querrían privatizar la
buena salud y convertirla en un privilegio del que disfrutar en proporción a la
fortuna de cada cual, y quienes la consideran como un derecho de todo el mundo,
así como un componente central de una sociedad justa y de una economía que
funcione bien. Si profundizamos todavía más, versaba en torno al modo en que la
desigualdad está incidiendo en nuestra política, en nuestras instituciones
legales y en la salud de nuestra población.
A diferencia
de las enconadas batallas entre Samsung y Apple, en las que los árbitros (los
tribunales estadounidenses) favorecen sistemáticamente al equipo local a la vez
que fingen una postura equilibrada, este caso fue algo más que una simple
batalla entre gigantes empresariales. Es una lente a través de la cual podemos
constatar los efectos perniciosos y duraderos de la desigualdad, qué aspecto
presenta una victoria sobre la conducta empresarial egoísta y, no menos
importante, cuánto seguimos corriendo el riesgo de perder en tales batallas.
Por
supuesto, el tribunal y las partes no presentaron así las cosas en el
transcurso de sus argumentaciones y sus decisiones. Una compañía de Utah,
Myriad Genetics, ha aislado dos genes humanos, BRCA1 y BRCA2, que pueden
contener mutaciones que predispongan a las mujeres portadoras de los mismos a
padecer cáncer de mama, dato que resulta fundamental para la detección y la
prevención tempranas. La compañía había conseguido obtener patentes de los
genes. La «propiedad» de los genes le daba el derecho a impedir a otros
realizar pruebas con ellos. La pregunta fundamental parecía ser técnica:
¿pueden patentarse genes aislados producidos de forma natural?
Ahora bien,
las patentes tenían implicaciones devastadoras en el mundo real, porque
mantenían artificialmente elevados los precios de los diagnósticos. Se pueden
administrar pruebas para genes a bajo precio; de hecho, una persona puede hacerse
secuenciar sus 20 000 genes por unos mil dólares, por no hablar de pruebas
mucho más baratas para un montón de patologías específicas. Myriad, sin
embargo, cobraba cuatro mil dólares por pruebas exhaustivas en sólo dos genes.
Los científicos han dicho que las pruebas de Myriad no tenían nada de
inherentemente especial o superior: sencillamente realizaba pruebas para
encontrar genes de los que la compañía decía ser propietaria, y lo hacía
recurriendo a información no disponible para otros debido a las patentes.
Horas
después de que el Tribunal Supremo fallase a favor de los demandantes —un grupo
de universidades, investigadores y defensores de los pacientes, representados
por la American Civil Liberties Union y la Public Patent Foundation— otros laboratorios
no tardaron en anunciar que ellos también iban a empezar a ofrecer pruebas para
detectar los genes del cáncer de mama, e hicieron hincapié en el hecho de que
la «innovación» de Myriad identificaba genes ya existentes en lugar de
desarrollar una prueba para ellos. (Myriad aún no ha tirado la toalla, sin
embargo, y este mes ha presentado dos nuevas demandas que pretenden impedir que
las compañías Ambry Genetics y Gene by Gene administren sus pruebas BRCA,
aduciendo que violan otras patentes que
son propiedad de Myriad).
A nadie
debería extrañarle mucho que Myriad hiciera todo lo que estaba en su mano para
impedir que los ingresos generados por sus pruebas tuvieran que enfrentarse a
la competencia; es más, después de recuperarse de un descenso del 30 por ciento
tras la sentencia del tribunal, el precio de sus acciones sigue estando casi un
20 por ciento por debajo del que tenían antes. Era propietaria de los genes y
no quería que nadie pusiera las manos encima de su propiedad. Al obtener la
patente, a Myriad, como a la mayoría de grandes empresas, parecía motivarle más
maximizar beneficios que salvar vidas; si de veras le importaban estas últimas,
podría y debería de haberlo hecho mejor, ofreciendo pruebas a un coste menor y
animando a otros a elaborar pruebas mejores, más precisas y más baratas. Como
cabía esperar, hizo prolijas alegaciones argumentando que sus patentes —que
permitían precios de monopolio y prácticas de exclusión— eran fundamentales
para incentivar investigaciones futuras. Ahora bien, cuando el efecto
devastador de sus patentes quedó de manifiesto y siguió mostrándose inflexible
en lo relativo a ejercer todos sus derechos de monopolio, sus pretensiones de
interesarse por el bien común resultaron penosamente poco convincentes.
