Por Fernando Trias de Bes
FOLLETO
Versión oficial:
Díptico promocional que anuncia
importantes descuentos por parte de un punto de venta.
Versión prohibida:
Acto de trasladar descuentos de
un producto a aumentos de precio de otros, anunciando solo los primeros.
Aunque aplique la Estrategia de la tía Silvia, le será muy
difícil salir de un punto de venta con un producto que no tenía previsto comprar. Los profesionales del marketing
manejan un dato que los compradores desconocemos: la compra de entre un
20% y 50% de los productos que adquirimos no estaba planificada ni prevista.
Medido en términos de gasto, nos movemos entre el 18% y el 40%. Actualmente, un
hogar destina el 15% de sus ingresos a productos de alimentación, de lo que se
deduce que, entre un 3% y 7% de su salario lo está
destinando a los denominados «productos de impulso».
Productos que no se planteaba comprar, pero que al verlos, impulsivamente, decidió adquirir. Si usted tiene un
salario anual de, pongamos, 24 000 euros, estamos hablando de entre 720 y 1680
euros anuales destinados a cosas que no necesitaba o, de lo
contrario, tendría anotado en su lista de la compra. No sé si le parecerá mucho
o poco, pero si lo multiplicamos por el número de hogares de España, estamos
ante todo un fenómeno comercial: unos 20 000 millones de euros de gasto se
produce de forma impulsiva y no planificada. Este es un negocio muy sabroso,
por lo que las marcas y los comercios (retailers) dedican cantidades
enormes de dinero a capturar su atención en el punto de venta y
atontarle hasta perder toda capacidad de discernimiento.
Este
es un tema muy antiguo
y es sobradamente conocida la recomendación esa de ceñirse a la lista de la compra. No
sirve de nada tal truco. Lo tengo comprobado. El motivo es muy simple: hay
productos que necesitamos pero nunca anotamos en la lista de la compra. Nos
hemos acostumbrado a que parte de nuestra compra sea impulsiva y se decida a
tenor de los estímulos que marcas y comercios ponen para atraer nuestros
sentidos. Hay cosas que, además, preferimos no apuntar. Nadie escribe en la
lista de la compra: «chocolatinas para tomarme con el café en la sobremesa». Es
un capricho, el médico nos dijo que redujésemos el colesterol y además debemos
adelgazar. Ni whisky o «caramelos para cuando tengo ansiedad». Hay cosas que ni anotamos ni anotaremos
nunca. O sea que eso de ceñirse a la lista de la compra, que viene
recomendándose desde hace lustros, es imposible. Yo tengo una estrategia mucho
mejor.
Asumiendo que somos seres
caprichosos, a quienes nos gusta ser seducidos y disfrutamos improvisando, el
objetivo no debe ser eludir los productos de impulso, sino, simplemente, asignarles un
presupuesto. Eso es lo adecuado. Es imposible gastar cero en caprichos o
impulso. Pero, en cambio, es más inteligente asignarle un importe máximo. ¿Cómo
hacerlo? Aparentemente, es un oxímoron asignar un presupuesto a una compra que es, por naturaleza,
espontánea.
La solución es la estrategia de
los carros de compra. Le recomiendo que cuando vaya con su familia a hacer la
compra coja dos carros. En uno sitúe los productos que tenía planificado
comprar y en otro los que va tomando por impulso. Además, determine un
presupuesto para cada carro. El de la lista de la compra es más o menos
previsible, pues todo está anotado. El otro presupuesto es el que debe acotar.
Debe decidir el límite de su propia libertad, acotar la espontaneidad. Todo
vale en el carro… pero hasta los 30 euros, por ejemplo.
Esa es la única y posible
solución. Procediendo así aunará la compra planificada con la impulsiva, que es
un placer, un hábito y algo ya irrenunciable hoy en día. Pero podrá decidir el
porcentaje exacto que el impulso representa sobre el total de su gasto.
Esta es la mejor solución
porque le voy a desvelar algo que le parecerá extraño. Las compras por impulso
tienen una motivación emocional. Es una respuesta absolutamente irracional,
cuya decisión de comprar o no, motivada por el estímulo en cuestión, se acaba tomando
en base a la suma de un conjunto de emociones. Es muy difícil controlar las
emociones porque, por definición, las emociones de un ser humano pueden ser casi
ilimitadas. Por eso, la solución es asignar un presupuesto al carro de las
emociones.
