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martes, 16 de diciembre de 2025

Cuba puede salir de la crisis si articula reformas productivas y estabilidad macroeconómica


16 diciembre 2025



Imagen generada con Inteligencia Artificial

La economía cubana atraviesa uno de los momentos más complejos de las últimas décadas, marcado por la contracción prolongada de la actividad productiva, desequilibrios macroeconómicos persistentes y un deterioro sostenido de las condiciones de vida. En ese contexto, el debate público sobre las causas de la crisis y las alternativas posibles resulta imprescindible, especialmente cuando el país discute nuevas hojas de ruta y programas de gobierno orientados a la recuperación.

En esta entrevista conversamos con Ricardo González Aguila economista experto en transformación productiva. A partir de una mirada crítica, el entrevistado analiza el estado actual de la economía cubana, evalúa el alcance real del programa de estabilización macroeconómica y expone qué reformas considera imprescindibles para salir de la crisis sin profundizar los costos sociales.

1. ¿Cómo describes la situación actual de la economía cubana?

La economía atraviesa un escenario especialmente complejo, con problemas de fondo confluyendo al mismo tiempo en distintos frentes. Por el lado de la oferta, el país aún no logra recuperarse de la caída del 11% registrada en 2020 como consecuencia de la crisis de la covid-19. Entre 2021 y 2024, el PIB real no creció: el promedio interanual fue de 0%, un comportamiento inusual si se compara con el fuerte rebote que experimentaron la mayoría de las economías tras la pandemia. Para 2025, casi todos los analistas coincidimos en que la economía volverá a contraerse, por tercer año consecutivo.

En el plano productivo interno, el sistema empresarial estatal —que aún concentra más del 70% de las capacidades instaladas de la economía— no encuentra salida a la crisis. Arrastra, por un lado, problemas microeconómicos e institucionales de larga data: precios y costos alejados de la realidad, una gobernanza corporativa que limita su autonomía, incentivos distorsionados y mercados de factores y de divisas disfuncionales. A ello se suman cuellos de botella y regulaciones que dificultan cualquier esfuerzo serio por elevar la productividad. Por otro lado, enfrenta una crisis energética que se ha convertido en un obstáculo muy serio y que marca, en la práctica, los límites y el ritmo de su recuperación. Es cierto que en el último año las inversiones en la industria energética han aumentado de forma considerable. Es una buena noticia de cara al futuro, aunque sus efectos difícilmente se verán en el corto plazo.

En el frente externo, los desafíos son también importantes. El país afronta un endeudamiento considerable con acreedores internacionales y una inversión extranjera que sigue mostrando cautela a la hora de ingresar al mercado cubano, motivo por el cual, en días recientes, han sido aprobadas nuevas medidas que buscan reactivar el flujo de inversión extranjera directa (IED) entrante.

En materia de exportaciones, los problemas son también evidentes. El turismo es un caso particularmente ilustrativo: el país cerrará el año habiendo recibido apenas alrededor del 42% de los visitantes internacionales que llegaban en 2019, lo que refleja las dificultades persistentes para recuperar uno de los principales generadores de divisas de la economía.

Las empresas exportadoras no solo arrastran las limitaciones propias del sistema empresarial estatal que mencionaba anteriormente, sino que operan bajo los efectos de un tipo de cambio real sobrevaluado, que reduce de forma sistemática su rentabilidad y su competitividad externa.

En el ámbito monetario y financiero interno, los desequilibrios persisten, aunque muestren cierta tendencia a la moderación. La inflación cerrará el año alrededor del 15%, una cifra aún elevada considerando el ajuste fiscal al que se ha sometido la economía. Por otro lado, la brecha cambiaria (la separación entre el tipo de cambio formal e informal) supera el 1800% y continúa ampliándose, lo que complica el consumo de los hogares, en un momento en que una parte creciente del comercio se dolariza y la oferta en pesos cubanos a precios estatales es prácticamente inexistente.

Todo lo descrito hasta aquí ocurre en un contexto social deteriorado por años de carencias y por los efectos propios de esta crisis: salarios estatales y pensiones bajos, que además siguen perdiendo poder de compra por la inflación; servicios sociales básicos seriamente comprometidos; aumento de la pobreza y una desigualdad en la distribución del ingreso que va en ascenso. A ello se suma la pérdida de una de las principales fuentes de competitividad del país: su población instruida, en particular la más joven, afectada, entre otros factores, por una elevada emigración.

