Por Joseph Stiglizt
SEGUNDA PARTE
REFLEXIONES PERSONALES
Los dos artículos que componen esta
breve parte repasan mi juventud desde la perspectiva actual. El
primero lo escribí con ocasión del 50.º aniversario de la Marcha a Washington
por el Trabajo y la Libertad, el 28 de agosto de 1963. Fue allí, en el
Washington Mall, donde el reverendo Martin Luther King pronunció su memorable
discurso de «Tengo un sueño». Yo tuve la fortuna de estar presente. Por
supuesto, no fue mera casualidad: como tantos de mis condiscípulos, intervenía
activamente en la lucha por la igualdad racial. La discriminación era una
cicatriz en nuestro cuerpo político. De niño, había visto a mi alrededor cómo
destruía vidas. Estaba en contra de todo lo que me habían enseñado que
representaba Estados Unidos. Sin embargo, el país vivía con ese veneno desde
antes de su fundación.
Más adelante
preguntaría (junto a otros economistas) si la discriminación podía persistir en
una economía de mercado. Era fácil demostrar que la respuesta era sí; cómo no
iba a poder, viendo que era una característica constante de las economías de
mercado en todo el mundo. Pese a ello, algunos especialistas habían tratado de
alegar lo contrario. En «La influencia de Martin Luther King en mis ideas
económicas» hago una breve alusión a esos trabajos, una muestra (como los
ensayos de macroeconomía que decían que no podía haber crisis) de lo mucho que
pueden llegar a alejarse de la realidad ciertos modelos económicos.[37]
Por el
contrario, «El mito de la Edad de Oro de Estados Unidos» lo escribí después de
leer la obra de Thomas Piketty El capital
en el sigloXXI y reflexionar sobre mi juventud. Piketty describía aquella
época como la era dorada del capitalismo, el periodo en el que este no había
estado caracterizado por unas desigualdades extremas. Mis recuerdos eran
distintos: de joven, en la América sucia e industrial, con enormes niveles de
discriminación, desigualdad, conflictos laborales, desempleo esporádico, no me
parecía que fuera ninguna edad dorada. El presidente Kennedy había dicho que
«una marea que sube eleva todos los barcos»; puede que la frase contuviera algo
de verdad cuando la pronunció en los años sesenta,[38]
pero desde luego no era así medio siglo después.
Lo que me
inquietó más de la reacción del Gobierno de Obama ante la crisis económica fue
que también parecía adherirse al principio de la economía de goteo: si damos
suficiente dinero a los bancos, la economía se recuperará. Yo había defendido
la necesidad de activar más bien la economía de filtración, de abajo a arriba:
si dábamos dinero a los propietarios de viviendas, de los cuales millones
estaban perdiendo sus casas, eso sí ayudaría a la economía. Ayudaría a los
propios bancos, por las consecuencias positivas para el mercado inmobiliario,
la disminución de los impagos de las hipotecas y el reforzamiento de la
economía en general.
«El mito de
la Edad de Oro de Estados Unidos» lo escribí también poco después de la
publicación del libro escrito por el exsecretario del Tesoro Timothy Geitner, Stress Test, en el que intentaba
defender, con mérito pero en mi opinión sin lograrlo, sus políticas y las del
Gobierno durante la crisis. Según él, les preocupó que ayudar a los
propietarios de viviendas en dificultades fuera injusto para los que habían
administrado bien su dinero y no necesitaban ayuda. Podía hacer que los dueños
de viviendas, en el futuro, no sintieran la necesidad de ser prudentes: el
«problema del riesgo moral», tan conocido por los economistas.
Nunca
entendí cómo él y tantos otros en la banca pudieron adoptar ese doble rasero.
De acuerdo con esa lógica, rescatar a los bancos malos no sólo era injusto para
los demás bancos, sino también para los millones de estadounidenses que estaban
sufriendo por los errores de aquellos. Era ayudar al culpable y abandonar a las
víctimas a su suerte. Si alguna vez habían sido necesarias pruebas de la
relevancia del riesgo moral, los banqueros las habían dado: el rescate de las
cajas de ahorros y los rescates en México, Corea, Tailandia e Indonesia, que en
realidad fueron,
todos ellos, rescates de instituciones financieras occidentales. Aun así, ahí
estábamos de nuevo rescatándolos. En cambio, los propietarios de viviendas, en
general, se habían visto engañados por los empleados del sector financiero que
les habían aconsejado que firmaran hipotecas inmensas, por encima de su
capacidad de pago. Habían aprendido la lección y no parecía que fueran a repetirlo.
Además, entre las propuestas para resolver el enorme número de ejecuciones
hipotecarias, estaban algunas que preveían la reestructuración de la deuda,
pero que exigían a los propietarios renunciar a gran parte del valor de sus
casas. Nada que ver con el todo gratis
que el Gobierno había proporcionado a los bancos.
Tuve la
buena suerte de formar parte de la multitud que escuchó en Washington al
reverendo Martin Luther King pronunciar su emocionante discurso de «Tengo un
sueño» el 28 de agosto de 1963. Yo tenía veinte años y acababa de terminar la
carrera. Un par de semanas después iba a comenzar mis estudios de posgrado
sobre economía en el Massachusetts Institute of Technology.
La noche
anterior a la Marcha a Washington por el Trabajo y la Libertad había dormido en
casa de un compañero de universidad cuyo padre, Arthur J. Goldberg, era
magistrado asociado del Tribunal Supremo y tenía el empeño de lograr la
justicia económica. ¿Quién iba a imaginar que cincuenta años después esa misma
institución, que en otro tiempo parecía decidida a engendrar un país más justo
e integrador, se convertiría en el instrumento para preservar las
desigualdades?, ¿que permitiría un gasto casi ilimitado de las empresas para
influir en las campañas políticas, actuaría como si hubiera dejado de existir
la discriminación en el voto y restringiría los derechos de los trabajadores y
otros demandantes a querellarse contra sus jefes y sus empresas por mala
conducta?
Oír hablar
al doctor King me provocó muchas emociones. A pesar de ser joven y llevar una
vida protegida, formaba parte de una generación que veía las desigualdades
heredadas del pasado, y estaba decidido a corregir esos males. Había nacido
durante la Segunda Guerra Mundial y había llegado a la mayoría de edad al
tiempo que la sociedad estadounidense se inundaba de unos cambios discretos
pero inconfundibles.
En Amherst
College, como presidente del consejo estudiantil, había ido con un grupo de
alumnos al sur del país para ayudar en la campaña por la integración racial. No
podíamos comprender la violencia de quienes querían conservar el viejo sistema
segregacionista. Cuando visitamos una universidad sólo para negros, nos provocó
una profunda impresión la diferencia de oportunidades educativas que tenían
allí los estudiantes en comparación con las que nosotros habíamos recibido en
nuestro centro privilegiado y enclaustrado. No tenían las mismas condiciones, y
la situación era completamente injusta. Era una realidad que tergiversaba la
idea del sueño americano con la que habíamos crecido y en la que creíamos.