La industria
farmacéutica, como siempre, sostuvo que sin la protección de las patentes no
habría incentivos para la investigación y todo el mundo sufriría. Yo presenté
una declaración pericial pro bono
ante el tribunal, explicando por qué los argumentos de la industria eran
falsos, y por qué esta y otras patentes similares en realidad obstaculizaban la
investigación en lugar de fomentarla. Otros grupos que se presentaron como amicus curiae para apoyar a los
demandantes, como AARP, señalaron que las patentes de Myriad impedían a los
pacientes obtener segundas opiniones y pruebas confirmatorias. Recientemente,
Myriad se comprometió a no bloquear dichas pruebas, compromiso que adquirió a
la vez que presentaba demandas contra Ambry Genetics y Gene by Gene.
Myriad se
negó a hacerles las pruebas a dos mujeres demandantes rechazando sus seguros de
Medicaid, según ellas, porque el reembolso habría sido demasiado bajo. Otras
mujeres, después de una ronda de pruebas con Myriad, tuvieron que tomar
decisiones angustiosas sobre si hacerse una mastectomía sencilla o doble, o
extirparse los ovarios, con una información muy deficiente, ya que o bien las
pruebas de Myriad para mutaciones BRCA adicionales eran inasequibles (Myriad
cobra setecientos dólares extra por información que las directivas nacionales
dicen que debería proporcionárseles a los pacientes) o porque fue imposible
obtener segundas opiniones a causa de las patentes de Myriad.
La buena
noticia que nos dio el Tribunal Supremo era que en Estados Unidos los genes no
se podían patentar. En cierto modo, el tribunal devolvió a las mujeres algo de
lo que pensaban que ya creían ser dueñas. La sentencia tenía dos enormes
implicaciones prácticas: una era que significaba que ahora se podía competir
para desarrollar pruebas mejores, más precisas y menos prohibitivas sobre el
gen. Una vez más, podíamos tener mercados en competencia que impulsaran la
innovación. Y la segunda era que las mujeres tendrían una oportunidad más
igualitaria de vivir (en este caso, de vencer el cáncer de mama).
Ahora bien,
por importante que sea una victoria semejante, en última instancia no es más
que una nimiedad en un panorama global de la propiedad industrial que está
moldeado sobre todo por los intereses de las grandes empresas, por lo general
estadounidenses. Y Estados Unidos ha intentado imponer su régimen de propiedad
industrial a otros países, a través de la Organización Mundial del Comercio y
otros regímenes comerciales bilaterales y multilaterales. Lo está haciendo
ahora en el transcurso de las negociaciones como parte del llamado Acuerdo
Estratégico Trans-Pacífico de Asociación Económica. Se supone que los acuerdos
comerciales son un importante instrumento diplomático: una integración
comercial más estrecha también estrecha lazos en otros ámbitos. Ahora bien, los
intentos de la oficina del Representante de Comercio de Estados Unidos para
persuadir a otros de que, en efecto, los beneficios empresariales
son más importantes que las vidas humanas, socavan la postura internacional de
nuestro país: en todo caso, refuerza el estereotipo del estadounidense
insensible.
El poder
económico suele tener más peso, sin embargo, que los valores morales, y en
muchos casos en los que los intereses empresariales estadounidenses prevalecen
en materia de derechos de propiedad intelectual, nuestras políticas contribuyen
a incrementar la desigualdad en el extranjero. En la mayoría de países pasa en
gran medida lo mismo que en Estados Unidos: las vidas de los pobres se
sacrifican en el altar de los beneficios empresariales. Pero incluso en
aquellos en los que —es un suponer— el Estado ofrecería una prueba como la de
Myriad a precios asequibles para todos, existe un coste: cuando un Estado paga
precios de monopolio por una prueba médica, invierte dinero que podría gastarse
en otras partidas de sanidad destinadas a salvar vidas.