Cual si todo lo anterior fuera poco, el contexto geopolítico de hoy es excesivamente más complejo y mucho menos favorable que hace una década. El régimen de sanciones que opera sobre nuestro país obstaculiza seriamente el comercio exterior, el acceso al sistema internacional de pagos y las relaciones financieras con terceros países; contribuyendo así al aislamiento de Cuba en un momento que necesitamos, más que nunca, del mundo.

No se trata, por tanto, de una crisis cualquiera. Es un escenario difícil para cualquier administración, que obliga a actuar sobre múltiples problemas de fondo al unísono. Afrontarlo requiere transformaciones pragmáticas y socialmente sensibles, que apunten a tres objetivos en paralelo: crecimiento económico, estabilidad macro y protección social.

2. ¿Cómo valoras el programa de gobierno recién publicado?

La publicación del programa de gobierno es un hecho esperado y, en sí mismo, una buena noticia. Contar con una hoja de ruta explícita ayuda a ordenar prioridades, alinea la comunicación con la ciudadanía y permite evaluar la gestión pública con mayor transparencia.

En mi opinión, el documento contiene aciertos. Los objetivos de trabajo identifican con claridad varios de los desafíos más urgentes del momento: aumentar la producción —en especial de alimentos—, impulsar las exportaciones, avanzar en la estabilización macroeconómica, reformar la empresa estatal, fortalecer la política social y recuperar el sistema electroenergético, entre otros. También considero positivo que se invite a la sociedad a opinar sobre el programa.

Por otra parte, creo que también contiene algunos vacíos significativos, contradicciones de fondo y líneas de política que, a mi juicio, merecerían ser revisadas o fortalecidas.

Un ejemplo claro es la contradicción evidente entre el objetivo de impulsar las exportaciones (objetivo 2) y la afirmación de que « no están dadas las condiciones para avanzar a corto plazo hacia un esquema cambiario unificado» (cita textual del objetivo 1). Sostener ambos planteamientos a la vez es problemático: renunciar a avanzar en la unificación cambiaria implica, en la práctica, renunciar al objetivo exportador. No existe un camino para expandir las exportaciones con un tipo de cambio real sustancialmente atrasado, salvo que la economía se dolarice por completo o aparezca de manera súbita una fuente «considerable» de divisas externas, escenarios que doy por descartados.

El tipo de cambio oficial, anclado en 24 pesos por USD desde 2021 para la mayor parte de las actividades de exportación, constituye el primer gran obstáculo —aunque no el único— que enfrenta la actividad. Mantenerlo fijo ha hecho que los ingresos (precios) en pesos del sector exportador permanezcan prácticamente constantes, dependiendo casi exclusivamente de la evolución de los precios internacionales.

En ese mismo período, sin embargo, la inflación doméstica acumulada ha superado el 350%. Este desacople entre precios externos e internos —lo que en economía llamamos atraso del tipo de cambio real— erosiona la competitividad del sector. En la práctica, empuja a muchas exportaciones hacia un equilibrio de bajo nivel: rentabilidades decrecientes, salarios reales deprimidos y dificultades crecientes para invertir y renovar capacidades productivas.

En mi opinión, mientras no exista un esquema cambiario actualizado para el sector exportador, el objetivo de dinamizar las exportaciones quedará reducido a una aspiración, no a un hecho alcanzable.

Hay quien piensa —y creo que el documento refleja esa visión— que la «dolarización parcial» y los «esquemas cerrados de financiamiento» pueden funcionar como sustitutos de un esquema cambiario actualizado. En mi opinión, ese enfoque es equivocado. Dolarizar el precio de un bien exportable (es decir, permitir que la empresa reciba dólares directamente en lugar de pesos cubanos) ciertamente facilita el acceso a insumos importados; sin embargo, no resuelve el problema de fondo asociado al atraso del tipo de cambio real.

La razón es sencilla: ni los salarios ni los encadenamientos productivos con el sector no estatal se dolarizan. Sus costos siguen expresándose en pesos, y esa valoración en moneda nacional continuará presionada —de forma explícita o implícita— por la dinámica inflacionaria de la economía interna. Mientras esa brecha persista, el sector exportador seguirá enfrentando un entorno de rentabilidad menguante, aun cuando sus ingresos brutos entren en dólares.

Insisto para concluir: sin un instrumento cambiario que alinee —o unifique— el tipo de cambio aplicable a la actividad exportadora con el resto de los precios de la economía interna, será muy difícil recuperar capacidades exportadoras y convertir las exportaciones en un eje real del modelo productivo cubano, tal como se plantea. Mientras esa desconexión persista, el sector seguirá operando con señales inconsistentes y con una rentabilidad estructuralmente deprimida, incompatible con el objetivo declarado.