Porque
confiaba en que se pudiera hacer algo para resolver este problema y otros que
había visto con gran claridad cuando era niño en Gary, Indiana —la pobreza, el
desempleo esporádico y persistente, la interminable discriminación contra los
afroamericanos—, fue por lo que decidí ser economista y apartarme de mi
intención original, que era dedicarme a la física teórica. Pronto descubrí que
me había unido a una extraña tribu. Aunque había algunos especialistas (entre
ellos, varios de mis profesores) a los que les preocupaban mucho los problemas
que me habían llevado a aquellos estudios, a la mayoría no le interesaban las
desigualdades; la escuela dominante tenía como ídolo a (un mal comprendido)
Adam Smith, el milagro de la eficiencia de la economía de mercado. Yo pensaba
que, si aquello era lo mejor posible, tenía que construir otra realidad
distinta para vivir en ella.
En el
peculiar mundo de la economía, el desempleo (cuando existía) era culpa de los
trabajadores. Un economista de la Escuela de Chicago, el premio Nobel Robert E.
Lucas Jr., escribiría más adelante: «De las tendencias dañinas para una
economía saneada, la más seductora y, en mi opinión, la más peligrosa, es la
obsesión por la distribución». Otro premio Nobel de la Escuela de Chicago, Gary
S. Becker, trató de demostrar que, en los mercados de trabajo verdaderamente
competitivos, no podía existir la discriminación. Aunque varios escribimos numerosos
ensayos en los que explicábamos que su razonamiento era un sofisma, sus
argumentos tuvieron buena acogida.
Como tanta
gente al repasar los últimos cincuenta años, no puede sino asombrarme la
diferencia entre las aspiraciones que teníamos entonces y lo que hemos logrado.
Desde luego, hay un «techo de
cristal» que se ha roto: tenemos un presidente afroamericano.Pero Martin
Luther King comprendía que la lucha por la justicia social era un combate muy
amplio, no sólo contra la segregación y la discriminación racial, sino para
obtener más igualdad económica y justicia para todos los estadounidenses. Por
algo los organizadores de la manifestación, Bayard Rustin y A. Philip Randolph,
la habían llamado Marcha a Washington por el Trabajo y la Libertad.
En muchos
aspectos, los avances en las relaciones entre las razas se han frenado, e
incluso invertido, debido a las dificultades económicas que afligen cada vez
más a nuestro país.
Por
desgracia, la batalla contra la discriminación abierta no se ha terminado:
cincuenta años después de la Marcha, y cuarenta y cinco años después de que se
aprobara la Ley de Vivienda Equitativa, grandes bancos estadounidenses como
Wells Fargo siguen discriminando por motivos de raza y atacando a nuestros
ciudadanos más vulnerables con sus préstamos abusivos. La discriminación en el
mercado de trabajo es profunda y generalizada. Los estudios indican que los
solicitantes con nombres que suenan a afroamericanos reciben menos llamadas
para acudir a entrevistas. La discriminación adopta formas nuevas; la selección
racial sigue siendo muy frecuente en muchas ciudades, por ejemplo en la
política de identificación y registro habitual en Nueva York. Nuestra tasa de
ocupación carcelaria es la más alta del mundo, aunque parece, por fin, que los
estados con problemas presupuestarios están empezando a ver que es una locura
—ya que no ven que es inhumano— derrochar tanto capital humano en prisiones
abarrotadas. Casi el 40 por ciento de los presos son negros. Es una tragedia de
la que han ofrecido pruebas documentales Michelle Alexander y otros expertos
legales.
Las cifras
son muy elocuentes: en Estados Unidos, en los últimos treinta años, no se han
reducido las diferencias entre las rentas de los afroamericanos (y los
hispanos) y los blancos. En 2011, la renta media de las familias negras fue de
40 495 dólares, el 58 por ciento de la renta media de las familias blancas.
Si pasamos
de las rentas al patrimonio, también se observan desigualdades abismales. En
2009, la riqueza media de los blancos era veinte veces la de los negros. La
Gran Recesión de 2007-2009 golpeó especialmente a los afroamericanos (como
suele golpear a quienes ocupan el fondo del espectro socioeconómico). Su
riqueza media cayó entre 2005 y 2009 un 53 por ciento, más del triple que la de
los blancos: una diferencia sin precedentes. Y la supuesta recuperación ha sido
poco más que una fantasía: más del 100 por ciento de las ganancias han ido a
parar al 1 por ciento más rico, un grupo en el que, por supuesto, no figuran
muchos negros.
¿Quién sabe
cómo se habría desarrollado la vida del doctor King si la bala de un asesino no
la hubiera cortado de golpe? Tenía 39 años cuando murió; hoy tendría 84. Aunque
probablemente se habría sumado a los esfuerzos del presidente Obama para
reformar nuestro sistema de salud y defender la red de protección social para
los ancianos, los pobres y los discapacitados, es difícil imaginar que alguien
con una visión moral tan aguda pudiera ver el país actual más que con
desesperación.
A pesar de
la retórica sobre la tierra de las oportunidades, las perspectivas de vida de
una persona joven en Estados Unidos dependen más de los ingresos y la educación
de sus padres que casi en cualquier otro país avanzado. Y así se perpetúa el
legado de discriminación y falta de oportunidades educativas y laborales de una
generación a otra.
Con esta
falta de movilidad, el hecho de que, todavía hoy, el 65 por ciento de los niños
afroamericanos vivan en familias de rentas bajas no presagia nada bueno para su
futuro ni el del país.
Los ingresos
reales de los varones que no tienen más que un título de bachillerato han
sufrido enormes caídas en los últimos veinte años, y ese declive ha afectado de
forma desproporcionada a los afroamericanos.
A pesar de que la segregación racial en las escuelas
está oficialmente prohibida, en la práctica, la
segregación educativa ha empeorado en los últimos decenios, según demuestran
Gary Orfield y otros estudiosos.
Una de las
razones es que el país padece más segregación económica. Los niños negros
pobres tienen más probabilidades de vivir en comunidades con concentración de
pobreza; es el caso de alrededor del 45 por ciento, frente al 12 por ciento de
los niños blancos pobres, según ha señalado el Instituto de Política Económica.
Este año he
cumplido 70. He dedicado gran parte de mi trabajo académico y en el servicio
público durante los últimos decenios —incluida mi pertenencia al Consejo de
Asesores Económicos durante el mandato de Clinton, y después en el Banco
Mundial— a la reducción de la pobreza y la desigualdad. Confío en haber
respondido al llamamiento que hizo Martin Luther King hace medio siglo.