El caso
Myriad fue la encarnación de tres de los mensajes fundamentales de mi libro El precio de la desigualdad. En primer lugar, sostuve que la desigualdad
social no era sólo el resultado de las
leyes de la economía, sino también de cómo damos forma a la economía a través
de la política, lo que abarca prácticamente todos los aspectos de nuestro
sistema legal. En este caso, es nuestro régimen de propiedad industrial el que
contribuye sin necesidad a la forma más grave de desigualdad. El derecho a la
vida no debería depender de la solvencia.
El segundo
es que algunos de los aspectos más inicuos de la generación de desigualdad en
el marco de nuestro sistema económico son consecuencia de la captación de rentas:
beneficios y desigualdad generados mediante la manipulación de las condiciones
sociales o políticas para obtener una porción mayor de la tarta económica en
lugar de incrementar el tamaño de dicha tarta. Y el aspecto más inicuo de esta
apropiación de riqueza se presenta cuando la riqueza que asciende a la cima de
la pirámide social lo hace a expensas de la base. Las iniciativas de Myriad
cumplían estas dos condiciones: los beneficios que la empresa obtuvo cobrando
por su prueba no añadían nada al tamaño y el dinamismo de la economía, y al
mismo tiempo disminuían el bienestar de aquellos que no se la podían permitir.
Mientras que
todos los asegurados contribuyeron a los beneficios de Myriad (para compensar
el precio de sus tarifas las pólizas tuvieron que aumentar, y millones de
estadounidenses no asegurados de ingresos medios que tenían que pagar los
precios de monopolio de Myriad tuvieron que poner todavía más de su bolsillo si
optaban por hacerse la prueba) fueron los no asegurados de la base de la pirámide
social los que pagaron el precio más alto. Sin poder permitirse el test, se
enfrentaban a un riesgo de muerte prematura más elevado.
Los
defensores de una legislación más dura sobre los derechos de propiedad
industrial dicen que no se trata más que del precio que hay que pagar para
obtener innovaciones que, a largo plazo, salvarán vidas. Se trata de un quid
pro quo: las vidas de unas mujeres relativamente pobres hoy frente a las vidas
de muchas más mujeres en algún momento del futuro. Ahora bien, esta afirmación
es errónea desde muchos puntos de vista. En este caso concreto lo es
especialmente, porque es probable que los dos genes hubieran sido aislados
(«descubiertos», según la terminología de Myriad) pronto de todas formas, como
parte del Proyecto del Genoma Humano. Además, también es errónea en lo que
concierne a este particular. Los investigadores genéticos han argumentado que
en realidad la patente impedía desarrollar otras pruebas mejores, y por
consiguiente obstaculizaba el avance de la ciencia. Todo conocimiento se basa
en conocimientos previos, y cuando se hace menos disponible el conocimiento
previo, se impide la innovación. El propio descubrimiento de Myriad —como
cualquier otro en el ámbito de la ciencia— utilizaba tecnologías e ideas desarrolladas
por otros. De no haber estado ese conocimiento disponible públicamente, Myriad
no podría haber hecho lo que hizo.
Y ese es el
tercer tema principal. Titulé mi libro como lo hice para subrayar que la
desigualdad no sólo es moralmente repugnante sino que también tiene costes
materiales. Cuando el régimen legal que rige los derechos de propiedad
industrial está mal diseñado, facilita la búsqueda de
rentas, y el nuestro lo está, aunque este y otros fallos recientes del Tribunal
Supremo han desembocado en un régimen mejor de lo que sería en caso contrario.
Y el resultado es que en la práctica hay menos innovación y más desigualdad.
Es más, uno
de los descubrimientos importantes de Robert W. Fogel —historiador de la
economía y premio Nobel que falleció el mes pasado— fue que la sinergia entre
las mejoras en el estado de salud de la población y la tecnología explica en
gran medida el explosivo crecimiento económico que se produjo a partir del
siglo XIX en adelante. Así pues, parece lógico concluir que los
regímenes de propiedad industrial creadores de rentas monopolistas que impiden
el acceso a la salud no sólo generan desigualdad sino que también obstaculizan
el crecimiento.