3. ¿Ha funcionado en alguna medida el programa de estabilización macroeconómica?

Depende de lo que se entienda por «estabilizar». Si por estabilización se asume, en un sentido acotado, la reducción de la inflación y de ciertos desequilibrios monetarios y fiscales, alguien podría sugerir que el programa ha tenido algún éxito relativo: los datos disponibles muestran una desaceleración de los precios y una contención del déficit respecto a años previos.

Ahora bien, incluso dentro de ese enfoque de la estabilización —que en mi opinión resulta «reduccionista»— conviene introducir matices. En primer lugar, existen problemas metodológicos en relación con la forma en que se mide la inflación, lo que recomienda prudencia al sacar conclusiones definitivas sobre su tendencia. Debo aclarar que yo no pienso que la inflación se esté acelerando respecto a años anteriores; pero, perfectamente, podría no estar desacelerándose tan rápidamente como reflejan las cifras oficiales.

En segundo lugar, no está del todo claro qué parte de la desaceleración inflacionaria puede atribuirse específicamente al programa y qué parte responde a dinámicas que ya estaban en curso. La inflación venía moderándose antes de 2024, por lo que la tendencia no se originó con las nuevas medidas. Lo que hemos visto en el último año ha sido una intensificación de esa desaceleración, un hecho importante, no lo niego; pero que necesita ser estudiado con mayor sistematicidad antes de llegar a conclusiones definitivas.

Por último, una inflación del 15% —que será, aproximadamente, la cifra con la que cerremos el año— sigue siendo elevada, sobre todo si se toma en cuenta la magnitud del ajuste fiscal de alrededor de los 4,2 puntos porcentuales del PIB que experimentó la economía el pasado año. Para tener una referencia sobre lo que implica ese número, basta recordar que el ajuste de Argentina en el primer semestre de 2024 fue de aproximadamente 5,5% del PIB y fue presentado como «el mayor ajuste de la historia».

En ese contexto, no es menor preguntarnos hasta qué punto haber expuesto a la economía cubana a un reajuste de esta envergadura —con costes en términos de actividad económica, de salarios públicos y pensiones, mayor deterioro de servicios básicos y menor inversión— fue una decisión correcta. Esa sigue siendo, a mi juicio, una cuestión abierta que merece una evaluación serena.

Ahora bien, salgamos de este «marco reduccionista» sobre la estabilización. Estabilizar no sólo implica avanzar en el ordenamiento de precios internos, sino también avanzar hacia el equilibrio de las cuentas externas, y, sobre todo, facilitar la reactivación de la producción. En este sentido, al programa le falta. Mientras la economía no recupere crecimiento, capacidad exportadora, se acumulen reservas internacionales en el banco central, y se reduzca la brecha cambiaria, hablar sobre logros del programa de estabilización sería, como poco, apresurado.

Y creo que la clave de por qué al programa «le falta» se debe a un problema de concepción de fondo. Pensar que es posible estabilizar únicamente mediante instrumentos fiscales y monetarios —que es, en esencia, lo que se ha hecho hasta ahora— es, a mi juicio, ingenuo y, en muchos otros sentidos, costoso. Sin un abordaje integral que actúe adicionalmente sobre la restricción de oferta y los desequilibrios externos, a través de transformaciones estructurales y cambios en las reglas del juego, será muy difícil que la economía ingrese en una senda sostenida de estabilidad y crecimiento.

Hasta que eso no ocurra, en mi opinión, no estaremos en condiciones de hablar de estabilización.

4. Pero en este año hemos escuchado en varias ocasiones de autoridades cubanas que la inflación ha desacelerado. ¿A qué se debe?

En mi opinión, más que un plan de estabilización, lo que hemos tenido hasta ahora ha sido un plan antiinflacionario. Y, en lo personal, tampoco comparto plenamente su diseño.

Creo que la desaceleración se explica por el uso combinado de tres anclas nominales —cambiaria, salarial y fiscal — que, bajo las reglas actuales de juego, han generado una distribución excesivamente asimétrica de los costos de la inflación entre los distintos agentes de la economía. A diferencia de lo que sostiene la visión más ortodoxa, la inflación no es siempre y en todo lugar únicamente un fenómeno monetario, sino, en buena medida, una «puja por la distribución de la renta». Un país puede administrar mejor sus desequilibrios si recarga el peso de éstos sobre determinados agentes de la economía.