Tenía razón
cuando dijo que estas divisiones persistentes son un cáncer en nuestra
sociedad, erosionan nuestra democracia y debilitan nuestra economía. Su mensaje
era que las injusticias del pasado no eran inevitables. Pero sabía también que
no bastaba con soñar.
EL MITO DE LA EDAD DE ORO DE ESTADOS UNIDOS[13*]
Cuando era
niño y vivía en Gary, Indiana, una ciudad industrial en la orilla sur del lago Michigan,
asolada por la discriminación, la pobreza y los brotes de grave desempleo, no
me di cuenta de que estaba viviendo en la edad de oro del capitalismo. Era una
ciudad en la que todos trabajaban en lo mismo, que recibía su nombre del
presidente del consejo de U. S. Steel. Tenía la mayor fábrica integrada de
acero del mundo y un sistema de escuelas progresista, pensado para convertir
Gary en un crisol de culturas alimentado por inmigrantes de toda Europa. Sin
embargo, cuando yo nací, en 1943, ya estaban empezando a aparecer grietas en el
crisol. Para romper las huelgas —para garantizar que los trabajadores no se
beneficiaran debidamente de las mejoras en la productividad que permitía la
tecnología moderna—, las grandes empresas del acero llevaban desde el sur a
trabajadores afroamericanos que vivían en barrios aislados y más pobres.
Las
chimeneas expulsaban veneno a la atmósfera. Los despidos periódicos dejaban a
multitud de familias viviendo en la precariedad. Ya de niño tuve claro que el
libre mercado tal como lo conocíamos no era una fórmula que pudiera sostener
una sociedad próspera, sana y feliz.
Por eso,
cuando fui a la universidad a estudiar Económicas, me asombró lo que empecé a
leer. Los textos tradicionales de la época parecían no tener nada que ver con
la realidad que yo había visto en Gary. Decían que el desempleo no debería
existir y que el mercado producía el mejor de los mundos posibles. Si aquello
era verdad, pensaba yo, prefería vivir en otro mundo. Mientras otros
economistas se obsesionaban con ensalzar las virtudes de la economía de
mercado, yo trabajé mucho para saber por qué fracasan los mercados, y dediqué
gran parte de mi tesis doctoral en el MIT a comprender las causas de la
desigualdad.
Casi medio
siglo después, el problema de las desigualdades ha alcanzado dimensiones de
crisis. John F. Kennedy, en el espíritu de optimismo predominante durante mi
época de universitario, declaró en una ocasión que una marea que sube eleva
todos los barcos. Hoy resulta que estamos casi todos en el mismo barco, el que
contiene al 99 por ciento menos rico. Es un barco muy diferente —caracterizado
por más pobreza en el fondo y un vaciado de la clase media— del que ocupa el 1
por ciento de la cima.
Lo más
preocupante es comprender que el sueño americano —la idea de que vivimos en la
tierra de las oportunidades— es un mito. Las posibilidades que va a tener un
niño estadounidense en su vida dependen hoy más de las rentas y la educación de
sus padres que en muchos otros países avanzados, incluida la «vieja Europa».
Y ahora
llega Thomas Piketty, que nos advierte en su reciente libro merecidamente
elogiado, El capital en el sigloXXI, que las cosas van a empeorar. Sobre todo,
dice que el estado natural del capitalismo
parece ser de gran desigualdad. Cuando hice mis estudios de posgrado, nos
enseñaban todo lo contrario. El economista Simon Kuznets escribió, lleno de
optimismo, que después de un periodo inicial de desarrollo en el que
aumentarían las desigualdades, estas empezarían a desaparecer. Aunque entonces
los datos eran escasos, tal vez fuera verdad cuando lo escribió: daba la
impresión de que las desigualdades del siglo XIX y
principios del XX estaban disminuyendo. Su conclusión pareció
confirmarse durante el periodo entre la Segunda Guerra Mundial y 1980, en el
que las fortunas de los ricos y la clase media mejoraron en paralelo.
Pero los
acontecimientos del último tercio de siglo indican que aquel periodo fue una
anomalía. Fue una época de solidaridad derivada de la guerra en la que el
Gobierno garantizaba la igualdad de oportunidades, y la Ley de Derechos de los
Soldados y otros avances posteriores en los derechos civiles eran la prueba de
que el sueño americano era una realidad. Hoy, las desigualdades están volviendo
a aumentar de manera espectacular, y los últimos treinta años han demostrado
sin lugar a dudas que uno de los principales culpables es la economía de goteo:
la idea de que el Estado puede mantenerse al margen y, si los ricos se
enriquecen aún más y
utilizan su talento y sus recursos para crear empleo, todo el mundo saldrá
beneficiado. No es verdad; los datos históricos lo dejan bien claro.
Pero nos ha
costado demasiado tiempo, como país, ser conscientes de este peligro. Los
cambios en la distribución de las rentas y la riqueza se producen con lentitud,
y por eso es necesaria una amplia perspectiva histórica como la que proporciona
Piketty para tener una idea de lo que está ocurriendo.
Resulta
irónico que la prueba definitiva que desacredita esta idea tan republicana del
goteo económico la haya dado un Gobierno demócrata. La estrategia del
presidente Barack Obama de salvar primero a los bancos para evitar que Estados
Unidos cayera en otra Gran Depresión se basaba en que, al dar dinero a los
bancos (y no a los propietarios de viviendas de quienes los bancos habían
abusado), se salvaría la economía. La administración derramó miles de millones
sobre unas instituciones que habían llevado al país al borde de la ruina sin
fijar ninguna condición a cambio. Cuando el Fondo Monetario Internacional y el
Banco Mundial emprenden un rescate, casi siempre exigen unos requisitos para
asegurarse de que se le da al dinero el uso deseado. En nuestro caso, el
Gobierno expresó su confianza en que los bancos iban a mantener la circulación
del crédito, la savia de la economía. Y los bancos redujeron sus préstamos y
pagaron primas asombrosas a sus directivos, a pesar de que habían estado a
punto de destruir sus empresas. Ya entonces sabíamos que habían obtenido gran
parte de sus beneficios no mediante el aumento de la eficiencia de la economía,
sino mediante la explotación: préstamos abusivos, malas prácticas en el uso de
las tarjetas de crédito y precios monopolísticos. La dimensión total de sus
fechorías —por ejemplo, la manipulación ilegal de los tipos de interés y los
tipos de cambio, que tenían repercusiones de cientos de billones de dólares en
los derivados y las hipotecas— no había hecho más que empezar a asomar.