Existen
alternativas. Los defensores de los derechos de propiedad industrial han
exagerado el papel desempeñado por estos a la hora de fomentar la innovación.
La mayoría de las innovaciones fundamentales —desde las ideas básicas en que se
basan los ordenadores hasta los transistores, los láseres, el descubrimiento
del ADN— no estuvieron motivadas por el beneficio pecuniario, sino por la
búsqueda del conocimiento. Por supuesto, para eso hay que liberar recursos. Sin
embargo, el sistema de patentes sólo es una manera, y con frecuencia no la
mejor, de proporcionar esos recursos. La investigación financiada por el
Estado, las fundaciones y el sistema de premios (que ofrece un premio a
cualquiera que haga un descubrimiento y luego pone ese conocimiento a
disposición general, empleando el poder del mercado para cosechar los
beneficios) son alternativas que tienen grandes ventajas, pero sin las
desventajas generadoras de mayor desigualdad del sistema actual de derechos de
propiedad industrial.
La tentativa
de Myriad de patentar el ADN humano fue una de las peores manifestaciones de
desigualdad en el acceso a la salud, que a su vez es una de las peores
manifestaciones de la desigualdad económica del país. Que la decisión judicial
defendiera nuestros preciados derechos y valores merece un suspiro de alivio.
Ahora bien, no es más que una victoria aislada en el marco, más amplio, de la
lucha por una sociedad y una economía más igualitarias.
LA PATENTE
PRUDENCIA DE LA DECISIÓN DE LA INDIA[33*]
(escrito en
coautoría con Arjun Jayadev)
La negativa
del Tribunal Supremo de la India a defender la patente de Gleevec, el exitoso
fármaco contra el cáncer desarrollado por el gigante farmacéutico suizo
Novartis, es una buena noticia para muchas personas de ese país que padecen
cáncer. Si otros países en vías de desarrollo siguieran el ejemplo de la India,
también sería una buena noticia en otras partes: se podrían dedicar más fondos
a otras necesidades, ya fuese para combatir el sida, ofrecer oportunidades
educativas o realizar inversiones que fomenten el crecimiento y reduzcan la
pobreza.
No obstante,
la decisión india también se traducirá en menos dinero para las grandes
empresas farmacéuticas internacionales. Apenas cabe sorprenderse de que esto
haya desembocado en una reacción ansiosa por parte de esas empresas y sus
grupos de presión. El fallo, alegan, destruye el incentivo para innovar, y por
tanto asestará un grave golpe a la salud pública a escala global.
Estas
afirmaciones son sumamente exageradas. Tanto desde el punto de vista económico
como desde el de la política social, la decisión del tribunal indio es sensata.
Además, sólo se trata de un esfuerzo localizado para reequilibrar un régimen de
propiedad industrial global muy escorado hacia los intereses farmacéuticos a
expensas del bienestar social. Más aún, entre los economistas existe un
consenso cada vez mayor en el sentido de que en realidad el actual régimen de
propiedad industrial asfixia la innovación.
Hace mucho
tiempo que el impacto de una firme protección de la propiedad industrial sobre
el bienestar social se considera ambiguo. La promesa de derechos de monopolio
puede estimular la innovación (aunque los descubrimientos más importantes, como
el del ADN, suelen producirse en universidades y laboratorios de investigación
financiados por el Estado, y dependen de otra clase de incentivos). Sin
embargo, a menudo eso conlleva importantes costes: unos precios más elevados
para los consumidores, el efecto desalentador sobre ulteriores procesos de
innovación que tiene restringir el acceso al conocimiento y —en el caso de
fármacos destinados a situaciones de vida o muerte— la muerte de todos aquellos
que no sean capaces de costearse las innovaciones que podrían haberlos salvado.