COMPRA POR
IMPULSO
Versión oficial:
Compra no planificada, decidida
a partir de la presencia en el punto de venta de un producto.
Versión prohibida:
Intercambio no previsto de
emociones por dinero.
No quiero acabar este capítulo sin dedicar un espacio a
otras prácticas sobre las que algunas marcas deberían reflexionar. La atención
telefónica al cliente suele depender de los departamentos de marketing.
Es un departamento que se viene gestionando de una forma totalmente perversa:
se han convertido en departamentos de venta. Es decir, uno llama por una
incidencia y, haya o no sido resuelta, aprovechando que el Pisuerga pasa por
Valladolid, la persona al otro lado del teléfono nos pide unos segundos más
para hacernos una oferta comercial.
Vamos a ver. He llamado porque
tengo un problema, no porque quiera comprar algo. Es de mala educación, mal
gusto y totalmente contraproducente para una marca aprovechar que un cliente se
ve obligado a dedicar un tiempo a llamar por un motivo que en la mayoría de casos no
es responsabilidad suya, para iniciar un proceso de venta. No entiendo cómo las
marcas que así proceden no se dan cuenta de que el ánimo de un cliente cuando
reclama, o tiene una incidencia, o se halla en apuros, está a años luz de la
ilusión o motivación por gastar o comprar.
Además, fíjese que las marcas y
empresas que mejor estructuran sus servicios, productos, información y facturas
no precisan apenas de atención telefónica. Siempre he pensado que el tamaño de
un departamento de atención
telefónica para incidencias es directamente proporcional a
la ineptitud o ineficiencia de un sistema comercial y de marketing.
Para algunos directivos estos departamentos son la respuesta a su incapacidad
de plantear procesos exentos de problemas. No digo que no deban existir ni que
no haya situaciones donde sean inevitables. Lo que quiero decir es que deberían
gestionar excepciones y no deficiencias de procesos comerciales.
Cuando contrato un servicio por
Internet o en una tienda, si veo que el proceso no es sencillo o me suscita
dudas, lo interrumpo, porque sé que ese proceso acabará conmigo enganchado al
teléfono con una operadora u operador para subsanar todo lo que el director comercial y el de marketing
no supieron diseñar o ejecutar eficazmente.
ATENCIÓN AL CLIENTE
Versión oficial:
Se designa con el concepto de
«atención al cliente» a aquel servicio que prestan, entre otras, las empresas
de servicios —o que comercializan productos— a sus clientes, en caso de que
estos necesiten, bien manifestar reclamaciones, hacer sugerencias, plantear
inquietudes sobre el producto o servicio en cuestión, o bien solicitar
información adicional o servicio técnico.
Versión prohibida:
Cubo
a donde va a parar toda la mierda que se genera desde un marketing mal
realizado.
Es momento de ir terminando este capítulo. Lo releo y llego
a una simple conclusión. Las marcas y los comercios siguen una única y misma
estrategia cuando no hacen adecuadamente las cosas. Su estrategia consiste en
mezclar.
Mezclan incentivos, conceptos, descuentos, información… Desenmascarar a marcas y comercios
es en realidad muy sencillo. Separe. Separe las cosas. A Dios lo que es de Dios
y a su bolsillo lo que es de su bolsillo.
HACIENDA Y EL
GOBIERNO
Si en general el mundo de lo privado ha tergiversado los instrumentos económicos, en el ámbito de
lo público este hecho alcanza unas cotas estratosféricas. Confluyen diversos
factores: la deriva ideológica, el poder, la naturaleza corrupta del ser
humano, la financiación irregular de partidos, el tamaño y peso de las
administraciones, así como la dificultad que entraña reformarlas… A todo ello
añadamos la dimensión propia de un Estado. No es lo mismo alterar el pasivo de una pyme que el pasivo de un
país. No es lo mismo el impago de deuda de un particular que el de un Estado.
Los efectos del lado oscuro de la economía se multiplican hasta la enésima
potencia.
El despropósito gubernamental
en materia económica puede resumirse con una frase de Keynes: «La economía es
demasiado importante para dejarla en manos de los políticos».
En efecto, los estados van a
utilizar la economía de una forma mediatizada: la auténtica necesidad pública
se va a mezclar con la ideológica, con el ansia de poder y con la corrupción,
dando lugar a algo llamado «política económica», eufemismo de malversación de caudales públicos.