Obama
prometió acabar con estos abusos, pero hasta ahora no hay más que un banquero
que haya ido a la cárcel (junto con unos cuantos empleados de nivel medio y
bajo). El antiguo secretario del Tesoro del presidente, Timothy Geithner, hace
un intento meritorio pero infructuoso de defender las medidas del Gobierno en
su reciente libro Stress Test, en el
que dice que no había alternativas. Pero está claro que a Geithner le
preocupaba demasiado el «peligro moral» de ayudar a los propietarios de casas
en dificultades —en otras palabras, fomentar unos hábitos descuidados de
endeudamiento— y mucho menos el de ayudar a los bancos y la responsabilidad de
estos últimos por haber facilitado ese endeudamiento excesivo y haber vendido
hipotecas que representaban un riesgo inasumible para las clases pobres y
medias.
De hecho,
los intentos de Geithner de justificar lo que hizo el Gobierno refuerzan
todavía más mi convicción de que el sistema está marcado. Si quienes están a
cargo de tomar las decisiones fundamentales tienen la mente tan capturada por
el 1 por ciento, por los banqueros, que creen que la única alternativa es dar a
los causantes de la crisis cientos de miles de millones de dólares y dejar en
la cuneta a los trabajadores y los propietarios de casas, el sistema es
injusto.
Esta
estrategia agudizó también uno de los problemas más acuciantes del país: el
aumento de las desigualdades. La economía sólo puede recobrarse por completo y
crecer más deprisa con una clase media vibrante. Cuantas más desigualdades
haya, más lento será el crecimiento, una conclusión que respalda ya el propio
FMI. Como los menos ricos gastan una proporción mayor de sus rentas que los
ricos, cuando tienen más ingresos hacen que aumente la demanda. Cuando aumenta
la demanda, se crean puestos de trabajo. En este sentido, los verdaderos
creadores de empleo son los ciudadanos corrientes. Es decir, el coste de las
desigualdades es muy alto: una economía más débil, caracterizada por menor
crecimiento y más inestabilidad. No es tan complicado.
Ahora bien,
ninguna de estas cosas es consecuencia de unas fuerzas económicas inexorables;
son resultado de unas políticas y unas estrategias, de lo que hemos hecho y lo
que no hemos hecho. Si
nuestra política genera un sistema tributario que favorece a los que obtienen
sus rentas del capital, un sistema educativo en el que los hijos de los ricos
tienen acceso a las mejores escuelas y los hijos de los pobres van a las
mediocres, y un acceso exclusivo de los ricos a los mejores abogados fiscales y
centros financieros en el extranjero que les permiten evadir una buena parte de
los impuestos, no es extraño que haya un enorme grado de desigualdad y muy
pocas oportunidades. Y la situación va a empeorar.
Con cautela
y demasiado tarde, con seis años de retraso, el Gobierno de Obama ha empezado a
revisar sus opiniones sobre la Gran Recesión. El propio Geithner, en su libro,
está de acuerdo en que se debería haber hecho más. Pero claro, los recursos
escaseaban, y había que poner el dinero donde iba a ser más rentable. Esa es la
cuestión: si hizo caso a los banqueros, no es extraño que les diera el dinero a
ellos. Ya antes de que Obama tomara posesión, reclamé que se diera más
importancia a los propietarios de viviendas, que, por lo menos, combináramos la
economía de goteo con un poco de economía de filtración hacia arriba. Pero a
los que opinábamos así nos hicieron poco caso porque el Gobierno pidió consejo
a grupos que tenían determinados intereses en el sector financiero.
Y hoy no
cabe ya duda de que el alto grado de desigualdad económica se ha traducido en
nuevas formas de desigualdad política, hasta el punto de que es más apropiado
calificar nuestro sistema político como «un dólar, un voto» que como «una
persona, un voto». La decisión del Tribunal Supremo sobre Citizens United en
enero de 2010 dio más derecho a influir en la política a las empresas que a los
individuos, sin que ni ellos ni sus directivos tengan que responder de nada. La
decisión de este año sobre el caso McCutcheon ha eliminado los límites totales
a las aportaciones que puede hacer una persona a los candidatos y partidos
nacionales. En otras palabras, hoy, cuanto más rico es uno, más capacidad tiene
de influir en el proceso político y las decisiones económicas derivadas de él,
y manipular todo en favor del 1 por ciento. ¿A alguien le asombra que los ricos
sean cada vez más ricos?
Los obamitas
parecen asombrados de que el país no esté más agradecido a su Gobierno por
haber evitado otra Gran Depresión. Rescataron los bancos y, con ello, salvaron
la economía de una tormenta histórica. Y destacan con orgullo que todo el
dinero que se entregó al sector financiero se ha recuperado con creces. Pero
cuando dicen esas cosas ignoran varios hechos cruciales: aquello no fue algo
que sucedió, sin más. Fue resultado de un comportamiento irresponsable, la
consecuencia previsible y prevista de la desregulación y el insuficiente
cumplimiento de las normas que quedaron en vigor, de haber asumido la
mentalidad del 1 por ciento y los banqueros, algo de lo que Geithner y su
mentor, el antiguo asesor económico de la Casa Blanca Larry Summers, tuvieron
no poca responsabilidad. Fue como si, después de un accidente causado por un
conductor borracho, al que la última copa se la hubiera servido el policía de
servicio, hubieran vuelto a dejar conducir al culpable y hubieran llevado su
coche al taller, mientras la víctima languidecía en el lugar del delito.
La propia
devolución del dinero es, al menos en parte, resultado de un juego que
enorgullecería a cualquier estafador. El Gobierno, bajo los auspicios de la
Reserva Federal, presta dinero al banco con un tipo de interés de casi cero. El
banco se lo presta a su vez al Gobierno al 2 o 3 por ciento de interés, y el
«beneficio» se le devuelve al Gobierno en pago de la «inversión» que había
hecho. Mientras tanto, los responsables del banco obtienen una prima por los
enormes rendimientos que han «ganado», en una operación que habría podido hacer
un niño de doce años. ¿Eso es capitalismo? En un verdadero mundo regido por el
derecho, el conductor borracho debería haber pagado no sólo sus propios costes
de reparación sino también los daños causados; en este caso, la pérdida
acumulada de PIB, que asciende ya a más de ocho billones de dólares y sigue
aumentando a un ritmo de dos billones anuales. Los bancos se recuperan mientras
la renta del estadounidense medio desciende a los niveles más bajos desde hace
dos decenios. Se comprende que exista cierta indignación en el cuerpo político.
Lo que ha
pasado no es un fallo de comunicación, como querrían hacernos pensar desde el
Gobierno. El problema fue que los estadounidenses sabían lo que estaban haciendo.