En nuestro caso, me parece bastante evidente que una parte importante de esos costos está recayendo sobre diferentes segmentos del sector empresarial estatal —en particular, sobre el exportador, a través del atraso del tipo de cambio real— y, además, sobre los trabajadores estatales, los empleados del sector público y los pensionistas. Creo que ahí radica la clave antinflacionaria.

5. ¿Todavía queda algún margen para que Cuba salga de la crisis? ¿Qué habría que hacer?

Siempre hay margen. Creo que esta crisis exige un conjunto amplio de reformas productivas y, articuladas a ellas, reformas macroeconómicas que aporten estabilidad a un proceso en el que la transformación de los precios relativos será, inevitablemente, uno de los ejes centrales.

Explico mejor esta idea. Hoy muchos economistas coincidimos en la necesidad de cambiar ciertas reglas bajo las cuales opera el sector empresarial, porque terminan socavando la productividad y la competitividad de la economía. Me refiero, por ejemplo, a avanzar hacia nuevas formas de gobernanza corporativa; alinear precios, salarios y tipo de cambio con las señales que ya existen en el sector no estatal; reformar el mercado de factores productivos para que las empresas puedan acceder de manera más ágil a insumos, fuerza de trabajo y financiamiento; y eliminar regulaciones operativas que entorpecen el desempeño de la empresa estatal (del mismo tipo de las que recientemente se han levantado para la inversión extranjera), entre otras. A este tipo de transformaciones las llamamos «cambios institucionales» o «cambios en las reglas del juego».

Estas reformas —que, en mi opinión, son imprescindibles— van a modificar la estructura de precios relativos de la economía porque, al final del día, los precios son la expresión visible de los fundamentos de un país: de sus reglas, de su dotación de recursos, de su estructura tecnológica y de la manera en que se inserta en la economía internacional. Un «sinceramiento» de esos precios no es neutro: redistribuye rentas entre empresas, sectores, territorios y grupos sociales.

Precisamente por eso este proceso necesita estar acompañado por un marco macroeconómico consistente y por políticas que amortigüen sus costos. Hablamos de una política fiscal y monetaria coherente, una estrategia cambiaria clara y mecanismos de protección social bien diseñados, que contribuyan a ordenar expectativas, contener los riesgos inflacionarios y, al mismo tiempo, proteger a los segmentos más vulnerables y a los sectores estratégicos para el desarrollo.

El reto está ahí: en gestionar la tensión entre estabilidad y protección. En un contexto de fuerte reordenamiento de precios relativos, cualquier intento serio de estabilización implica necesariamente una redistribución de rentas. La cuestión no es si esa redistribución ocurre o no —porque va a ocurrir—, sino cómo se reparte su carga, qué límites se le ponen y qué instrumentos se utilizan para que el ajuste no recaiga desproporcionadamente sobre quienes tienen menor capacidad para enfrentarlo.

Ahora bien, no quiero dar la impresión de que estas reformas sean sencillas de implementar. La alineación de precios —incluidos los precios relativos clave del sistema, como tarifas, salarios y tipo de cambio— es una de las tareas más complejas e inevitables que tenemos por delante. Un buen mapa de referencia para abordar este proceso de forma razonable se encuentra en la experiencia china de los años setenta y ochenta.

Conviene subrayarlo: tomar a China como referencia no significa que Cuba vaya a «convertirse en China»; la idea, en sí misma, no tiene sentido. Lo que hace valioso aquel caso es que muchos de los problemas microeconómicos e institucionales que hoy vemos en Cuba estuvieron presentes allí al inicio de su proceso de reformas: precios desalineados, escasez crónica, baja autonomía empresarial, sistemas de incentivos mal diseñados, mercados de factores restringidos y un sector estatal que operaba con fuertes distorsiones.

Buena parte de los instrumentos que se emplearon entonces para gestionar esos cambios —gradualidad en la implementación, esquemas duales de precios y de acceso a recursos, mayor autonomía para las empresas, reformas en los sistemas de incentivos y en la gobernanza— son, a mi juicio, referencias útiles y adaptables a nuestra realidad, siempre que se ajusten a nuestro contexto institucional y político. Justamente ese tipo de herramientas —la gradualidad, los mecanismos compensatorios, los pilotos controlados— pueden ayudar a atenuar los impactos de corto plazo sin renunciar al objetivo de fondo: construir un modelo productivo más funcional, con un sistema de precios más coherente y una economía mejor preparada para competir y crecer.

En resumen, el margen existe, pero aprovecharlo requiere coherencia entre reformas productivas y un marco macroeconómico que las sostenga.

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