El peso
otorgado a cada uno de estos factores depende de las circunstancias y las
prioridades, y debería variar en función de los países y de los momentos. En
las primeras etapas de su desarrollo, los países industriales avanzados se
beneficiaron de un crecimiento económico más veloz y de un bienestar social
mayor adoptando una protección de la propiedad industrial más laxa de la que se
exige hoy en día a los países en vías de desarrollo. Incluso en Estados Unidos,
existe una inquietud cada vez mayor de que las llamadas «emboscadas de
patentes»[34*] y «patentes yo también» —así como la maraña pura y
dura de patentes en las que es probable que se vea envuelta cualquier
innovación a través de las reclamaciones de propiedad industrial de terceros—
estén desviando recursos de investigación escasos de los usos más productivos.
La India no
representa más que entre el 1 y el 2 por ciento del mercado farmacéutico
mundial. No obstante, debido a su dinámica industria de genéricos y su
disposición a desafiar las cláusulas de las patentes, tanto en el interior como
en sus jurisdicciones extranjeras, hace mucho tiempo que ocupa un lugar central
en las luchas en torno a la ampliación de los derechos de propiedad industrial
globales de las empresas farmacéuticas.
La
revocación de la protección de patentes para las medicinas aprobada en 1972
amplió enormemente el acceso a medicamentos fundamentales y desembocó en el
desarrollo de una industria farmacéutica nacional globalmente competitiva a
menudo denominada «la farmacia del mundo en vías de desarrollo». Por ejemplo,
la producción de fármacos antirretrovirales por parte de
fabricantes de genéricos indios como Cipla ha reducido el coste del tratamiento
del sida en el África subsahariana a sólo un 1 por ciento de lo que
representaba hace una década. Gran parte de esta valiosa capacidad global se
edificó bajo un régimen de escasa —de hecho, inexistente— protección de las
patentes farmacéuticas. Sin embargo, ahora la India está obligada por el
acuerdo sobre los Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual
relacionados con el Comercio (ADPIC), y ha revisado su legislación sobre
patentes en consecuencia, lo que ha generado una extensa angustia en el mundo
en vías de desarrollo en torno a las implicaciones para el suministro global de
medicinas asequibles.
En efecto,
el fallo judicial en el caso Gleevec sigue sin suponer más que un pequeño revés
para las farmacéuticas occidentales. A lo largo de las dos últimas décadas, los
grupos de presión se han esforzado por armonizar y reforzar un régimen de
propiedad industrial mucho más estricto y aplicable a escala global. En
consecuencia, en la actualidad existen a disposición de las compañías
farmacéuticas muchas legislaciones de protección que se solapan, y que a la
mayoría de países en vías de desarrollo les resulta muy difícil impugnar,
además de oponer a menudo sus obligaciones globales con sus obligaciones
domésticas de proteger las vidas y la salud de sus ciudadanos.
Según el
Tribunal Supremo de la India, su ley de patentes enmendada sigue haciendo mayor
hincapié en objetivos sociales que Estados Unidos y otras naciones: los
criterios de no obviedad y novedad requeridos para obtener una patente son más
estrictos (especialmente las referidas a medicamentos) y no se permite la
«perennización» de las patentes existentes, es decir, la protección de patentes
de cara a innovaciones graduales sucesivas. Así pues, el tribunal ha reafirmado
el compromiso prioritario de la India con la protección de las vidas y la salud
de sus ciudadanos.
El fallo
también subrayó un aspecto importante: pese a sus graves limitaciones, el
acuerdo ADPIC sí contiene algunas salvaguardias (raramente utilizadas) que
ofrecen a los países en vías de desarrollo cierto grado de flexibilidad para
limitar la protección de patentes. De ahí que desde su entrada en vigor la
industria farmacéutica, Estados Unidos y otros hayan presionado a favor de un
conjunto de normas más amplio y más vinculante a través de acuerdos
adicionales. Tales acuerdos limitarían, por ejemplo, la oposición a las
aplicaciones de las patentes; prohibirían a las autoridades reguladoras
nacionales aprobar medicamentos genéricos hasta que las patentes hubieran
expirado; mantendrían la exclusividad de la información, y por consiguiente
retrasarían la aprobación de fármacos biogenéricos; y requerirían nuevas formas
de protección, como las medidas contra la falsificación.