En el país hubo un encendido debate sobre otras posibles vías de actuación,
antes, durante y después de los rescates. Si críticos como Sheila Bair,
Elizabeth Warren, Neil Barofsky, Simon Johnson, Paul Krugman y otros (de la
derecha, la izquierda y el centro) se impusieron —al menos en el debate
intelectual y la batalla por la percepción pública—, no fue porque fueran
mejores comunicadores. Fue porque tenían un mensaje más convincente: había
formas alternativas de rescatar la economía, más justas y que la habrían
fortalecido. Por el contrario, nuestra política y nuestra economía están
encerradas hoy en un círculo vicioso: la desigualdad económica lleva a la
desigualdad política, y esa desigualdad política lleva a reescribir las reglas
para aumentar el nivel de desigualdad económica todavía más, y así
sucesivamente. El resultado es que nuestra democracia provoca una desilusión
cada vez mayor.
Las cosas
pueden empeorar. Las últimas investigaciones han revelado muchos otros círculos
viciosos. Las trampas de pobreza hacen que los que están en el fondo
permanezcan en él. El destino de un hijo de padres pobres que es muy buen
estudiante es más sombrío que el de un hijo de padres ricos que es mucho peor.
En Estados Unidos, alrededor de la cuarta parte de los estudiantes de primer
curso de universidad procedentes de la mitad inferior de la escala de rentas
han acabado la carrera a los 24 años, frente al 90 por ciento de la cuarta
parte superior. Y dado que los sueldos de los que sólo han terminado el
bachillerato son un 62 por ciento de los sueldos de los titulados
universitarios —en 1965 la relación era del 81 por ciento—, la perspectiva es
que van a ser más pobres que sus padres.
Mientras
tanto, la bajada de impuestos sobre el capital y sobre las transmisiones
permite la acumulación de riqueza heredada; en la práctica, la creación de una
nueva plutocracia. Incluso es posible, como indiqué hace mucho tiempo en mi
tesis doctoral y como ha subrayado Piketty, que la riqueza se concentre cada
vez más en manos de unos pocos selectos. La prosperidad repartida que
caracterizó al país en aquella época dorada de mi juventud —en la que todos los
grupos aumentaron sus rentas pero los de abajo las aumentaron más deprisa—
desapareció hace mucho.
Sin embargo,
soy lo bastante ingenuo, tal vez, como para creer que la culpa no es sólo del
capitalismo: es también, quizá incluso más, de la parálisis de nuestra política
y la desaparición de toda idea progresista de un debate que aún sostiene que el
principal problema es el Gobierno. He dedicado mi vida como economista a
cuestionar los mercados, demostrar sus imperfecciones, y, sin embargo, los
mercados pueden ser una potente fuerza que eleva el nivel de vida de todo el
mundo. Pero necesitamos un equilibrio como el que alcanzamos a mediados del
siglo XX, cuando dimos un papel progresista al Gobierno. Si no, me
temo que tendremos una cicatriz permanente por el sistema económico y político
manipulado que tanto ha contribuido ya a crear las desigualdades actuales.
Cuando era niño en Gary,
durante su propia y asfixiante «edad de oro», era imposible saber hacia dónde
se encaminaba la ciudad. No sabíamos, o no hablábamos, de la
desindustrialización de Estados Unidos, que estaba a punto de comenzar. En
otras palabras, no sabía que la sombría realidad que estaba dejando atrás era
la mejor que iba a experimentar Gary en toda su historia.
Me preocupa que Estados Unidos pueda estar hoy en
esa misma situación.
DIMENSIONES DE LA DESIGUALDAD
La desigualdad —tanto en Estados
Unidos como en otros países— tiene muchas dimensiones.
Cada una con
su propia historia. Algunos países están peor en un aspecto, y mejor en otros.
Hay desigualdades en la cima —la proporción de rentas en manos del 1 por ciento
o del 0,1 por ciento— y desigualdades en el escalón más bajo, el número de
personas que viven en la pobreza, y en qué grado de pobreza. Hay desigualdades
en la sanidad y en el acceso a la educación, en la voz política y en la
inseguridad. Hay desigualdades de género y carencias infantiles. Y lo más
importante, tal vez, es la igualdad de oportunidades.
Las
desigualdades, por supuesto, están relacionadas: las carencias en la infancia y
la desigualdad en el acceso a la educación y la sanidad garantizan, a la hora
de la verdad, que no haya igualdad de oportunidades. Las pruebas, cada vez más
numerosas, de que los países (o las regiones) en los que hay más desigualdad de
rentas tienen menos igualdad de oportunidades nos ayudan a comprender por qué
Estados Unidos, con el mayor nivel de desigualdad de rentas entre los países
avanzados, es hoy uno de los que tiene menos igualdad de oportunidades. Las
perspectivas de vida de un joven estadounidense dependen más de las rentas y la
educación de sus padres que las de los jóvenes en otros países avanzados.
Los
artículos que forman esta parte del libro ofrecen un análisis selectivo de
varias facetas clave de esas desigualdades, empezando por «Igualdad de
oportunidades, nuestro mito nacional». Muchos aspectos de la cuestión señalados
en este texto reaparecen en ensayos posteriores. Por ejemplo, las carencias
infantiles nos parecen tal perversidad moral porque es imposible achacar a los
niños ninguna responsabilidad por su situación; y no podremos remediar nuestra
falta de igualdad de oportunidades mientras no solucionemos ese problema. Sin
embargo, como indico en un artículo sobre UNICEF, escrito en conmemoración del
25.º aniversario de la Convención sobre los Derechos del Niño, uno de cada
cinco niños en Estados Unidos vive en situación de pobreza.
«La deuda de
los estudiantes y el fin del sueño americano» aborda una de las desigualdades
más graves de nuestro país: el acceso a la enseñanza superior. A su vez, esa
desigualdad es una de las razones de que Estados Unidos haya dejado de ser la
tierra de las oportunidades. En contraste con otros tiempos, en los que solía
ser el país en el que una mayor proporción de la población lograba un título
universitario, hoy ocupa un lugar muy inferior en esa lista. Todavía más
desolador es ver hasta qué punto perpetúa las ventajas y las desventajas: entre
los estadounidenses nacidos alrededor de 1980, sólo el 9 por ciento de los
pertenecientes a la franja inferior de la escala de rentas posee un título
universitario.
Uno de los
motivos es el coste de la enseñanza superior. Otros países ofrecen educación
gratuita o muy subvencionada. La situación ya era mala antes de 2008, pero la
crisis la ha empeorado más aún. A medida que las rentas disminuían, los estados
recortaron las ayudas y las universidades se vieron obligadas a subir las
matrículas. Justo cuando los estadounidenses empezaban a tener financiaciones
excesivas para la compra de vivienda, empezaron también a endeudarse demasiado
para pagar la educación; el dinero que deben los estudiantes sobrepasa con
creces el billón de dólares, y el estudiante medio se gradúa con una deuda de
casi 30 000 dólares. Las consecuencias macroeconómicas de esta tendencia las
analizaremos más adelante, ya que condiciona a los jóvenes a la hora de
decidirse a comprar un coche o una casa o incluso a casarse. Pero las
microconsecuencias se ven en todas partes: la presión que sufren los jóvenes
que se sienten atrapados, conscientes de que, si no hacen estudios superiores,
sus perspectivas son malas, pero, si los hacen, al terminar tendrán una deuda
insoportable.