Los estados tienen diversas
obsesiones económicas. Su primera obsesión es recaudar más. Ningún Estado tiene
suficiente. El ansia recaudatoria es proporcional al de dominio, poder y
control sobre la ciudadanía. Los gobiernos son insaciables. Si tienen
superávit, querrán más dinero de los ciudadanos, argumentando que es necesario
hacer más cosas: construir más carreteras, más
infraestructuras o contribuir al desarrollo del país. Y si
ya registran déficit, el argumento será que es menester aumentar impuestos para eliminarlo.
Como los estados nunca tienen
bastante, inventan todo tipo de impuestos. El término «impuestos» es
suficientemente descriptivo: algo que se impone, es decir, algo que nadie
quiere pagar.
Hay muchos tipos de impuestos.
Están los impuestos directos, que vienen a ser algo así como «de lo que usted
gane, una parte es para el Estado» (por ejemplo, IRPF
o Impuesto de Sociedades). O están los impuestos indirectos, que vienen a ser
algo así como «del dinero que usted mueva, pague o reciba, una parte es también
para el Estado» (por ejemplo, IVA, impuestos especiales sobre el tabaco…). Para lo que ya se ha
ganado, pero no se mueve, hay también impuestos: el de patrimonio o el que
grava viviendas vacías. Si te mueves, tributas, y si te quedas quieto, también.
Los gobiernos inventan nombres
curiosos para que cada impuesto se perciba como algo necesario. De nuevo,
eufemismos y tergiversaciones de toda realidad.
Por ejemplo, el Impuesto del
Valor Añadido (IVA). Como se
sabe, es un porcentaje que se añade al valor de lo que compramos. ¿Cuál es el
valor que añade el Estado a, por ejemplo, un paquete de folios? Será valor
detraído porque lo único que hace el Estado es encarecer los folios
en un 21%. Desde un punto de vista económico, en el acto de compra, el Estado
no añade valor alguno. Alguien podría decir que el valor que se añade es
toda la regulación y vigilancia para que esos folios se comercialicen conforme
a unos estándares de seguridad. Ese sí que es un valor añadido, sin duda, pero
el 21% de todas las transacciones es una auténtica aberración. Para esa tarea
sería más que suficiente con un 0,5% de todas las transacciones del país.
Luego tenemos el impuesto sobre
bebidas alcohólicas de alta graduación, sobre el tabaco o sobre juegos de azar.
Son actividades a las que el Ministerio de Sanidad y
asociaciones civiles dedican importantes esfuerzos para erradicar todos los
efectos adversos que producen. Sin embargo, los estados viven de tales
impuestos, lo que constituye todo un acto de hipocresía social y política. Los
llaman «impuestos especiales», y no sabemos si el apelativo de «especiales» es
debido a lo elevado del porcentaje o a que gravan productos que producen
muertes, enfermedades, accidentes y drogodependencias.
En nuestro país, estos
impuestos suponen alrededor del 8% del total de lo que recauda el Estado, así
que el Gobierno se ha convertido en el primer fumador, el primer
alcohólico y el primer ludópata del país. El Estado está literalmente
enganchado al consumo de estos productos, pues entraría en suspensión de pagos
si no pudiera gravarlos como realiza. Podemos afirmar, sin lugar a dudas, que
el Gobierno depende del tabaco, del alcohol y del juego para no quebrar y
subsistir. Todo un ejemplo de moral y ética.
A medida que se van creando
órganos de administración fiscal se van inventando nuevos impuestos. Esto es
algo que la gente desconoce. Los pertenecientes a una región se congratulan cuando los gobiernos centrales ceden
competencias fiscales a los gobiernos regionales. Y los habitantes de un
municipio hacen lo propio cuando esta cesión se realiza a las autoridades
municipales. En toda cesión de competencias se produce la aparición de un nuevo
impuesto. Es automático. Y por eso tenemos impuestos para todo: tenemos
impuestos de basuras, impuestos de residuos que se cobran a todas las empresas
aunque no generen residuo alguno, impuesto de bienes inmuebles, impuesto para
circular, para aparcar, para tener vehículo, para que esté revisado… Tenemos
incluso impuesto para respirar.
