NUEVA YORK – Todas las miradas están puestas en Estados Unidos, conforme se aproximan las elecciones legislativas de noviembre. El resultado responderá muchas preguntas inquietantes que se plantearon hace dos años, cuando Donald Trump ganó la elección presidencial.
¿Proclamará el electorado estadounidense que Trump no es aquello que Estados Unidos representa? ¿Repudiarán los votantes su racismo, su misoginia, su nativismo y su proteccionismo? ¿Dirán que su política de “Estados Unidos primero”, contraria a la legalidad internacional, no se corresponde con los valores que defiende Estados Unidos? ¿O por el contrario, confirmarán que la victoria de Trump no fue un accidente histórico, derivado de un proceso de primarias republicano que produjo un candidato deficiente y de un proceso de primarias demócrata que produjo la adversaria ideal para Trump?
Mientras oscila en la balanza el futuro de Estados Unidos, las causas del resultado de 2016 son objeto de apasionados debates, que no son meramente académicos. Se trata de definir la postura que el Partido Demócrata (y otros partidos similares de la izquierda en Europa) deben adoptar para obtener la mayor cantidad posible de votos. ¿Deben inclinarse hacia el centro o concentrarse en movilizar a nuevos votantes jóvenes, progresistas y entusiastas?
Hay buenos motivos para pensar que la segunda opción es la mejor para obtener la victoria electoral y frenar los peligros que genera Trump.
La participación electoral estadounidense es exigua, y peor aún en los años en que la elección no es presidencial. En 2010, sólo votó el 41,8% del electorado; en 2014, sólo emitió su voto el 36,7% de los votantes habilitados (según datos de United States Elections Project). La participación demócrata es incluso peor, aunque en este ciclo electoral parece que está en alza.
Muchos estadounidenses dicen que no van a votar porque gane quien gane, los dos partidos son prácticamente indistinguibles. Pero Trump demostró que no es verdad. Los republicanos que el año pasado se quitaron el disfraz de la disciplina fiscal y votaron una inmensa rebaja de impuestos para los multimillonarios y las corporaciones demostraron que no es verdad. Y los senadores republicanos que apoyaron la designación de Brett Kavanaugh para la Suprema Corte (pese a que dio falso testimonio ante el Senado y a las pruebas totalmente creíbles de su conducta sexual inapropiada en el pasado) demostraron que no es verdad.
Pero la apatía de los votantes también es responsabilidad de los demócratas. El partido debe superar una larga historia de colusión con la derecha, desde la presidencia de Bill Clinton con la rebaja del impuesto a las plusvalías (que enriqueció al 1% más rico) y la desregulación de los mercados financieros (que contribuyó a producir la Gran Recesión), hasta el rescate de bancos en 2008 (que ofreció muy poco a los trabajadores desplazados y a los propietarios que enfrentaban una ejecución hipotecaria). En el último cuarto de siglo, a veces pareció que el partido estaba más interesado en obtener el apoyo de los que viven de la renta del capital que de los que viven del salario. Muchos que se abstienen de votar se quejan de que los demócratas sólo atacan a Trump y no proponen ninguna alternativa real.
El ansia de una clase distinta de contendiente se evidencia en el apoyo de los votantes a propuestas progresistas como el ex candidato presidencial Bernie Sanders y la neoyorquina Alexandria Ocasio-Cortez (28 años), que hace poco derrotó en una primaria del partido a Joseph Crowley, cuarto en orden de jerarquía en el bloque demócrata en la Cámara de Representantes.
Progresistas como Sanders y Ocasio-Cortez lograron presentar un mensaje atractivo a los mismos votantes que los demócratas deben movilizar para ganar. Buscan restaurar el acceso a una vida de clase media a través de una oferta de empleos dignos bien remunerados, el restablecimiento de una idea de seguridad financiera y el acceso a educación de calidad (sin el endeudamiento asfixiante que hoy enfrentan tantos graduados que tomaron préstamos estudiantiles) y a atención médica digna cualquiera sea la situación de salud previa del beneficiario. Propugnan la vivienda accesible y una jubilación segura, en la que los ancianos no sean presa de la codicia del sector financiero. Y buscan una economía de mercado justa, más dinámica y competitiva, mediante la limitación de los excesos del poder de mercado, la financierización y la globalización, y el fortalecimiento del poder de negociación de los trabajadores.
Estos beneficios de una vida de clase media son alcanzables. Lo eran hace medio siglo, cuando el país era considerablemente más pobre que ahora; y lo son todavía hoy. De hecho, ni la economía de Estados Unidos ni su democracia pueden permitirse no fortalecer a la clase media. Y para hacer realidad esta visión, es esencial el uso de políticas y programas estatales (lo que incluye proveer alternativas públicas en seguros de salud, complementación de prestaciones de retiro y crédito hipotecario).
La explosión de apoyo a estas propuestas progresistas y a los dirigentes políticos que las sostienen me llena de esperanza. Estoy convencido de que estas ideas prevalecerían en cualquier democracia normal. Pero la política estadounidense está corrompida por el dinero, por la manipulación partidista del trazado de distritos electorales y por intentos masivos de privación del derecho al voto. La reforma impositiva de 2017 fue prácticamente un soborno a las corporaciones y a los ricos para que vuelquen sus recursos financieros en la elección de 2018. Las estadísticas demuestran el enorme peso del dinero en la política estadounidense.
Pero aun con una democracia defectuosa (incluido en esto la existencia de un esfuerzo concertado para evitar que algunos voten) el poder del electorado estadounidense importa. Pronto descubriremos si importa más que el dinero que ingresa a las arcas del Partido Republicano. El futuro político y económico de Estados Unidos, y casi con certeza la paz y la prosperidad de todo el mundo, dependen de la respuesta.
Traducción: Esteban Flamini
JOSEPH E. STIGLITZ a Nobel laureate in economics, is University Professor at Columbia University and Chief Economist at the Roosevelt Institute. His most recent book is Globalization and Its Discontents Revisited: Anti-Globalization in the Era of Trump.