En este breve ensayo no toco una cuestión evidente:
¿existe alguna alternativa, sobre todo en un país que
afronta serias restricciones presupuestarias? Hay dos formas de enfocar el
asunto. Otros países mucho más pobres que Estados Unidos han decidido que la
educación universal es una prioridad y proporcionan enseñanza universitaria
gratuita (o mucho más subvencionada). Un ejemplo es la iniciativa adoptada por
el presidente Obama en 2015 de hacer que los colegios universitarios públicos (community colleges) sean gratuitos para
los estudiantes que cumplan determinados requisitos. Este fue un aspecto muy
importante en el referéndum escocés de 2014 sobre la independencia: mientras
Inglaterra ha seguido el modelo de Estados Unidos y desde hace quince años ha
aumentado enormemente el precio de las matrículas, Escocia ofrece educación
gratuita a los jóvenes. La otra manera de abordar la cuestión es la de
Australia. Allí, el Gobierno presta dinero a bajo interés a los estudiantes,
que luego lo devuelven en función de sus ingresos. Los que tienen mayores
ingresos devuelven más. Con ello no sólo se evita la enorme presión a que el
sistema estadounidense —y el aprovechamiento de los prestamistas privados—
somete a los jóvenes, sino que les permite escoger una profesión que encaje con
sus intereses y capacidades. Pueden dedicarse a la administración o a la
enseñanza sin preocuparse por sus deudas. Los estudiantes de derecho pueden
dedicarse al derecho de interés público en lugar del de sociedades. Están claros
los beneficios que obtiene la sociedad.
«Justicia para algunos»
trata un aspecto especialmente desagradable de la desigualdad en Estados
Unidos, la falta de acceso equitativo a la justicia. Los jóvenes
estadounidenses comienzan la jornada con la promesa de lealtad a la bandera.
Una de las cosas que dicen es «con justicia para todos». Sin embargo, Estados
Unidos es cada vez más un país que ofrece «justicia para quienes pueden
pagársela». Donde mejor se comprueba esta situación es en nuestro sistema de
justicia penal. Estados Unidos tiene más proporción de sus ciudadanos en la
cárcel que ningún otro país, incluida China: posee el 5 por ciento de la
población mundial, pero el 25 por ciento de los presos. Ahora bien, son los
pobres y los afroamericanos los que más probabilidades tienen de pasar su
juventud en prisión, y no en la escuela.[39]
El artículo
aborda el problema en el contexto de la crisis de la vivienda, en particular
uno de sus aspectos: la «crisis de las firmas automáticas». En sus prisas por emitir
hipotecas abusivas, los bancos no estaban atentos a archivar bien los
documentos. Cuando llegó la inevitable crisis y hubo que empezar a echar a la
gente de unas casas para las que los bancos habían prestado dinero con sumo
gusto unos años antes, los papeles de las instituciones sobre quién había
pagado qué eran caóticos. Muchos estados disponen de un sistema que permite que
los bancos se limiten a firmar una declaración jurada diciendo que han
examinado los expedientes y que el individuo al que se está aplicando la
ejecución hipotecaria debe el dinero que se le atribuye. El pobre acusado puede
gastarse su dinero para tratar de defenderse, pero eso es lo malo de ser pobre
en Estados Unidos: obtener justicia es caro. Los bancos mintieron a los tribunales,
repetidas veces. Expulsaron de sus hogares a personas que no debían dinero. Mi
artículo plantea una pregunta preocupante: los estadounidenses creen que una de
las virtudes de su país consiste en que es un Estado de derecho, pero ¿lo es
verdaderamente? Se supone que el Estado de derecho debe defender al débil
contra el fuerte. Se supone que la ley se aplica de manera imparcial. Tenemos
leyes contra el perjurio. Tenemos leyes concebidas para proteger a la gente
contra quienes se apoderan injustamente de su propiedad. Sin embargo, no
utilizamos la ley contra los banqueros; ninguno de ellos acabó encarcelado por
hacer mal uso de la justicia. Podríamos haber evitado la crisis de las
hipotecas si hubiéramos aplicado con más eficacia unas leyes que ya estaban escritas
sobre los préstamos abusivos y discriminatorios y si la Reserva Federal hubiera
cumplido con sus responsabilidades e impuesto unos criterios para llevar a cabo
préstamos en el mercado hipotecario.
«La única
solución que queda para el problema de la vivienda», escrito en colaboración
con Mark Zandi, economista jefe de Moody’s, sostiene que existían formas
alternativas de gestionar la crisis de la vivienda cuando se produjo,
aprovechando una idea que había funcionado
en la Gran Depresión y que no le habría costado nada al Gobierno. El senador
Jeff Merkley, de Oregón, presentó un proyecto de ley, «La reconstrucción de la
propiedad de viviendas en Estados Unidos», que lo habría hecho posible. E
incluso existía una estrategia para logarlo sin salirse de las limitaciones
políticas existentes en ese momento. Pero no conseguimos que la administración
de Obama se sumara al esfuerzo.
Más tarde,
la administración reconoció que no haber hecho más por la vivienda era uno de
sus errores fundamentales tanto desde el punto de vista económico como
político. Se estaba regalando dinero a los bancos mientras no se hacía
prácticamente nada por los ciudadanos corrientes que estaban perdiendo sus
casas. Hubo algunos programas menores, de unos cuantos miles de millones de dólares,
que se anunciaron con gran bombo y después resultaron decepcionantes. Se
rescató a pocos propietarios de viviendas. El Gobierno nunca explicó bien por
qué no había apoyado esta propuesta ni otras alternativas que habíamos
defendido algunos.[40] Quizá fue
porque nunca calcularon la profundidad de la crisis que se nos venía encima;
tal vez porque estaban tan obsesionados por rescatar a los bancos que pensaron
que desviar la atención —y el dinero— hacia cualquier otro lado sería un error;
quizá porque hicieron demasiado caso a los banqueros, que eran más propensos a
echar la culpa a los prestatarios que a sus propias prácticas de préstamo; tal
vez porque muchas propuestas (pero no esta) exigían que los bancos reconocieran
sus pérdidas; o tal vez porque los banqueros confiaban en poder seguir
explotando a los propietarios de viviendas, y la propuesta habría limitado su
capacidad de hacerlo al darles la opción de refinanciar.