El argumento
de que el fallo indio socava los derechos de propiedad resulta curiosamente
incongruente. Uno de los fundamentos institucionales decisivos para la defensa
de los derechos de propiedad es un sistema judicial independiente. El Tribunal
Supremo de la India ha demostrado su independencia, y también que interpreta
fielmente las leyes y que no sucumbe fácilmente ante los intereses de las
multinacionales. Ahora le toca al Estado indio emplear las salvaguardas del
acuerdo ADPIC para garantizar que el régimen de propiedad industrial del país
fomente tanto la innovación como la salud pública.
Globalmente,
existe un reconocimiento cada vez más amplio de la necesidad de un régimen de
propiedad industrial cada vez más equilibrado. Ahora bien, la industria
farmacéutica, en un intento de consolidar sus beneficios, ha estado presionando
a favor de un régimen de propiedad industrial aún más restrictivo y
desequilibrado. Los Estados que estén planteándose aprobar acuerdos como el
Acuerdo Estratégico Trans-Pacífico de Asociación Económica, o acuerdos
«bilaterales» en calidad de socios de Estados Unidos y Europa, tienen que ser
conscientes de que uno de los objetivos ocultos es este. Aquello que se vende
como «acuerdos de libre comercio» contiene cláusulas de propiedad industrial
que podrían eliminar el acceso a medicamentos asequibles, lo que tendría unas
consecuencias potencialmente significativas sobre el crecimiento
económico y el desarrollo.
[27]
Danielle Allen, Our
Declaration: A Reading of the Declaration of Independence in Defense of Equality, Nueva York, Liveright, 2014. <<
[28]
No es del todo cierto. En algunos estados de Estados
Unidos, los delincuentes convictos pierden su derecho al voto, una cláusula
poco habitual en las democracias. <<
[29]
Ver «Income Inequality in the United States, 1913-1998»
con Thomas Piketty, Quarterly Journal of Economics 118, núm. 1 (2003),
1-39. Hay una versión más larga y actualizada,
publicada en
A. B. Atkinson y T. Piketty (eds.), Top
Incomes over the Twentieth Century Oxford, Oxford University Press, 2007.
Los cuadros y las cifras actualizados hasta 2012 en formato Excel en septiembre
de 2013 y otros materiales relacionados están disponibles en eml.berkeley.edu<<
[34]
Publicado originalmente con el título de «Complacencia
en un mundo sin líderes», Project Syndicate, 6 de febrero de 2013. <<
[35]
Para un análisis de este aspecto, ver George Soros, El nuevo paradigma de los mercados financieros: para entender la crisis actual,
Madrid, Taurus, 2008. <<
[36]
Ver Joan Robinson, The
Economics of Imperfect Competition, Londres, Macmillan, 1933, y Paul
Sweezy, The Theory of Capitalist
Development, Londres, D. Dobson, 1946. <<
[37]
Entre mis obras teóricas sobre este tema están
«Approaches to the Economics of Discrimination», American Economic Review 62, núm. 2 (mayo 1973), 287-295, y
«Theories of Discrimination and Economic Policy», en Patterns of Racial Discrimination, ed. de G. von Furstenberg et al., Lexington, Massachusetts,
Lexington Books, 1974, pp. 5-26. Los trabajos con Andy Weiss establecieron las
bases teóricas de la práctica de las líneas rojas, la costumbre de los bancos
de negar préstamos a quienes viven en ciertos lugares. Ver J. E. Stiglitz y A.
Weiss, «Credit Rationing in Markets with Imperfect Information», American Economic Review 71, núm. 3
(junio 1981), 393-410. La obra esencial que propuso la perspectiva alternativa,
es decir, que las fuerzas del mercado lucharían contra la discriminación, fue
la del difunto economista y premio Nobel Gary Becker, en su libro The Economics of Discrimination, 2.ª
ed., Chicago, University of Chicago Press, 1971. Como es natural, mi artículo
le molestó y me envió un correo electrónico para decírmelo. <<
Continuará