BERKELEY, Project Syndicate – Hace poco, el ex secretario del Tesoro de los Estados Unidos, Larry Summers, cuestionó las ideas del secretario actual, Steve Mnuchin, en relación con la “inteligencia artificial” (IA) y temas relacionados. La diferencia entre ambos parece ante todo una cuestión de prioridades y énfasis.
La perspectiva de Mnuchin es estrecha; piensa que la posibilidad de que la “inteligencia artificial reemplace a los trabajadores estadounidenses” está “muy lejos en el futuro”; y aparentemente considera injustificadas las altas valoraciones bursátiles de los “unicornios”: empresas valuadas en mil millones de dólares o más, sin un historial de generación de ingresos que justifique ese valor presunto, ni ningún plan claro para generarlos.
La perspectiva de Summers es más amplia; examina el “impacto de la tecnología sobre los puestos de trabajo” en general, y considera que la cotización en bolsa de empresas tecnológicas muy rentables como Google y Apple es adecuada.
Creo que Summers tiene razón respecto de la óptica de las declaraciones de Mnuchin. Un secretario del Tesoro estadounidense no puede responder preguntas con una visión estrecha, porque la gente extrapolará conclusiones más amplias incluso a partir de respuestas limitadas. El impacto de la informática sobre el empleo es sin duda un problema importante, pero a la sociedad tampoco le conviene desalentar la inversión en empresas de alta tecnología.
Por otra parte, me parece bien que Mnuchin advierta a los legos acerca del riesgo de invertir dinero sistemáticamente en castillos en el aire. Aunque las tecnologías avanzadas valen la inversión desde un punto de vista social, que una empresa obtenga rentabilidad sostenida no es tan fácil. Es de suponer que un secretario del Tesoro ya tiene bastante de qué ocuparse para encima tener que preocuparse por el ascenso al poder de las máquinas.
Agitar el temor a los robots no ayuda a nadie, lo mismo que enmarcar el tema como la posibilidad de que la “inteligencia artificial reemplace a los trabajadores estadounidenses”. Para los funcionarios, hay áreas mucho más constructivas donde dirigir sus esfuerzos. Si el gobierno cumple adecuadamente su deber de impedir una depresión por escasez de demanda, el progreso tecnológico en una economía de mercado no empobrecerá necesariamente a los trabajadores no cualificados.
Esto vale especialmente cuando el valor deriva del trabajo de la mano del hombre, o del trabajo de cosas creadas por la mano del hombre, y no de recursos naturales escasos, como en la Edad Media. Karl Marx fue uno de los teóricos más inteligentes y dedicados en este tema, y ni siquiera él pudo demostrar irrefutablemente que el progreso tecnológico deba empobrecer necesariamente a los trabajadores no cualificados.
Las innovaciones tecnológicas transforman aquello cuya producción depende ante todo de máquinas en algo más útil, aunque con relativamente menos aporte de mano de obra no cualificada. Pero por sí mismo, eso no empobrece a nadie. Para esto último, sería necesario que el avance tecnológico también transforme el producto de la mano de obra no cualificada en algo menos útil. Pero es difícil que algo así suceda, porque la capacidad de las máquinas relativamente baratas empleadas en industrias de uso intensivo de mano de obra no cualificada siempre puede aumentar. Con herramientas más avanzadas, esos trabajadores podrán producir cosas más útiles.
En la historia no abundan ejemplos de progreso tecnológico en el contexto de una economía de mercado que haya empobrecido directamente a los trabajadores no cualificados. Cuando sucedió, fue porque las máquinas provocaron una gran disminución de valor de lo producido en un sector de uso intensivo de mano de obra, al aumentar la producción de ese bien tanto que toda la demanda potencial quedó satisfecha.
El ejemplo de manual de este fenómeno es la producción de textiles en la India y Gran Bretaña durante los siglos XVIII y XIX. Las nuevas máquinas fabricaban exactamente los mismos productos que antes se hacían con el telar manual, pero ahora a gran escala. Como la demanda era limitada, los consumidores ya no estaban dispuestos a pagar por el producto de los tejedores manuales. El valor de los artículos producidos por esta forma de mano de obra no cualificada se derrumbó, pero los precios de los bienes que compraban esos trabajadores siguieron igual.
La moraleja de esta historia no es que hay que detener la robotización, sino que tenemos que confrontar el problema político y de ingeniería social que supone mantener un equilibrio justo de ingresos relativos en la sociedad. Eso supone una triple tarea.
En primer lugar, asegurar que los gobiernos ejecuten su debida función macroeconómica de mantener una economía estable con bajo desempleo para que los mercados puedan funcionar adecuadamente. En segundo lugar, redistribuir la riqueza para mantener una distribución de ingresos adecuada. La economía de mercado debe promover (no menoscabar) objetivos sociales acordes con nuestros valores y principios éticos. Finalmente, educar y entrenar a los trabajadores en el uso de herramientas de tecnología cada vez más avanzada (especialmente en las industrias con uso intensivo de mano de obra), de modo que puedan fabricar cosas útiles para las que siga habiendo demanda.
Generar alarma ante la posibilidad de que la “inteligencia artificial reemplace a los trabajadores estadounidenses” no ayuda a implementar esas políticas. Mnuchin tiene razón: el ascenso de los robots no es un tema del que deba ocuparse el secretario del Tesoro.
Traducción: Esteban Flamini