Los dos
últimos artículos de esta parte tratan de dos de los aspectos más inquietantes
de las desigualdades en Estados Unidos: la pobreza entre los niños y las
desigualdades en la atención sanitaria. La pobreza infantil en nuestro país,
una de las peores en los países avanzados, tiene consecuencias durante toda la
vida. Y como una gran parte de los ciudadanos no pueden desarrollar todo su
potencial, también tiene consecuencias importantes para el comportamiento de la
economía en su conjunto. Los niños han resultado especialmente afectados por
las desigualdades crecientes entre los adultos y la eliminación de programas
públicos que proporcionan no sólo una red de seguridad sino una serie de
beneficios de los que dependen los ciudadanos corrientes. La situación es tan
mala que, si se preguntara a una persona hipotética que aún no haya nacido —sin
saber dónde iba a hacerlo, arriba o abajo, hijo de un millonario, un fontanero
o un maestro— en qué lugar tendría más posibilidades, sólo con mirar las
estadísticas, no escogería Estados Unidos. Sí lo elegiría, por supuesto, si
supiera que iba a ser hijo de una familia rica y educada, si tuviera
garantizado entrar en la refriega desde arriba. En cualquier otro caso, no.
El último
artículo de esta sección lo escribí en plena propagación de la epidemia de
ébola en África occidental, cuando cundió el temor a que se extendiera a
Estados Unidos. Había dos elementos fundamentales: el primero, que la
enfermedad se afianzó en una zona de gran pobreza y servicios de salud
limitados. Y el segundo, que, cuando surge una crisis así, queremos que la
gestione el Gobierno, no el sector privado; pero la falta de financiación de
los organismos públicos nacionales e internacionales ha debilitado su capacidad
de hacerlo. El artículo afirma que estamos pagando un precio muy caro por
nuestro compromiso ideológico con la sanidad de gestión y financiación privada
y por no haber hecho lo suficiente para reducir las desigualdades sanitarias.
Antes de
pasar a otro apartado, debo subrayar que no he tocado más que unas cuantas de
las muchas dimensiones que tiene la gran brecha en Estados Unidos. En
particular, no he escrito sobre la brecha racial ni de género; aunque las
desigualdades entre los sexos han disminuido, siguen siendo grandes, y, en
cuanto a las raciales, las mejoras han sido decepcionantes. Desde luego, hay
triunfos simbólicos, algunos directivos de empresas y el propio presidente
Obama. Pero las disparidades de rentas entre los blancos y los afroamericanos
han empeorado, y las diferencias de riqueza han aumentado, sobre todo tras la Gran
Recesión. Tampoco he descrito la aniquilación de la clase media estadounidense.
Los ensayos que forman esta parte
del libro preparan el terreno para los de la siguiente, en la que examinamos
las causas de este aumento de las
desigualdades.
IGUALDAD DE
OPORTUNIDADES, NUESTRO MITO NACIONAL[14*]
El discurso
que pronunció el presidente Obama en la inauguración de su segundo mandato
empleó un lenguaje enardecedor para reafirmar el compromiso de Estados Unidos
con el sueño de la igualdad de oportunidades: «Somos fieles a nuestro credo
cuando una niña nacida en la más abyecta pobreza sabe que tiene las mismas
probabilidades de triunfar que cualquier otra persona, porque es
estadounidense; es libre y es igual, no sólo a ojos de Dios sino también a los
nuestros».
La distancia
entre aspiración y realidad no puede ser mayor. Hoy, Estados Unidos tiene menos
igualdad de oportunidades que casi cualquier otro país industrial avanzado.
Sucesivos estudios han denunciado el mito de que nuestro país es una tierra de
oportunidades. Resulta especialmente trágico: los estadounidenses pueden
discrepar sobre si es deseable una igualdad de resultados, pero existe un
consenso casi universal en que la falta de igualdad de oportunidades es
indefendible. El Pew Research Center ha descubierto que alrededor del 90 por
ciento de los ciudadanos creen que el Gobierno debe hacer todo lo posible para
garantizar la igualdad de oportunidades. Tal vez hace cien años, Estados Unidos
habría podido presumir con razón de ser la tierra de las oportunidades, o al
menos una tierra en la que había más oportunidades que en otras. Pero hace al
menos un cuarto de siglo que dejó de ser así. Los relatos de Horatio Alger
sobre personajes que pasan de la miseria a la riqueza no eran ningún engaño
deliberado, pero, dado que nos han arrastrado a un falso sentimiento de
satisfacción, es como si lo fueran.
No es que la
movilidad social sea imposible, pero los casos de gente que asciende en la
sociedad están convirtiéndose en una rareza estadística. Según los estudios de
la Brookings Institution, sólo el 58 por ciento de los estadounidenses nacidos
en el 20 por ciento inferior de la escala de rentas consiguen salir de esa
categoría, y sólo el 6 por ciento llega hasta la cima. La movilidad económica
es menor en Estados Unidos que en la mayor parte de Europa y en toda
Escandinavia.
Otra forma
de abordar la igualdad de oportunidades es preguntar hasta qué punto dependen
las perspectivas de un niño de la educación y las rentas de sus padres. ¿Hay
las mismas probabilidades de que un niño de padres pobres y con escasa
educación obtenga una buena formación y ascienda a la clase media que en el
caso de un hijo de padres de clase media y con títulos universitarios? Incluso
en una sociedad más igualitaria, la respuesta sería no. Pero las perspectivas de
vida de un estadounidense dependen más de las rentas y la educación de sus
padres que casi en cualquier otro país avanzado del que existen datos.
¿Cómo se
explica esto? En parte, tiene que ver con la discriminación que aún existe. Los
hispanos y los afroamericanos siguen cobrando salarios inferiores a los de los
blancos, y las mujeres siguen cobrando menos que los hombres, a pesar de que en
los últimos tiempos han superado a los hombres en el número de títulos
superiores. Aunque las diferencias de género en el lugar de trabajo son menores
que antes, todavía existe un techo de cristal: las mujeres están muy mal
representadas en los puestos directivos de las empresas y constituyen una
proporción minúscula de los consejeros delegados.
No obstante,
la discriminación no es más que una mínima parte de la situación. Seguramente
el motivo más importante de la falta de igualdad de oportunidades es la
educación, en cantidad y en calidad. Después de la Segunda Guerra Mundial,
Europa hizo un gran esfuerzo para democratizar sus sistemas educativos.
Nosotros también, con la Ley de Derechos de los Soldados, que puso la enseñanza
superior al alcance de los estadounidenses de todo el espectro económico.
Pero
entonces cambiamos en varios sentidos. Aunque la segregación racial disminuyó,
la segregación económica aumentó. A partir de 1980, los pobres fueron cada vez
más pobres, la clase media se estancó y a los ricos les fue cada vez mejor.