Sí, sí, no estoy afirmando nada incorrecto. De hecho, hay
varios impuestos relacionados con el aire de la atmósfera. Uno que paga usted
sin enterarse se creó el año pasado y grava los gases de los aires
acondicionados porque utilizan gases con flúor que producen efecto invernadero
y son perjudiciales para la capa de ozono. Esto es muy típico de los estados.
Cuando una cosa es perjudicial, en lugar prohibirla, o de invertir en
tecnología con el fin de erradicar sus efectos secundarios, lo que hacen es
gravarla con impuestos. El argumento oficial es que así desincentivan su uso,
lo que es como decirle a un hijo que si se porta mal le obligaré a estudiar más. No tiene sentido alguno. Si
un niño se porta mal, se corrige su mal comportamiento de forma directa. El
modo de pensar y actuar de los estados carece de toda lógica económica.
Responde únicamente a una lógica impositiva.
El caso de las llamadas «cuotas
de emisión de gases contaminantes» ilustra a la perfección lo que quiero decir.
Cuando los estados aceptaron
que el efecto invernadero era una amenaza para el medio ambiente y la
sostenibilidad del planeta, decidieron fijar un límite y determinar una cuantía
máxima total de gases que se podrían emitir entre todos los países del mundo.
Acto seguido, se repartieron una serie de cuotas. Cada país estaría obligado
a no emitir más que una determinada cantidad de gases contaminantes. ¿Cómo
actúa un Estado con su lógica impositiva a partir de aquí? En primer lugar,
crea un comercio de excedentes. Si un país emite menos gases de lo que se le
autoriza, podrá vender ese excedente a otro Estado, que, de este modo, podrá
exceder la cantidad asignada y emitir los gases que otro no emite. Esos gases
adicionales se deben pagar con dinero del Estado, es decir, de los
contribuyentes. Así que si una persona vive en un país que compra a otro su
sobrante de derecho a contaminar, está pagando impuestos por respirar. Lo paradójico es que los ciudadanos que pagan
impuestos por respirar gozan de una peor calidad de oxígeno. Cornudos y
apaleados. No solo se tributa por la composición del aire, sino que pagamos más
cuanto peor es ese aire.
Pero es que además no tiene
sentido alguno que se pueda revender el derecho a contaminar. Si un país está
por debajo de lo asignado y el resto cumple su cuota, pues habremos logrado contaminar menos de lo que nos
habíamos propuesto. Pero no. Los estados tienen otra lógica, la impositiva:
¿nos hemos dado permiso para contaminar hasta este nivel? Bien, vamos a ver cómo generar ingresos públicos llegando hasta el
máximo nivel de contaminación.
El despropósito no termina
aquí. Porque si un país excede la cuota asignada y el excedente adquirido, es sancionado con un impuesto internacional que, obviamente,
pagarán todos los contribuyentes de ese país.
Haciendo una analogía, es como
si una persona con tres hijos, que son unos gamberros y maleducados, interesada
en erradicar ese comportamiento y educarlos bien, les hace este planteamiento:
«Hijos míos, voy a fijar un máximo de cinco palabrotas por día. Este es el
número máximo del que disponéis. Si alguno de vuestros hermanos quiere soltar más
palabrotas, puede adquirir las que no digan los demás pagándoles 5 euros por
taco. Y si, entre las cinco que os permito y las que compréis a vuestros
hermanos, os pasáis del máximo, me tendréis que pagar a mí 10 euros de multa».
¿Cree usted que esos niños
acabarán diciendo más o menos palabrotas? Pues esta es la forma en que actúan
los gobiernos.
Dentro de los impuestos hay
capítulos verdaderamente injustos, como el impuesto sobre el patrimonio o el
impuesto de sucesiones.
Si una persona tiene un cierto patrimonio, es porque ha logrado apartar un ahorro. Pero
previamente habrá tributado. Es decir, gana un dinero y paga el impuesto
directo. De lo que le queda, paga todos los impuestos y arbitrios estatales,
regionales y municipales. Pagado todo ello, decide invertir, pongamos, en un
inmueble. Paga el impuesto sobre el valor añadido del mismo en el momento de la
compra; paga cada año el impuesto sobre bienes inmuebles, basuras, etc. El
patrimonio podría ser definido como «lo que le queda a un ahorrador tras pagar
todos los impuestos». ¿Qué hace el Gobierno sobre esa cuantía? ¡Poner un
impuesto! ¡Es de locos!
Continuará