Aumentaron las diferencias entre quienes
vivían en lugares pobres y quienes vivían en barrios acomodados, o eran lo
bastante ricos como para poder enviar a sus hijos a colegios privados. El
resultado fue una brecha educativa cada vez mayor: la diferencia entre el
rendimiento escolar de los niños ricos y los niños pobres nacidos en 2001 era
entre un 30 y un 40 por ciento mayor que entre los nacidos veinticinco años
antes, según los hallazgos del sociólogo de Stanford Sean F. Reardon.
Existen
otros factores, por supuesto, algunos de los cuales se remontan a antes del
nacimiento. Los hijos de familias ricas tienen más contacto con la lectura y
sufren menos riesgos medioambientales. Sus familias pueden permitirse
experiencias enriquecedoras como las clases de música y los campamentos de
verano. Reciben mejor nutrición y mejor sanidad, que mejoran directa e
indirectamente su capacidad de aprender.
Si las
tendencias actuales en educación no se invierten, la situación empeorará. En
algunos casos, parece como si el objetivo político hubiera sido reducir las
oportunidades: en las últimas décadas, y sobre todo en los últimos años, ha ido
desapareciendo la ayuda del Gobierno a muchos colegios públicos. Mientras
tanto, los estudiantes viven abrumados por inmensas deudas contraídas para
pagar las matrículas que son casi imposibles de liquidar, incluso en
bancarrota. Y todo eso ocurre precisamente cuando la educación universitaria es
más importante que nunca para obtener un buen puesto de trabajo.
Los jóvenes
de familias con medios modestos se enfrentan a una situación imposible: sin
título universitario, están condenados a una vida con escasas perspectivas de
futuro; con título universitario, pueden acabar condenados a una vida al borde
de la bancarrota. Y cada vez es más necesario algo más que un título de grado;
hace falta bien un posgrado, bien una serie de contratos de prácticas (muchas
veces no remuneradas). Los que proceden de lo alto de la escala tienen las
relaciones y el capital social necesarios para obtener las oportunidades. Los
de en medio y los de abajo, no. Nadie puede salir adelante por sí solo. Y los
de arriba cuentan con más ayuda de sus familias que los demás. De modo que el
Gobierno debería tratar de igualar la situación.
Los
estadounidenses están empezando a darse cuenta de que la entrañable historia de
la movilidad social y económica es un mito. Las mentiras de esta magnitud son
difíciles de sostener durante mucho tiempo, y el país ya ha estado engañándose
durante una veintena de años.
Si no se
llevan a cabo cambios políticos sustanciales, la imagen que tenemos de nosotros
mismos y la que proyectamos al mundo se debilitarán, y con ellas nuestro
prestigio económico y nuestra estabilidad. La falta de igualdad de resultados y
la falta de igualdad de oportunidades se alimentan mutuamente y contribuyen a
la debilidad económica, como destaca Alan B. Krueger, economista de Princeton y
presidente del Consejo de Asesores Económicos de la Casa Blanca. Salvar el
sueño americano nos interesa no sólo desde el punto de vista moral, sino
también económico.
Las
políticas para promover la igualdad de oportunidades deben centrarse en los más
jóvenes. En primer lugar, debemos asegurarnos de que las madres no estén
expuestas a riesgos medioambientales y obtengan una atención prenatal adecuada.
Después tenemos que revocar los perniciosos recortes en educación preescolar,
un tema que Obama destacó el martes pasado. Debemos garantizar que todos los
niños tengan la nutrición y la atención sanitaria debidas; no sólo
proporcionando los recursos sino, en caso necesario, ofreciendo incentivos a
los padres, formándoles, entrenándoles o incluso compensándoles por cuidar bien
de sus hijos. La derecha dice que el dinero no es la solución. Han perseguido
reformas como las escuelas concertadas y los vales para colegios privados, pero
los resultados de estos esfuerzos han sido, en su mayoría, ambiguos. Dar más
dinero a las escuelas pobres sería positivo. También lo sería crear programas
de verano y de actividades extraescolares que complementen las habilidades de
los alumnos de rentas bajas.
Es
inadmisible que un país rico como Estados Unidos haya puesto el acceso a la
enseñanza superior tan difícil para los que proceden de la parte media y el
fondo de la escala social. Existen muchas formas alternativas de proporcionar
acceso universal a la educación universitaria, desde el programa de préstamos
en función de las rentas en Australia hasta el sistema de universidades casi
gratis en Europa. Una población más educada produce más innovación, una
economía robusta y rentas más elevadas, que redundan en una base tributaria más
alta. Esas son las razones por las que tenemos, desde hace mucho, educación
pública y gratuita hasta el final del bachillerato. Pero si ese nivel educativo
podía ser suficiente hace un siglo, hoy no basta. Sin embargo, no hemos
adaptado nuestro sistema a la realidad contemporánea.
Las medidas
que he esbozado no sólo son posibles sino obligatorias. Pero lo más importante
es que no podemos permitirnos el lujo de dejar que nuestro país siga alejándose
de los ideales que comparte la inmensa mayoría de sus ciudadanos. Nunca
conseguiremos hacer realidad la visión de la que hablaba Obama, de una niña
pobre que tiene exactamente las mismas oportunidades que una niña rica. Pero
podemos estar mucho mejor de lo que estamos, y no debemos descansar hasta que
lo logremos.
Notas
[37]
Entre mis obras teóricas sobre este tema están
«Approaches to the Economics of Discrimination», American Economic Review 62, núm. 2 (mayo 1973), 287-295, y
«Theories of Discrimination and Economic Policy», en Patterns of Racial Discrimination, ed. de G. von Furstenberg et al., Lexington, Massachusetts,
Lexington Books, 1974, pp. 5-26. Los trabajos con Andy Weiss establecieron las
bases teóricas de la práctica de las líneas rojas, la costumbre de los bancos
de negar préstamos a quienes viven en ciertos lugares. Ver J. E. Stiglitz y A.
Weiss, «Credit Rationing in Markets with Imperfect Information», American Economic Review 71, núm. 3
(junio 1981), 393-410. La obra esencial que propuso la perspectiva alternativa,
es decir, que las fuerzas del mercado lucharían contra la discriminación, fue
la del difunto economista y premio Nobel Gary Becker, en su libro The Economics of Discrimination, 2.ª
ed., Chicago, University of Chicago Press, 1971. Como es natural, mi artículo
le molestó y me envió un correo electrónico para decírmelo. <<
[38]
En realidad, Kennedy lo dijo en más de una ocasión, por
ejemplo en 1960, al elogiar la construcción del canal de San Lorenzo. <<
[39]
Algunos sugieren que esto no es casual, sino más bien
el resultado de las políticas discriminatorias que han asolado a Estados Unidos
durante mucho tiempo. Ver, en particular, Michelle Alexander, The New Jim Crow: Mass Incarceration in the
Age of Colorblindness, ed.
rev., Nueva York, New Press,
2012. <<
Continuará